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lunes, diciembre 23, 2013

Inés del alma mía, ISABEL ALLENDE ((33))




Inés del alma mía[Document Transcript]... ¡Qué largo y arduo el camino del desierto! ¡Qué lento y fatigoso el paso! ¡Qué caliente la soledad! Transcurrían los días largos, iguales, en una sequedad infinita, un paisaje yermo de tierra áspera y piedra dura, oloroso a polvo quemado y ceniza de espino, pintado de colores encendidos por la mano de Dios. Según don Benito, esos colores eran minerales escondidos y, por lo mismo, resultaba una burla diabólica que ninguno fuese oro o plata. Pedro y yo avanzábamos a pie horas y horas, conduciendo a nuestros caballos por las bridas, para no cansarlos. Hablábamos poco, porque teníamos la garganta ardiente y los labios resecos, pero estábamos juntos y cada paso nos unía más, nos conducía tierra adentro, al sueño que habíamos soñado juntos y que tantos sacrificios costaba: Chile. Yo me protegía con un sombrero de ala ancha, un trapo sobre la cara, con dos huecos para los ojos, y otros trapos amarrados en las manos, porque no disponía de guantes y el sol me las desollaba. Los soldados no aguantaban las
armaduras calientes, que llevaban a la rastra. La larga hilera de indios avanzaba despacio, en silencio, mal vigilada por los negros cabizbajos, tan desanimados que no alzaban los látigos. Para los cargadores el camino era mil veces peor que para nosotros; estaban acostumbrados a pasar trabajos y comer poco, a trotar cerro arriba y cerro abajo, impulsados por la energía misteriosa de las hojas de coca, pero no soportaban la sed. Nuestra desesperación aumentaba a medida que pasaban los días sin dar con un pozo sano, los únicos que encontramos habían sido contaminados con cadáveres de animales por los sigilosos indios chilenos. Algunos yanaconas bebieron el agua putrefacta y murieron retorciéndose, con las tripas al fuego.
Cuando creímos que habíamos alcanzado el límite de nuestras fuerzas, el color de las montañas y del suelo cambió. El aire se detuvo, el cielo se volvió blanco y desapareció toda forma de vida, desde los abrojos hasta las aves solitarias que antes solían verse: habíamos entrado al temible Despoblado. Apenas surgía la primera luz del alba nos poníamos en marcha, porque más tarde el sol no permitía avanzar. Pedro había decidido que cuanto más rápido fuese el viaje, menos vidas perderíamos, aunque el esfuerzo de dar cada paso era desmedido. Descansábamos en las horas más calientes, tirados sobre ese mar de arena calcinada, con un sol de plomo derretido sobre nosotros, en un ámbito muerto. Volvíamos a andar a eso de las cinco de la tarde, hasta que caía la noche y no se podía seguir en la densa oscuridad. Era un paisaje áspero, de inmensa crueldad. Carecíamos de ánimo para armar las tiendas y organizar los campamentos sólo por unas horas. No había peligro de ser atacados por enemigos, nadie vivía ni se aventuraba en esas soledades. En la noche, la temperatura cambiaba bruscamente, del calor insoportable del día pasábamos a un frío glacial. Cada uno se echaba donde podía, tiritando, sin hacer caso de las instrucciones de don Benito, el único que insistía en la disciplina. Pedro y yo, abrazados entre nuestros caballos, procurábamos infundirnos calor. Estábamos muy fatigados. No nos acordamos de hacer el amor en las semanas que duró esa parte del viaje. La abstinencia nos dio oportunidad de conocer a fondo nuestras flaquezas y cultivar una ternura que antes yacía sofocada por la pasión. Lo más admirable de ese hombre es que jamás dudó de su misión: poblar Chile con castellanos y evangelizar a los indios. Nunca creyó que moriríamos asados en el desierto, como decían los demás; no le tembló la voluntad
A pesar del severo racionamiento impuesto por don Benito, llegó un día en que el agua se terminó. Para entonces estábamos enfermos de sed, teníamos la garganta desollada por la arena, la lengua hinchada, los labios llagados. De pronto nos parecía escuchar el sonido de una cascada y ver una laguna cristalina rodeada de helechos. Los capitanes debían retener a la fuerza a los hombres para que no perecieran arrastrándose en la arena tras un espejismo. Algunos soldados bebían la propia orina y la de los caballos, que era muy poca y muy oscura; otros, enloquecidos, se abalanzaban sobre los yanaconas para arrebatarles las últimas gotas que les quedaban en sus odres de patas. Si Valdivia no impone orden con castigos ejemplares, creo que los hubieran matado para chuparles la sangre. Esa noche vino de nuevo a visitarme Juan de Málaga,
alumbrado por la clara luna. Se lo señalé a Pedro, pero no pudo verlo y creyó que yo alucinaba. Mi marido lucía muy mal, sus andrajos estaban encostrados de sangre seca y polvo sideral, tenía una expresión desesperada, como si también sus pobres huesos padecieran de sed.
Al día siguiente, cuando ya nos dábamos por perdidos sin remedio, un extraño reptil pasó corriendo entre mis pies. En muchos días no habíamos visto otra forma de vida que la nuestra, ni siquiera los abrojos que abundaban en otros trechos del desierto. Tal vez se trataba de una salamandra, ese lagarto que vive en el fuego. Concluí que por muy diabólico que fuese el animalejo, de vez en cuando necesitaría un sorbo de agua. «Ahora nos toca a nosotras, Virgencita», le advertí entonces a Nuestra Señora del Socorro. Saqué la varilla de árbol que llevaba en mi equipaje y me puse a rezar. Era la hora del mediodía, cuando la multitud de gente y animales sedientos descansaba. Llamé a Catalina, para que me acompañara, y las dos echamos a andar despacio, protegidas por una sombrilla, yo con un avemaría en los labios y ella con sus invocaciones en quechua. Caminamos un buen rato, tal vez una hora, en círculos cada vez más grandes, cubriendo más y más terreno. Don Benito creyó que la sed me había hecho perder el juicio y, agotado como estaba, le pidió a uno más joven y fuerte, a Rodrigo de Quiroga, que fuera a buscarme.
-¡Por el amor de Dios, señora! -me suplicó el oficial con la poca voz que lequedaba-. Venid a descansar. Os haremos sombra con una tela...
-Capitán, id a decirle a don Benito que me mande gente con picos y palas -lointerrumpí.
-¿Picos y palas? -repitió, atónito.
-Y decidle, por favor, que me traiga también unas tinajas y varios soldados armados.
Rodrigo de Quiroga partió a avisar a don Benito de que yo estaba mucho peor de lo que suponían, pero Valdivia lo oyó y, lleno de esperanza, le ordenó al maestre de campo que me facilitara lo que pedía. Poco después había seis indios cavando un hoyo. Los indios resisten la sed menos que nosotros y estaban tan secos por dentro que apenas podían con las palas y los picos, pero el terreno era blando y lograron cavar un hueco de vara y media de profundidad. Al fondo la arena estaba oscura. De repente, uno de los indios profirió un grito ronco y vimos que empezaba a juntarse agua, primero sólo una leve humedad, como sudor de la tierra, pero al cabo de dos o tres minutos ya había una pequeña charca. Pedro, que no se había movido de mi lado, mandó a los soldados defender el hoyo con sus vidas, porque temió, y con razón, el fiero asalto de mil hombres desesperados por unas gotas del líquido. Le aseguré que habría para todos, siempre que bebiéramos en orden. Así fue. Don Benito pasó el resto del día distribuyendo una taza de agua por cabeza, luego Rodrigo de Quiroga pasó la noche con varios soldados dando de beber a los animales y llenando los barriles y los odres de los indios. El agua surgía con ímpetu; era turbia y tenía un sabor metálico, pero a nosotros nos pareció tan fresca como la de las fuentes de Sevilla. La gente lo
atribuyó a un milagro y llamaron al pozo Manantial de la Virgen, en honor a Nuestra Señora del Socorro. Montamos el campamento y nos quedamos en ese lugar tres días, saciando la sed, y cuando continuamos la marcha todavía corría un tenue arroyo sobre la calcinada superficie del desierto.
-Este milagro no es de la Virgen, sino tuyo, Inés -me dijo Pedro, muyimpresionado-. Gracias a ti atravesaremos este infierno sanos y salvos.
-Sólo puedo encontrar agua donde la hay, Pedro, no puedo hacerla brotar. No sé si habrá otra fuente más adelante, y, en cualquier caso, no será tan abundante.
Valdivia ordenó que me adelantara media jornada, para ir tanteando el terreno en busca de agua, protegida por un destacamento de soldados, con cuarenta indios auxiliares y veinte llamas para cargar las tinajas. El resto de la gente seguiría en grupos, separados por varias horas, para que no se abalanzaran en tropel a beber en caso de que ubicáramos pozos. Don Benito designó a Rodrigo de Quiroga jefe del grupo que me acompañaba, porque en poco tiempo el joven capitán se había ganado su absoluta confianza. Además, era quien tenía mejor vista; sus grandes ojos castaños podían ver hasta lo que no existía. Si hubiese habido peligro en el alucinante horizonte del desierto, él lo habría descubierto antes que nadie, pero no lo hubo. Hallé varias fuentes de agua, ninguna tan abundante como la primera, pero suficientes para sobrevivir durante la travesía del Despoblado. Un día cambió de nuevo el color del suelo y pasaron dos aves volando. Cuando terminamos de atravesar el desierto saqué la cuenta de que habíamos viajado casi cinco meses desde la salida del Cuzco. Valdivia decidió acampar y esperar, porque tenía noticias de que su amigo del alma, Francisco de Aguirre, podría juntarse con él en esa región. Nos espiaban indios hostiles en la distancia, sin acercarse. Una vez más pude instalarme en la elegante tienda que nos dio Pizarro. Cubrí el suelo de mantas peruanas y cojines, saqué la vajilla de loza de los baúles, para no seguir comiendo en escudillas de madera, y mandé construir un horno de barro para cocinar como es debido, ya que llevábamos dos meses comiendo cereales y carne seca. En la habitación grande de la tienda, que Valdivia usaba de cuartel general y sala de audiencia y justicia, coloqué su sillón y unos taburetes de suela para los visitantes, que llegaban a horas imprevistas. Catalina pasaba el día recorriendo el campamento, como una sombra sigilosa, para traerme noticias. Nada sucedía entre españoles o yanaconas que yo no supiera. A menudo venían los capitanes a cenar y solían llevarse la desagradable sorpresa de que Valdivia me invitaba a sentarme con ellos a la mesa. Es posible que ninguno hubiese comido con una mujer en su vida, eso no se usa en España, pero aquí las costumbres son más relajadas. Nos alumbrábamos con bujías y lámparas de aceite y nos calentábamos con dos grandes braseros peruanos, porque hacía frío en las noches. González de Marmolejo, que además de fraile era bachiller, nos explicó por qué las estaciones están cambiadas y cuando es invierno en España es verano en
Chile y a la inversa, pero nadie lo entendió y seguimos pensando que en el Nuevo Mundo las leyes de la Naturaleza están desquiciadas. En la otra pieza de la tienda Pedro y yo teníamos la cama, un escritorio, mi altar, nuestros baúles y la batea para el baño, que no se había usado en mucho tiempo. A Pedro le había disminuido el temor al baño y de vez en cuando aceptaba meterse en la batea y que yo lo enjabonara, pero siempre prefería lavarse a medias con un trapo mojado. Fueron días muy buenos, en los que volvimos a ser los enamorados que fuimos en el Cuzco. Antes de hacer el amor le gustaba leerme sus libros favoritos en voz alta. Él no sabía, porque yo deseaba darle una sorpresa, que el clérigo González de Marmolejo me estaba enseñando a leer y escribir.
Unos días después Pedro partió con algunos de sus hombres a recorrer la región en busca de Francisco de Aguirre y a ver si podía parlamentar con los indios. Era el único que creía posible entenderse con ellos. Aproveché su ausencia para darme un baño y lavarme el cabello con quillay, una corteza de árbol chileno que mata los piojos y mantiene el pelo sedoso y sin canas hasta la tumba. Conmigo no dio ese resultado, porque lo he usado siempre y tengo la cabeza blanca; bueno, por lo menos no estoy medio calva, como tantas otras personas de mi edad. De tanto caminar y cabalgar, me dolía la espalda, y una de mis indias me dio una friega con un bálsamo de peumo, preparado por Catalina. Me acosté muy aliviada, con Baltasar a los pies. El perro tenía diez meses y todavía era muy juguetón, pero había alcanzado buen tamaño y se podía adivinar su temple de guardián. Por una vez no me atormentó el insomnio y me dormí pronto.
Pasada la medianoche me despertaron los sordos gruñidos de Baltasar. Me senté en la cama, tanteando en la oscuridad con una mano en busca de un chal para cubrirme y sujetando con la otra al perro. Entonces sentí un ruido ahogado en la otra sala y no tuve duda de que había alguien allí. Primero pensé que Pedro había vuelto, porque los centinelas de la puerta no habrían dejado entrar a nadie mas, pero la actitud del perro me puso sobre alerta. No había tiempo de encender una lámpara.
-¿Quién va? -grité, asustada.
Hubo una pausa tensa y enseguida alguien llamó en la oscuridad a Pedro de Valdivia.
-No se encuentra aquí. ¿Quién lo busca? -pregunté, ahora con voz airada.-Disculpad, señora, soy Sancho de la Hoz, leal servidor del capitán general. Me
ha tomado mucho tiempo llegar hasta aquí y deseo saludarlo.
-¿Sancho de la Hoz? ¿Cómo os atrevéis, caballero, a entrar en mi tienda en mitad de la noche? -exclamé.
Para entonces Baltasar ladraba a rabiar, lo que alertó a los guardias. En cosa de minutos acudieron don Benito, 
Quiroga, Juan Gómez y otros, con luces y sables desenvainados, para hallar en mi habitación no sólo al insolente De la Hoz, sino a otros cuatro hombres que lo acompañaban. La primera reacción de los míos fue arrestarlos de inmediato, pero los convencí de que se trataba de un malentendido. Les rogué que
se retiraran y ordené a Catalina que improvisara algo de comer para los recién llegados, mientras me vestía deprisa. De mi propia mano les escancié vino y les serví la cena con la debida hospitalidad, muy atenta a lo que quisieron contarme de las penurias de su viaje. [33]



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Hermoso saber que existen personas que lean este proyecto. Gracias por su honorable visita. Les saluda y le doy la bienvenida a leer: Luna Cielo Azul. ©Siervadelmesías.

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