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viernes, diciembre 27, 2013

Inés del alma mía, ISABEL ALLENDE ((35))




Inés del alma mía[Document Transcript]... Tal como estaba anunciado, el juicio se llevó a cabo al día siguiente en la tienda de los prisioneros. Valdivia fue el único juez, auxiliado por Rodrigo de Quiroga y otro militar, quien actuó de secretario y ministro de fe. Esta vez yo no asistí, pero no me costó nada averiguar la versión completa de lo acontecido. Pusieron guardias armados en torno a la tienda, para contener a los curiosos, y colocaron una mesa, detrás de la cual se sentaron los tres capitanes, flanqueados por dos esclavos negros, expertos en
aplicar suplicios y ajusticiar. El ministro de fe abrió sus libracos y preparó su pluma y su tintero, mientras Rodrigo de Quiroga alineaba los cinco puñales sobre la mesa. También habían llevado uno de mis braseros peruanos repleto de brasas al rojo, no tanto para entibiar el ambiente como para aterrorizar a los prisioneros, enterados de que el tormento es parte de cualquier juicio de este tipo; el fuego se usa más con indios que con hidalgos, pero nadie estaba seguro de lo que haría Valdivia. Los acusados, de pie ante la mesa y cargados de cadenas, escucharon durante más de una hora las acusaciones contra ellos. No les cupo la menor duda de que el «usurpador», como llamaban a Valdivia, conocía hasta el último detalle de la conspiración, incluyendo la lista completa de los partidarios de Sancho de la Hoz en la expedición. No había nada que alegar. Un silencio largo siguió a la perorata de Valdivia, mientras el secretario terminaba de anotar en su libro.
-¿Tenéis algo que decir? -preguntó al fin Rodrigo de Quiroga.
Entonces a Sancho de la Hoz se le desinfló el aplomo y cayó de rodillas, clamando que confesaba todo aquello de lo cual se le acusaba menos el propósito de asesinar al general, a quien los cinco respetaban y admiraban y darían sus vidas por servir. Lo de los puñales era una tontería, bastaba verlos para comprender que no eran armas serias. Los otros siguieron su ejemplo, suplicando que se les perdonara y jurando eterna fidelidad. Valdivia los hizo callar. Otro insoportable silencio siguió a sus palabras, y por último el jefe se puso de pie y dictó su sentencia, que a mí me pareció muy injusta, pero me guardé bien de comentarla con él más tarde porque supuse que tendría sus razones para hacer lo que hizo.
Tres de los conspiradores fueron condenados al destierro: tendrían que emprender el regreso a pie al Perú, con un puñado de indios auxiliares y una llama, a través del desierto. Otro fue puesto en libertad sin ninguna explicación. Sancho de la Hoz firmó una escritura -la primera de Chile- para disolver la sociedad con Valdivia y quedó engrillado y preso, sin sentencia por el momento, en el limbo de la incertidumbre. Lo más raro fue que esa noche Valdivia ordenó ejecutar a Ruiz, el soldado que había servido de cómplice pero que ni siquiera se contaba entre los cinco que entraron en nuestra tienda con los famosos puñales. Don Benito en persona vigiló a los negros que lo ahorcaron y luego lo descuartizaron. La cabeza y cada cuarto de su cuerpo, destazado a hachazos, fueron expuestos en ganchos de carnicero en varios puntos del campamento, para recordar a los indecisos cómo se pagaba la deslealtad a Valdivia. Al tercer día, era tan repugnante el olor y eran tantas las moscas, que debieron quemar los restos.
El parto de Cecilia, la princesa inca, fue largo y difícil, porque la criatura estaba volteada en el vientre. Si un niño sobrevive a ese tipo de nacimiento, dicen las comadres que será afortunado. A éste lo sacó Catalina a tirones y salió morado, pero sano y gritón. Fue muy buen augurio que el primer mestizo chileno naciera de pie.
Catalina estaba esperando a Juan Gómez en la puerta de nuestra tienda mientras los capitanes deliberaban sobre la suerte de los conspiradores. Ese hombre, que había pasado peores tribulaciones que cualquiera de los otros valientes, porque en el desierto cedía su ración de agua a su mujer, iba a pie para prestarle su caballo cuando a ella se le accidentó la mula y ponía el pecho para protegerla en los ataques de los indios, se puso a llorar cuando Catalina le colocó a su hijo en los brazos.
-Se llamará Pedro, en honor a nuestro gobernador -anunció Gómez entre sollozos.
Todos celebraron la decisión, menos Pedro de Valdivia.
-No soy gobernador, soy sólo teniente gobernador, representante del marqués Pizarro y de su majestad -nos recordó secamente.
-Ya estamos en el territorio que se os asignó para conquistar, capitán general, y éste es un valle de mucho contento.
¿Por qué no fundamos aquí la ciudad? -sugirióGómez.
-Buena idea. Pedrito Gómez será el primer niño bautizado en la ciudad -lo apoyó Jerónimo de Alderete, quien aún no se reponía de las fiebres de la selva y estaba agobiado por la perspectiva de seguir andando.
Pero yo sabía que Pedro deseaba seguir hacia el sur, lo más al sur posible, para alejarse del Perú. Su idea era establecer la primera ciudad donde no alcanzaran los largos brazos del marqués gobernador, la Inquisición, los cagatinta y los comemierda, como llamaba en privado a los mezquinos empleados de la Corona que se las arreglaban para jorobar en el Nuevo Mundo.
-No, señores. Seguiremos hasta el valle del Mapocho. Ése es el sitio perfecto para nuestra colonia, según asegura don Benito, quien estuvo allí con el adelantado Diego de Almagro.
-¿A cuántas leguas queda eso? -insistió Alderete.
-Muchas, pero menos de las que ya hemos recorrido -explicó don Benito.
A Cecilia la tratamos primero con infusiones de hojas de huella hasta que expulsó los restos del parto, que estaban retenidos, y luego detuvimos la hemorragia con un licor preparado con raíces de oreja de zorro, receta chilena que Catalina acababa de aprender y que dio pronto resultado. Mientras nuestros soldados se enfrentaban con los indios en diversas escaramuzas, Catalina salía tranquilamente del campamento para juntarse con las indias chilenas e intercambiar remedios. No sé cómo se las arreglaba para pasar entre los centinelas sin ser vista y fraternizar con el enemigo sin que le reventaran el cráneo de un macanazo.
Lo malo fue que con tantas yerbas curativas a Cecilia se le cortó la leche, así es que el pequeño Pedro Gómez se crió con leche de llama. Si hubiera nacido unos meses más tarde, habría contado con varias nodrizas, porque había muchas indias preñadas. La leche de llama le dio una dulzura que habría de ser serio impedimento en su futuro, porque le tocó vivir y guerrear en Chile, que no es lugar para hombres de corazón demasiado tierno.
Y ahora debo referirme a otro episodio que no tiene trascendencia, salvo para un pobre joven de apellido Escobar, pero sirve para mostrar el carácter de Pedro de Valdivia. Mi amante era un hombre generoso, de ideas espléndidas, sólidos principios católicos y un valor a toda prueba -buenas razones para admirarlo-, pero también tenía defectos, algunos bastante graves. El peor fue seguramente su desmedida ambición de fama, que al final le costó la vida a él y a muchos otros; pero el más difícil de sobrellevar para mí fueron sus celos. Sabía que yo no era capaz de traicionarlo, porque no está en mi naturaleza y lo amaba demasiado, ¿por qué entonces dudaba de mí? O tal vez dudaba de sí mismo.
Los soldados disponían de cuantas indias quisieran, unas a la fuerza y otras complacientes, pero seguramente echaban de menos palabras de amor susurradas en castellano. Los hombres desean lo que no tienen. Yo era la única española de la expedición, la manceba del jefe, visible, presente, intocable y, por lo mismo, codiciada. Me he preguntado a veces si fui responsable de las acciones de Sebastián Romero, el alférez Núñez o ese muchacho, Escobar. No encuentro falta en mí, salvo ser mujer, pero eso parece ser crimen suficiente. A nosotras nos culpan de la lujuria de los hombres, pero ¿no es el pecado de quien lo comete? ¿Por qué he de pagar yo por los yerros de otro?
Comencé el viaje vestida como lo hacía en Plasencia -refajos, cotilla, camisa, sayas, toca, mantón, escarpines-, pero muy pronto hube de adaptarme a las circunstancias. No se puede cabalgar mil leguas de lado, a la mujeriega, sin partirse la espalda; tuve que montar a horcajadas. Me conseguí unas bragas de hombre y botas, me quité la cotilla con barbas de ballena, que no hay quien la aguante, y pronto me deshice de la toca y me trencé el cabello, como las indias, porque me pesaba mucho en la nuca, pero nunca anduve descotada ni me permití familiaridades con los soldados. En los encuentros con indios belicosos me ponía yelmo, una coraza liviana de cuero y protecciones en las piernas que Pedro ordenó hacer para mí, de otro modo habría muerto a flechazos en el primer tramo del camino. Si eso incendió el deseo de Escobar y otros de la expedición, no entiendo cómo funciona la mente masculina. Le oí repetir a Francisco de Aguirre que los machos sólo piensan en comer, fornicar y matar, una de sus frases favoritas, aunque en el caso de los humanos ésa no es la verdad completa, ya que también piensan en el poder. Me niego a dar la razón a Aguirre, a pesar de las muchas debilidades que he comprobado en los hombres. No todos son iguales.
Nuestros soldados hablaban mucho de mujeres, en especial cuando debíamos acampar por varios días y no tenían nada que hacer, sólo cumplir sus turnos de guardia y esperar. Intercambiaban impresiones sobre las indias, se jactaban de sus proezas - violaciones- y comentaban con envidia las del mítico Aguirre. Por desgracia, mi nombre aparecía con frecuencia en esas charlas, decían que yo era una hembra insaciable, que00 montaba como varón para excitarme con el caballo y que debajo de las sayas llevaba bragas. Esto último era cierto, no podía cabalgar a horcajadas con los muslos desnudos.
El soldadito más joven de la expedición, un chico llamado Escobar, de sólo dieciocho años, que había llegado al Perú como grumete cuando todavía era un niño, se escandalizaba con esos chismes. Todavía no lo había mancillado la violencia de la guerra y se había hecho una idea romántica de mí. Estaba en la edad en que uno se enamora del amor. Se le puso entre ceja y ceja que yo era un ángel arrastrado a la perversión por los apetitos de Valdivia, quien me forzaba a servirlo en la cama como una mujerzuela. Supe esto por las criadas indias, como me he enterado siempre de lo que ocurre a mi alrededor. No hay secretos para ellas, porque los hombres no se cuidan de lo que dicen delante de las mujeres, tal como no se cuidan delante de sus caballos o sus perros. Suponen que no entendemos lo que oímos. Observé con disimulo la conducta del muchacho y comprobé que me rondaba. Con la disculpa de enseñar trucos a Baltasar, que rara vez se despegaba de mi lado, o pedirme que le cambiara el vendaje en un brazo herido, o le enseñara a hacer mazamorra de maíz, porque sus dos indias eran inútiles, Escobar se las arreglaba para acercarse a mí.
Pedro de Valdivia consideraba a Escobar poco más que un mocoso y no creo que se preocupara por él antes de que los soldados empezaron a hacerle bromas. Apenas los demás se dieron cuenta de que su interés por mí era más romántico que sexual, no lo dejaron en paz, provocándolo hasta arrancarle lágrimas de humillación. Era inevitable que tarde o temprano las burlas llegaran a oídos de Valdivia, quien empezó a hacerme preguntas insidiosas y pasó a espiarme y a ponerme trampas. Enviaba a Escobar a ayudarme en labores que correspondían a las criadas, y éste, en vez de objetar la orden, como hubiera hecho otro soldado, corría a complacerlo. A menudo encontré a Escobar en mi tienda porque Pedro lo había mandado a buscar algo cuando sabía que yo estaba sola. Supongo que debí enfrentar desde un principio a Pedro, pero no me atreví, los celos lo convertían en un monstruo y podía imaginar que yo tenía ocultos motivos para proteger a Escobar.
Este juego satánico, que empezó a poco de salir de Tarapacá, fue olvidado durante la espantosa travesía del desierto, donde nadie tenía ánimo para tonterías, pero se reanudó con más intensidad en el manso valle de Copiapó. La herida leve que Escobar tenía en un brazo se infectó, a pesar de que se la habíamos quemado, y debía curarlo y cambiarle el vendaje a menudo. Llegué a temer que sería necesaria una intervención drástica, pero Catalina me hizo ver que la carne no olía mal y el muchacho no tenía fiebre. «No más rascándose, pues, señoray, ¿que no lo ves?», me insinuó. Me negué a creer que Escobar se hurgaba la herida para tener el pretexto de que yo se la tratara, pero comprendí que había llegado el momento de hablar con él.
Era la hora del anochecer, cuando empezaba la música en el campamento: las vihuelas y flautas de los soldados, las tristes quenas de los indios, los tambores africanos de los capataces. Junto a una de las fogatas, la cálida voz de tenor de
Francisco de Aguirre entonaba una canción picaresca. En el aire flotaba el aroma delicioso de la única comida del día, carne asada, maíz, tortillas al rescoldo. Catalina había desaparecido, como solía ocurrir por las noches, y yo estaba en mi tienda con Escobar, a quien acababa de limpiarle la herida, y mi perro Baltasar, que le había tomado cariño al muchacho.
-Si esto no mejora pronto, me temo que deberemos cortaros el brazo -le anuncié a bocajarro.
-Un soldado manco no sirve de nada, doña Inés -murmuró, lívido de miedo.-Un soldado muerto sirve aún menos.00 Le ofrecí un vaso de chicha de tuna para ayudarlo a pasar el susto y yo misma ganar tiempo, porque no sabía cómo abordar el tema. Por fin, opté por la franqueza.
-Me doy cuenta de que me buscáis, Escobar, y como esto puede resultar muy inconveniente para los dos, de ahora en adelante Catalina os hará las curaciones.
Y entonces, como si hubiera estado aguardando que alguien entreabriera la puerta de su corazón, Escobar me soltó una retahíla de confesiones mezcladas con declaraciones y promesas de amor. Traté de recordarle con quién se estaba propasando, pero no me dejó hablar. Me abrazó con fuerza y con tan mala suerte, que al echarme hacia atrás tropecé con Baltasar y me fui de espaldas al suelo con Escobar encima. A cualquier otro que me atacara así, el perro lo habría destrozado, pero conocía muy bien al joven, creyó que era un juego y, en vez de agredirlo, saltaba en torno a nosotros, ladrando gustoso. Soy fuerte y no tuve dudas de que podía defenderme, por eso no grité. Sólo una tela encerada nos separaba de la gente que había afuera, no podía hacer un escándalo. Con el brazo herido él me mantenía apretada contra su pecho, con la otra mano me sujetaba la nuca y sus besos, mojados de saliva y lágrimas, me caían por el cuello y la cara. Alcancé a invocar a Nuestra Señora del Socorro, preparándome para darle un rodillazo en la ingle, pero ya era tarde, porque en ese momento apareció Pedro con su espada en la mano. Había estado todo el tiempo espiándonos desde el otro cuarto de la carpa.
-¡Nooo! -grité horrorizada cuando lo vi dispuesto a traspasar con su acero al infeliz soldadito.
Con un impulso brutal logré voltearme para cubrir a Escobar, que quedó debajo de mí. Traté de protegerlo de la espada desnuda tanto como del perro, que para entonces había asumido su papel de guardián e intentaba morderlo. [35]



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Hermoso saber que existen personas que lean este proyecto. Gracias por su honorable visita. Les saluda y le doy la bienvenida a leer: Luna Cielo Azul. ©Siervadelmesías.

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