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lunes, enero 13, 2014

Inés del alma mía, ISABEL ALLENDE ((39))





Inés del alma mía[Document Transcript]... 
 Capítulo cuatro






Santiago de la Nueva Extremadura,
1511-1513





Desde la improvisada angarilla en que lo acarreábamos, don Benito reconoció de lejos el cerro Huelén donde él mismo había plantado una cruz en su viaje anterior con Diego de Almagro.
-¡Allí! ¡Ése es el Jardín del Edén que por años he anhelado! -gritaba el viejo, ardiendo de fiebre por el flechazo recibido, que ni las yerbas y hechicerías de Catalina ni las oraciones del capellán habían logrado sanar.
Habíamos descendido sobre un valle muy dulce, lleno de robles y otros árboles desconocidos en España, quillayes, peumos, maitenes, coigües, canelos. Era pleno verano, pero las altísimas montañas del horizonte estaban coronadas de nieve. Cerros y más cerros, dorados y suaves, rodeaban el valle. A Pedro le bastó una mirada para comprender que don Benito tenía razón: un cielo azul intenso, un aire luminoso, un bosque exuberante y en tierra fecunda, bañada por arroyos y por un río copioso, el Mapocho; ése era el sitio asignado por Dios para establecer nuestro primer poblado, porque, además de su belleza y bondad, se ajustaba a los sabios reglamentos dictados por el emperador Carlos V para fundar ciudades en las Indias: «No elijan sitios para poblar en lugares muy altos, por la molestia de los vientos y dificultades del servicio y acarreo, ni en lugares muy bajos, porque suelen ser enfermos; fúndense en los medianamente levantados que gocen descubiertos los vientos del norte y mediodía; y si hubiere de tener sierras o cuestas, sean por la parte de levante y poniente; y en caso de edificar en la ribera de un río, dispongan la población de forma que saliendo el sol dé primero al pueblo que en el agua». Por lo visto los naturales del lugar estaban de pleno acuerdo con Carlos V, porque había numerosa población, vimos varias aldeas, muchos plantíos, canales de riego, acequias y caminos. No éramos los primeros en descubrirlas ventajas del valle.
Los capitanes Villagra y Aguirre se adelantaron con un destacamento para tantear la reacción de los indígenas, mientras los demás esperábamos a buen resguardo. Regresaron con la agradable noticia de que los indios, aunque desconfiados, no habían dado muestras de hostilidad. Averiguaron que también allí había llegado el imperio del Inca y que su representante, el curaca Vitacura, quien controlaba la zona, estaba dispuesto a cooperar con nosotros, según había asegurado, porque sabía que los barbudos viracochas mandaban en el Perú. «No confíen en ellos, son traidores y belicosos», insistió don Benito, pero ya estaba tomada la decisión de establecernos en el valle, aunque tuviésemos que someter a los naturales a la fuerza. El hecho de que ellos hubiesen instalado allí sus viviendas y sembradíos durante generaciones era un incentivo para los briosos conquistadores: significaba que la tierra y el clima eran muy placenteros. Villagra calculó al ojo que, sumando los rancheríos que podíamos ver o adivinar, debía de haber unos diez mil pobladores, la mayoría mujeres y niños. No era como para preocuparse, dijo, a menos que se presentaran de nuevo las huestes de Michimalonko. ¿Qué sentirían los habitantes cuando nos vieron llegar y, después, cuando comprendieron que pretendíamos quedarnos?
Trece meses después de haber partido del Cuzco, en febrero de 1541, Valdivia plantó el estandarte de Castilla a los pies del cerro Huelén, que bautizó Santa Lucía porque era el día de esa mártir, y tomó posesión en nombre de su majestad. Allí se dispuso a fundar la ciudad de Santiago de la Nueva Extremadura. Después de oír misa y comulgar, se procedió al antiguo rito latino de marcar el perímetro de la ciudad. Como no disponíamos de una yunta de bueyes y un arado, lo hicimos con caballos. Caminamos lentamente en procesión, llevando delante la imagen de la Virgen. Valdivia estaba tan conmovido, que le corrían lágrimas por las mejillas, pero no era el único, la mitad de aquellos bravos soldados lloraba.
Dos semanas más tarde, nuestro alarife, un tuerto de apellido Gamboa, hizo el trazado clásico de la ciudad. Primero designó la plaza mayor y el sitio del árbol de la justicia o patíbulo. De allí, a cordel y regla, sacó las rectas calles paralelas y perpendiculares, divididas en cuadras de ciento treinta y ocho varas, formando ochenta manzanas, cada una dividida en cuatro solares. Los primeros palos plantados fueron para la iglesia, en el sitio principal de la plaza. «Un día esta modesta capilla será una catedral», prometió el fraile González de Marmolejo, con la voz temblorosa por la emoción. Pedro reservó para nosotros la manzana del norte de la plaza y distribuyó los demás solares de acuerdo con la categoría y lealtad de sus capitanes y soldados. Con nuestros yanaconas y algunos indios del valle que se presentaron por su propia voluntad, empezamos a construir las casas, de madera, adobe y techos de paja -hasta que pudiéramos hacer tejas-, con muros gruesos y ventanas y puertas angostas, para defendernos en caso de ataque y mantener una temperatura agradable. Podíamos comprobar que el verano era caliente, seco y saludable. Nos dijeron que el invierno sería frío y lluvioso. El tuerto Gamboa y sus ayudantes trazaron las calles, mientras otros dirigían a las cuadrillas de trabajadores para las construcciones. Las fraguas ardían sin cesar produciendo clavos, bisagras, cerraduras, remaches, escuadras; el ruido de los martillos y sierras sólo callaba por las noches y a la hora de misa. La fragancia de la madera recién cortada impregnaba el aire. Aguirre, Villagra, Alderete y Quiroga reorganizaron nuestro
zarrapastroso destacamento militar, muy desmejorado por el largo viaje. Valdivia y el aguerrido capitán Monroy, que se jactaba de cierta habilidad diplomática, intentaron parlamentar con los naturales. A mí me tocó reponer la salud de los heridos y enfermos y hacer lo que más me gusta: fundar. No lo había hecho antes, pero apenas clavamos la primera estaca en la plaza descubrí mi vocación y no la he traicionado; desde entonces he creado hospitales, iglesias, conventos, ermitas, santuarios, pueblos enteros, y si me alcanzara la vida haría un orfanato, que mucha falta hace en Santiago, porque es una vergüenza el número de niños miserables que hay en las calles, como había en Extremadura. Esta tierra es fecunda y sus frutos debieran alcanzar para todos. Asumí con porfía el trabajo de fundar, que en el Nuevo Mundo corresponde a las mujeres. Los hombres sólo construyen pueblos provisorios para dejarnos allí con los hijos, mientras ellos continúan sin cesar la guerra contra los indígenas del lugar. Han debido transcurrir
cuatro décadas de muertos, sacrificios, tesón y trabajo para que Santiago tenga la pujanza de la que hoy goza. No he olvidado los tiempos en que fue apenas un rancherío que defendíamos con diente y garra. Puse a las mujeres y a los cincuenta yanaconas que me cedió Rodrigo de Quiroga a producir mesas, sillas, camas, colchones, hornos, telares, vajillas de barro cocido, utensilios de cocina, corrales, gallineros, ropa, manteles, mantas y lo indispensable para una vida civilizada. Con el fin de ahorrar esfuerzo y víveres, establecí al principio un sistema para que nadie se quedara sin comer. Se cocinaba una vez al día y se servían las escudillas en mesones en la plaza mayor, que Pedro llamó plaza de Armas, aunque no teníamos un solo cañón para defenderla. Las mujeres hacíamos empanadas, frijoles, papas, guisos de maíz y cazuelas con las aves y liebres que los indios lograban cazar. A veces conseguíamos pescado y marisco traído de la costa por los indígenas del valle, pero olían mal. Cada uno contribuía a la mesa con lo que podía, tal como años antes hice en la nave del maestre Manuel Martín. Este sistema comunitario tuvo también la virtud de unir a la gente y callar a los descontentos, al menos por un tiempo. Dedicábamos gran cuidado a los animales domésticos; sólo en ocasiones especiales sacrificábamos un ave, ya que yo pretendía llenar los corrales en un año. Los cerdos, las gallinas, los gansos y las llamas eran tan importantes como los caballos y, ciertamente, mucho más que los perros. Los animales habían sufrido con el viaje tanto como los humanos y, por lo mismo, cada huevo y cada cría eran motivo de celebración. Hice almácigos para plantar en la primavera, en las chacras asignadas por el alarife Gamboa, trigo, vegetales, frutos y hasta flores, porque no se podía vivir sin flores; eran el único lujo de nuestra ruda existencia. Traté de imitar los sembradíos de los indios del valle y su método de irrigación, en vez de reproducir lo que había visto en los vergeles de Plasencia; sin duda ellos conocían mejor el terreno.
No he mencionado el maíz o trigo indiano, sin el cual no habríamos subsistido. Este cereal se sembraba sin limpiar ni arar el suelo, bastaba desprender las ramas de los árboles vecinos a fin de que el sol calentara libremente; se hacían ligeros rasguños en la tierra con una piedra filuda, en caso de no contar con azadón, se tiraban las semillas y éstas se cuidaban solas. Las mazorcas maduras podían quedar en las plantas durante semanas sin pudrirse, se desprendían del tallo sin romperlo, no había necesidad de trillar ni aventar. Era tan fácil cultivarlo y tan abundante la producción, que de maíz se alimentaban los indios -y también los castellanos- en todo el Nuevo Mundo. [39]





:::::>>Pedro, Perico y Pedrín<<:::::::




¡Es asombroso lo que saben los niños hoy en día! Uno ya casi no sabe qué es lo que ellos no saben. Eso de que la cigüeña los sacó muy pequeños del pozo o de la balsa del molino y los llevó a sus padres, es una historia tan anticuada, que ya ninguno la cree, a pesar de que es la verdad pura.
Pero, ¿cómo van a parar los pequeñuelos a la balsa o al pozo? Eso no lo saben todos, pero algunos sí. Si en una noche estrellada te has entretenido en contemplar el cielo, habrás visto caer estrellas fugaces. Parece exactamente como si una estrella cayera y desapareciese. Ni los hombres más sabios son capaces de explicar lo que no saben; pero cuando uno lo sabe, puede explicarlo. Es como si una velilla del árbol de Navidad cayese del cielo y se apagase; es un alma fulgurante de Dios Nuestro Señor que baja a la Tierra, y al llegar a nuestra atmósfera, pesada y densa, se extingue su brillo, quedando solamente lo que nuestros ojos no pueden ver, pues es mucho más sutil que nuestro aire. Es una criatura del cielo enviada acá abajo, un angelito, aunque sin alas, pues está destinado a ser un hombre; se desliza por el espacio, y el viento lo lleva a una flor, a un dondiego de noche, a una margarita, a una rosa o a una lucérnula; allí se queda y se recoge. Es vaporoso y ligero, una mosca podría llevarlo, y mucho más una abeja; y éstas acuden por turno en busca del néctar de las flores. Si el "bebé" les estorba, no lo arrojan al suelo, no tienen tan mal corazón, sino que lo depositan al sol sobre un pétalo de nenúfar, y en él es mecido suavemente en el agua, durmiendo y creciendo hasta que la cigüeña lo ve y puede llevarlo a una familia humana de las muchas que están suspirando por un dulce pequeñuelo como él. Pero el que sea o no dulce depende de que haya bebido en la clara fuente o se le haya atragantado barro y alguna lenteja de agua, que ésas son cosas que agrian el humor. La cigüeña carga con el primero que ve, sin hacer distingos. Un día irá a una casa buena, donde moran padres excelentes, otro dejará al pequeño en el hogar de gentes duras que viven en plena miseria, y entonces más le hubiera valido al chiquitín seguir en la balsa del molino.
Los pequeños no se acuerdan de lo que soñaron bajo el pétalo del nenúfar, donde al anochecer les cantaban las ranas su "croac, croac," lo cual, en lengua humana, significa: "¡Dormíos y tened dulces sueños!." Ni pueden tampoco acordarse de la flor en que estuvieron, ni de cómo olía; pero cuando ya son mayores hay algo en su interior que les dice: "¡Esta es la flor que más me gusta!." Pues es aquélla que les sirvió de cuna cuando eran criaturas del aire.
La cigüeña tiene una vida muy larga y siempre se preocupa de saber qué tal les va a los niños que llevó y cómo se despabilan en el mundo. Claro que nada puede hacer por ellos, ni cambiar sus circunstancias, pues bastante tiene con cuidar de su propia familia; pero sus pensamientos los acompañan siempre.
Yo conozco a una anciana cigüeña, muy respetable y sabihonda. Ha traído unos cuantos niños y conoce sus historias, en las cuales hay invariablemente un poquitín de fango y una que otra lenteja de la balsa del molino. Le pedí que me diera una pequeña biografía de uno de ellos, y he aquí que se ofreció a contarme no una, sino tres vidas de la casa Peitersen.
Era una familia simpatiquísima la de los Peitersen. El marido figuraba entre los treinta y dos prohombres de la ciudad, lo cual no dejaba de ser una distinción. En éstas llegó la cigüeña y le trajo un hijo, al que llamaron Pedro. Al año siguiente volvió el ave con otro niño, y le pusieron por nombre Perico, y al presentarse con el tercero, lo bautizaron Pedrín, pues en esos tres nombres, Pedro, Perico y Pedrín está el nombre de Peitersen.
Fueron, pues, tres hermanos, tres estrellas fugaces, cada uno mecido en su flor, depositados en la balsa del molino bajo la hoja de nenúfar y recogidos por la cigüeña y por ella llevados a la familia Peitersen, aquellos que viven en la esquina, como bien sabes.
Crecieron de cuerpo y de alma, y por eso quisieron ser algo más que los treinta y dos prohombres.00 Pedro dijo que quería ser bandido. Había visto "Fra Diavolo," y sacó en consecuencia que la profesión de bandolero era la más hermosa del mundo. Perico quiso ser basurero, y Pedrín, que era un muchacho cariñoso y formal, mofletudo y regordete, y cuyo único defecto era el de comerse las uñas, pensó en ser "padre." Claro que esto es lo que dicen todos cuando se les pregunta qué quieren ser.
Fueron a la escuela; uno fue el primero, otro el último, y uno quedó en medio, pero los tres venían a ser iguales de buenos y listos, y, efectivamente, lo eran, según sus perspicaces y juiciosos padres.
Asistieron a bailes infantiles, fumaban cigarros cuando nadie los veía, y crecían en ciencia y experiencia.00 Desde chiquillo Pedro era ya muy pendenciero, como debe ser todo bandido. Era muy travieso, lo cual, según, su madre, era debido a que padecía de lombrices. Los chicos traviesos tienen siempre lombrices: barro en el estómago. Su testarudez y mal carácter se manifestaron un día en el vestido de seda nuevo de la madre.
- ¡No des contra la mesa del café, corderillo mío! - le había dicho la mujer -. Podrías tirar la mantequera y mancharme el vestido de seda.
El "corderillo," agarrando con mano firme la mantequera, vertió toda la crema en el regazo de mamá. Ésta dijo, por todo comentario: - Corderillo, corderillo, ¡qué atolondrado eres, corderillo mío! ­ Pero lo que es voluntad, el niño la tenía, y su madre lo reconocía. Voluntad demuestra carácter, y para una madre esto es muy prometedor.
Indudablemente hubiera podido ser bandolero, pero todo quedó en palabras. Sólo por su exterior lo parecía, pues usaba un sombrero abollado, cuello abierto, y largo pelo suelto. Quería ser artista, pero no tenía de ello más que el traje, y encima parecía un malvavisco. Todas las figuras que dibujaba parecían otros tantos malvaviscos, de puro larguiruchas. Le gustaba mucho aquella flor; según la cigüeña, había yacido en ella.
A Pedro le había tocado por lecho un botón de oro. Tenía tan pringosas las comisuras de la boca y tan amarilla la piel, que se hubiera dicho que haciéndole un corte en la mejilla, saldría mantequilla. Parecía nacido para mantequera, y habría podido ser su propio anuncio; pero en el fondo, en lo más íntimo de su ser, era basurero; era también el talento musical de la familia Peitersen, "y se bastaba por todos los demás juntos," decían los vecinos. En una semana compuso diecisiete polcas, y luego las reunió en una ópera para trompeta y carraca. ¡Señores, qué hermosura!
Pedrín era blanco y rojo, menudo y ordinario; procedía de una margarita. Nunca se defendía cuando los demás chicos le zurraban; decía que era el más juicioso, y el juicioso siempre cede. Primero coleccionó pizarrines, luego sellos y, finalmente, se organizó un pequeño gabinete de naturalista que contenía el esqueleto de un gasterósteo, tres ratones ciegos de nacimiento guardados en alcohol, y un topo disecado. Pedrín tenía aptitudes para la Ciencia y ojo para la Naturaleza, lo cual era muy satisfactorio para sus padres y para él. Prefería ir al bosque antes que a la escuela. Sus hermanos estaban ya prometidos, cuando él no vivía sino por completar su colección de huevos de aves acuáticas. Pronto supo más de los animales que de las personas, y sostenía que nosotros no podemos alcanzar al animal en lo que consideramos más noble y elevado: el amor. Veía que el ruiseñor macho, cuando la hembra incubaba, permanecía toda la noche a su lado, cantándole: "¡cluc, cluc si, lo, lo, li!." Nunca Pedrín habría sido capaz de tamaña abnegación. Cuando la madre cigüeña estaba en el nido con sus pequeños, el padre permanecía de pie sobre una pata en la parhilera del tejado, sin moverse en toda la noche. Pedrín no lo habría resistido ni una hora. Y un día que examinó una tela de araña con lo que había en ella, decidió renunciar para siempre al matrimonio. El señor araña vive única y exclusivamente para atrapar moscas descuidadas, ya sean jóvenes o viejas, hinchadas de sangre o secas como un huso; atento sólo a tejer y a nutrir a su familia, mientras la señora vive nada más que para el padre. Lo devora de puro enamorada, se zampa su corazón, su cabeza y abdomen; sólo sus largas y delgadas patas quedan en la tela, en aquella tela en que él vivió sin más preocupación que la de alimentar a la familia. Es la pura verdad, extraída directamente de la Historia Natural. Pedrín lo vio, y la cosa le dio que pensar: "¡Ser amado hasta tal extremo por su esposa, ser por ella devorado, víctima de una pasión tan ardiente! ¡No! Hasta eso no llega ningún ser humano. Por lo demás, ¿sería de veras deseable?."
Pedrín resolvió no casarse nunca, nunca dar ni recibir un beso, pues ello habría podido tomarse por el primer paso conducente al matrimonio. Y, sin embargo, recibió un beso, el que recibimos todos, el fuerte ósculo de la muerte. Cuando hemos vivido el tiempo asignado, la Muerte recibe la orden: "¡Llévatelo de un beso!." Y ¡adiós el hombre! De Dios Nuestro Señor nos baja un rayo de sol tan intenso, que nos ciega los ojos. El alma humana, que llegó en forma de estrella fugaz, emprende el vuelo en la misma forma, pero no para ir a descansar en una flor o a soñar bajo un pétalo de nenúfar. Cosas más importantes tiene que hacer. Vuela al gran país de la Eternidad. Cómo es aquel país y qué aspecto tiene, nadie sabría decirlo, pues nadie lo ha visto, ni siquiera la cigüeña, por muy lejos que alcance su vista y por muchas cosas que sepa. Así, nada más podía decir de Pedro, Perico y Pedrín; bien es verdad que ya tenía bastante de ellos, y tú seguramente también. De modo que por esta vez le daremos muchas gracias a la cigüeña. Pero ella, en pago de esta historieta, que nada tiene de particular, pide tres ranas y una culebrina. Por lo visto, cobra en especies. ¿Quieres pagarle tú? Yo no, pues no tengo ni ranas ni culebras.




 * * * FIN * * *




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