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jueves, febrero 20, 2014

Inés del alma mía, ISABEL ALLENDE ((50))





Inés del alma mía[Document Transcript]... Pedro y yo estábamos hechos para el esfuerzo, no para la molicie. El desafío de sobrevivir un día más y mantener en alto la moral de la colonia nos llenaba de energía. Sólo cuando estábamos solos nos permitíamos el desaliento, pero no duraba mucho, pronto nos burlábamos de nosotros mismos. «Prefiero estar mascando ratones aquí contigo, que vestida de brocado en las cortes de Madrid», le decía yo. «Digamos, mejor, que prefieres ser la Gobernadora aquí, que hacer bolillo en Plasencia», me respondía. Y caíamos abrazados sobre la cama, riendo como chiquillos. Nunca estuvimos más unidos, nunca hicimos el amor con tanta pasión y sabiduría como en esa época. Cuando pienso en Pedro, son ésos los momentos que atesoro; así quiero recordarlo, como era a los cuarenta y tantos años, estragado por el hambre, pero de ánimo fuerte y decidido, lleno de ilusión. Agregaría que deseo recordarlo enamorado, pero sería redundante, porque siempre lo estuvo, incluso cuando nos separamos. Sé que murió pensando en mí. En el año de su muerte, 1553, yo me hallaba en Santiago y él guerreando en Tucapel, a muchas leguas de distancia, pero supe tan claramente que agonizaba y moría, que cuando me trajeron la noticia, varias semanas más tarde, no derramé lágrimas. Ya se me había agotado el llanto.
A mediados de diciembre, dos años después de que partiera el capitán Monroy en su riesgosa misión, cuando nos hallábamos preparando una modesta celebración de
Navidad con cánticos y un improvisado pesebre, llegó a las puertas de Santiago un hombre agotado y cubierto de polvo, a quien casi dejan afuera, porque al principio los centinelas no lo reconocieron. Era uno de nuestros yanaconas; llevaba dos días corriendo y se las había arreglado para llegar a la ciudad deslizándose sin ser visto por los bosques plagados de indígenas enemigos. Pertenecía a un pequeño grupo que Pedro había dejado en una playa de la costa con la esperanza de que llegaran socorros del Perú. Sobre un promontorio mantenían dispuestas varias hogueras, listas para encenderlas si aparecía una nave. Por fin los vigías, que oteaban el horizonte desde hacía una eternidad, vieron una vela en el mar y, eufóricos, hicieron las debidas señales. El barco, capitaneado por un antiguo amigo de Pedro de Valdivia, traía la ayuda tan esperada.
-Que estés llevando gente y caballos para estar trayendo la carga, pues, tatay. Eso no más te está mandando decir el viracocha del barco -jadeó el indio, extenuado.
Pedro de Valdivia salió al galope con varios capitanes rumbo a la playa. Es difícil describir el alborozo que se apoderó de la ciudad. Era tanto el alivio, que esos endurecidos soldados lloraban, y tanta la anticipación, que nadie hizo caso al cura cuando llamó a una misa de acción de gracias. La población entera estaba asomada sobre el muro oteando el camino, aunque sabíamos que a los visitantes les tomaría unos días llegar a Santiago.
Una expresión de horror se pintó en los rostros de los del barco cuando vieron aparecer a Valdivia y sus soldados en la playa y, después, cuando llegaron a la ciudad y salimos a recibirlos. Eso nos dio una idea aproximada de la magnitud de nuestra miseria. Nos habíamos acostumbrado a nuestro aspecto de esqueletos, los harapos y la mugre, pero al comprender que inspirábamos lástima, sentimos profunda vergüenza. A pesar de que nos habíamos acicalado lo mejor posible y Santiago nos parecía espléndido en la luz radiante del verano, los huéspedes se llevaron la más lamentable impresión, incluso pretendieron regalarle ropa a Valdivia y otros capitanes, pero no hay peor ofensa para un español que recibir caridad. Lo que no pudimos pagar, quedó anotado como deuda, y Valdivia avaló a los demás, porque no teníamos oro. Los comerciantes que habían contratado el barco en el Perú quedaron satisfechos, porque triplicaron lo invertido y estaban seguros de que cobrarían la deuda; la palabra de Valdivia les parecía garantía más que suficiente. Entre ellos se hallaba el mismo comerciante que le prestó dinero a Pedro en el Cuzco, con interés usurero, para financiar la expedición. Venía a cobrar lo suyo multiplicado, pero debió llegar a un acuerdo justo, porque al ver el estado de nuestra colonia comprendió que de otro modo no recuperaría nada. Del cargamento de la nave, Pedro me compró tres camisas de lino y una de fina batista, sayas de diario y otras de seda, botas de trabajo y calzado femenino, jabón, crema de azahar para la cara y un frasco de perfume, lujos que creí que jamás volvería a ver.
La nave había sido enviada por el capitán Monroy. Mientras nosotros soportábamos tribulaciones en Santiago, él y sus cinco compañeros alcanzaron a llegar
hasta Copiapó, donde cayeron en manos de los indios. Cuatro soldados fueron aniquilados en el acto, pero Monroy, montado en su alazán de oro, y otro hombre sobrevivieron por un insólito golpe de fortuna; los salvó un soldado español, fugado de la justicia del Perú, que vivía en Chile desde hacía años. El hombre había perdido las dos orejas por ladrón y, avergonzado, huyó de todo contacto con los de su raza y se refugió entre los indígenas. El castigo por robo es la amputación de una mano, costumbre que quedó en España desde los tiempos de los moros, pero en el caso de un soldado se prefiere cortar la nariz o las orejas, así el acusado no queda inútil para luchar. El desorejado alcanzó a intervenir para que los indios no mataran al capitán, a quien supuso muy rico, a juzgar por el oro que llevaba encima, y a su acompañante. Monroy era un hombre simpático y tenía el don de la palabra fácil; cayó tan bien a los indios, que no lo trataron como prisionero, sino como amigo. Al cabo de tres meses de agradable cautiverio, el capitán y el otro español lograron escapar a caballo, pero sin los arreos imperiales, por supuesto. Dicen que en esos meses Monroy enamoró a la hija del cacique y la dejó preñada, pero esto puede ser jactancia del mismo capitán o mito popular, de esos que nunca faltan entre nosotros. El caso es que Monroy llegó al Perú y consiguió refuerzos, entusiasmó a varios comerciantes, mandó la nave a Chile y él se vino por tierra con setenta soldados, que llegaron meses más tarde. Este Alonso de Monroy, galante, leal y de gran coraje, murió en el Perú un par de años más tarde en circunstancias misteriosas. Unos dicen que lo envenenaron, otros que se despachó de pestilencia o de picadura de araña, y no faltan quienes creen que aún está vivo en España, adonde regresó calladamente, cansado de guerras.
La nave nos trajo soldados, alimento, vino, armas, municiones, vestidos, enseres y animales domésticos, es decir, los tesoros con los que soñábamos. Lo más importante fue el contacto con el mundo civilizado; ya no estábamos solos en el último rincón del planeta. También llegaron a aumentar nuestra colonia cinco mujeres españolas, esposas o parientes de soldados. Por primera vez desde que salí del Cuzco pude compararme con otras mujeres de mi raza y comprobar cuánto había cambiado. Decidí dejar las botas y las ropas de hombre, eliminar las trenzas y hacerme un peinado más elegante, untarme la cara con la crema que me regaló Pedro y, en fin, cultivar las gracias femeninas que hacía años había descartado. Volvió el optimismo a henchir los corazones de nuestra gente, nos sentíamos capaces de enfrentar a Michimalonko y al mismo Diablo, si se presentaban en Santiago. Seguramente así lo percibió de lejos el taimado cacique, porque no volvió a atacar la ciudad, aunque fue necesario combatirlo a menudo en los alrededores y perseguirlo hasta sus pucaras. En cada uno de esos encuentros quedaba tal mortandad de indios, que cabía preguntarse de dónde salían más.
Valdivia hizo valer las encomiendas que me había asignado a mí y a algunos de sus capitanes. Mandó emisarios a rogar a los indígenas pacíficos que volvieran al valle, donde siempre habían vivido antes de nuestra llegada, y les prometió seguridad, tierra y comida a cambio de ayudarnos, ya que las haciendas sin almas eran tierra inútil. [50]





:::::>>Las aventuras del cardo<<:::::::




Ante una rica quinta señorial se extendía un hermoso y bien cuidado jardín, plantado de árboles y flores raras. Todos los que visitaban la finca expresaban su admiración por él. La gente de la comarca, tanto del campo como de las ciudades, acudían los días de fiesta y pedían permiso para visitar el parque; incluso escuelas enteras se presentaban para verlo.
Delante de la valla, por la parte de fuera junto al camino, crecía un enorme cardo; su raíz era vigorosa y vivaz, y se ramificaba de tal modo, que él sólo formaba un matorral. Nadie se paraba a mirarlo, excepto el viejo asno que tiraba del carro de la lechera. El animal estiraba el cuello hacia la planta y le decía: "¡Qué hermoso eres! Te comería." Pero el ronzal no era bastante largo para que el pollino pudiese alcanzarlo.
Habían llegado numerosos invitados al palacio: nobles parientes de la capital, jóvenes y lindas muchachas, y entre ellas una señorita llegada de muy lejos, de Escocia. Era de alta cuna, rica en dinero y en propiedades, lo que se dice un buen partido. Así lo pensaba más de un joven soltero, y las madres estaban de acuerdo.
Los jóvenes salieron a correr por el césped y a jugar al "crocket"; pasearon luego entre las flores, y cada una de las muchachas cogió una y la puso en el ojal de un joven. La señorita escocesa estuvo buscando largo rato sin encontrar ninguna a su gusto, hasta que, al mirar por encima de la valla, se dio cuenta del gran cardo del exterior, con sus grandes flores azules y rojas. Sonrió al verlo y pidió al hijo de la casa que le cortase una de ellas.
- Es la flor de Escocia - dijo -. Figura en el escudo de mi país. Dámela.
El joven eligió la más bonita y se pinchó los dedos, como si la flor hubiese crecido en un espinoso rosal.
La damita puso el cardo en el ojal del joven, quien se sintió muy halagado por ello. Todos los demás habrían cedido muy a gusto la flor respectiva a cambio de aquélla, obsequio de las lindas manos de la señorita escocesa. Y si el hijo de la casa se sentía honrado, ¡qué no se sentiría la planta! Parecióle como si por todos sus tejidos corrieran rocío y rayos de sol.
"Resulta, pues, que soy mucho más de lo que pensaba - dijo el cardo para sus adentros -. Mi puesto era dentro del vallado, y no fuera. Es que a veces lo sitúan a uno de modo bien raro en el mundo. Pero ahora al menos tengo uno de los míos del otro lado de la valla, y en un ojal por añadidura."
La planta contaba aquel hecho a cada nueva yema que se abría y desplegaba, y no transcurrirían muchos días sin que el cardo se enterase, no por los hombres ni por el parloteo de los pájaros, sino por el propio aire - que recoge y propaga todos los rumores, tanto de las avenidas más apartadas del jardín como de los salones del palacio, cuyas ventanas y puertas están abiertas -, que el joven que recibiera de la linda escocesa la flor de cardo, se había ganado también su corazón y su mano. Formaban una magnífica pareja, y ella era un buen partido.
"Soy yo quien lo ha hecho" - pensó el cardo, refiriéndose a la flor que había dado para el ojal. Y cada nueva yema que se abría hubo de escuchar el acontecimiento.
"No hay duda de que me trasplantarán al jardín - decíase el cardo -. Tal vez me pongan en una maceta, bien apretadita. Eso sí que sería un gran honor."
Y la planta lo deseaba con tanto afán, que exclamó, persuadida:
- ¡Iré a una maceta!
Prometió a cada florecita que nacía de su pie, que iría también a la maceta y quizás al ojal, que es lo más alto a que se puede aspirar. Pero ninguna fue a parar al tiesto, y no digamos ya al ojal. Bebieron aire y luz, lamieron los rayos del sol durante el día y el rocío durante la noche, florecieron, recibieron la visita de abejas y tábanos que buscaban la miel contenida en la flor y se alejaban después de tomarla.
- ¡Banda de ladrones! - exclamó el cardo -. Si pudiese ensartaros... Pero no puedo.
Las flores agacharon la cabeza y se marchitaron, pero brotaron otras nuevas.
- Llegáis a punto - dijo el cardo -. Estoy esperando de un momento a otro que nos pasen al otro lado de la valla.
Unas margaritas inocentes y un llantén escuchaban atónitos y admirados, creyendo todo lo que decía.
El viejo asno de la lechera miraba furtivamente el cardo desde el borde del camino, pero la cuerda era demasiado corta para llegar hasta él.
El cardo estuvo tanto tiempo pensando en el de Escocia, a cuya familia pertenecía, que acabó creyendo que también él había venido de aquel país y que sus padres figuraban en el escudo del reino. Eran pensamientos elevados, como un gran cardo como aquél bien puede tener de cuando en cuando.
- A veces ocurre que uno es de buena familia sin saberlo - dijo la ortiga que crecía a su lado; también ella tenía cierto presentimiento de que, debidamente tratada, podía llegar a dar una fina muselina, de la que usan las reinas. Pasó el verano y luego el otoño. Las hojas de los árboles cayeron, las flores adquirieron colores más brillantes, pero exhalaban menos aroma. El mozo jardinero cantaba en el jardín, por encima del vallado:
Cuesta abajo y cuesta arriba,
así es toda la vida.
Los tiernos abetos del bosque recibían las primeras visitas navideñas, a pesar de que faltaba aún mucho para Navidad. Aquello era desesperante.
- Y yo sin moverme de aquí - decía el cardo -. Diríase que nadie se acuerda de mí, y, sin embargo, ¿quién, sino yo, hizo el noviazgo? Se prometieron, y hoy hace ocho días se celebró la boda. Pero no voy a ser yo quien dé el primer paso; por lo demás, tampoco podría.
Transcurrieron varias semanas. El cardo seguía en el lugar con su última y única flor; era grande y llena, y había brotado muy cerca de la raíz. El viento soplaba ya muy fresco, los colores se esfumaron, la belleza se desvaneció. El cáliz de la flor, grande como una alcachofa, parecía un girasol marchito.
Presentóse en el jardín la joven pareja, convertidos ya en marido y mujer, y fueron paseando a lo largo de la valla. La esposa se asomó por encima.
- Ahí sigue aún el gran cardo - dijo -. Ya no tiene flores. - Mira, le queda el espectro de la última - observó él señalando el plateado resto de la flor.
- También así es bonita - exclamó ella -. Hay que cortarla, la colocaremos en el marco de nuestro retrato.
Y el joven tuvo que saltar nuevamente la valla y cortar el cáliz de la flor del cardo. Éste le pinchó el dedo, enfadado porque lo había llamado "espectro." Y la flor entró en el jardín, y luego en el salón del palacio, donde había un cuadro representando a la joven pareja. En el ojal del novio aparecía pintada una flor de cardo. Se habló mucho de esta flor, y también de la otra, la flor postrera de color de plata, cuya imagen sería tallada en el marco.
El aire difundió la conversación por toda la comarca.
- ¡Lo que es la vida! - exclamó el cardo -. Mi primogénita fue a parar al ojal, y la última, al marco. ¿Adónde iré yo? Mientras tanto, el borriquillo, desde el borde del camino, seguía mirándolo de reojo.
- Acércate, golosina mía. No puedo ir hasta ti, el ronzal no alcanza.
Pero el cardo no respondió, sumido como se hallaba en sus pensamientos. Estuvo cavilando así hasta Navidad, y de su concentración mental nació una flor.
- Mientras los hijos lo pasaban bien allá dentro, su madre se resigna a permanecer en el exterior, frente al vallado. - Es un noble pensamiento - dijo el rayo de sol -. También tú tendrás un buen sitio.
- ¿En la maceta o en el marco? - preguntó el cardo. 
- ¡En un cuento! - respondió el rayo de sol.
Aquí lo tenéis. 





 * * * FIN * * * 




 Hans Christian Andersen 




miércoles, febrero 19, 2014

Inés del alma mía, ISABEL ALLENDE ((49))




Inés del alma mía[Document Transcript]... Felipe, o Felipillo, como llamaban al joven mapuche, se convirtió en la sombra de Pedro y llegó a ser una figura familiar en la ciudad, mascota de los soldados, a quienes divertía la forma en que imitaba los modales y la voz del gobernador, sin ánimo de burla, sino por admiración. Pedro fingía no darse cuenta, pero sé que le halagaba la callada atención del muchacho y su prontitud para servirlo: bruñía su armadura con arena, afilaba su espada, ensebaba sus correas si conseguía un poco de grasa, y, sobre todo, cuidaba a Sultán como si fuese su hermano. Pedro lo trataba con esa jovial indiferencia con que se convive con un perro fiel; no necesitaba hablarle, Felipe adivinaba los deseos del Taita. Pedro ordenó a un soldado que enseñara al chico a usar un arcabuz «para que defienda a las mujeres de la casa en mi ausencia», manifestó, lo cual me ofendió, porque siempre era yo quien defendía no sólo a las mujeres, también a los varones. Felipe era un muchacho contemplativo y silencioso, capaz de pasar horas inmóvil, como un monje anciano. «Es flojo, como todos los de su raza», decían de él. Con el pretexto de las clases de mapudungu -una imposición casi intolerable para él, porque me despreciaba por ser mujer-, averigüé buena parte de lo que sé sobre los mapuche. Para ellos la Santa Tierra provee, la gente toma lo necesario y agradece, no toma más y no acumula; el trabajo es incomprensible, puesto que no hay futuro. ¿Para qué sirve el oro? La tierra no es de nadie, el mar no es de nadie; la sola idea de poseerlos o dividirlos producía ataques de risa al habitualmente sombrío Felipe. Las
personas tampoco pertenecen a otros. ¿Cómo pueden los huincas comprar y vender gente si no es suya? A veces el muchacho pasaba dos o tres días mudo, huraño, sin comer, y al preguntarle qué le sucedía, la respuesta era siempre la misma: «Hay días contentos y días tristes». Cada uno es dueño de su silencio. Se llevaba mal con Catalina, quien desconfiaba de él, pero se contaban los sueños, porque para ambos la puerta estaba siempre abierta entre las dos mitades de la vida, nocturna y diurna, y a través de los sueños la divinidad se comunicaba con ellos. No hacer caso de los sueños causa grandes desgracias, aseguraban. Felipe nunca permitió que Catalina le echara la suerte con sus cuentas y conchas de adivinar, por las que sentía un terror supersticioso, tal como se negaba a probar sus yerbas medicinales.
Los criados tenían prohibido montar los caballos, bajo pena de azotes, pero con Felipe se hizo una excepción, ya que él los alimentaba y era capaz de domarlos sin violencia, hablándoles al oído en mapudungu. Aprendió a cabalgar como un gitano y sus proezas causaban sensación en esa aldea triste. Se pegaba sobre la bestia hasta ser parte de ella, iba con su ritmo, sin forzarla jamás. No usaba montura ni espuelas, guiaba con una leve presión de las rodillas y llevaba las riendas en la boca, así las dos manos le quedaban libres para el arco y las flechas. Podía subirse cuando el caballo iba a la carrera, dar vuelta sobre el lomo y quedar mirando hacia la cola o colgarse con brazos y piernas, de modo que galopaba con el pecho contra el vientre del animal. Los hombres le hacían ruedo y, por mucho que lo intentaron, ninguno pudo imitarlo. A veces se perdía por varios días en sus excursiones de caza y, justo cuando ya lo dábamos por muerto en manos de Michimalonko, retornaba sano y salvo con una rastra de pájaros al hombro para enriquecer nuestra desabrida sopa. Valdivia se inquietaba cuando desaparecía; en más de una ocasión lo amenazó con el látigo si volvía a salir sin permiso, pero nunca cumplió, porque dependíamos del producto de sus cacerías. Al centro de la plaza estaba el tronco ensangrentado donde se aplicaban las penas de azote, pero a Felipe no parecía causarle ningún temor. Para entonces se había convertido en un adolescente delgado, alto para alguien de su raza, puro hueso y músculo, de expresión inteligente y ojos sagaces. Era capaz de echarse a las espaldas más peso que cualquier hombre adulto y cultivaba un desprecio absoluto por el dolor y la muerte. Los soldados admiraban su estoicismo y algunos, para entretenerse, lo ponían a prueba. Tuve que prohibirles que lo desafiaran a coger un carbón encendido con la mano o clavarse espinas untadas en ají picante. Invierno y verano se bañaba por horas en las aguas siempre frías del Mapocho. Nos explicó que el agua helada fortalece el corazón, por eso las madres mapuche sumergen a los niños en agua apenas nacen. Los españoles, que huyen del baño como del fuego, se instalaban en lo alto del muro a observarlo nadar y cruzar apuestas sobre su resistencia. A veces se sumergía en las aguas tormentosas del río durante varios padrenuestros y, cuando ya los mirones empezaban a pagar las apuestas a los ganadores, Felipe aparecía ileso.
Lo peor de esos años fue el desamparo y la soledad. Esperábamos socorro sin saber si habría de llegar, todo dependía de la gestión del capitán Monroy. Ni siquiera
la infalible red de espías de Cecilia pudo dar razón de él y los otros cinco bravos, pero no nos hacíamos ilusiones. Habría sido un milagro si ese puñado de hombres hubiese pasado entre los indios hostiles, cruzado el desierto y llegado a su destino. Pedro me decía, en la intimidad de nuestras conversaciones en la cama, que el verdadero milagro sería que Monroy consiguiese ayuda en el Perú, donde nadie quería invertir dinero en la conquista de Chile. Los arreos de oro de su caballo lograrían impresionar a los curiosos, pero no a los políticos y comerciantes. El mundo se nos redujo a unas cuantas cuadras dentro de un murallón de adobe, a las mismas caras estragadas, a los días sin noticias, a la eterna rutina, a las esporádicas salidas de la caballería en busca de comida o a repeler a un grupo de indios atrevidos, a rosarios, procesiones y entierros. Hasta las misas se redujeron a un mínimo, porque nos quedaba sólo media botella de vino para consagrar y habría sido un sacrilegio usar chicha. Eso sí, no faltó agua, porque cuando los indios nos impedían ir al río o atascaban con piedras los canales de riego de los incas, hicimos pozos. No se necesitaba mi talento para ubicar agua, porque donde caváramos la había en abundancia. Como carecíamos de papel para anotar las actas del cabildo y las sentencias judiciales, se usaban tiras de cuero, pero en un descuido se las comieron los perros hambrientos, de manera que hay pocos registros oficiales de las penurias pasadas en esos años.
Esperar y esperar, en eso se nos iban los días. Esperábamos a los indios con las armas en la mano, esperábamos que cayera un ratón en las trampas, esperábamos noticias de Monroy. Estábamos cautivos dentro de la ciudad, rodeados de enemigos, medio muertos de hambre, pero había cierto orgullo en la desgracia y la pobreza. Para las festividades, los soldados se colocaban la armadura completa sobre el cuerpo desnudo o protegido por pedazos de piel de conejo o de rata, porque no disponían de ropa para llevar debajo, pero las mantenían brillantes como plata. La única sotana de González de Marmolejo estaba tiesa de zurcidos y de mugre, pero para la misa se ponía encima un pedazo de mantel de encaje que se había salvado del incendio. Al igual que Cecilia y otras mujeres de los capitanes, carecía de sayas decentes, pero pasábamos horas peinándonos y nos teñíamos los labios de rosa con el fruto amargo de un arbusto que, según Catalina, era venenoso. Ninguna se murió de eso, pero es cierto que nos producía una cagantina muy fea. Nos referíamos a nuestras miserias siempre en tono de chanza, porque quejarse en serio habría sido de pusilánimes. Los yanaconas no entendían esa forma de humor, tan española, y andaban como perros apaleados soñando con volver al Perú. Algunas mujeres indígenas escaparon para entregarse a los mapuche, con quienes al menos no pasarían hambre, y ninguna regresó. Para evitar que las imitaran, echamos a correr el rumor de que se las habían comido, aunque Felipe sostenía que los mapuche siempre están dispuestos a agregar otra esposa a sus familias.
-¿Qué pasa con ellas cuando muere el marido? -le pregunté en mapudungu, pensando en la mortandad de guerreros que dejaban las batallas.
-Se hace lo que se debe: el hijo mayor las hereda a todas menos a su madre -mecontestó.
-Y tú, mocoso, ¿no quieres casarte todavía? -le sugerí en broma.-No es el momento de robar una mujer -replicó, muy serio.
En la tradición mapuche el novio roba, con ayuda de sus hermanos y amigos, a la muchacha que desea, según me contó. A veces la partida de mozalbetes entra con violencia en la casa de la chica, amarra a los padres y se la lleva pataleando, pero después se arregla el entuerto, siempre que la novia esté de acuerdo, cuando el pretendiente paga la suma correspondiente en animales y otros bienes a sus futuros suegros. Así formalizan la unión. El hombre puede tener varias esposas, pero debe dar lo mismo a cada una y tratarlas igual. A menudo se casa con dos o más hermanas, para no separarlas. González de Marmolejo, quien solía asistir a mis lecciones de mapudungu, explicó a Felipe que esta desenfrenada lascivia era prueba sobrada de la presencia del demonio entre los mapuche, quienes sin el agua sagrada del bautismo terminarían asándose en las brasas del infierno. El muchacho le preguntó si también el demonio estaba entre los españoles, que tomaban una docena de indias sin retribuir con llamas y guanacos a los padres, como se debe, y además les pegaban, no les daban a todas igual trato y cuando se les antojaba las cambiaban por otras. Tal vez españoles y mapuche se encontrarían en el infierno, donde seguirían matándose unos a otros por toda la eternidad, sugirió. Yo debí salir deprisa y a tropezones de la habitación para no reírme en las venerables barbas del clérigo. [49]





:::::>>La familia de Hühnergrete<<:::::::




Hühnergrete era la única persona que vivía en la espléndida casa que en el cortijo se había construido para habitación de los pollos y patos. Se alzaba en el lugar que antaño ocupara el viejo castillo con sus torres, hastiales, fosos y puente levadizo. Junto a ella había una verdadera selva de árboles y arbustos; allí había estado el parque que se extendía hasta un gran lago, convertido hoy en una turbera. Cuervos, cornejas y grajos volaban graznando y chillando por entre los viejos árboles. Era un hervidero de aves, y la caza no hacía mella en sus filas; antes bien su número crecía constantemente. Se oían desde el gallinero donde residía Hühnergrete, y donde los patitos se le subían a los zuecos. Conocía cada uno de los pollos y cada uno de los gansos a partir del día en que habían roto el cascarón, y estaba orgullosa de sus pupilos, así como de la magnífica casa que habían construido para ella. Su habitacioncita era limpia y bien cuidada; así lo exigía la propietaria del gallinero, la cual se presentaba a menudo en compañía de invitados de distinción, para enseñarles "el cuartel de los pollos y los patos," como lo llamaba.
Había allí un armario ropero y un sillón, e incluso una cómoda, y en lo alto se veía una bruñida placa de latón que llevaba grabada la palabra "Grubbe." Era el apellido de la antigua y noble familia que había vivido en el castillo señorial. La placa la habían encontrado al excavar los cimientos, y, en opinión del sacristán, no tenía más valor que el de un antiguo recuerdo. El sacristán estaba muy bien informado en todo lo concerniente al lugar y a su pasado; lo sabía por los libros, y guardaba muchos documentos en el cajón de su mesa. Conocía muchas cosas del tiempo antiguo, pero más sabía aún la vieja corneja, y las pregonaba en su lenguaje; sólo que el sacristán no lo entendía, con ser tan inteligente e instruido.
En los calurosos días estivales, el pantano exhalaba vapores como si fuese un auténtico lago, frente a los viejos árboles visitados por cuervos, cornejas y grajos. Así era cuando el hidalgo Grubbe residía en aquellos parajes, y se alzaba aún el antiguo castillo de espesos muros rojos. La cadena del mastín llegaba entonces hasta más allá de la puerta. Por la torre, un corredor empedrado conducía a los aposentos. Las ventanas eran estrechas, y los cristales, pequeños, incluso en el salón principal, donde se celebraban los bailes. Pero ya en tiempos del último Grubbe, nadie recordaba que se hubiese bailado allí, aun cuando se guardaba un viejo tambor que había formado parte de la orquesta. En un armario ricamente esculpido se conservaban raras plantas bulbosas, pues la señora Grubbe era muy aficionada a la jardinería. Su esposo prefería salir a cazar lobos y jabalíes, y su hijita María lo acompañaba siempre un buen trecho. A los cinco años montaba orgullosamente en su propia jaquita, mirando arrogante a su alrededor, con sus grandes ojos negros. Se divertía repartiendo latigazos entre los perros de caza, aunque más le gustaba al padre que los propinara a los hijos de los labriegos que se acercaban corriendo a ver a los señores.
El campesino que vivía en la choza de las inmediaciones del castillo tenía un hijo llamado Sören, de la misma edad que la noble muchacha. Sabía trepar ágilmente, y lo hacía buscando nidos de pájaros para la niña. Los pájaros chillaban alborotados, y uno ya bastante crecido le picó en un ojo con tal violencia que le salió mucha sangre, y pareció que iba a perderlo; pero no ocurrió nada, por suerte. María Grubbe lo llamaba "su" Sören, lo cual era una gran distinción y redundó en beneficio de su padre, el pobre Jön, un día en que habiendo cometido una falta por descuido, fue condenado al suplicio del potro. Estaba éste en el patio del castillo, con cuatro estacas por patas y una única y estrecha tabla por lomo. Sobre él debía montar Jön a horcajadas, con una pesada piedra en cada pie para que no le resultase tan ligera la montura. El hombre hacía muecas horribles; Sören, llorando, acudió suplicante a la niña María. Ésta ordenó que se liberara inmediatamente al padre del muchacho, y, al no ser obedecida, se puso a patalear en el puente de piedra y a tirar con tanta fuerza de la manga de su padre, que la desgarró. Estaba resuelta a salirse con la suya y lo consiguió: el padre de Sören fue soltado.
La señora Grubbe, que llegó en aquellos momentos, acarició el cabello de su hijita y la miró con ojos cariñosos. María no comprendió por qué lo hacía.
Gustaba de ir con los perros de caza, mas no con su madre, que bajaba al jardín y al lago, donde florecían los nenúfares y se mecían espadañas y juncos. Ella contemplaba la exuberante lozanía, y exclamaba: "¡Qué bonito!." En el jardín crecía un árbol entonces raro, que ella misma había plantado, al que llamaban haya roja, una especie de moro entre los demás árboles, tan negruzcas eran sus hojas. Necesitaba mucho sol, pues a la sombra se habría vuelto verde como los demás, perdiendo su cualidad característica. En los altos castaños abundaban los nidos, lo mismo que en los arbustos y las altas hierbas. Parecía como si estos animales supieran que allí estaban protegidos, que nadie podía disparar allí su escopeta.
La pequeña María frecuentaba aquel lugar con Sören, pues el niño sabía trepar, como ya dijimos, y cogía los huevos y las crías, cubiertas aún de vello. Las aves, grandes y chicas, echaban a volar asustadas y angustiadas. El frailecillo de los campos, los cuervos, grajos y cornejas de las altas copas, gritaban desesperadamente, como gritan aún hoy día sus descendientes.
- ¿Qué hacéis, niños? - les dijo un día la dama -. Estáis cometiendo una acción impía.
Sören se detuvo con aire compungido, la noble niña miró también un poco de soslayo, pero luego replicó, tajante y resuelta:
- En casa de mi padre puedo hacerlo.
- ¡Fuera, fuera! - gritaban las grandes aves negras, echando a volar; pero regresaron al día siguiente, pues aquélla era su casa.
No permaneció mucho tiempo en la suya la apacible y bondadosa señora. Nuestro Señor la llamó a su seno, donde encontró un hogar mejor que el del castillo. Las campanas de la iglesia doblaron solemnemente, cuando su cuerpo fue conducido al templo; en los ojos de los pobres brillaron las lágrimas, pues la castellana había sido siempre buena para ellos. Desaparecida la señora, nadie se preocupó ya de sus plantas, y el jardín decayó.
El señor Grubbe era un hombre duro, pero su hija, aunque tan joven, sabía amansarlo; lo hacía reír y conseguía sus propósitos. No contaba más que doce años, pero era muy talludita; miraba a las gentes con sus ojos negros penetrantes, cabalgaba como un hombre y disparaba la escopeta como el más consumado cazador.
Un día llegaron a la comarca nobles visitantes: el joven Rey y su hermanastro y compañero, el señor Ulrico Federico Gyldenlöve. Iban a la caza del jabalí y querían pasar un día en el castillo de Grubbe.
Gyldenlöve se sentó a la mesa, al lado de María Grubbe. Cogiéndole la cabeza, le dio un beso, como si fuesen parientes; mas ella le respondió con un bofetón y le dijo que no lo podía soportar. El incidente provocó grandes risas, como si fuese muy divertido.
Tal vez sí lo fuera, pues cinco años más tarde, al cumplir María los diecisiete, llegó un mensajero con una carta: el señor de Gyldenlöve pedía la mano de la noble doncella. ¡Como si nada!
- Es el caballero más distinguido y galante de todo el reino - dijo el señor de Grubbe -. No es cosa de despreciarlo. - ¡No me gusta! - dijo María. Pero no despreció al hombre más distinguido del país, que ocupaba el primer lugar al lado del Rey.
Platería, lanas y telas fueron embarcados con destino a Copenhague; ella efectuó el viaje por tierra, en diez días. El barco que conducía el ajuar no tuvo suerte con los vientos, y tardó cuatro meses en llegar a puerto; y cuando llegó, la señora de Gyldenlöve se había marchado.
- ¡Prefiero dormir sobre estopa a hacerlo en su cama de seda! - dijo -. ¡Antes iré a pie y descalza, que con él en carroza!
Una tarde de noviembre llegaron dos mujeres a la ciudad de Aarhuus. Iban a caballo, y eran la esposa de Gyldenlöve, María Grubbe, y su doncella. Venían de Veile, adonde habían llegado en barco desde Copenhague. Dirigiéronse al castillo del señor de Grubbe, al cual gustó muy poco la visita. La joven tuvo que escuchar palabras duras, pero le dieron una habitación donde dormir, y por la mañana le sirvieron la sopa de cerveza, aunque amenizada con un discurso lleno de reproches. El padre volvió contra ella su mal humor, cosa a la que la muchacha no estaba acostumbrada. Tampoco ella se dejaba achicar, y, según le hablan a uno, así replica. María habló de su marido con acrimonia y odio; se negaba a vivir con él, pues era demasiado honrada y decente para tolerarlo.
Pasó un año, nada agradable por cierto. Entre padre e hija cruzáronse muchas palabras rencorosas y esto es de mal augurio. Malas palabras dan malos frutos. ¿Cómo acabaría todo aquello?
- No podemos seguir los dos bajo un mismo techo - le dijo un día su padre -. Vete a vivir a nuestra vieja casa, pero muérdete la lengua antes de propagar mentiras entre la gente.
Y se separaron. Ella se retiró con su doncella a la vieja casa donde había nacido y crecido, y en la cripta de cuya capilla estaba enterrada su madre, aquella mujer piadosa y apacible. Residía en el edificio un viejo pastor; era toda la servidumbre. En las habitaciones colgaban telarañas, que el polvo había ennegrecido; en el jardín, todas las plantas crecían a su antojo; los lúpulos y las enredaderas formaban una red entre los árboles y las matas; la cicuta y las ortigas crecían sin estorbo. El haya roja estaba invadida de plantas parásitas, y ya no le daba el sol; sus hojas eran verdes como las de los restantes árboles y nada quedaba de su antigua belleza.
Cuervos, grajos y cornejas volaban en grandes bandadas encima de los altos castaños, con enorme griterío, como si tuviesen alguna gran novedad que contar. Había vuelto la pequeña que hacía robar sus huevos y sus crías; por su parte, el ladrón que se los llevaba estaba encaramado a un árbol sin hojas, al alto poste, donde recibía fuertes latigazos cuando se negaba a obedecer.
Todo esto relataba en nuestros tiempos el sacristán; lo había sacado de libros y dibujos, que había reunido y guardado, junto con muchos otros papeles escritos, en el cajón de su mesa.
- En el mundo todo son altibajos - decía -. ¡Maravilla oírlo!-. Y nosotros queremos saber qué fue de María Grubbe, sin olvidarnos por esto de Hühnergrete, que en nuestros tiempos reside en el espléndido corral donde estuvo María Grubbe, aunque con pensamientos muy distintos de los de la vieja Hühnergrete.
Pasó el invierno, pasaron la primavera y el verano, y volvió la época tormentosa de otoño, con sus nieblas marinas, húmedas y frías. Era una vida solitaria y monótona la del cortijo.
María Grubbe, armada de su escopeta, salía al erial a cazar liebres y zorros y todas las aves que se ponían a tiro. Más de una vez se encontró con un señor de familia noble, Palle Dyre de Nörrebäk, que solía también ir de caza, con su escopeta y sus perros. Era hombre alto y fornido, y se jactaba de ello cada vez que se paraban a hablar. Había podido medirse con el difunto señor de Brockenhuus de Egeskov, en Fionia, de cuya fuerza se hacía cruces la gente. Siguiendo su ejemplo, Palle Dyre había mandado colgar en su puerta una cadena de hierro con un cuerno de caza, y, cuando regresaba, cogía la cadena y, levantándose del suelo con el caballo, tocaba el cuerno.
- Venid a verlo, doña María - díjole -. En Nörrebäk soplan aires puros. Las crónicas no nos dicen cuándo fue ella a la casa señorial, pero en los candelabros de la iglesia de Nörrebäk puede leerse que fueron donativo de Palle Dyre y de María Grubbe, del castillo de Nörrebäk.
Fuerte y vigoroso era Palle Dyre; bebía como una esponja, y era un tonel sin fondo. Roncaba como una pocilga entera, y tenía la cara encarnada e hinchada.
- Es taimado y socarrón como un campesino - decía la señora Palle Dyre, la hija de Grubbe. No tardó en cansarse de aquella vida, pero no por ello mejoraron las cosas.
Estaba un día la mesa puesta, y los platos se enfriaban; Palle Dyre había salido a la caza del zorro, y la señora no aparecía por ninguna parte. Palle Dyre regresó a medianoche, mas la señora Dyre no compareció ni a medianoche ni a la mañana siguiente. Había vuelto la espalda a Nörrebäk, despidiéndose a la francesa.
El tiempo era gris y húmedo, con viento frío. Una bandada de chillonas aves negras pasó volando sobre su cabeza.
Aquellos pájaros estaban menos desamparados que ella.
Primero se dirigió hacia el Sur, hacia Alemania. Unas sortijas de oro con piedras preciosas le procuraron dinero. Luego tomó el camino del Este, para torcer después al Oeste. Iba sin rumbo fijo y se sentía descontenta de todo, incluso de Dios; a tal extremo de miseria moral había descendido. Pronto le fallaron también las fuerzas físicas; apenas podía arrastrar los pies. El avefría escapó de su nido en el suelo, al caer ella encima; el pájaro gritaba, como suele: "¡Du Dieb! ¡Du Dieb!," que significa: "¡Ladrón, ladrón!." Jamás la mujer había robado los bienes ajenos, pero de niña había hecho que le trajesen los huevos y los polluelos de los nidos; ahora se acordaba.
Desde el lugar donde yacía veíanse las dunas. En la orilla habitaban pescadores, pero estaba tan extenuada, que nunca podría llegar hasta allí. Las grandes gaviotas blancas describían círculos encima de su cabeza, chillando como lo hicieran los cuervos, grajos y cornejas por sobre el jardín del castillo paterno. Las aves pasaban volando a muy poca distancia, y al fin parecieron volverse negras; pero también se hizo la noche ante sus ojos.
Al abrirlos nuevamente, sintió que alguien la levantaba y la llevaba a cuestas. Un hombre alto y robusto la había cogido en brazos. Ella miró su cara barbuda; tenía una cicatriz encima de un ojo, que le partía la ceja en dos. El hombre la condujo al barco, donde el patrón le recibió con palabras brutales.
Al día siguiente zarpó el barco. María Grubbe no bajó a tierra, sino que partió en la nave. ¿Regresaría tal vez? ¡Ah! ¿Cuándo y dónde?
Pues también lo sabía el sacristán, y conste que no era un cuento que se hubiera inventado. Conocía toda la historia por un viejo libro que nosotros podemos también leer. El poeta danés Ludvig Holberg, autor de tantos y tantos libros interesantes y alegres comedias, por los cuales conocemos bien su época y sus hombres, habla en sus cartas de María Grubbe, dónde y cómo se encontró con ella en el mundo. Merece la pena escucharlo, aunque no por eso nos olvidamos de Hühnergrete, instalada en su magnífico corral, contenta y bonachona.
Estábamos en el momento de zarpar el barco, con María Grubbe a bordo. Pasaron años y años.
La peste hacía estragos en Copenhague; corría el año 1711. La reina de Dinamarca se retiró a su patria alemana, el Rey abandonó la capital. Todos los que pudieron se marcharon, hasta los estudiantes que gozaban de pensión gratuita. Uno de ellos, el último, que había permanecido en el llamado "Borchs-Kollegium," contiguo a la residencia estudiantil de Regentsen, partió a su vez. Eran las dos de la madrugada cuando emprendió el camino, cargado con su mochila, más llena de libros y manuscritos que de prendas de vestir. Flotaba sobre la ciudad una niebla, y en la calle no se veía un alma. Por todas partes había cruces pintadas en puertas y portales, señal de que en el interior reinaba la peste o de que sus moradores habían muerto de ella. Tampoco paraba nadie por la calle Ködmangergade, que iba de la Torre Redonda al palacio real. Pasó traqueteando una gran carreta fúnebre; el carretero chasqueó el látigo, y los caballos se lanzaron al galope; el carro iba cargado de cadáveres. El estudiante se cubrió el rostro con la mano, aspirando el fuerte alcohol que llevaba en una esponja, dentro de un estuche de latón. De una taberna situada en un callejón llegaban ruidosos cantos y lúgubres carcajadas; eran gentes que se pasaban la noche bebiendo para olvidarse de que el cólera llamaba a la puerta y los quería cargar en la carreta, junto con los muertos. El estudiante se encaminó al puente del palacio, donde se hallaban fondeadas algunas pequeñas embarcaciones; una de ellas estaba levando anclas para huir de la apestada ciudad.
- Si Dios nos conserva la vida y nos da viento favorable, iremos a Grönsund, cerca de Falster - dijo el patrón, preguntando su nombre al estudiante que solicitaba embarcar.
- Luis Holberg - respondió el joven, y su nombre sonó como otro cualquiera; hoy es uno de los más ilustres de Dinamarca, pero en aquellos días el que lo llevaba era un joven estudiante desconocido.
El barco se deslizó por delante del palacio, y salió a alta mar cuando aún no había amanecido. Soplaba una fresca brisa, hincháronse las velas, y el estudiante, tendiéndose cara al viento, se durmió, lo cual no era precisamente lo más aconsejable.
A la tercera mañana ancló el barco frente a Falster.
- ¿No sabríais de algún lugar en el que pudiese hospedarme por poco dinero? - preguntó Holberg al patrón.
- Tal vez os conviniera ver a la esposa de Möller, el barquero respondióle el marino -. Si queréis ser cortés, podéis llamarla madre Sören Sörensen Möller. Pero a lo mejor se enfada, si os mostráis demasiado fino. Su marido está en la cárcel, purgando un delito, y ella guía la barca. ¡Tiene buenos puños!
El estudiante se cargó la mochila y se dirigió a la casa del barquero. La puerta estaba entornada, el picaporte cedió, y nuestro amigo entró en una habitación empedrada, cuyo mueble principal era un camastro cubierto con una manta de piel. Una gallina blanca con polluelos estaba atada al camastro y había volcado el bebedero, por lo que el agua corría por el suelo. No había allí nadie, ni tampoco en la habitación contigua, aparte una criaturita en una cuna. Volvió la barca con una sola persona en ella. Habría sido difícil decir si hombre o mujer: iba envuelta en una amplia capa y se cubría la cabeza con una capucha. La barca atracó.
Entró en la casa una mujer. Al erguirse notábase de porte distinguido; dos altivos ojos brillaban bajo las negras cejas. Era la madre Sören, la mujer del barquero, aunque los cuervos, grajos y cornejas le habrían dado otro nombre, que nosotros conocemos muy bien.
Parecía malhumorada y no gastó muchas palabras, pero concertaron que el estudiante se quedaría a pensión en la casa por tiempo indeterminado, en espera de que mejorasen las cosas en Copenhague.
A la choza del barquero venía a menudo algún honrado ciudadano de la ciudad cercana. Presentáronse Franz, el cuchillero, y Sivert, el recaudador de aduanas, los cuales bebieron un jarro de cerveza y charlaron con el estudiante. Era éste un joven muy listo, que sabía muy bien su oficio, como ellos decían; leía en griego y en latín y conocía muchas cosas elevadas.00 - Cuanto menos se sabe, menos oprimido se siente uno - dijo madre Sören. 
- ¡Lleváis una vida bien dura! - le dijo Holberg un día que ella hacía colada y luego se puso a cortar un montón de leña.
- ¡Eso es cosa mía! - replicó la mujer.
- ¿Desde niña habéis ido siempre tan arrastrada?
- Eso podéis leerlo en mis puños - dijo ella mostrándole dos manos pequeñas, pero recias y endurecidas, con las uñas raídas -. Sois instruido y sabréis leerlo.
Al acercarse Navidad empezó a nevar intensamente; el frío era vivo, y el viento, cortante, como si quisiera lavar la cara de la gente con aguafuerte. Madre Sören no se arredró por eso; arrebujóse la capa y se caló la capucha. Ya a primeras horas de la tarde estaba oscuro en la casa; la mujer echó leña y turba al hogar y se sentó a zurcir las medias: no tenía a nadie que lo hiciera. Al atardecer dirigió al estudiante unas palabras, contra su costumbre; le habló de su marido.
- Sin querer, mató a un marino de Dragör. Por eso tiene que pasarse tres años encadenado a la barra, condenado a trabajos forzados. Como es un simple marinero, la Ley debe seguir su curso.
- La Ley alcanza también a las personas de alta clase - dijo Holberg.
- Eso creéis vos - replicó madre Sören, fijando la mirada en el fuego. Luego prosiguió -: ¿Habéis oído hablar de Kai Lykke, que mandó derribar una de sus iglesias? Cuando el párroco Mads protestó desde el púlpito, él lo hizo encadenar, lo sometió a juicio, lo condenó él mismo a muerte y lo mandó decapitar. No era una falta por imprudencia, y, sin embargo, Kai Lykke salió libre de costas.
- En aquella época estaba en su derecho - dijo Holberg - Pero aquellos tiempos han pasado.
- Esto es lo que decís los bobos - replicó madre Sören, y, levantándose, fue a la habitación donde yacía su hijita, una niña de poca edad. Levantóla y la acomodó, preparando luego el camastro del estudiante, al cual dio la manta de piel, pues era más friolero que ella, a pesar de haber nacido en Noruega.
El día de Año Nuevo amaneció soleado y magnífico. La helada había sido muy intensa, la nieve acumulada formaba una capa dura, por la que se podía andar sin hundirse. Las campanas de la ciudad llamaban a la iglesia; el estudiante Holberg se envolvió en su abrigo de lana y se dispuso a ir a la población.
Por sobre la casa del barquero volaban cuervos, grajos y cornejas con un griterío de todos los demonios, que ahogaba el son de las campanas. Madre Sören, en la calle, llenaba de nieve un caldero de latón para ponerlo al fuego y obtener agua. Levantó la mirada a las bandadas de aves y se sumió en sus pensamientos.
El estudiante Holberg fue a la iglesia, y tanto a la ida como a la vuelta pasó frente a la casa del aduanero Sivert, situada en la puerta de la ciudad. Lo invitaron a tomar un vaso de cerveza caliente con jarabe y jengibre, y la conversación recayó sobre madre Sören. Pero el perceptor de aduanas no sabía gran cosa sobre ella; eran muy pocos los que conocían su historia. No era de Falster, dijo; seguramente en tiempo pasado poseyó algunos bienes. Su marido era un sencillo marinero de genio vivo, y había matado a un patrón de Dragör.
- Zurra a su mujer, y, sin embargo, ella lo defiende.
- Yo no aguantaría semejante trato - dijo la esposa del aduanero -. También yo soy de buena casa. Mi padre fue calcetero real.
- Por eso os casasteis con un funcionario del Rey - contestó Holberg, haciendo una reverencia al matrimonio.
Era la noche de los Reyes Magos. Madre Sören encendió para Holberg las tres velas de sebo típicas de la fiesta, fabricadas por ella misma.
- Una luz para cada uno - dijo Holberg.
- ¿Cada uno? - preguntó ella lanzándole una mirada penetrante.
- Cada uno de los Magos de Oriente - dijo Holberg.
- ¡Eso pensáis vos! - replicó ella, y permaneció callada durante largo rato. Pero aquella noche su huésped se enteró de muchas cosas que hasta entonces ignoraba.
- Vos queréis a vuestro marido - dijo Holberg -, y, no obstante, la gente dice que os maltrata.
- ¡Eso no le importa a nadie más que a mí! - protestó ella -. Los golpes me hubieran sido de provecho cuando niña; ahora los recibo por mis pecados. Pero el bien que él me ha hecho es cosa que yo me sé. - Y se levantó -. Cuando yacía enferma en el erial, sin nadie que se preocupara de mí, a excepción tal vez de los cuervos y cornejas que esperaban devorarme, él me llevó en sus brazos y tuvo que oírse palabras duras por el botín que traía a bordo. Yo me repuse, pues no he nacido para estar enferma. Cada cual tiene su modo de obrar, y Sören también; no se debe juzgar el caballo por el cabestro. Con él lo he pasado mucho mejor que al lado del que llamaban al más galante y distinguido de los súbditos del Rey. Fue mi marido el Gobernador Gyldenlöve, hermanastro del Rey: y más tarde lo fue Palle Dyre. Tanto valía el uno como el otro, cada cual a su modo, y yo al mío. He hablado mucho, pero ahora lo sabéis todo -. Y salió del cuarto. ¡Era María Grubbe! ¡De qué extraña manera la había tratado el destino! Ya no vio muchas más veladas de los Reyes Magos; Holberg ha consignado que murió en junio de 1716, pero lo que no escribió, porque no lo supo, fue que una gran bandada de negras aves describía sus círculos en el aire el día en que madre Sören yacía de cuerpo presente en la casa del barquero. Mas los pajarracos no gritaban, como si supiesen que el silencio es propio de las ceremonias fúnebres. Tan pronto como la hubieron enterrado, desaparecieron las aves, pero aquella misma noche fue visto en Jutlandia, en las inmediaciones de la casa señorial, una enorme cantidad de cuervos, cornejas y grajos que graznaban excitados, como si tuvieran algo que comunicarse; tal vez hablaban del hombre que de niño había robado sus huevos y pollos, el hijo del labrador que había pasado tres años condenado en el presidio del Rey, y de la noble señora que acababa de morir en Grönsund siendo mujer del barquero. "¡Bravo, bravo!," gritaban.
Y toda la familia repitió. "¡Bravo, bravo!" cuando derribaron la vieja mansión señorial.
- Y todavía siguen gritando, a pesar de que ningún motivo tienen para hacerlo - dijo el sacristán al terminar su narración -. La familia se ha extinguido, el castillo fue derribado, y el lugar donde se levantó está hoy ocupado por la magnífica granja avícola con la dorada veleta, donde reside la vieja Hühnergrete. La mujer está muy contenta con su linda casita; si no hubiera venido aquí, hoy estaría en el hospicio.
Las palomas arrullaban sobre su cabeza, los pavos glogloteaban, y los patos graznaban.
- Nadie la conocía - decían -, no tiene familia. Está aquí por pura lástima. No tiene un pato padre ni una gallina madre; no tiene descendencia.
Familia la tuvo seguramente, sólo que no la conoció, ni tampoco el sacristán, a despecho de todos los papelotes escritos que guardaba en el cajón de la mesa. Pero una de las viejas cornejas la conocía y hablaba de ella. Habla oído cosas relativas a la madre y la abuela de Hühnergrete; también la conocemos nosotros, pues su abuela era la que de niña pasaba a caballo por el puente levadizo, mirando orgullosa a su alrededor como si fuese señora del mundo entero y de todos los nidos de aves; la encontramos en el erial cerca de las dunas, y, finalmente, en la casa del barquero. Su nieta, la última de la familia, había vuelto a la tierra de sus ascendientes, donde se había levantado el antiguo castillo y gritaban las aves salvajes. Mas ahora estaba entre otras aves domésticas, las conocía y era de ellas conocida. ¡Qué más podía desear Hühnergrete! No la asustaba la muerte, y era ya lo bastante vieja para esperarla. -¡Grab, grab!, es decir, ¡tumba!, ¡tumba! - gritaban las cornejas.
Y le dieron una buena sepultura, que nadie conoce, aparte la vieja corneja, suponiendo que no haya muerto también. Y ahora ya sabéis la historia de la antigua mansión señorial, el antiguo linaje de los Grubbe y toda la familia de Hühnergrete. 





 * * * FIN * * * 





 Hans Christian Andersen 





Inés del alma mía, ISABEL ALLENDE ((48))




Inés del alma mía[Document Transcript]... Capítulo cinco


Los años trágicos, 1513-1549


Después de la destrucción de Santiago se reunió el cabildo para decidir la suerte de nuestra pequeña colonia, amenazada de extinción, pero antes de que prevaleciera la idea de regresar al Cuzco, que la mayoría apoyaba, Pedro de Valdivia impuso el peso de su autoridad y un sartal de promesas difíciles de cumplir para lograr que nos quedáramos. Lo primero, decidió, sería pedir socorro al Perú; luego, fortificar Santiago con un muro capaz de desalentar a los enemigos, como el de las ciudades europeas. Lo demás se vería por el camino, pero debíamos tener fe en el futuro, habría oro, plata, mercedes de tierra y encomiendas de indios para trabajarlas, aseguró. ¿Indios? No sé en cuáles estaba pensando, porque los chilenos no habían dado muestras de complacencia.
Pedro ordenó a Rodrigo de Quiroga que juntara el oro disponible, desde las escasas monedas que algunos soldados habían ahorrado durante una vida y llevaban escondidas en las botas, hasta el único copón de la iglesia y lo poco extraído del lavadero en Marga-Marga. Se lo dio al herrero, quien lo fundió e hizo el aparejo completo de un jinete, freno de las riendas y estribos del caballo, espuelas y guarniciones para la espada. El valeroso capitán Alonso de Monroy, así ataviado de oro macizo, para impresionar y atraer colonos a Chile, fue enviado por el desierto al Perú con cinco soldados y los únicos seis caballos que no estaban heridos o en los huesos. El capellán González de Marmolejo les dio la bendición, los escoltamos por un tramo y luego los despedimos con pesar, porque no sabíamos si volveríamos a verlos. Comenzaron para nosotros dos años de gravísimas miserias, de los que quisiera no acordarme, tal como quisiera olvidar la muerte de Pedro de Valdivia, pero no se puede mandar en la memoria ni en las pesadillas. Un tercio de los soldados se turnaba para vigilar de día y de noche, mientras los demás, convertidos en labriegos y albañiles, sembraban la tierra, reconstruían las casas y levantaban el muro para proteger la ciudad. Las mujeres trabajábamos codo a codo con los soldados y los yanaconas. Teníamos muy poca ropa, porque la mayor parte había sido destruida en el incendio; los hombres andaban con un taparrabo, como los salvajes, y las mujeres, olvidado el pudor, en camisa. Esos inviernos fueron muy crudos y todos se enfermaron, menos Catalina y yo, que teníamos cuero de mula, como decía González de Marmolejo, admirado. Tampoco había alimento, salvo unos pastos naturales del valle, piñones, frutos amargos y raíces, que comían por igual humanos, caballos y animales de corral. Los puñados de semilla que había salvado de la quemazón se usaron para plantar y al año siguiente obtuvimos varias fanegas de trigo, que se plantaron a su vez, de modo que no probamos una hogaza de pan hasta el tercer año. Pan, el alimento del alma, ¡qué falta nos hacía! Cuando ya nada teníamos que interesara al curaca Vitacura para hacer trueque, nos volvió la espalda y se nos terminaron las bolsas de maíz y frijoles, que antes conseguíamos por las buenas. Los soldados debían hacer incursiones a las aldeas para robar granos, aves, mantas, lo que pudieran hallar, como bandidos. Supongo que a los quechuas de Vitacura no les faltaba lo esencial, pero los indios chilenos destruyeron sus propios sembradíos, decididos a morir de inanición si así acababan
con nosotros. Acuciados por la hambruna, los habitantes de las aldeas se dispersaron hacia el sur. El valle, antes efervescente de actividad, se despobló de familias, pero no de guerreros. Michimalonko y sus huestes nunca dejaron de molestarnos, siempre listos para atacar con la rapidez del relámpago y enseguida desaparecer en los bosques. Nos quemaban los sembradíos, nos mataban los animales, nos asaltaban si andábamos sin protección armada, de manera que estábamos presos dentro de los muros de Santiago. No sé cómo Michimalonko alimentaba a sus hombres, porque los indios ya no sembraban. «Comen muy poco, pueden pasar meses con unos granos y piñones», me informó Felipe, el chico mapuche, y agregó que los guerreros llevaban una bolsita al cuello con un puñado de granos tostados, con eso podían vivir una semana.
Con su habitual tenacidad y optimismo, que nunca aflojaron, el gobernador obligaba a la gente, agotada y enferma, a labrar la tierra, hacer adobes, construir el muro fortificado y el foso en tomo a la ciudad, entrenarse para la guerra y mil otras ocupaciones, porque sostenía que el ocio desmoraliza más que el hambre. Era cierto. Nadie habría
sobrevivido al desaliento si hubiera tenido tiempo de pensar en su suerte, pero no lo había, ya que desde el amanecer hasta bien entrada la noche se trabajaba. Y si sobraban horas, rezábamos, que nunca está de más. Adobe a adobe creció un murallón de la altura de dos hombres en torno a Santiago; tabla a tabla surgieron la iglesia y las casas. Puntada a puntada las mujeres y yo zurcíamos los andrajos, que no se lavaban para que no se deshicieran en hilachas en el agua. Sólo usábamos ropa más o menos decente para ocasiones muy especiales, que también las había, no todo era lamento; celebrábamos las fiestas religiosas, las bodas, a veces un bautizo. Daba pena ver los rostros demacrados de la población, las cuencas hundidas, las manos convertidas en garras, el desaliento. Me adelgacé tanto, que cuando me tendía de espaldas en el lecho se me salían los huesos de las caderas, las costillas, las clavículas, podía palparme los órganos internos, apenas cubiertos por la piel. Me endurecí por fuera, el cuerpo se me secó, pero se me ablandó el corazón. Sentía un amor de madre por esa desventurada gente, soñaba que tenía los pechos llenos de leche para
alimentarlos a todos. Llegó un día en que se me olvidó la hambruna, me acostumbré a esa sensación de vacío y liviandad que a veces me hacía alucinar. No se me aparecían cerdos asados con una manzana en la boca y una zanahoria en el culo, como les ocurría a ciertos soldados, que no hablaban de otra cosa, sino paisajes borrados por la niebla, donde paseaban los muertos. Se me ocurrió disimular la miseria esmerándome en la limpieza, en vista de que agua había en abundancia. Inicié una lucha contra piojos, pulgas y mugre, pero dio por resultado que empezaron a desaparecer ratones, cucarachas y otros bichos que servían para la sopa; entonces dejamos de enjabonar y fregar.
El hambre es cosa rara, acaba con la energía, nos hace lentos y tristes, pero despeja la mente y azuza la lujuria. Los hombres, patéticos esqueletos casi desnudos, seguían persiguiendo a las mujeres, y ellas, famélicas, quedaban preñadas. En medio de
la hambruna nacieron algunos infantes en la colonia, aunque la mayoría no sobrevivió. De los que teníamos al principio, murieron varios en esos dos inviernos y los demás tenían los huesos al aire, vientres hinchados y ojos de anciano. Preparar la magra sopa común para españoles e indios llegó a ser un desafío mucho mayor que el de los sorpresivos ataques de Michimalonko. En grandes calderos hervíamos agua con las yerbas disponibles en el valle -romero, laurel, boldo, maitén- y luego agregábamos lo que hubiese: unos puñados de maíz o frijoles de nuestras reservas, que disminuían muy rápido, papas o tubérculos del bosque, pasto de cualquier clase, raíces, ratones, lagartijas, grillos, gusanos. Por orden de Juan Gómez, alguacil de nuestra diminuta ciudad, yo disponía de dos soldados armados de día y de noche para evitar que se robaran lo poco que teníamos en la bodega y la cocina, pero igual desaparecían puñados de maíz o unas papas. Me quedaba muda ante esas raterías de lástima, porque Gómez habría tenido que azotar a los criados en castigo y eso sólo habría empeorado nuestra situación. Había bastante sufrimiento, no podíamos agregar más. Engañábamos el estómago con tisanas de menta, tilo y matico. Si morían animales domésticos, se utilizaba el cadáver completo: con la piel nos cubríamos, la grasa se empleaba en bujías, hacíamos charqui con la carne, las vísceras se destinaban al guiso y las pezuñas a herramientas. Los huesos servían para dar sabor a la sopa y se hervían una y otra vez, hasta que se disolvían en el caldo, como ceniza. Hervíamos pedazos de cuero seco para que los chuparan los niños, engañando así el hambre. Los cachorros que nacieron ese año fueron a dar a la olla apenas se destetaron, porque no podíamos alimentar más perros, pero hicimos lo posible por mantener vivos a los demás, ya que eran la primera línea de ataque contra los indígenas, por eso se salvó mi fiel Baltasar.
Felipe tenía una puntería natural, donde ponía el ojo ponía la flecha, y siempre estaba dispuesto a salir de caza. El herrero le hizo flechas con puntas de hierro, más efectivas que sus piedras afiladas, y el chico regresaba de sus excursiones con liebres y pájaros, a veces incluso con un gato de montaña. Era el único que se atrevía a salir solo por los alrededores, mimetizado con el bosque, invisible para el enemigo; los soldados andaban en grupos y así no podían cazar ni un elefante, en caso de que los hubiera en el Nuevo Mundo. De igual forma, desafiando el peligro, traía brazadas de pasto para los animales y gracias a él los caballos se mantenían de pie, aunque flacos.
Me avergüenza contarlo, pero sospecho que en ocasiones hubo canibalismo entre los yanaconas y también entre algunos de nuestros hombres desesperados, tal como trece años más tarde lo hubo entre los mapuche, cuando el hambre se extendió por el resto del territorio chileno. Los españoles se sirvieron de eso para justificar la necesidad de someterlos, civilizarlos y cristianizarlos, ya que no existía mayor prueba de barbarie que el canibalismo; pero los mapuche nunca habían caído en eso antes de nuestra llegada. En ciertos casos, muy raros, devoraban el corazón de un enemigo para adquirir su poder, pero era rito y no costumbre. La guerra de la Araucanía causó hambruna. Nadie podía cultivar el suelo, porque lo primero que hacían tanto indios como españoles era quemar las siembras y matar el ganado del otro bando, después
vino una sequía y el chivalongo o tifus, que causó terrible mortandad. Para mayor castigo, cayó una plaga de ranas que infestaron el suelo con una baba pestilente. En esa época terrible, los españoles, que eran pocos, se alimentaban de lo que arrebataban a los mapuche, pero éstos, que eran miles y miles, vagaban desfallecientes por los campos yermos. La falta de alimento les indujo a comer la carne de sus semejantes. Dios ha de tener en cuenta que esa desdichada gente no lo hizo por pecar, sino por necesidad. Un cronista, que hizo las campañas del sur en 1555, escribió que los indios acudían a comprar cuartos de hombre como quien compra cuartos de llama. El hambre... quien no la ha sufrido no tiene derecho a pasar juicio. Me contó Rodrigo de Quiroga que en el infierno de la selva caliente de los Chunchos los indios devoraban a sus propios compañeros. Si la necesidad forzó a los españoles a participar en ese pecado, se abstuvo de mencionarlo. Catalina, sin embargo, me aseguró que los viracochas no son diferentes de cualquier otro mortal, algunos desenterraban a los muertos para asar los muslos y salían a cazar indios en el valle con el mismo fin. Cuando se lo dije a Pedro me hizo callar, temblando de indignación, pues le parecía imposible que un cristiano cometiera semejante infamia; entonces debí recordarle que, gracias a mí, él comía un poco mejor que los demás en la colonia, y por lo mismo debía callarse. Bastaba ver la alegría demente de quien lograba cazar una rata en la ribera del Mapocho para comprender que incluso el canibalismo podía suceder. [48]





:::::>>Historias del sol<<:::::::




- ¡Ahora voy a contar yo! - dijo el Viento.
- No, perdone - replicó la Lluvia -. Bastante tiempo ha pasado usted en la esquina de la calle, aullando con todas sus fuerzas.
- ¿Éstas son las gracias - protestó el Viento - que me da por haber vuelto en su obsequio varios paraguas, y aún haberlos roto, cuando la gente nada quería con usted?
- Tengamos la fiesta en paz - intervino el Sol -. Contaré yo-. Y lo dijo con tal brillo y tanta majestad, que el Viento se echó cuan largo era. La Lluvia, sacudiéndolo, le dijo:
- ¿Vamos a tolerar esto? Siempre se mete donde no lo llaman el señor Sol. No lo escucharemos. Sus historias no valen un comino.
Y el Sol se puso a contar:
- Volaba un cisne por encima del mar encrespado; sus plumas relucían como oro; una de ellas cayó en un gran barco mercante que navegaba con todas las velas desplegadas. La pluma fue a posarse en el cabello ensortijado del joven que cuidaba de las mercancías, el sobrecargo, como lo llamaban. La pluma del ave de la suerte le tocó en la frente, pasó a su mano, y el hombre no tardó en ser el rico comerciante que pudo comprarse espuelas de oro y un escudo nobiliario. ¡Yo he brillado en él! - dijo el Sol -. El cisne siguió su vuelo por sobre el verde prado donde el zagal, un rapaz de siete años, se había tumbado a la sombra del viejo árbol, el único del lugar. Al pasar el cisne besó una de las hojas, la cual cayó en la mano del niño; y de aquella única hoja salieron tres, luego diez y luego un libro entero, en el que el niño leyó acerca de las maravillas de la Naturaleza, de la lengua materna, de la fe y la Ciencia. A la hora de acostarse se ponía el libro debajo de la cabeza para no olvidar lo que había leído, y aquel libro lo condujo a la escuela, a la mesa del saber. He leído su nombre entre los sabios - dijo el Sol -. Entróse el cisne volando en la soledad del bosque, y paróse a descansar en el lago plácido y oscuro donde crecen el nenúfar y el manzano silvestre y donde residen el cuclillo y la paloma torcaz. Una pobre mujer recogía leña, ramas caídas, que se cargaba a la espalda; luego, con su hijito en brazos, se encaminó a casa. Vio el cisne dorado, el cisne de la suerte que levantaba el vuelo en el juncal de la orilla. ¿Qué era lo que brillaba allí? ¡Un huevo de oro! La mujer se lo guardó en el pecho, y el huevo conservó el calor; seguramente había vida en él. Sí, dentro del cascarón algo rebullía; ella lo sintió y creyó que era su corazón que latía.
Al llegar a su humilde choza sacó el huevo dorado. "¡Tic-tac!," sonaba como si fuese un valioso reloj de oro, y, sin embargo, era un huevo que encerraba una vida. Rompióse la cáscara, y asomó la cabeza un minúsculo cisne, cubierto de plumas, que parecían de oro puro. Llevaba cuatro anillos alrededor del cuello, y como la pobre mujer tenía justamente cuatro hijos varones, tres en casa y el que había llevado consigo al bosque solitario, comprendió enseguida que había un anillo para cada hijo, y en cuanto lo hubo comprendido, la pequeña ave dorada emprendió el vuelo.
La mujer besó los anillos e hizo que cada pequeño besase uno, que luego puso primero sobre su corazón y después en el dedo.
- Yo lo vi - dijo el Sol -. Y vi lo que sucedió más tarde.
Uno de los niños se metió en la barrera, cogió un terrón de arcilla y, haciéndolo girar entre los dedos, obtuvo la figura de Jasón, el conquistador del vellocino de oro.
El segundo de los hermanos corrió al prado, cuajado de flores de todos los colores. Cogiendo un puñado de ellas, las comprimió con tanta fuerza, que el jugo le saltó a los ojos y humedeció su anillo. El líquido le produjo una especie de cosquilleo en el pensamiento y en la mano, y al cabo de un tiempo la gran ciudad hablaba del gran pintor.
El tercero de los muchachos sujetó su anillo tan fuertemente en la boca, que produjo un sonido como procedente del fondo del corazón; sentimientos y pensamientos se convirtieron en acordes, se elevaron como cisnes cantando, y como cisnes se hundieron en el profundo lago, el lago del pensamiento. Fue compositor, y todos los países pueden decir: "¡Es mío!."
El cuarto hijo era como la Cenicienta; tenía el moquillo, decía la gente; había que darle pimienta y cuidarlo como un pollito enfermo. A veces decían también: "¡Pimienta y zurras!." ¡Y vaya si las llevaba! Pero de mí recibió un beso - dijo el Sol -, diez besos por cada golpe. Era un poeta, recibía puñadas y besos, pero poseía el anillo de la suerte, el anillo del cisne de oro. Sus ideas volaban como doradas mariposas, símbolo de la inmortalidad.
- ¡Qué historia más larga! - dijo el Viento.
- ¡Y aburrida! - añadió la Lluvia -. ¡Sóplame, que me reanime!
Y el Viento sopló, mientras el Sol seguía contando:
- El cisne de la suerte voló por encima del profundo golfo, donde los pescadores habían tendido sus redes. El más pobre de ellos pensaba casarse, y, efectivamente, se casó.
El cisne le llevó un pedazo de ámbar. Y como el ámbar atrae, atrajo corazones a su casa; el ámbar es el más precioso de los inciensos. Vino un perfume como de la iglesia, de la Naturaleza de Dios. Gozaron la felicidad de la vida doméstica, el contento en la humildad, y su vida fue un verdadero rayo de sol.
- ¡Vamos a dejarlo! - dijo el Viento -. El Sol ha contado ya bastante. ¡Cómo me he aburrido!
- ¡Y yo! - asintió la Lluvia.
¿Qué diremos nosotros, los que hemos estado escuchando las historias? Pues diremos: ¡Se terminaron!






 * * * FIN * * * 




 Hans Christian Andersen 





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