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Orgullo y Prejuicio[Document Transcript]...
CAPÍTULO L
Anteriormente, el señor Bennet había querido muchas veces ahorrar una cierta cantidad anual para
mejorar el caudal de sus hijas y de su mujer, si ésta le sobrevivía, en vez de gastar todos sus ingresos. Y
ahora se arrepentía de no haberlo hecho. Esto le habría evitado a Lydia endeudarse con su tío por todo lo
que ahora tenía que hacer por ella tanto en lo referente a la honra como al dinero. Habría podido darse,
además, el gusto de tentar a cualquiera de los más brillantes jóvenes de Gran Bretaña a casarse con ella.
Estaba seriamente consternado de que por un asunto que tan pocas ventajas ofrecía para nadie, su
cuñado tuviese que hacer tantos sacrificios, y quería averiguar el importe de su donativo a fin de
devolvérselo cuando le fuese posible.
En los primeros tiempos del matrimonio del señor Bennet, se consideró que no había ninguna
necesidad de hacer economía, pues se daba por descontado que nacería un hijo varón y que éste heredaría la
hacienda al llegar a la edad conveniente, con lo que la viuda y las hijas quedarían aseguradas. Pero vinieron
al mundo sucesivamente cinco hijas y el varón no aparecía. Años después del nacimiento de Lydia, la
señora Bennet creía aún que llegaría el heredero, pero al fin se dio ya por vencida. Ahora era demasiado
tarde para ahorrar: la señora Bennet no tenía ninguna aptitud para la economía y el amor de su marido a la
independencia fue lo único que impidió que se excediesen en sus gastos.
En las capitulaciones matrimoniales había cinco mil libras aseguradas para la señora Bennet y sus
hijas; pero la distribución dependía de la voluntad de los padres. Por fin este punto iba a decidirse en lo
referente a Lydia, y el señor Bennet no vaciló en acceder a lo propuesto. En términos de gratitud por la
bondad de su cuñado, aunque expresados muy concisamente, confió al papel su aprobación a todo lo hecho
y su deseo de cumplir los compromisos contraídos en su nombre. Nunca hubiera creído que Wickham
consintiese en casarse con Lydia a costa de tan pocos inconvenientes como los que resultaban de aquel
arreglo. Diez libras anuales era lo máximo que iba a perder al dar las cien que debía entregarles, pues entre
los gastos ordinarios fijos, el dinero suelto que le daba a Lydia y los continuos regalos en metálico que le
hacía su madre se iba en Lydia poco menos que aquella suma.
Otra de las cosas que le sorprendieron gratamente fue que todo se hiciera con tan insignificante
molestia para él, pues su principal deseo era siempre que le dejasen tranquilo. Pasado el primer arranque de
ira que le motivó buscar a su hija, volvió, como era de esperar, a su habitual indolencia. Despachó pronto la
carta, eso sí tardaba en emprender las cosas, pero era rápido en ejecutarlas. En la carta pedía más detalles
acerca de lo que le adeudaba a su cuñado, pero estaba demasiado resentido con Lydia para enviarle ningún
mensaje.
Las buenas nuevas se extendieron rápidamente por la casa y con proporcional prontitud, por la
vecindad. Cierto que hubiera dado más que hablar que Lydia Bennet hubiese venido a la ciudad, y que habría sido mejor aún si la hubiesen recluido en alguna granja distante; pero ya había bastante que charlar
sobre su matrimonio, y los bien intencionados deseos de que fuese feliz que antes habían expresado las
malévolas viejas de Meryton, no perdieron más que un poco de su viveza en este cambio de circunstancias,
pues con semejante marido se daba por segura la desgracia de Lydia.
Hacía quince días que la señora Bennet no bajaba de sus habitaciones, pero a fin de solemnizar tan
faustos acontecimientos volvió a ocupar radiante su sitio a la cabecera de la mesa. En su triunfo no había el
más mínimo sentimiento de vergüenza. El matrimonio de una hija que constituyó el principal de sus
anhelos desde que Jane tuvo dieciséis años, iba ahora a realizarse. No pensaba ni hablaba más que de bodas
elegantes, muselinas finas, nuevos criados y nuevos carruajes. Estaba ocupadísima buscando en la vecindad
una casa conveniente para la pareja, y sin saber ni considerar cuáles serían sus ingresos, rechazó muchas
por falta de amplitud o de suntuosidad.
––Haye Park ––decía–– iría muy bien si los Gouldings lo dejasen; o la casa de Stoke, si el salón
fuese mayor; ¡pero Asworth está demasiado lejos! Yo no podría resistir que viviese a diez millas de
distancia. En cuanto a la Quinta de Purvis, los áticos son horribles.
Su marido la dejaba hablar sin interrumpirla mientras los criados estaban delante. Pero cuando se
marcharon, le dijo:
––Señora Bennet, antes de tomar ninguna de esas casas o todas ellas para tu hija, vamos a dejar las
cosas claras. Hay en esta vecindad una casa donde nunca serán admitidos. No animaré el impudor de
ninguno de los dos recibiéndolos en Longbourn.
A esta declaración siguió una larga disputa, pero el señor Bennet se mantuvo firme. Se pasó de
este punto a otro y la señora Bennet vio con asombro y horror que su marido no quería adelantar ni una
guinea para comprar el traje de novia a su hija. Aseguró que no recibiría de él ninguna prueba de afecto en
lo que a ese tema se refería. La señora Bennet no podía comprenderlo; era superior a las posibilidades de su
imaginación que el rencor de su marido llegase hasta el punto de negar a su hija un privilegio sin el cual su
matrimonio apenas parecería válido. Era más sensible a la desgracia de que su hija no tuviese vestido de
novia que ponerse, que a la vergüenza de que se hubiese fugado y hubiese vivido con Wickham quince días
antes de que la boda se celebrara.
Elizabeth se arrepentía más que nunca de haber comunicado a Darcy, empujada por el dolor del
momento, la acción de su hermana, pues ya que la boda iba a cubrir el escándalo de la fuga, era de suponer
que los ingratos preliminares serían ocultados a todos los que podían ignorarlos.
No temía la indiscreción de Darcy; pocas personas le inspiraban más confianza que él; pero le
mortificaba que supiese la flaqueza de su hermana. Y no por el temor de que le acarrease a ella ningún
perjuicio, porque de todos modos el abismo que parecía mediar entre ambos era invencible. Aunque el
matrimonio de Lydia se hubiese arreglado de la manera más honrosa, no se podía suponer que Darcy quisiera emparentar con una familia que a todos sus demás reparos iba a añadir ahora la alianza más íntima
con el hombre que con tanta justicia Darcy despreciaba.
Ante una cosa así era natural que Darcy retrocediera. El deseo de ganarse el afecto de Elizabeth
que ésta había adivinado en él en Derbyshire, no podía sobrevivir a semejante golpe. Elizabeth se sentía
humillada, entristecida, y llena de vagos remordimientos. Ansiaba su cariño cuando ya no podía esperar
obtenerlo. Quería saber de él cuando ya no había la más mínima oportunidad de tener noticias suyas. Estaba
convencida de que habría podido ser feliz con él, cuando era probable que no se volvieran a ver.
«¡Qué triunfo para él ––pensaba–– si supiera que las proposiciones que deseché con tanto orgullo
hace sólo cuatro meses, las recibiría ahora encantada.»
No dudaba que era generoso como el que más, pero mientras viviese, aquello tenía que constituir
para él un triunfo.
Empezó entonces a comprender que Darcy era exactamente, por su modo de ser y su talento, el
hombre que más le habría convenido. El entendimiento y el carácter de Darcy, aunque no semejantes a los
suyos, habrían colmado todos sus deseos. Su unión habría sido ventajosa para ambos: con la soltura y la
viveza de ella, el temperamento de él se habría suavizado y habrían mejorado sus modales. Y el juicio, la
cultura y el conocimiento del mundo que él poseía le habrían reportado a ella importantes beneficios.
Pero ese matrimonio ideal ya no podría dar una lección a las admiradoras multitudes de lo que era
la felicidad conyugal; la unión que iba a efectuarse en la familia de Elizabeth era muy diferente y excluía la
posibilidad de la primera.
No podían imaginar cómo se las arreglarían Wickham y Lydia para vivir con una pasable
independencia; pero no le era difícil conjeturar lo poco estable que había de ser la felicidad de una pareja
unida únicamente porque sus pasiones eran más fuertes que su virtud.
El señor Gardiner no tardó en volver a escribir a su cuñado. Contestaba brevemente al
agradecimiento del señor Bennet diciendo que su mayor deseo era contribuir al bienestar de toda su familia
y terminaba rogando que no se volviese a hablar más del tema. El principal objeto de la carta era informarle
de que Wickham había resuelto abandonar el regimiento.
«Tenía muchas ganas de que lo hiciese ––añadía cuando ultimamos el matrimonio; y creo que
convendrás conmigo en que su salida de ese Cuerpo es altamente provechosa tanto para él como para mi
sobrina. La intención del señor Wickham es entrar en el Ejército regular, y entre sus antiguos amigos hay
quien puede y quiere ayudarle a conseguirlo. Se le ha prometido el grado de alférez en el regimiento del
general X, actualmente acuartelado en el Norte. Es mucho mejor que se aleje de esta parte del reino. Él
promete firmemente, y espero que sea así, que hallándose entre otras gentes ante las cuales no deberán
desacreditarse, los dos serán más prudentes. He escrito al coronel Forster participándole nuestros arreglos y
suplicándole que diga a los diversos acreedores del señor Wickham en Brighton y sus alrededores, que se
les pagará inmediatamente bajo mi responsabilidad. ¿Te importaría tomarte la molestia de dar las mismas
seguridades a los acreedores de Meryton, de los que te mando una lista de acuerdo con lo que el señor
Wickham me ha indicado? Nos ha confesado todas sus deudas y espero que al menos en esto no nos haya
engañado. Haggerston tiene ya instrucciones y dentro de una semana estará todo listo. Entonces el señor
Wickham se incorporará a su regimiento, a no ser que primero se le invite a ir a Longbourn, pues me dice
mi mujer que Lydia tiene muchos deseos de veros a todos antes de dejar el Sur. Está muy bien y os ruega
sumisamente que os acordéis de ella su madre y tú. »
Tuyo,
E. Gardiner.»
El señor Bennet y sus hijas comprendieron las ventajas de que Wickham saliese de la guarnición
del condado tan claramente como el señor Gardiner; pero la señora Bennet no estaba tan satisfecha como
ellos. Le disgustaba mucho que Lydia se estableciese en el Norte precisamente cuando ella esperaba con
placer y orgullo disfrutar de su compañía, pues no había renunciado a su ilusión de que residiera en
Hertfordshire. Y además era una lástima que Lydia se separase de un regimiento donde todos la conocían y
donde tenía tantos admiradores.
––Quiere tanto a la señora Forster, que le será muy duro abandonarla. Y, además, hay varios
muchachos que le gustan. Puede que los oficiales del regimiento del general X no sean tan simpáticos.
La súplica ––pues como tal había de considerarse de su hija de ser admitida de nuevo en la familia
antes de partir para el Norte fue al principio rotundamente denegada; pero Jane y Elizabeth, por los
sentimientos y por el porvenir de su hermana, deseaban que notificase su matrimonio a sus padres en
persona, e insistieron con tal interés, suavidad y dulzura en que el señor Bennet accediese a recibirles a ella
y a su marido en Longbourn después de la boda, que le convencieron. De modo que la señora Bennet tuvo
la satisfacción de saber que podrían presentar a la vecindad a su hija casada antes de que fuese desterrada al
Norte. En consecuencia, cuando el señor Bennet volvió a escribir a su cuñado, le dio permiso para que la
pareja viniese, y se determinó que al acabar la ceremonia saldrían para Longbourn. Elizabeth se quejó de
que Wickham aceptase este plan, y si se hubiese guiado sólo por sus propios deseos, Wickham sería para
ella la última persona con quien querría encontrarse. [50]