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sábado, febrero 01, 2014

Inés del alma mía, ISABEL ALLENDE ((43))




Inés del alma mía[Document Transcript]... Estábamos todavía en la mitad del invierno cuando llegaron a galope desenfrenado dos de los soldados que Pedro había dejado en Marga-Marga. Venían extenuados, malheridos, chorreados de lluvia y sangre, con las cabalgaduras a punto de reventar, a comunicarnos que en la mina se habían alzado los indios de Michimalonko y habían asesinado a muchos yanaconas, a los negros y a casi todos los soldados españoles; sólo ellos habían logrado escapar con vida. Del oro recogido no quedaba una sola pepita. En la playa de Concón también habían matado a nuestra gente; los cuerpos hechos pedazos yacían desparramados sobre la arena, y el barco en construcción estaba reducido a un montón de palos quemados. En total habíamos perdido a veintitrés soldados y a un número indeterminado de yanaconas.
-¡Maldito Michimalonko, indio de mierda! ¡Cuando lo agarre lo haré empalar vivo!-rugió Pedro de Valdivia.
No había alcanzado a absorber el impacto de la noticia cuando llegaron Villagra y Aguirre a confirmar lo que las espías de Cecilia habían advertido semanas antes: miles de indígenas iban llegando al valle. Venían en grupos pequeños, hombres armados y pintados para la guerra. Se escondían en los bosques, en los cerros, bajo la tierra y en las mismísimas nubes. Pedro decidió, como siempre, que la mejor defensa era el ataque; seleccionó a cuarenta soldados de probado valor y partió a matacaballo al amanecer del día siguiente a dar un escarmiento en Marga-Marga y Concón.
En Santiago quedamos con una sensación de absoluto desamparo. Las palabras de Francisco de Aguirre definían nuestra situación: estábamos en el culo del mundo y rodeados de salvajes en cueros. No había oro ni barco, el desastre era total. El capellán González de Marmolejo nos reunió en misa y nos dio una exaltada arenga sobre la fe y el coraje, pero no logró levantar los ánimos de la población asustada. Sancho de la Hoz aprovechó la revoltura para culpar a Valdivia de nuestros padecimientos y así consiguió aumentar a cinco el número de sus adeptos, entre ellos el infeliz Chinchilla, uno de los veinte que se sumaron a la expedición en Copiapó. Nunca me gustó ese hombre, por simulador y cobarde, pero no imaginé que además fuera tonto de capirote. La idea no era original -asesinar a Valdivia-, aunque esta vez los conspiradores no contaban con los cinco puñales idénticos, que se hallaban bien guardados en el fondo de uno de mis baúles. Tan seguro estaba Chinchilla de la genialidad del plan, que se tomó unos tragos de más, se vistió de payaso, con campanitas y cascabeles, y salió a la plaza a hacer cabriolas imitando al gobernador. Por supuesto que Juan Gómez lo arrestó de inmediato, y apenas le mostró unos torniquetes y le explicó en qué parte del cuerpo se los aplicaría, Chinchilla se orinó de miedo y delató a sus compinches.
Pedro de Valdivia regresó más apurado de lo que salió, porque sus cuarenta bravos no alcanzaban ni remotamente para enfrentarse al inesperado número de guerreros que habían ido llegando al valle. Logró rescatar a los pobres yanaconas que habían sobrevivido a la matanza de Marga-Marga y Concón y estaban ocultos en la vegetación, desfallecientes de hambre, frío y terror. Se enfrentó con grupos enemigos, que pudo dispersar, y gracias a la suerte, que hasta entonces no le había fallado, cogió prisioneros a tres caciques y los trajo a Santiago. Con ellos teníamos siete rehenes. Para que un pueblo sea pueblo se requieren nacimientos y muertes, pero por lo visto en los pueblos españoles se precisan también ejecuciones. Tuvimos las primeras de Santiago esa misma semana, después de un breve juicio -esta vez con tormento- en el que se condenó a los conspiradores a muerte inmediata. Chinchilla y otros dos fueron ahorcados y sus cuerpos quedaron expuestos al viento y a los enormes buitres chilenos durante varios días, en la cumbre del cerro Santa Lucía. A un cuarto lo decapitaron en la prisión, porque hizo valer sus títulos de nobleza para no morir por soga, como un villano. Ante la sorpresa general, Valdivia perdonó de nuevo a Sancho de la Hoz, el principal instigador de la revuelta. En esta ocasión me opuse en privado a su decisión, porque ya no existían las cédulas reales, De la Hoz había firmado un documento renunciando a la conquista y Pedro era el legítimo gobernador de Chile. Ese fanfarrón ya nos había dado demasiadas molestias. Nunca sabré por qué salvó la cabeza una vez mas. Pedro se negó a darme explicaciones, y para entonces yo había aprendido que ante un hombre como él es mejor no insistir. Ese año de vicisitudes le agrió el carácter y perdía el control con facilidad. Tuve que cerrar la boca.
En la naturaleza más espléndida del mundo, en lo profundo de la selva fría del sur de Chile, en el silencio de raíces, cortezas y ramajes fragantes, ante la presencia altiva de los volcanes y las cumbres de la cordillera, junto a lagos color esmeralda y espumosos ríos de nieve derretida, se reunieron las tribus mapuche en una ceremonia especial, un cónclave de ancianos, cabezas de linaje, toquis, loncos, machis, guerreros, mujeres y niños.
Las tribus fueron llegando de a poco al claro del bosque, inmenso anfiteatro en lo alto de una colina que los hombres ya habían delimitado con ramas de araucaria y canelo, árboles sagrados. Algunas familias habían viajado durante semanas bajo la
lluvia para acudir a la cita. Los grupos que llegaron con anticipación levantaron sus rucas o chozas mimetizadas de tal modo con la naturaleza, que a pocas varas de distancia no se veían. Los que llegaron más tarde improvisaron ramadas, techos de hojas, y tendieron sus mantas de lana. En la noche prepararon comida para intercambiar con otros, bebieron chicha y muday, pero con moderación, para no cansarse. Se visitaron para ponerse al día de las noticias con largas narraciones en tono poético y solemne, repitiendo las historias de sus clanes memorizadas de generación en generación. Hablar y hablar, eso era lo más importante. Frente a cada vivienda mantenían una fogata encendida y el humo se diluía en la neblina que se desprendía de la tierra al amanecer. Las pequeñas fogatas ardían en la niebla, iluminando el paisaje lechoso del alba. Los jóvenes volvieron del río, donde habían nadado en aguas heladas, y se pintaron las caras y los cuerpos con los colores rituales, amarillo y azul. Los caciques se colocaron sus mantos de lana bordada, celestes, negros, blancos, se colgaron al pecho las toquicuras, hachas de piedra, signo de su poder, se coronaron de plumas de garza, ñandú y cóndor, mientras las machis quemaban yerbas aromáticas y preparaban el rewe, escalera espiritual para hablar con Ngenechén.
-Te ofrecemos un chorrito de muday, es la costumbre, para alimentar al espíritu de la Tierra, que nos anda siguiendo. Ngenechén hizo el muday, hizo la Tierra, hizo el canelo, hizo el cabrito y el cóndor.
Las mujeres se trenzaron el cabello con lanas de colores, celeste las solteras, rojo las casadas, se adornaron con sus mantos más finos y sus joyas de plata, mientras los niños, también vestidos de fiesta, callados, serios, se sentaron en semicírculo. Los hombres se formaron como un solo cuerpo de madera, soberbios, puro músculo; las cabelleras negras sujetas por cintillos tejidos, las armas en las manos.
Con los primeros rayos del sol comenzó la ceremonia. Los guerreros corrieron por el anfiteatro dando alaridos y blandiendo sus armas, mientras sonaban los instrumentos musicales para espantar a las fuerzas del mal. Las machis sacrificaron varios guanacos, después de pedirles permiso para ofrecer sus vidas al Señor Dios. Vertieron un poco de sangre en el suelo, arrancaron los corazones, los ahumaron con tabaco, luego los partieron en trocitos y los repartieron entre los toquis y loncos; así comulgaron entre ellos y con la Tierra.
-Señor Ngenechén, ésta es la pura sangre de los animales, sangre tuya, sangre que nos das para que tengamos vida y podamos movernos, Padre Dios, por eso con esta sangre estamos rogándote que nos bendigas.
Las mujeres comenzaron un canto melancólico y profundo, mientras los hombres salieron al centro del anfiteatro y danzaron, lento y pesado, golpeando el suelo con los pies desnudos al son de cultrunes y trutucas.
-Y a ti, Madre de la Gente, te saludamos. La Tierra y la gente son inseparables. Todo lo que le ocurre a la Tierra le ocurre también a la gente. Madre, te rogamos que nos des el piñón que nos sustenta, te rogamos que no nos mandes mucha lluvia, porque
se pudren las semillas y la lana, y que por favor no hagas temblar el suelo ni escupir a los volcanes, porque se pasma el ganado y se asustan los niños.
Las mujeres salieron también al ruedo y bailaron con los hombres, agitando los brazos, las cabezas, las mantas, como grandes pájaros. Pronto la gente sintió el efecto hipnótico de cultrunes, trutucas y flautas, del golpe rítmico de los pies sobre la tierra húmeda, de la energía poderosa de la danza, y uno a uno comenzaron a aullar con alaridos viscerales que luego se transformaron en un largo grito -«Oooooooooom.Ooooooooom»- que rebotó en los montes, moviendo el espíritu. Nadie pudo escapar al embrujo de ese «Ooooooooooom».
-Te estamos pidiendo Señor Dios, en esta tierra nuestra, que si te place nos ayudes en todo momento y en este caso que estamos pasando te pedimos derechamente que nos oigas. Te estamos pidiendo Señor Dios que no nos dejes solos, que no nos permitas andar tanteando en la oscuridad, que des mucha fuerza a nuestros brazos para defender la tierra de nuestros abuelos.
Se detuvo la música y la danza. Los rayos del sol matinal se filtraron entre las nubes, tiñendo la niebla con polvo de oro. El más antiguo toqui, con una piel de puma sobre los hombros, se adelantó para hablar primero. Había viajado durante una luna entera para estar allí, en representación de su tribu. No había prisa. Empezó por lo más remoto, la historia de la Creación, de cómo la culebra Caí-Caí alborotaba el mar y las olas amenazaban con tragarse a los mapuche, pero entonces la culebra Treng- Treng los salvó, llevándolos a la cima de los cerros más altos, que hizo crecer y crecer. Y caía lluvia en tal abundancia, que quienes no alcanzaron a subir a los cerros perecieron en el diluvio. Y después bajaron las aguas, y los hombres y las mujeres ocuparon los valles y bosques, sin olvidar que los árboles y las plantas y los animales son sus hermanos y deben cuidarlos, y cada vez que se cortan ramas para hacer un techo, se agradecen, y cuando se mata un animal para comer, se le pide perdón, y nunca se mata por matar. Y los mapuche vivieron libres en la santa tierra, y cuando llegaron los incas del Perú se juntaron para defenderse y los vencieron, no los dejaron cruzar el Bío-Bío, que es la madre de todos los ríos, pero sus aguas se tiñeron de sangre y la luna asomó roja en el cielo. Y pasó un tiempo y llegaron los huincas por los mismos caminos de los incas. Eran muchos y muy hediondos, se olían a dos días de distancia, y muy ladrones, no tenían patria ni tierra, tomaban lo que no era suyo, las mujeres también, y pretendían que los mapuche y otras tribus fueran sus esclavos. Y los guerreros tuvieron que echarlos, pero murieron muchos, porque sus flechas y lanzas no atravesaban los vestidos de metal de los huincas y en cambio ellos podían matar de lejos con puro ruido o con sus perros. De todos modos, los echaron. Los huincas se fueron solos, por cobardes que eran. Y pasaron varios veranos y varios inviernos y otros huincas vinieron, y éstos, dijo el antiguo toqui, quieren quedarse, están cortando los árboles, levantando sus rucas, sembrando su maíz y preñando a nuestras mujeres, por eso nacen niños que no son huincas ni gente de la tierra.
-Y por lo que nos cuenta nuestro espía, pretenden adueñarse de la tierra entera, de los volcanes hasta el mar, del desierto hasta donde termina el mundo, y quieren fundar muchos pueblos. Son crueles y su toqui, Valdivia, muy astuto. Y yo digo que nunca los mapuche tuvieron enemigos tan poderosos como los barbudos llegados de lejos. Ahora son sólo una tribu pequeña, pero vendrán más, porque tienen casas con alas que vuelan sobre el mar. Y yo le pido ahora a la gente que diga qué haremos.
Otro de los toquis salió adelante, blandió sus armas dando saltos y lanzó un largo grito de ira, luego anunció que estaba listo para atacar a los huincas, matarlos, devorarles el corazón para asimilar su poder, quemar sus rucas, quitarles a sus mujeres, no había otra solución, muerte a todos ellos. Cuando terminó de hablar, un tercer toqui ocupó el centro del anfiteatro para explicar que la nación mapuche entera debía unirse contra ese enemigo y escoger un toqui de toquis, un ñidoltoqui, para la guerra.
-Señor Dios Ngenechén, te pedimos rectamente que nos ayudes a vencer a loshuincas, cansarlos, molestarlos sin permitirles dormir ni comer, meterles miedo, espiarlos, ponerles trampas, quitarles las armas, aplastarles el cráneo con nuestras macanas, esto te pedimos Señor Dios.
El primer toqui volvió a tomar la palabra para decir que no debían apurarse, había que combatir con paciencia, los huincas eran como la mala yerba: cuando se corta, vuelve a brotar con más bríos; ésta sería una guerra de ellos, de sus hijos y los hijos de sus hijos. Mucha sangre de mapuche y mucha sangre de huinca habría que derramar, hasta el final. Los guerreros levantaron sus lanzas y un coro largo de gritos de aprobación salió de sus pechos. «¡Guerra! ¡Guerra!» En ese instante cesó la llovizna, se abrieron las nubes y un cóndor, magnífico, voló lento en el trozo de cielo despejado. A comienzos de septiembre comprendimos que nuestro primer invierno en Chile terminaba. Mejoró el clima y se llenaron de brotes los árboles jóvenes que habíamos transplantado del bosque para poner a lo largo de las calles. Esos meses fueron arduos no sólo por el hostigamiento de los indios y las conspiraciones de Sancho de la Hoz, también por la sensación de soledad que a menudo nos agobiaba. Nos preguntábamos qué estaría sucediendo en el resto del mundo, si habría conquistas españolas en otros territorios, nuevos inventos, qué sería de nuestro sacro emperador, que según las últimas noticias que habían llegado al Perú, un par de años antes, estaba medio chiflado. La demencia corría en las venas de su familia, bastaba recordar a su desdichada madre, la loca de Tordesillas. De mayo a finales de agosto los días habían sido cortos, oscurecía alrededor de las cinco y las noches se hacían eternas. Aprovechábamos hasta el último rayo de luz natural para trabajar, después debíamos recogernos en una pieza de la casa-amos, indios, perros y hasta las aves de corral- con una o dos bujías y un brasero. Cada uno buscaba en qué entretenerse para pasar las horas de la tarde. El capellán inició un coro entre los yanaconas, para reforzarles
la fe a punta de cánticos. Aguirre nos divertía con sus disparatadas ocurrencias de mujeriego y sus atrevidas coplas de soldado. A Rodrigo de Quiroga, quien al principio parecía callado y más bien tímido, se le soltó el ánimo y se reveló como inspirado cuentista. Disponíamos de muy pocos libros y los conocíamos de memoria, pero Quiroga tomaba los personajes de una historia, los introducía en otra y el resultado era una infinita variedad de argumentos. Todos los libros de la colonia, menos dos, estaban en la lista negra de la Inquisición, y como las versiones de Quiroga eran bastante más audaces que el libro original, ése era un placer pecaminoso y, por lo mismo, muy solicitado. También jugábamos a las cartas, vicio del que padecían todos los españoles, en especial nuestro gobernador, a quien además acompañaba la suerte. No apostábamos dinero, para evitar disputas, no dar mal ejemplo a la servidumbre y ocultar cuán pobres éramos. Se tocaba la vihuela, se recitaba poesía, se conversaba con mucho ánimo. Los hombres recordaban sus batallas y aventuras, celebradas por la concurrencia. A Pedro le pedían una y otra vez que relatara las proezas del marqués de Pescara; soldados y criados no se cansaban de alabar la astucia del marqués cuando cubrió a sus tropas con sábanas blancas para disimularlas en la nieve. [43]





martes, enero 28, 2014

:::::>>Los días de la semana<<:::::::




Una vez los días de la semana quisieron divertirse y celebrar un banquete todos juntos. Sólo que los días estaban tan ocupados, que en todo el año no disponían de un momento de libertad; hubieron de buscarse una ocasión especial, en que les quedara una jornada entera disponible, y vieron que esto ocurría cada cuatro años: el día intercalar de los años bisiestos, que lo pusieron en febrero para que el tiempo no se desordenara.
Así, pues, decidieron reunirse en una comilona el día 29 de febrero; y siendo febrero el mes del carnaval, convinieron en que cada uno se disfrazaría, comería hasta hartarse, bebería bien, pronunciaría un discurso y, en buena paz y compañía, diría a los demás cosas agradables y desagradables. Los gigantes de la Antigüedad en sus banquetes solían tirarse mutuamente los huesos mondos a la cabeza, pero los días de la semana llevaban el propósito de dispararse juegos de palabras y chistes maliciosos, como es propio de las inocentes bromas de carnaval.
Llegó el día, y todos se reunieron.00 Domingo, el presidente de la semana, se presentó con abrigo de seda negro. Las personas piadosas podían pensar que lo hacía para ir a la iglesia, pero los mundanos vieron en seguida que iba de dominó, dispuesto a concurrir a la alegre fiesta, y que el encendido clavel que llevaba en el ojal era la linternita roja del teatro, con el letrero: "Vendidas todas las localidades. ¡Que os divirtáis!."
Lunes, joven emparentado con el Domingo y muy aficionado a los placeres, llegó el segundo. Decía que siempre salía del taller cuando pasaban los soldados.
- Necesito salir a oír la música de Offenbach. No es que me afecte la cabeza ni el corazón; más bien me cosquillea en las piernas, y tengo que bailar, irme de parranda, acostarme con un ojo a la funerala; sólo así puedo volver al trabajo al día siguiente. Soy lo nuevo de la semana.
Martes, el día de Marte, o sea, el de la fuerza.
- ¡Sí, lo soy! - dijo -. Pongo manos a la obra, ato las alas de Mercurio a las botas del mercader, en las fábricas inspecciono si han engrasado las ruedas y si éstas giran; atiendo a que el sastre esté sentado sobre su mesa y que el empedrador cuide de sus adoquines. ¡Cada cual a su trabajo! No pierdo nada de vista, por eso he venido en uniforme de policía. - Si no os parece adecuado, buscadme un atuendo mejor.
- ¡Ahora voy yo! - dijo Miércoles -. Estoy en el centro de la semana. Soy oficial de la tienda, como una flor entre el resto de honrados días laborables. Cuando dan orden de marcha, llevo tres días delante y otros tres detrás, como una guardia de honor. Tengo motivos para creer que soy el día de la semana más distinguido.
Jueves se presentó vestido de calderero, con el martillo y el caldero de cobre; era el atributo de su nobleza. - Soy de ilustre cuna - dijo -, ¡gentil, divino! En los países del Norte me han dado un nombre derivado de Donar, y en los del Sur, de Júpiter. Ambos entendieron en el arte de disparar rayos y truenos, y esto ha quedado en la familia. Y demostró su alta alcurnia golpeando en el caldero de cobre.
Viernes venia disfrazado de señorita, y se llamaba Freia o Venus, según el lenguaje de los países que frecuentaba. Por lo demás, afirmó que era de carácter pacífico y dulce, aunque aquel día se sentía alegre y desenvuelto; era el día bisiesto, el cual da libertad a la mujer, pues, según una antigua costumbre, ella es la que se declara, sin necesidad de que el hombre le haga la corte.
Sábado vino de ama de casa, con escoba, como símbolo de la limpieza. Su plato característico era la sopa de cerveza, mas no reclamó que en ocasión tan solemne la sirviesen a todos los comensales; sólo la pidió para ella, y se la trajeron.00 Y todos los días de la semana se sentaron.
Los siete quedan dibujados, utilizables para cuadros vivientes en círculos familiares, donde pueden ser presentados de la manera más divertida. Aquí los damos en febrero sólo en broma, el único mes que tiene un día de propina. 





 * * * FIN * * * 




 Hans Christian Andersen 




lunes, enero 27, 2014

Inés del alma mía, ISABEL ALLENDE ((42))




Inés del alma mía[Document Transcript]... -Dice Cecilia que es inútil supliciar a los mapuche, jamás podrán hacerlos hablar. Los incas lo intentaron muchas veces, pero ni las mujeres ni los niños se quiebran en el tormento 
-le expliqué a Pedro esa noche, mientras le quitaba la armadura y la ropa, pringosa de sangre seca.
-Entonces los toquis sólo nos servirán como rehenes.
-Me dicen que Michimalonko es muy orgulloso.
-De poco le sirve ahora que está encadenado -me contestó.
-Si no habla a la fuerza, tal vez hable por vanidad. Ya sabes cómo son algunos hombres... -sugerí.
Al día siguiente Pedro decidió interrogar al toqui Michimalonko de una manera tan poco usual, que ninguno de sus capitanes comprendió qué demonios pretendía. Comenzó por ordenar que le quitaran las ataduras y lo llevaran a una vivienda separada, lejos de los otros cautivos, donde las tres indias más bellas de mi servicio lo lavaron y vistieron con ropa limpia de buena calidad, le sirvieron una abundante comida y tantomuday como quiso beber. Valdivia lo hizo escoltar por una guardia de honor y lo recibió en la oficina del cabildo embanderada, rodeado de sus capitanes en armaduras relucientes y con penachos de finísimos colores. Yo asistí con mi vestido de terciopelo color amatista, el único que tenía, los demás quedaron tirados en el camino del norte. Michimalonko me dirigió una mirada apreciativa, no sé si reconoció a la sargentona que lo había enfrentado con una espada. Habían dispuesto dos sillas iguales, una para Valdivia y otra para el toqui. Contábamos con un lengua, pero ya sabíamos que elmapudungu no se puede traducir, porque es un idioma poético que se va creando en la medida en que se habla; las palabras cambian, fluyen, se juntan, se deshacen, es puro movimiento, por eso tampoco se puede escribir. Si uno trata de traducirlo palabra por palabra, no se entiende nada. A lo más, el lengua podía transmitir una idea general. Con el mayor respeto y solemnidad, Valdivia manifestó su admiración por el valor de Michimalonko y sus guerreros. El toqui replicó con similares finezas, y así, de una zalamería en otra, Valdivia fue conduciéndolo por el camino de la negociación, mientras sus capitanes observaban la escena perplejos. El viejo estaba orgulloso de discutir mano a mano con ese poderoso enemigo, uno de los barbudos que habían derrotado nada menos que al imperio del Inca. Pronto empezó a jactarse de su posición, su linaje, sus tradiciones, el número de sus huestes y sus mujeres, que eran más de veinte, pero había espacio en su morada para varias más, incluso alguna chiñura española. Valdivia le contó que Atahualpa había llenado una pieza de oro hasta el techo para pagar su rescate; mientras más valioso el prisionero, más alto el rescate, agregó. Michimalonko se quedó pensando por un rato, sin que nadie lo interrumpiera, preguntándose, supongo, por qué a los huincas les gustaba tanto ese metal, que a ellos sólo les había traído problemas; por años tuvieron que dárselo al Inca como tributo. He aquí, sin embargo, que de pronto podía tener buen uso: pagar su propio rescate. Si Atahualpa llenó una pieza de oro, él no podía ser menos. Entonces se puso de pie, erguido como una torre, se golpeó el pecho con los puños y anunció con voz firme que a cambio de su libertad estaba dispuesto a entregar a los huincas la única mina de la región, unos lavaderos de oro llamados deMarga-Marga, y ofreció además mil quinientas personas para trabajar en ellos.
¡Oro! Hubo regocijo en la ciudad, por fin la aventura de conquistar Chile adquiría sentido para los hombres. Pedro de Valdivia partió con un destacamento bien
armado, llevando a Michimalonko a su lado en un hermoso alazán, que le regaló. Llovía a cántaros, iban ensopados y tiritando, pero con muy buen ánimo. Mientras, en Santiago se escuchaban los alaridos de furia de los toquis traicionados por Michimalonko, que todavía estaban encadenados a sus postes. Las trutucas -flautas hechas con largas cañas- respondían desde el bosque a las maldiciones en mapudungu de los jefes.
El jactancioso Michimalonko guió a los huincas por los cerros hacia la desembocadura de un río cerca de la costa, a treinta leguas de Santiago, y de allí hacia un arroyo donde se hallaban los lavaderos que su gente había explotado por muchos años sin otro propósito que satisfacer la codicia del Inca. De acuerdo a lo negociado, puso mil quinientas almas a disposición de Valdivia, más de la mitad de las cuales resultaron ser mujeres, pero no hubo nada que alegar, porque entre los indígenas chilenos ellas realizan el trabajo, los hombres sólo hacen discursos y tareas que requieran músculos, como la guerra, nadar y jugar a la pelota. Los hombres asignados por Michimalonko eran flojísimos, porque no les pareció labor de guerreros pasar el día en el agua con un canastito lavando arena, pero Valdivia supuso que los negros los volverían más complacientes a latigazos. Llevo muchos años en Chile y sé que es inútil esclavizar a los mapuche, se mueren o se escapan. No son vasallos ni entienden la idea del trabajo, menos entienden las razones para lavar oro en el río y dárselo a los huincas. Viven de la pesca, la caza, algunos frutos, como el piñón, las siembras y los animales domésticos. Poseen sólo lo que pueden llevar consigo. ¿Qué razón tendrían para someterse al látigo de los capataces? ¿El temor? No lo conocen. Aprecian primero la valentía y segundo la reciprocidad: tú me das, yo te doy, con justicia. No tienen calabozos, alguaciles ni otras leyes más que las naturales; el castigo también es natural, quien hace algo malo corre el riesgo de que le llegue lo mismo. Así es en la Naturaleza, y no puede ser diferente entre los humanos. Llevan cuarenta años en guerra con nosotros, y aprendieron a torturar, robar, mentir y hacer trampas, pero me han dicho que entre ellos conviven en paz. Las mujeres mantienen una red de relaciones que une a los clanes, incluso aquellos separados por cientos de leguas. Antes de la guerra se visitaban a menudo y, como los viajes eran largos, cada encuentro duraba semanas y servía para fortalecer lazos y la lenguamapudungu, contar historias, bailar, beber, acordar nuevos matrimonios. Una vez al año las tribus se juntaban a campo abierto para un Nguillatún, invocación al Señor de la Gente, Ngenechén, y para honrar a la Tierra, diosa de la abundancia, fecunda y fiel, madre del pueblo mapuche.
Consideran una falta de respeto molestar a Dios cada domingo, como nosotros; una vez al año es más que suficiente. Sus toquis poseen una autoridad relativa, porque no hay obligación de obedecerles, sus responsabilidades son más que sus privilegios. Así describe Alonso de Ercilla y Zúñiga la forma en que son elegidos:
Ni van por calidad, ni por herencia, ni por hacienda y ser mejor nacidos;
mas la virtud del brazo y la excelencia,
ésta hace los hombres preferidos, ésta ilustra, habilita, perfecciona, y quilata el valor de la persona.
Al llegar a Chile nada sabíamos de los mapuche, pensábamos que sería fácil someterlos, como hicimos con pueblos mucho más civilizados, los aztecas y los incas. Nos demoramos muchos años en comprender cuán errados estábamos. A esta guerra no se le vislumbra fin, porque cuando supliciamos a un toqui, surge otro de inmediato, y cuando exterminamos una tribu completa, del bosque sale otra y toma su lugar. Nosotros queremos fundar ciudades y prosperar, vivir con decencia y molicie, mientras ellos sólo aspiran a la libertad.
Pedro estuvo ausente varias semanas porque además de organizar el trabajo de la mina, decidió iniciar la construcción de un bergantín para establecer comunicación con el Perú; no podíamos seguir aislados en el culo del mundo y sin otra compañía que salvajes en cueros, como decía Francisco de Aguirre con su habitual franqueza. Encontró una bahía muy propicia, llamada Concón, con una amplia playa de arenas claras, rodeada de bosque de madera sana y resistente al agua. Allí instaló al único de sus hombres que tenía vagas nociones marítimas, secundado por un puñado de soldados, varios capataces, indios auxiliares y otros que facilitó Michimalonko.
 -¿Tenéis un plano para el barco, señor gobernador? -preguntó el supuesto experto.
-¡No pretenderéis decirme que necesitáis un plano para algo tan simple! -lodesafió Valdivia.
-Nunca he construido un barco, excelencia.00 -Rezad para que no se os hunda, amigo mío, porque iréis en el primer viaje -sedespidió el gobernador, muy contento con su proyecto.
Por primera vez la idea del oro le entusiasmaba, podía imaginar las caras de la gente en el Perú cuando supieran que Chile no era tan mísero como se decía. Mandaría una muestra del oro en su propio barco, causaría sensación, eso atraería a más colonos y Santiago sería la primera de muchas ciudades prósperas y bien pobladas. Como había prometido, dejó a Michimalonko en libertad y se despidió de él con las mayores muestras de respeto. El indio se fue al galope en su nuevo caballo, disimulando la risa.
En una de sus excursiones evangelizadoras, que hasta ese momento no habían dado ni el menor fruto, porque los naturales del valle manifestaron pasmosa indiferencia ante las ventajas del cristianismo, el capellán González de Marmolejo regresó con un muchacho. Lo había encontrado vagando en la ribera del Mapocho, flaco, cubierto de mugre y costras de sangre. En vez de escapar corriendo, como hacían los indios cada vez que él aparecía con su sotana pringosa y su cruz en alto, el niño empezó a seguirlo como un perro, sin decir palabra, con ojos ardientes, atentos a
cada movimiento del fraile. «¡Vete, chico! ¡Chus!», lo echaba el capellán, amenazando con darle un coscorrón con la cruz. Pero no hubo caso, se le pegó hasta Santiago. A falta de otra solución, lo trajo a mi casa.
-¿Qué queréis que haga con él, padre? No tengo tiempo para criar chiquillos -ledije, porque lo último que me convenía era encariñarme con un niño del enemigo.
-Tu casa es la mejor de la ciudad, Inés. Aquí estará muy bien este pobrecillo.-¡Pero...!
-¿Qué dicen los Mandamientos de la Ley de Dios? Hay que alimentar al hambriento y vestir al desnudo -me interrumpió.
-No me acuerdo de ese mandamiento, pero si vos lo decís...
-Ponedlo a trabajar con los cerdos y las gallinas, es muy dócil.
Pensé que bien podía criarlo él, para eso tenía casa y manceba, podía convertirlo en sacristán, pero no pude negarme porque debía muchos favores a ese capellán; mal que mal, me estaba instruyendo. Ya podía leer sin ayuda uno de los tres libros de Pedro,Amadís, de amores y aventuras. Con los otros dos todavía no me atrevía, El cantar del Mío Cid, sólo batallas, y Enchiridion Militis Christiani, de Erasmo, un manual para soldados que no me interesaba para nada. El capellán tenía otros varios libros que seguro también estaban prohibidos por la Inquisición y que un día yo esperaba leer. De modo que el mocoso se quedó con nosotros. Catalina lo lavó y vimos que no era sangre seca lo que tenía, sino barro y arcilla; aparte de unos rasguños y magullones, estaba indemne. Tenía unos once o doce años, era flaco, con las costillas visibles, pero fuerte, estaba coronado por una mata de pelo negro, tieso de mugre. Llegó casi desnudo. Nos atacó a mordiscos cuando intentamos quitarle un amuleto que traía colgado al cuello de una tira de piel. Pronto me olvidé de él, porque estaba muy atareada con las labores de fundar el pueblo, pero dos días después Catalina me lo recordó. Dijo que no se había movido del corral donde lo dejamos y tampoco había comido.
-¿Qué vamos a estar haciendo con él, mamitay?-Que se vaya con los suyos, es lo mejor.
Fui a verlo y lo hallé sentado en el patio, inmóvil, tallado en madera, con sus ojos negros fijos en los cerros. Había tirado lejos la manta que le dimos, parecía gustarle el frío y la llovizna del invierno. Le expliqué por señas que se podía ir, pero no se movió.
-No está queriendo irse, pues. Quedarse está queriendo, no más -suspiró Catalina.
-Que se quede entonces.
-¿Y quién va a estar vigilando al salvaje, pues, señoray? Ladrones y flojos están siendo estos mapuche.
-Es sólo un niño, Catalina. Ya se irá, nada tiene que hacer aquí.
Ofrecí al chico una tortilla de maíz y no reaccionó, pero cuando le acerqué una calabaza con agua, la cogió a dos manos y se bebió el contenido a sorbos sonoros, como un lobo. Contrario a mis predicciones, se quedó con nosotros. Lo vestimos con un
poncho y calzas de adulto recogidas en la cintura mientras le cosíamos algo de su tamaño, le cortamos el pelo y le quitamos los piojos. Al día siguiente comió con un apetito voraz, y pronto salió del corral y empezó a vagar por la casa y luego por la ciudad, como un alma perdida. Le interesaban más los animales que la gente, y aquéllos le respondían bien; los caballos comían de su mano, y hasta los perros más bravos, entrenados para atacar a los indios, le movían la cola. Al principio lo echaban de todas partes, ningún vecino quería un indiecito tan raro bajo su techo, ni siquiera el buen capellán, que tanto me predicaba los deberes cristianos, pero pronto se acostumbraron a su presencia y el chico se volvió invisible, entraba y salía de las casas, siempre silencioso y atento. Las indias del servicio le daban golosinas y hasta Catalina terminó por aceptarlo, aunque a regañadientes.
En eso volvió Pedro, cansado y adolorido por la larga cabalgata, pero muy satisfecho, porque traía las primeras muestras de oro, pepitas de buen tamaño sacadas del río. Antes de reunirse con sus oficiales, me cogió por la cintura y me llevó a la cama. «En verdad eres el alma mía, Inés», suspiró, besándome. Olía a caballo y sudor, nunca me había parecido tan guapo, tan fuerte, tan mío. Confesó que me había echado de menos, que cada vez le costaba más alejarse de mí, aunque fuese sólo por unos días, que cuando estábamos separados tenía malos sueños, premoniciones, miedo de no volver a verme. Lo desnudé como a un niño, lo lavé con un trapo mojado, besé una a una sus cicatrices, desde la gruesa herradura de la cadera y los cientos de rayas de guerra que le cruzaban brazos y piernas, hasta la pequeña estrella de la sien, producto de una caída de muchacho. Hicimos el amor con una ternura lenta y nueva, como un par de abuelos. Pedro estaba tan molido por esas semanas de esfuerzo, que se dejó hacer por mí con una mansedumbre de virgen. Montada sobre él, amándolo lentamente, para que gozara de a poco, admiré su noble rostro a la luz de la bujía, su frente amplia, su prominente nariz, sus labios de mujer. Tenía los ojos cerrados y una sonrisa plácida, estaba entregado, parecía joven y vulnerable, diferente al hombre aguerrido y ambicioso que semanas antes había partido a la cabeza de sus soldados. En un momento, durante la noche, me pareció vislumbrar en un rincón la silueta del chico mapuche, pero pudo haber sido sólo un juego de sombras.
Al otro día, cuando volvió de su reunión con el cabildo, Pedro me preguntó quién era el pequeño salvaje. Le expliqué que me lo había endosado el capellán, que suponíamos que era huérfano. Pedro lo llamó, lo examinó de pies a cabeza y le gustó, tal vez le recordaba cómo era él mismo a esa edad, igual de intenso y altivo. Se dio cuenta de que el niño no hablaba castellano y mandó a buscar a un lengua.
-Dile que puede quedarse con nosotros siempre que se haga cristiano. Se llamará Felipe. Me gusta ese nombre, si tuviera un hijo, así lo llamaría. ¿De acuerdo? - anunció Valdivia.
El chico asintió. Pedro agregó que si era sorprendido robando lo haría azotar primero y lo echaría de la ciudad enseguida; podía darse por afortunado, porque otro vecino le cortaría la mano derecha de un hachazo. ¿Entendido? Asintió de nuevo,
mudo, con una expresión más irónica que asustada. Le pedí al lengua que le propusiera un trato: si él me enseñaba su idioma, yo le enseñaría castellano. A Felipe no le interesó para nada. Entonces Pedro mejoró la oferta: si me enseñaba mapudungu tendría permiso para cuidar los caballos. De inmediato se iluminó la cara del mocoso y desde ese instante demostró adoración por Pedro, a quien llamaba Taita. A mí me decía formalmentechiñura, por señora, supongo. En eso quedamos. Felipe resultó buen maestro, y yo, una alumna aventajada; así es como gracias a él me convertí en la única huinca capaz de entenderse directamente con los mapuche, pero eso habría de tomar casi un año. Dije «entenderse con los mapuche» pero eso es una fantasía, nunca nos entenderemos, hay demasiados rencores acumulados. [42]





:::::>>El titiritero<<:::::::





A bordo del vapor se hallaba un hombre de edad ya avanzada y con cara de Pascuas, tan de Pascuas que, si no engañaba, debía de ser el hombre más feliz del mundo. Y, efectivamente, lo era, según él; se lo oí de su boca. Era danés, compatriota mío y director de teatro ambulante. Llevaba consigo a todo su personal, en una gran caja, pues era titiritero. Su buen humor, que era innato, decía, había sido además refinado por un estudiante de politécnico, y en el experimento se había vuelto completamente feliz. Yo no lo entendí de buenas a primeras, y entonces él me aclaró toda la historia, que es la siguiente:
- Fue en Slagelse - comenzó el hombre -. Daba yo una representación en la "Fonda del Correo," y la sala estaba brillantísima, atestada de público; era un público que aún no había hecho la primera comunión, si se exceptúan dos o tres señoras ancianas. De pronto se presentó un personaje vestido de negro con aspecto de estudiante, tomó asiento y, en el curso de la función, se río sonoramente en los pasajes donde había que reír, y aplaudió con toda justicia. Era un espectador excepcional. Quise saber de quién se trataba, y me dijeron que era un estudiante de último año de la escuela Politécnica enviado para enseñar a las gentes de las provincias. Mi espectáculo terminó a las ocho, pues los pequeños deben acostarse temprano, y hay que pensar en las conveniencias del público. A las nueve empezó el profesor sus conferencias y experimentos, y yo acudí a oírlo. Era algo que valía la pena ver y escuchar. La mayoría de las cosas que decía quedaban por encima de mis horizontes, como suele decirse, pero yo pensé para mis adentros: puesto que los hombres somos capaces de descubrir todo esto, también deberíamos poder alargar un poco más nuestra vida, antes de que nos entierren. Lo que hacía eran pequeños milagros, y, sin embargo, todo salía tan llano, tan natural. En tiempos de Moisés y de los profetas, aquel politécnico habría sido uno de los grandes sabios del país, y en la Edad Media habría muerto en la hoguera. En toda la noche no dormí, y cuando, al atardecer del siguiente día, hubo nueva representación, a la cual asistió también el estudiante, yo me sentí en plena forma. He oído decir de un comediante que, cuando interpretaba papeles de enamorado, pensaba sólo en una espectadora; actuaba para ella, olvidándose del resto de la sala. El estudiante se convirtió en mi "ella," mi único espectador, y trabajé para él. Terminada la representación, fueron llamados a escena todos los personajes, y el estudiante me hizo llamar y me invitó a tomar un vaso de vino. Habló de mi comedia, y yo hablé de su ciencia, y creo que los dos disfrutamos por igual; pero yo quedé con la última palabra, pues en su esfera había muchísimas cosas que no sabía explicar satisfactoriamente, por ejemplo, el hecho de que un trozo de hierro que cae por una espiral quede magnetizado. ¿Qué significa esto? Viene el espíritu sobre él, pero, ¿de dónde le viene? Es lo mismo que ocurre con los seres humanos, pienso yo. El buen Dios les hace dar volteretas a través de la espiral del tiempo, y el espíritu baja sobre ellos, y de este modo sale un Napoleón, un Lutero u otro personaje por el estilo. "El mundo entero es un montón de obras milagrosas - dijo el estudiante -, pero estamos tan acostumbrados, que las consideramos ordinarias." Y siguió hablando y explicando, hasta que al fin me daba la impresión de que se me abría el cráneo, y le confesé sinceramente que, de no sentirme tan viejo, enseguida me habría ido a estudiar a la Escuela Politécnica para aprender cómo está hecho el mundo, a pesar de ser, como soy, uno de los hombres más felices. "¡Uno de los más felices! - repitió él, como si lo saborease -. ¿Es usted feliz?," preguntó. "Sí - respondí -, soy feliz y bien recibido en todas las ciudades donde me presento con mi compañía." Cierto que hay un deseo que a veces me acosa como un duende, una pesadilla que reprime mi buen humor: quisiera ser director de teatro de una compañía de carne y hueso, de una verdadera compañía de personas. "¿Desea usted infundir vida a sus marionetas? ¿Desea que se conviertan en cómicos de verdad y usted en su director? - dijo -. ¿Cree que entonces sería completamente feliz?." Él no lo creía, pero yo sí. Seguimos hablando sin llegar a ponernos de acuerdo, pero chocamos los vasos, y el vino era excelente, sólo que debía estar embrujado, pues de otro modo la historia terminaría en que yo me emborraché. Y, sin embargo, no fue así; conservaba la cabeza clara. En la habitación parecía como si diera el sol; de los ojos del estudiante emanaba un resplandor que me hizo pensar en los dioses antiguos, eternamente jóvenes, cuando peregrinaban aún por la Tierra. Se lo dije y se sonrió; yo habría jurado que era un dios disfrazado o un miembro de su familia, y, en efecto, lo era. Mi mayor deseo iba a verse realizado; las marionetas cobrarían vida, y yo sería director, de una compañía de comediantes de carne y hueso. Chocamos los vasos y los vaciamos por la realización del milagro. Él cogió todos los muñecos de la caja, me los ató a la espalda y me lanzó luego por una espiral. Todavía siento las volteretas que daba, hasta que llegué al suelo, y toda la compañía saltó fuera de la caja. El espíritu había bajado sobre todos los personajes; las marionetas se habían transformado en excelentes artistas, ellas mismas lo decían, y yo era su director. Todo estaba dispuesto para la primera representación: la compañía entera quería hablar conmigo, y el público, también. La bailarina dijo que si no se sostenía sobre una pierna, la casa se vendría al suelo, que ella era la primera figura y quería ser tratada como tal. La que representaba el papel de emperatriz se empeñó en ser tratada de majestad incluso fuera de la escena, pues de otro modo perdería la práctica. El que no tenía más misión que la de salir con una carta en la mano, se daba tanta importancia como el primer galán, pues, decía, todos intervienen por igual en el conjunto artístico, tanto los pequeños como los grandes. Después el héroe exigió que todo papel se compusiera de escenas finales, pues entonces era cuando lo aplaudían. La "prima donna" se negaba a salir como no fuera con luz roja, alegando que ésta le sentaba bien, al contrario de la azul. Aquello parecía una botella llena de moscas, y yo, el director, me encontraba en medio de ellas. Faltábame aire, perdí la cabeza, me sentía tan miserable como pueda ser una criatura humana. Estaba entre una nueva especie de seres, deseaba volver a tenerlos a todos en la caja, y maldecía la hora en que había querido ser director. Les dije, sin rodeos, que en el fondo todos eran títeres, y entonces arremetieron contra mí y me mataron.
Desperté tendido en mi cama, en mi habitación. Cómo fui transportado allí, y si lo hizo el estudiante, es cosa que él debe saberlo; lo que es yo, lo ignoro. La luna brillaba en el suelo, donde aparecía volcada la caja, con todos los muñecos revueltos, grandes y pequeños, la compañía entera. Yo, ni corto ni perezoso, salté del lecho, y en un momento todos volvieron a estar en la caja, unos de cabeza, otros de pie. Puse la tapa y me senté encima; era digno de pintarlo. ¿Se imaginan ustedes el cuadro? Yo sí. "Ahora os vais a quedar todos aquí - dije -, y nunca más desearé que seáis de carne y huesos." Sentíame aliviadísimo, el más feliz de los hombres. El estudiante politécnico me había iluminado; completamente dichoso, me quedé dormido sobre la caja. A la mañana siguiente - en realidad, a mediodía, pero es que me desperté muy tarde - seguía aún allí, feliz, porque había comprendido que mi antiguo y único deseo era una estupidez. Pregunté por el estudiante, pero se había marchado, lo mismo que hacían los dioses griegos y romanos. Y desde aquel día soy el hombre más venturoso de la Tierra. Soy un director feliz, mi personal no discute, y el público tampoco, pues se divierte con toda el alma. Puedo hilvanar mis obras como se me antoja; de cada comedia saco lo mejor, según me parece, y nadie se molesta por ello. Me sirvo de obras que están ya desechadas en los grandes teatros, pero que hace treinta años el público corría a verlas y lloraba con ellas a moco tendido. Las presento a los pequeños, los cuales lloran como antaño lo hicieron sus padres. Represento "Johanna Montfaucon" y "Dyveke," aunque abreviadas, porque los chiquillos no aguantan los largos coloquios amorosos; lo quieren desgraciado, pero rápido. He recorrido toda Dinamarca, conozco a sus gentes y soy e ellas conocido. He pasado ahora a Suecia, y si aquí me acompaña la suerte y me saco mis buenas perras, me haré escandinavo y nada más; se lo digo como compatriota. Y yo, como compatriota, lo cuento, naturalmente, sólo por contarlo.





* * * FIN * * * 





Hans Christian Andersen 




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