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domingo, diciembre 22, 2013

Inés del alma mía, ISABEL ALLENDE ((32))




Inés del alma mía[Document Transcript]... Mientras yo hacía tejer más mantas y preparaba carne seca, cereales y otros alimentos durables, don Benito tenía trabajando de sol a sol a los negros en las fraguas para abastecernos de municiones, herraduras y lanzas. También organizó partidas de soldados para descubrir los alimentos que enterraban los indios antes de abandonar sus rancheríos. Había instalado el campamento en el lugar más apropiado y seguro, donde había sombra, agua y cerros para colocar a sus vigías. La única tienda decente era la que Pizarro me había dado, espaciosa, de dos habitaciones, hecha con tela encerada y sostenida por un firme andamiaje de palos, tan cómoda como una casa.
El resto de los soldados se las arreglaba como podía, con unas telas parcheadas que apenas los protegían del clima.
Algunos ni eso poseían, dormían echados junto a sus caballos. El campamento de los indios auxiliares estaba separado y se hallaba permanentemente vigilado, para evitar que escaparan. Por las noches refulgían centenares de pequeñas fogatas, donde cocinaban sus alimentos, y la brisa nos traía el sonido lúgubre de sus instrumentos musicales, que tiene el poder de entristecer por igual a hombres y animales.
Estábamos instalados cerca de un par de aldeas abandonadas, donde no encontramos comida por mucho que buscamos. Allí descubrimos que los indios tienen la costumbre de convivir amablemente con sus parientes fallecidos, los vivos en una parte de la choza y los muertos en otra. En cada vivienda había un cuarto con momias muy bien preservadas, olorosas a musgo, oscuras; abuelos, mujeres, infantes, cada uno con sus objetos personales, pero sin joyas. En el Perú, en cambio, se habían hallado tumbas atiborradas de objetos preciosos, incluso estatuas de oro macizo. «Hasta los muertos son miserables en Chile, no hay una pizca de oro por ninguna parte», maldecían los soldados. Para desquitarse, ataron a las momias con sogas y las arrastraron al galope, hasta que se rompieron los envoltorios y quedó un desparrame de huesos. Celebraron su hazaña con largas risotadas, mientras en el campamento de los yanaconas cundía el espanto. Después de que se puso el sol empezó a circular entre ellos el rumor de que los huesos mancillados empezaban a juntarse y antes del amanecer los esqueletos caerían sobre nosotros como un ejército de ultratumba. Los negros, aterrados, repitieron el cuento, que llegó a oídos de los españoles. Entonces estos vándalos invencibles, que no conocen el miedo ni de nombre, se echaron a lloriquear como criaturas de pecho. A eso de la medianoche era tanta la sonajera de dientes entre los nuestros, que Pedro de Valdivia debió arengarlos para recordarles que eran soldados de España, los más vigorosos y mejor entrenados del mundo, y no un montón de lavanderas ignorantes. Yo no dormí durante varias noches, las pasé rezando, porque los esqueletos andaban rondando, y quien diga lo contrario es que no estuvo allí.
Los soldados, muy descontentos, se preguntaban qué diablos hacíamos acampados durante semanas en ese lugar maldito, por qué no continuábamos hacia Chile, como estaba planeado, o nos volvíamos al Cuzco, lo que sería más cuerdo. Cuando Valdivia ya perdía las esperanzas de que llegaran refuerzos, apareció de súbito un destacamento de ochenta hombres, entre los que venían algunos grandes capitanes, que yo no conocía pero de quienes Pedro me había hablado porque eran de mucha fama, como Francisco de Villagra y Alonso de Monroy. El primero era rubio, colorado, robusto, con un rictus despectivo en la boca y modales abruptos. Siempre me pareció desagradable, porque trataba muy mal a los indios, era avaro y enemigo de los pobres, pero aprendí a respetarlo por su valor y lealtad. Monroy, nacido en Salamanca y descendiente de una familia noble, era todo lo contrario, fino, apuesto y generoso. Nos hicimos amigos de inmediato. Con ellos venía Jerónimo de Alderete, el antiguo
camarada de armas de Valdivia, que años antes lo tentó de venir al Nuevo Mundo. Villagra los había convencido de que era mejor unirse a Valdivia: «Más vale servir a su majestad, que andar en tierras donde el demonio está suelto», les dijo, refiriéndose a Pizarro, a quien despreciaba. También llegó con ellos un capellán andaluz, hombre de unos cincuenta años, González de Marmolejo, que llegaría a ser mi mentor, como dije antes. Este religioso dio muestras de mucha bondad en su larga vida, pero creo que debió ser soldado y no fraile, porque era demasiado aficionado a la aventura, la riqueza y las mujeres.
Estos hombres habían estado durante meses en la terrible selva de los Chunchos, al oriente del Perú. La expedición partió con trescientos españoles, pero dos de cada tres perecieron, y los restantes quedaron convertidos en sombras famélicas y deshechas por pestes tropicales. De los dos mil indios, no quedó uno solo con vida. Entre los que dejaron allí los huesos estaba el desafortunado alférez Núñez, a quien Valdivia condenó a pudrirse en los Chunchos, como dijo que haría cuando éste intentó raptarme en el Cuzco. Nadie pudo darme noticia exacta de su fin, simplemente se esfumó en la espesura, sin dejar rastro. Espero que haya muerto como cristiano y no en boca de caníbales. Las penurias que soportaron años antes Pedro de Valdivia y Jerónimo de Alderete en las junglas venezolanas fueron cosas de niño comparadas con las que pasaron esos hombres en los Chunchos, bajo torrenciales lluvias calientes y nubes de mosquitos, empantanados, enfermos, hambreados y perseguidos por salvajes que incluso se devoraban entre ellos cuando no lograban cazar a un castellano.
Antes de continuar, debo presentar de forma especial a quien mandaba este destacamento. Era un hombre alto y muy guapo, de frente amplia, nariz aguileña y ojos castaños, grandes y líquidos, como los de un caballo. Tenía los párpados pesados y una mirada remota, un poco dormida, que le suavizaba el rostro. Esto lo pude apreciar al segundo día, después de que se quitó la costra de mugre y se cortó los pelos de la cabeza y la cara, que le daban un aire de náufrago. Aunque era más joven que los otros afamados militares, éstos lo habían escogido capitán de capitanes por su valor y su inteligencia. Su nombre era Rodrigo de Quiroga. Nueve años más tarde sería mi marido.
Me hice cargo de devolver fuerza y salud a los soldados de los Chunchos, ayudada por Catalina y varias indias de mi servicio a las que había entrenado en el oficio de curar. Como dijo don Benito, esas pobres almas acababan de salir del infierno húmedo y enmarañado de la selva y pronto tendrían que internarse en el infierno seco y pelado del desierto. Nada más que lavarlos, limpiarles las pústulas, quitarles los piojos, cortarles la pelambre y las uñas, fue tarea de días. Algunos estaban tan débiles, que las indias debían alimentarlos a cucharaditas con papilla de infante. Catalina me sopló al oído el remedio de los incas para casos extremos y, sin decirles qué era, para no asquearlos, se lo dimos a los más necesitados. Por las noches,
sigilosamente, Catalina sangraba a las llamas con un corte en el cuello. Mezclábamos la sangre fresca con leche y un poco de orina y se la dábamos a beber a los enfermos; así se repusieron y al cabo de dos semanas estaban en condiciones de emprender el camino. Los yanaconas se prepararon para el sufrimiento que los esperaba; no conocían el terreno, pero habían oído hablar del terrible desierto. Cada uno llevaba colgado al cuello un odre para agua hecho con la piel de una pata de animal -llama, guanaco oalpaca-, arrancaban la piel entera y le daban la vuelta como una media, dejando los pelos hacia adentro. Otros usaban vejigas o piel de lobo marino. Agregaban al agua unos granos de maíz tostado, para disimular el olor. Don Benito organizó el transporte de agua en mayor escala, utilizando los barriles que pudo fabricar y también odres de piel, como los indios. Suponíamos que no alcanzaría para tanta gente, pero no se podía cargar más a hombres y llamas. Para colmo, los indios chilenos de la región no sólo habían escondido el alimento, también habían envenenado los pozos, como supimos por un chasqui del inca Manco, a quien se le dio tormento. Don Benito lo descubrió disimulado entre nuestros indios auxiliares y pidió permiso a Valdivia para interrogarlo. Los negros lo quemaron a fuego lento. Yo no tengo estómago para presenciar suplicios y me retiré lo más lejos posible, pero los horrendos alaridos del infeliz, coreados por los aullidos de terror de los yanaconas, se oían en una legua a la redonda. Para librarse del tormento, el mensajero admitió que venía desde el Perú con instrucciones para los indígenas de Chile de impedir el avance de los viracochas. Por eso los indios se escondían en los cerros, con los animales que podían llevar, después de enterrar el alimento y quemar sus siembras. Agregó que él no era el único mensajero, cientos de chasquis trotaban hacia el sur, por senderos secretos, con las mismas instrucciones del inca Manco. Después que hubo confesado lo terminaron de asar en la hoguera, para dar escarmiento. Increpé a Valdivia por permitir tanta crueldad y él me hizo callar, indignado. «Don Benito sabe lo que hace. Te advertí antes de salir que esta empresa no es para gente remilgada. Ahora es tarde para retroceder», replicó. [32]



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Hermoso saber que existen personas que lean este proyecto. Gracias por su honorable visita. Les saluda y le doy la bienvenida a leer: Luna Cielo Azul. ©Siervadelmesías.

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