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Orgullo y Prejuicio[Document Transcript]...
CAPÍTULO LXI
El día en que la señora Bennet se separó de sus dos mejores hijas, fue de gran bienaventuranza
para todos sus sentimientos maternales. Puede suponerse con qué delicioso orgullo visitó después a la
señora Bingley y habló de la señora Darcy. Querría poder decir, en atención a su familia, que el
cumplimiento de sus más vivos anhelos al ver colocadas a tantas de sus hijas, surtió el feliz efecto de
convertirla en una mujer sensata, amable y juiciosa para toda su vida; pero quizá fue una suerte para su
marido (que no habría podido gozar de la dicha del hogar en forma tan desusada) que siguiese
ocasionalmente nerviosa e invariablemente mentecata.
El señor Bennet echó mucho de menos a su Elizabeth; su afecto por ella le sacó de casa con una
frecuencia que no habría logrado ninguna otra cosa. Le deleitaba ir a Pemberley, especialmente cuando
menos le esperaban.
Bingley y Jane sólo estuvieron un año en Netherfield. La proximidad de su madre y de los
parientes de Meryton no era deseable ni aun contando con el fácil carácter de Bingley y con el cariñoso
corazón de Jane. Entonces se realizó el sueño dorado de las hermanas de Bingley; éste compró una
posesión en un condado cercano a Derbyshire, y Jane y Elizabeth, para colmo de su felicidad, no estuvieron
más que a treinta millas de distancia.
Catherine, sólo por su interés material, se pasaba la mayor parte del tiempo con sus dos hermanas
mayores; y frecuentando una sociedad tan superior a la que siempre había conocido, progresó
notablemente. Su temperamento no era tan indomable como el de Lydia, y lejos del influjo de ésta, llegó,
gracias a una atención y dirección conveniente, a ser menos irritable, menos ignorante y menos insípida.
Como era natural, la apartaron cuidadosamente de las anteriores desventajas de la compañía de Lydia, y
aunque la señora Wickham la invitó muchas veces a ir a su casa, con la promesa de bailes y galanes, su
padre nunca consintió que fuese.
Mary fue la única que se quedó en la casa y se vio obligada a no despegarse de las faldas de la
señora Bennet, que no sabía estar sola. Con tal motivo tuvo que mezclarse más con el mundo, pero pudo
todavía moralizar acerca de todas las visitas de las mañanas, y como ahora no la mortificaban las
comparaciones entre su belleza y la de sus hermanas, su padre sospechó que había aceptado el cambio sin
disgusto.
En cuanto a Wickham y Lydia, las bodas de sus hermanas les dejaron tal como estaban. Él
aceptaba filosóficamente la convicción de que Elizabeth sabría ahora todas sus falsedades y toda su
ingratitud que antes había ignorado; pero, no obstante, alimentaba aún la esperanza de que Darcy influiría
para labrar su suerte. La carta de felicitación por su matrimonio que Elizabeth recibió de Lydia daba a
entender que tal esperanza era acariciada, si no por él mismo, por lo menos por su mujer. Decía
textualmente así:
«Mi querida Lizzy: Te deseo la mayor felicidad. Si quieres al señor Darcy la mitad de lo que yo
quiero a mi adorado Wickham, serás muy dichosa. Es un gran consuelo pensar que eres tan rica; y cuando
no tengas nada más que hacer, acuérdate de nosotros. Estoy segura de que a Wickham le gustaría muchísimo un destino de la corte, y nunca tendremos bastante dinero para vivir allí sin alguna ayuda. Me
refiero a una plaza de trescientas o cuatrocientas libras anuales aproximadamente; pero, de todos modos, no
le hables a Darcy de eso si no lo crees conveniente.»
Y como daba la casualidad de que Elizabeth lo creía muy inconveniente, en su contestación trató
de poner fin a todo ruego y sueño de esa índole. Pero con frecuencia le mandaba todas las ayudas que le
permitía su práctica de lo que ella llamaba economía en sus gastos privados. Siempre se vio que los
ingresos administrados por personas tan manirrotas como ellos dos y tan descuidados por el porvenir,
habían de ser insuficientes para mantenerse. Cada vez que se mudaban, o Jane o ella recibían alguna súplica
de auxilio para pagar sus cuentas. Su vida, incluso después de que la paz les confinó a un hogar, era
extremadamente agitada. Siempre andaban cambiándose de un lado para otro en busca de una casa más
barata y siempre gastando más de lo que podían. El afecto de Wickham por Lydia no tardó en convertirse
en indiferencia; el de Lydia duró un poco más, y a pesar de su juventud y de su aire, conservó todos los
derechos a la reputación que su matrimonio le había dado.
Aunque Darcy nunca recibió a Wickham en Pemberley, le ayudó a progresar en su carrera por
consideración a Elizabeth. Lydia les hizo alguna que otra visita cuando su marido iba a divertirse a Londres
o iba a tomar baños. A menudo pasaban temporadas con los Bingley, hasta tan punto que lograron acabar
con el buen humor de Bingley y llegó a insinuarles que se largasen.
La señorita Bingley quedó muy resentida con el matrimonio de Darcy, pero en cuanto se creyó con
derecho a visitar Pemberley, se le pasó el resentimiento: estuvo más loca que nunca por Georgiana, casi tan
atenta con Darcy como en otro tiempo y tan cortés con Elizabeth que le pagó sus atrasos de urbanidad.
Georgiana se quedó entonces a vivir en Pemberley y se encariñó con su hermana tanto como
Darcy había previsto. Las dos se querían tiernamente.
Georgiana tenía el más alto concepto de Elizabeth,
aunque al principio se asombrase y casi se asustase al ver lo juguetona que era con su hermano; veía a
aquel hombre que siempre le había inspirado un respeto que casi sobrepasaba al cariño, convertido en
objeto de francas bromas. Su entendimiento recibió unas luces con las que nunca se había tropezado.
Ilustrada por Elizabeth, empezó a comprender que una mujer puede tomarse con su marido unas libertades
que un hermano nunca puede tolerar a una hermana diez años menor que él.
Lady Catherine se puso como una fiera con la boda de su sobrino, y como abrió la esclusa a toda
su genuina franqueza al contestar a la carta en la que él le informaba de su compromiso, usó un lenguaje tan
inmoderado, especialmente al referirse a Elizabeth, que sus relaciones quedaron interrumpidas por algún tiempo. Pero, al final, convencido por Elizabeth, Darcy accedió a perdonar la ofensa y buscó la reconciliación. Su tía resistió todavía un poquito, pero cedió o a su cariño por él o a su curiosidad por ver
cómo se comportaba su esposa, de modo que se dignó visitarles en Pemberley, a pesar de la profanación
que habían sufrido sus bosques no sólo por la presencia de semejante dueña, sino también por las visitas de
sus tíos de Londres.
Con los Gardiner estuvieron siempre los Darcy en las más íntima relación. Darcy, lo mismo que
Elizabeth, les quería de veras; ambos sentían la más ardiente gratitud por las personas que, al llevar a
Elizabeth a Derbyshire, habían sido las causantes de su unión. [61]
ThE End