Desde mi trabajo y ordenador.
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Inés del alma mía[Document Transcript]...
Tucapel se llamaba uno de los fuertes destinados a desalentar a los indígenas y
proteger las minas de oro y plata, aunque sólo contaba con una docena de soldados, que pasaban sus días vigilando la espesura, aburridos. El capitán que estaba a cargo
del fuerte sospechaba que los mapuche tramaban algo, a pesar de que su relación con
ellos había sido pacífica. Una o dos veces por semana los indios llevaban provisiones al
fuerte; eran siempre los mismos, y los soldados, que ya los conocían, solían
intercambiar señales amistosas con ellos. Sin embargo, había algo en la actitud de los
indios que indujo al capitán a capturar a varios de ellos y, mediante suplicio, averiguó
que se estaba gestando una gran sublevación de las tribus. Yo podría jurar que los
indios confesaron sólo aquello que Lautaro deseaba que los huincas supieran, porque
los mapuche nunca se han doblegado ante el tormento. El capitán mandó pedir
refuerzos, pero tan poca importancia dio Pedro de Valdivia a esta información, que
por toda ayuda mandó cinco soldados a caballo al fuerte de Tucapel.
Corría la primavera de 1553 en los bosques aromáticos de la Araucanía. El aire
era tibio y al paso de los cinco soldados se levantaban nubes de insectos translúcidos
y aves ruidosas. De pronto, un infernal chivateo rompió la paz idílica del paisaje y de
inmediato los españoles se vieron rodeados por una masa de asaltantes. Tres de ellos
cayeron atravesados por lanzas, pero dos alcanzaron a dar media vuelta y galoparon a
matacaballo hacia el fuerte más próximo a pedir socorro.
Entretanto se presentaron en Tucapel los mismos indígenas que siempre
llevaban las vituallas, saludando con el aire más sumiso del mundo, como si no
estuviesen enterados del suplicio que habían sufrido sus compañeros. Los soldados
abrieron las puertas del fuerte y los dejaron entrar con sus bultos. Una vez en el
patio, los mapuche abrieron sus sacos, extrajeron las armas que llevaban ocultas y se
abalanzaron sobre los soldados. Éstos lograron reponerse de la sorpresa y volar en
busca de sus espadas y corazas para defenderse. En los minutos siguientes se llevó a
cabo una matanza de mapuche y muchos fueron hechos prisioneros, pero la
estratagema dio resultado, porque mientras los españoles estaban ocupados con los de
adentro, miles de otros indígenas rodearon el fuerte. El capitán salió con ocho de sus
hombres a caballo para enfrentarlos, decisión muy valiente pero inútil, porque el
enemigo era demasiado numeroso. Al cabo de una lucha heroica, los soldados que aún
estaban con vida retrocedieron al fuerte, donde la desigual batalla continuó durante
el resto del día, hasta que, finalmente, al caer la oscuridad, los atacantes se
replegaron. En el fuerte de Tucapel quedaron seis soldados, únicos españoles
sobrevivientes, muchos yanaconas y los indios prisioneros. El capitán tomó una medida
desesperada para espantar a los mapuche que aguardaban el amanecer para atacar de
nuevo. Había oído la leyenda de que yo salvé la ciudad de Santiago lanzando las
cabezas de los caciques a las huestes indígenas y decidió copiar la idea. Hizo degollar
a los cautivos, luego lanzó las cabezas por encima de la muralla. Un rugido largo, como
una terrible ola de mar tormentoso, acogió el gesto.
Durante las horas siguientes, el cerco mapuche que rodeaba el fuerte se fue
engrosando, hasta que los seis españoles comprendieron que su única posibilidad de
salvación era tratar de cruzar a caballo las filas enemigas al amparo de la noche y llegar al fuerte más cercano, en Purén. Eso significaba abandonar a su suerte a los
yanacona, que no tenían caballos. No sé cómo los españoles lograron su audaz
cometido, porque el bosque estaba infestado de indígenas, que habían acudido de
lejos, llamados por Lautaro, para la gran insurrección. Tal vez los dejaron pasar con
algún avieso propósito. En todo caso, con la primera luz de alba los indios, que habían
esperado la noche entera en las cercanías, irrumpieron en el fuerte abandonado de
Tucapel y se encontraron con los restos de sus compañeros en el patio ensangrentado.
Los infelices yanaconas que aún permanecían en el fuerte fueron aniquilados.
La noticia del primer ataque victorioso alcanzó a Lautaro muy pronto gracias al
sistema de comunicación que él mismo había ideado. El joven ñidoltoqui acababa de
formalizar su unión con Guacolda, después de pagar la dote correspondiente. No
participó en la borrachera de la celebración porque no era amigo del alcohol y estaba
muy ocupado planeando el segundo paso de la campaña. Su objetivo era Pedro de
Valdivia. [76]
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El pasado es pasado
y no hay nada que pueda hacer
para traerlo al presente
puedo querer agarrarlo
con mis manos
retroceder el presente
y usar las oportunidades
se me han escapado
pero veré con dolor
que por mucho que lo intente
el pasado ya se fue
y he de aprender a vivir este presente
que mis errores de ayer
pueden enseñarme hoy
y en este largo caminar
y en mi humana imperfección
Dios usa cada momento
para ayudarme a crecer
y a depender mas de El.
Pilar Remón
Inés del alma mía[Document Transcript]...
-¡Eres tan hermosa, Inés! ¿Cómo puede ser que para ti no pase el tiempo? -
suspiró, conmovido.
-Necesitas vidrios para ver -le dije, dando un paso atrás para desprenderme de
sus manos.
-Dime que eres feliz. Es muy importante para mí que lo seas.
-¿Por qué? ¿Mala conciencia, acaso?
Sonreí, él se rió también y ambos respiramos aliviados, se había roto el hielo.
Me contó en detalle el juicio que enfrentó en el Perú y la condena de La Gasca; la idea
de casarme con otro se le ocurrió a él como única forma de salvarme del destierro y la
pobreza.
-Al proponerle esa solución a La Gasca me clavé una daga en el pecho, Inés, y
todavía sangro. Siempre te he amado, eres la única mujer de mi vida, las demás no
cuentan. Saberte casada con otro me causa un dolor atroz.
-Siempre fuiste celoso.
-No te burles, Inés. Sufro mucho por no tenerte conmigo, pero celebro que
seas rica y te hayas desposado con el mejor hidalgo de este reino.
-En aquella ocasión, cuando mandaste a González de Marmolejo a darme la
noticia, él insinuó que tú habías elegido a alguien para mí. ¿Era Rodrigo?
-Te conozco demasiado bien como para tratar de imponerte algo, Inés, y menos
un marido -me contestó, evasivo.
-Entonces, para tu tranquilidad, te diré que la solución que se te ocurrió fue
excelente. Soy feliz y amo mucho a Rodrigo.
-¿Más que a mí?
-A ti ya no te amo con esa clase de amor, Pedro.
-¿Estás segura de eso, Inés del alma mía?
Volvió a sujetarme por los hombros y me atrajo, buscándome los labios. Sentí el
cosquilleo de su barba rubia y el calor de su aliento, volví la cara y lo empujé
suavemente.
-Lo que más apreciabas de mí, Pedro, era la lealtad. Todavía la tengo, pero
ahora se la debo a Rodrigo -le dije con tristeza, porque presentí que en ese momento
nos despedíamos para siempre.
Pedro de Valdivia partió de nuevo a continuar la conquista y reforzar las siete
ciudades y los fuertes recién fundados. Se descubrieron varias minas de ricas vetas,
que atrajeron a nuevos colonos, incluso a vecinos de Santiago que optaron por dejar
sus fértiles haciendas en el valle del Mapocho y partir con sus familias a los bosques
misteriosos del sur, encandilados por la posibilidad del oro y la plata. Tenían a veinte
mil indios trabajando en las minas y la producción era casi tan buena como la del Perú.
Entre los colonos que se fueron iba el alguacil Juan Gómez, pero Cecilia y sus hijos no
lo acompañaron. «Yo me quedo en Santiago. Si quieres ir a hundirte en esos pantanos,
allá tú», le dijo Cecilia, sin imaginar que sus palabras serían ominosas.
Al despedirse de Valdivia, Rodrigo de Quiroga le aconsejó que no abarcase más
de lo que podía controlar. Algunos fuertes disponían apenas de un puñado de soldados,
y varias ciudades estaban desprotegidas.
-No hay peligro, Rodrigo, los indios nos han dado muy pocos problemas. El
territorio está sometido.
-Me parece raro que los mapuche, cuya fama de indomables nos había llegado al
Perú antes de iniciar la conquista de Chile, no nos hayan combatido como esperábamos.
-Comprendieron que somos un enemigo demasiado poderoso para ellos y se han
dispersado -le explicó Valdivia.
-Si es así, en buena hora, pero no te descuides.
Se estrecharon efusivamente y Valdivia partió sin preocuparse por las
advertencias de Quiroga. Durante varios meses no tuvimos noticias directas de él,
pero nos llegaron rumores de que hacía vida de turco, echado entre almohadones y
engordando en su casa de Concepción, que él llamaba su «palacio de invierno». Decían
que Juana Jiménez escondía el oro de las minas, que llegaba en grandes bateas, para
no tener que compartirlo ni declararlo a los oficiales del rey. Agregaban, envidiosos,
que era tanto el oro acumulado y el que todavía quedaba en las minas de Quilacoya,
que Valdivia era más rico que Carlos V. Así es de apresurada la gente para juzgar al
prójimo. Te recuerdo, Isabel, que a su muerte Valdivia no dejó ni un maravedí. A
menos que Juana Jiménez, en vez de ser raptada por los indios, como se cree, haya
logrado robarse esa fortuna y escapar a alguna parte, el tesoro de Valdivia nunca
existió.
[75]
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...
Que amor es este que Jesús
tiene por Ti por Mi
que allí en la Cruz
el amor y la justicia
se abrazaron y se hicieron UNO
¡Que amor es este!
que no excuso el venir aquí
a una tierra llena de dolor
y en esa cruz morir por ti y por mi
Jesús nos ama con tanto amor
que no hay palabra
que pueda describir
¡Que amor es este que El que tiene por Ti por Mi!
que hoy sin duda
El volverá a repetir
venir aquí,
morir allí en la Cruz
trayéndonos la salvación.
Pilar Remón