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sábado, febrero 15, 2014
Inés del alma mía, ISABEL ALLENDE ((47))
Inés del alma mía[Document Transcript]... Juan Gómez había luchado como un león pensando durante todo el día en Cecilia y su hijo, sepultados en mi solar, y apenas terminó la batahola corrió a abrir la cueva. Desesperado, quitó la tierra a mano, porque no pudo hallar una pala, los atacantes se habían llevado cuanto había. Arrancó las tablas a tirones, abrió la tumba y se asomó a un hoyo negro y silencioso.
-¡Cecilia, Cecilia! -gritó, aterrado.
Y entonces la voz clara de su mujer le respondió desde el fondo.-Por fin vienes, Juan, ya empezaba a aburrirme.
Las tres mujeres y los niños habían sobrevivido más de doce horas bajo tierra, en total oscuridad, con muy poco aire, sin agua y sin saber qué sucedía afuera. Cecilia asignó a las nodrizas la tarea de ponerse los críos al pezón por turnos durante el día entero, mientras ella, hacha en mano, se dispuso a defenderlas. La caverna no se llenó de humo por obra y gracia de Nuestra Señora del Socorro, o tal vez porque fue sellada por las paletadas de tierra con que Juan Gómez intentó disimular la entrada.
Monroy y Villagra decidieron mandar esa misma noche un mensajero a dar cuenta del desastre a Pedro de Valdivia, pero Cecilia, quien había emergido del subterráneo tan digna y hermosa como siempre, opinó que ningún mensajero saldría con vida de semejante misión, el valle era un hormiguero de indios hostiles. Los capitanes, poco acostumbrados a prestar oído a voces femeninas, hicieron caso omiso.
-Ruego a vuestras mercedes que escuchéis a mi mujer. Su red de información nos ha sido siempre útil -intervino Juan Gómez.
-¿Qué proponéis, doña Cecilia? -preguntó Rodrigo de Quiroga, a quien le habíamos cauterizado dos heridas y estaba demacrado por el cansancio y la pérdida de sangre.
-Un hombre no puede cruzar las líneas enemigas...
-¿Sugerís que mandemos una paloma mensajera? -interrumpió Villagra, burlón.-Mujeres. No una sola, sino varias. Conozco a muchas mujeres quechuas en el
valle, ellas llevarán la noticia de boca en boca al gobernador, más rápido que cien palomas volando -aseguró la princesa inca.
Como no había tiempo para largas discusiones, decidieron enviar el mensaje por dos vías, la que ofrecía Cecilia y un yanacona, ágil como liebre, quien intentaría cruzar el valle de noche y alcanzar a Valdivia. Lamento decir que ese fiel servidor fue sorprendido al amanecer y muerto de un mazazo. Mejor no pensar en su suerte si hubiese caído vivo en manos de Michimalonko. El cacique debía de estar enfurecido por el fracaso de sus huestes; no tendría cómo explicar a los indómitos mapuche del sur que un puñado de barbudos había atajado a ocho mil de sus guerreros. Mucho menos podía mencionar a una bruja que lanzaba cabezas de caciques por los aires como si fuesen melones. Le llamarían cobarde, lo peor que puede decirse de un guerrero, y su nombre no formaría parte de la épica tradición oral de las tribus, sino de burlas maliciosas. El sistema de Cecilia, sin embargo, sirvió para hacer llegar el mensaje al gobernador en el plazo de veintiséis horas. La noticia voló de un caserío a otro a lo largo y ancho del valle, atravesó bosques y montes y alcanzó a Valdivia, quien andaba de un lado a otro con sus hombres buscando en vano a Michimalonko, sin comprender aún que había sido engañado.
Después de que Rodrigo de Quiroga recorrió las ruinas de Santiago y le entregó a Monroy el cálculo de las pérdidas, vino a verme. En vez del basilisco demente que había depositado en la enfermería poco antes, me encontró más o menos limpia y tan cuerda como siempre, atendiendo a los muchos heridos.
-Doña Inés... gracias al Altísimo... -murmuró a punto de echarse a llorar de extenuación.
-Quitaos la armadura, don Rodrigo, para que os curemos -repliqué.
-Pensé que... ¡Dios mío! Vos salvasteis la ciudad, doña Inés. Vos pusisteis en fuga a los salvajes...
-No digáis eso, porque es injusto con estos hombres, que combatieron como valientes, y con las mujeres que los secundaron.
-Las cabezas... dicen que las cabezas cayeron todas mirando hacia los indios y éstos creyeron que era un mal augurio, por eso retrocedieron.
-No sé de qué cabezas me habláis, don Rodrigo. Estáis muy confundido. ¡Catalina! ¡Ayúdalo a quitarse la armadura, mujer!
Durante esas horas pude pesar mis acciones. Trabajé sin pausa ni respiro durante la primera noche y la mañana siguiente atendiendo a los heridos y tratando de salvar lo posible de las casas quemadas, pero una parte de mi mente sostenía un constante diálogo con la Virgen, para pedirle que intercediera en mi favor por el crimen cometido, y con Pedro. Prefería no imaginar su reacción al ver la destrucción de Santiago y saber que ya no contaba con sus siete rehenes, estábamos a merced de los salvajes sin nada para negociar con ellos. ¿Cómo explicarle lo que había hecho, si yo misma no lo entendía? Decirle que había enloquecido y ni siquiera recordaba bien lo ocurrido era una excusa absurda; además, estaba avergonzada del espectáculo grotesco que di frente a sus capitanes y soldados. Por fin, a eso de las dos de la tarde del 12 de septiembre, me venció la fatiga y pude dormir unas horas tirada en el suelo junto a Baltasar, que había vuelto arrastrándose al amanecer, con las fauces ensangrentadas y una pata quebrada. Los tres días siguientes se me fueron en un soplo, trabajando con los demás para despejar escombros, apagar incendios y fortalecer la plaza, único sitio donde podríamos defendernos de otro ataque, que suponíamos inminente. Además, Catalina y yo escarbábamos los surcos quemados y las cenizas de los solares en busca de cualquier comestible para echar a la sopa. Una vez que dimos cuenta del caballo de Aguirre, nos quedó muy poco alimento; habíamos vuelto a los tiempos de la olla común, sólo que entonces ésta consistía en agua con yerbas y los tubérculos que pudiésemos desenterrar.
Al cuarto día Pedro de Valdivia llegó con un destacamento de catorce soldados de caballería, mientras los infantes lo seguían lo más deprisa posible. Montado en Sultán, el gobernador entró a la ruina que antes llamábamos ciudad y calculó de un solo vistazo la magnitud del descalabro. Pasó por las calles, donde todavía se elevaban débiles columnas de humo señalando las antiguas casas, entró a la plaza y encontró a la escasa población en andrajos, hambrienta, asustada, los heridos tirados por el suelo con vendajes sucios, y sus capitanes, tan desarrapados como el último de los yanaconas, socorriendo a la gente. Un centinela tocó la corneta y, con un esfuerzo brutal, los que podían ponerse de pie se formaron para saludar al capitán general. Yo me quedé atrás, medio oculta por unas lonas; desde allí vi a Pedro y el alma me dio un brinco de amor y tristeza y fatiga. Desmontó en el centro de la plaza y, antes de abrazar a sus amigos, recorrió la devastación con una mirada, pálido, buscándome. Di un paso al frente, para mostrarle que seguía viva; nuestras miradas se encontraron y entonces le cambió la expresión y el color. Con esa voz de razón y autoridad que nadie resistía, se dirigió a los soldados para honrar el valor de cada uno, sobre todo de los que murieron combatiendo, y dar gracias al apóstol Santiago por haber salvado al resto de la gente. La ciudad nada importaba, porque había brazos y corazones fuertes para reconstruirla de las cenizas. Debíamos comenzar de nuevo, dijo, pero eso no podía ser motivo de desaliento, sino de entusiasmo para los vigorosos españoles, que jamás se daban por vencidos, y los leales yanaconas. «¡Santiago y cierra España!»,
exclamó, levantando la espada. «¡Santiago y cierra España!», respondieron en una sola voz disciplinada sus hombres, pero en el tono había profundo desaliento.
Esa noche, recostados sobre la dura tierra, sin más abrigo que una manta inmunda, con un pedazo de luna asomando encima de nuestras cabezas, me eché a llorar de fatiga en los brazos de Pedro. Él ya había escuchado variados relatos de la batalla y de mi papel en ella; pero, contrario a lo que yo temía, se mostró orgulloso de mí, tal como lo estaba, según me dijo, hasta el último soldado de Santiago, que sin mí habría perecido. Las versiones que le habían dado eran exageradas, no me cabe duda, y así fue estableciéndose la leyenda de que yo salvé la ciudad. «¿Es cierto que tú misma decapitaste a los siete caciques?», me había preguntado Pedro apenas nos encontramos solos. «No lo sé», le contesté honestamente. Pedro nunca me había visto llorar, no soy mujer de lágrima fácil, pero en esa primera ocasión no intentó consolarme, sólo me acarició con esa ternura distraída que algunas veces empleaba conmigo. Su perfil parecía de piedra, la boca dura, la mirada fija en el cielo.
-Tengo mucho miedo, Pedro -sollocé.-¿De morir?
-De todo menos de morir, porque me faltan años para la vejez.
Se rió secamente del chiste que compartíamos: que yo enterraría a varios maridos y sería siempre una viuda apetecible. -Los hombres quieren regresar al Perú, estoy seguro, aunque todavía ninguno se atreve a decirlo, para no parecer cobarde. Se sienten derrotados.
-Y tú ¿qué quieres, Pedro?
-Fundar Chile contigo -respondió sin pensarlo dos veces.-Entonces eso haremos.
-Eso haremos, Inés del alma mía...
Mi memoria del pasado remoto es muy vívida y podría relatar paso a paso lo ocurrido en los primeros veinte o treinta años de nuestra colonia en Chile, pero no hay tiempo, porque la Muerte, esa buena madre, me llama y quiero seguirla, para descansar por fin en brazos de Rodrigo. Los fantasmas del pasado me rodean. Juan de Málaga, Pedro de Valdivia, Catalina, Sebastián Romero, mi madre y mi abuela, enterradas en Plasencia, y muchos otros, adquieren contornos cada vez más firmes y oigo sus voces susurrando en los corredores de mi casa. Los siete caciques degollados deben estar bien instalados en el cielo o en el infierno, porque nunca han venido a penarme. No estoy demente, como suelen ponerse los ancianos, todavía soy fuerte y tengo la cabeza bien plantada sobre los hombros, pero estoy con un pie al otro lado de la vida y por eso observo y escucho lo que para otros pasa inadvertido. Te inquietas, Isabel, cuando hablo así; me aconsejas que rece, eso calma el alma, dices. Mi alma está en calma, no tengo miedo a morir, no lo tuve entonces, cuando lo razonable era tenerlo, y menos ahora, cuando he vivido de sobra. Tú eres lo único que me retiene en este mundo; te confieso que no tengo curiosidad alguna por ver a mis nietos crecer y sufrir, prefiero llevarme el recuerdo de sus risas infantiles. Rezo por costumbre, no
como remedio para la angustia. La fe no me ha fallado, pero mi relación con Dios ha ido cambiando con los años. A veces, sin pensarlo, lo llamo Ngenechén, y a la Virgen del Socorro la confundo con la Santa Madre Tierra de los mapuche, pero no soy menos católica que antes -¡Dios me libre!-, es sólo que el cristianismo se me ha ensanchado un poco, como sucede con la ropa de lana al cabo de mucho uso. Me quedan pocas semanas de vida, lo sé porque a ratos a mi corazón se le olvida latir, me mareo, me caigo y ya no tengo apetito. No es verdad que pretendo matarme de hambre nada más que por jorobarte, como me acusas, hija, sino que la comida tiene sabor de arena y no puedo tragarla, por eso me alimento de sorbos de leche. He adelgazado, parezco un esqueleto cubierto de pellejo, como en los tiempos del hambre, sólo que entonces era joven. Una vieja flaca es patética, se me han puesto las orejas enormes y hasta una brisa puede tirarme de bruces. En cualquier momento saldré volando. Debo abreviar este relato, de otro modo se me quedarán muchos muertos en el tintero. Muertos, casi todos mis amores están muertos, ése es el precio de vivir tanto como he vivido. [47]
:::::>>El cometa<<:::::::
Y vino el cometa: brilló con su núcleo de fuego, y amenazó con la cola. Lo vieron desde el rico palacio y desde la pobre buhardilla; lo vio el gentío que hormiguea en la calle, y el viajero que cruza llanos desiertos y solitarios; y a cada uno inspiraba pensamientos distintos.
- ¡Salid a ver el signo del cielo! ¡Salid a contemplar este bellísimo espectáculo! - exclamaba la gente; y todo el mundo se apresuraba, afanoso de verlo.
Pero en un cuartucho, una mujer trabajaba junto a su hijito. La vela de sebo ardía mal, chisporroteando, y la mujer creyó ver una viruta en la bujía; el sebo formaba una punta y se curvaba, y aquello, creía la mujer, significaba que su hijito no tardaría en morir, pues la punta se volvía contra él.
Era una vieja superstición, pero la mujer la creía.
Y justamente aquel niño estaba destinado a vivir muchos años sobre la Tierra, y a ver aquel mismo cometa cuando, sesenta años más tarde, volviera a aparecer.
El pequeño no vio la viruta de la vela, ni pensó en el astro que por primera vez en su vida brillaba en el cielo. Tenía delante una cubeta con agua jabonosa, en la que introducía el extremo de un tubito de arcilla y, aspirando con la boca por el otro, soplaba burbujas de jabón, unas grandes, y otras pequeñas. Las pompas temblaban y flotaban, presentando bellísimos y cambiantes colores, que iban del amarillo al rojo, del lila al azul, adquiriendo luego un tono verde como hoja del bosque cuando el sol brilla a su través.
- Dios te conceda tantos años en la Tierra como pompas de jabón has hecho - murmuraba la madre.
- ¿Tantos, tantos? - dijo el niño -. No terminaré nunca las pompas con toda esta agua -. Y el niño sopla que sopla.
- ¡Ahí vuela un año, ahí vuela un año! ¡Mira cómo vuelan! - exclamaba a cada nueva burbuja que se soltaba y emprende el vuelo. Algunas fueron a pararle a los ojos; aquello escocía, quemaba; le asomaron las lágrimas. En cada burbuja veía una imagen de lo por venir, brillante, fúlgida.
- ¡Ahora se ve el cometa! - gritaron los vecinos -. ¡Salid a verlo, no os quedéis ahí dentro!
La madre salió entonces, llevando el niño de la mano; el pequeño hubo de dejar el tubito de arcilla y las pompas de jabón; había salido el cometa.
Y el niño vio la reluciente bola de fuego y su cola radiante; algunos decían que medía tres varas, otros, que millones de varas. Cada uno ve las cosas a su modo.
- Nuestros hijos y nietos tal vez habrán muerto antes de que vuelva a aparecer - decía la gente.
La mayoría de los que lo dijeron habían muerto, en efecto, cuando apareció de nuevo. Pero el niño cuya muerte, al creer de su madre, había sido pronosticada por la viruta de la vela, estaba vivo aún, hecho un anciano de blanco cabello. "Los cabellos blancos son las flores de la vejez," reza el proverbio; y el hombre tenía muchas de aquellas flores. Era un anciano maestro de escuela.
Los alumnos decían que era muy sabio, que sabía Historia y Geografía y cuanto se conoce sobre los astros.
- Todo vuelve - decía -. Fijaos, si no, en las personas y en los acontecimientos, y os daréis cuenta de que siempre vuelven, con ropaje distinto, en otros países.
Y el maestro les contó el episodio de Guillermo Tell, que de un flechazo hubo de derribar una manzana colocada sobre la cabeza de su hijo; pero antes de disparar la flecha escondió otra en su pecho, destinada a atravesar el corazón del malvado Gessler. La cosa ocurrió en Suiza, pero muchos años antes había sucedido lo mismo en Dinamarca, con Palnatoke . También él fue condenado a derribar una manzana puesta sobre la cabeza de su hijo, y también él se guardó una flecha para vengarse. Y hace más de mil años los egipcios contaban la misma historia. Todo volverá, como los cometas, los cuales se alejan, desaparecen y vuelven.
Y habló luego del que esperaban, y que él había visto de niño. El maestro sabía mucho acerca de los cuerpos celestes y pensaba sobre ellos, pero sin olvidarse de la Historia y la Geografía.
Había dispuesto su jardín de manera que reprodujese el mapa de Dinamarca. Estaban allí las plantas y las flores tal como aparecen distribuidas en las diferentes regiones del país.
- Tráeme guisantes - decía, y uno iba al bancal que representaba Lolland -. Tráeme alforfón - y el interpelado iba a Langeland. La hermosa genciana azul y el romero se encontraban en Skagen, y la brillante oxiacanta, en Silkeborg. Las ciudades estaban señaladas con pedestales. Ahí estaba San Canuto con el dragón, indicando Odense; Absalón con el báculo episcopal indicaba Söro; el barquito con los remos significaba que en aquel lugar se levantaba la ciudad de Aarhus. En el jardín del maestro se aprendía muy bien el mapa de Dinamarca, pero antes había que escuchar sus explicaciones, y ésta era lo mejor de todo.
Estaban esperando el cometa, y el buen señor les habló de él y de lo que la gente había dicho y pensado sobre el astro muchos años antes, cuando había aparecido por última vez.
- El año del cometa es año de buen vino - dijo -. Se puede diluir con agua sin que se note. Los bodegueros deben esperar con agrado los años del cometa.
Por espacio de dos semanas enteras el cielo estuvo nublado, y, a pesar de que el meteoro brillaba en el firmamento, no podía verse.
El anciano maestro estaba en su pequeña vivienda contigua a la escuela. El reloj de Bornholm, heredado de sus padres, estaba en un rincón, pero las pesas de plomo no subían ni bajaban, ni el péndulo se movía; el cuclillo, que antaño salía a anunciar las horas, llevaba ya varios años encerrado, silencioso, en su casita. Todo en la habitación permanecía callado y mudo; el reloj no andaba. Mas el viejo piano, también del tiempo de los padres, tenía aún vida; las cuerdas aunque algo roncas podían tocar las melodías de toda una generación. El viejo recordaba muchas cosas, alegres y tristes, sucedidas durante todos aquellos años, desde que, siendo niño, viera el cometa, hasta su actual reaparición. Recordaba lo que su madre había dicho acerca de la viruta de la vela, y recordaba también las hermosas pompas de jabón, cada una de los cuales era un año - había dicho la mujer -, y ¡qué brillantes y ricas de colores! Todo lo bello y lo agradable se reflejaba en ellas: juegos de infancia e ilusiones de juventud, todo el vasto mundo desplegado a la luz del sol, aquel mundo que él quería recorrer. Eran burbujas del futuro. Ya viejo, arrancaba de las cuerdas del piano melodías del tiempo pasado: burbujas de la memoria, con las irisaciones del recuerdo. La canción de su madre mientras hacía calceta, el arrullo de la niñera...
Ora sonaban melodías del primer baile, un minueto y una polca, ora notas suaves y melancólicas que hacían asomar las lágrimas a los ojos del anciano. Ya era una marcha guerrera, ya un cántico religioso, ya alegres acordes, burbuja tras burbuja, como las que de niño soplara en el agua jabonosa.
Tenía fija la mirada en la ventana; por el cielo desfilaba una nube, y de pronto vio el cometa en el espacio sereno, con su brillante núcleo y su cabellera.
Parecióle que lo había visto la víspera, y, sin embargo, mediaba toda una larga vida entre aquellos días y los presentes. Entonces era un niño, y las pompas le decían: "¡Adelante!." Hoy todo le decía: "¡Atrás!." Sintió revivir los pensamientos y la fe de su infancia, sus ojos brillaron, y su mano se posó sobre las teclas; el piano emitió un sonido como si saltara una cuerda.
- ¡Venid a ver el cometa! - gritaban los vecinos -. El cielo está clarísimo. ¡Venid a verlo!
El anciano maestro no contestó; había partido para verlo mejor; su alma seguía una órbita mayor, en unos espacios más vastos que los que recorre el cometa. Y otra vez lo verán desde el rico palacio y desde la pobre buhardilla, desde el bullicio de la calle y desde el erial que cruza el viajero solitario. Su alma fue vista por Dios v por los seres queridos que lo habían precedido en la tumba y con los que él ansiaba volver a reunirse.
* * * FIN * * *
Hans Christian Andersen
Inés del alma mía, ISABEL ALLENDE ((46))
Inés del alma mía[Document Transcript]... Por encima de la batahola de pólvora, relinchos, ladridos y chivateo de la batalla, escuché claramente las voces de los siete caciques azuzando a sus gentes a
grito destemplado. No sé lo que me pasó entonces. A menudo he pensado en ese fatídico 11 de septiembre y he tratado de entender los sucesos, pero creo que nadie puede describir con exactitud cómo fueron, cada uno de los participantes tiene una versión diferente, según lo que le tocó vivir. Era densa la humareda, tremenda la confusión, ensordecedor el ruido. Estábamos trastornados, luchando por nuestras vidas, locos de sangre y violencia. No puedo recordar en detalle mis acciones de ese día, de necesidad debo fiarme en lo que otros han contado. Recuerdo, eso sí, que en ningún momento tuve miedo, porque la ira me ocupaba por completo.
Dirigí la vista hacia la celda, de donde provenían los alaridos de los cautivos, y a pesar del humo de los incendios distinguí con absoluta claridad a mi marido, Juan de Málaga, que me venía penando desde el Cuzco, apoyado en la puerta, mirándome con sus lastimeros ojos de espíritu errante. Me hizo un gesto con la mano, como llamándome. Me abrí paso entre soldados y caballos, evaluando el desastre con una parte de la mente y obedeciendo con otra la orden muda de mi difunto marido. La celda no era más que una habitación improvisada en el primer piso de la casa de Aguirre y la puerta consistía en unas cuantas tablas con una tranca por fuera, vigilada por dos jóvenes centinelas con instrucciones de defender a los cautivos con sus vidas, puesto que representaban nuestra única carta de negociación con el enemigo. No me detuve a pedirles permiso, simplemente los hice a un lado de un empujón y levanté la pesada tranca con una sola mano, ayudada por Juan de Málaga. Los guardias me siguieron adentro, sin ánimo de hacerme frente y sin imaginar mis intenciones. La luz y el humo entraban por las rendijas, sofocando el aire, y un polvo rojizo se levantaba del suelo, de modo que la escena era borrosa, pero pude ver a los siete prisioneros encadenados a gruesos postes, debatiéndose como demonios hasta donde permitían los hierros y aullando a pleno pulmón para llamar a los suyos. Cuando me vieron entrar con el fantasma ensangrentado de Juan de Málaga, se callaron.
-¡Matadlos a todos! -ordené a los guardias en un tono imposible de reconocer como mi voz.
Tanto los presos como los centinelas quedaron pasmados.-¿Que los matemos, señora? ¡Son los rehenes del gobernador!-¡Matadlos, he dicho!
-¿Cómo queréis que lo hagamos? -preguntó uno de los soldados, espantado.-¡Así!
Y entonces enarbolé la pesada espada a dos manos y la descargué con la fuerza del odio sobre el cacique que tenía más cerca, cercenándole el cuello de un solo tajo. El impulso del golpe me lanzó de rodillas al suelo, donde un chorro de sangre me saltó a la cara, mientras la cabeza rodaba a mis pies. El resto no lo recuerdo bien. Uno de los guardias aseguró después que decapité de igual forma a los otros seis prisioneros, pero el segundo dijo que no fue así, que ellos terminaron la tarea. No importa. El hecho es que en cuestión de minutos había siete cabezas por tierra. Que Dios me perdone. Cogí una por los pelos, salí a la plaza a trancos de gigante, me subí en los
sacos de arena de la barricada y lancé mi horrendo trofeo por los aires con una fuerza descomunal, y un pavoroso grito de triunfo, que subió desde el fondo de la tierra, me atravesó entera y escapó vibrando como un trueno de mi pecho. La cabeza voló, dio varias vueltas y aterrizó en medio de la indiada. No me detuve a ver el efecto, regresé a la celda, cogí otras dos y las lancé en el costado opuesto de la plaza. Me parece que los guardias me trajeron las cuatro restantes, pero tampoco de eso estoy segura, tal vez yo misma fui a buscarlas. Sólo sé que no me fallaron los brazos para enviar las cabezas por los aires. Antes de que hubiese lanzado la última, una extraña quietud cayó sobre la plaza, el tiempo se detuvo, el humo se despejó y vimos que los indios, mudos, despavoridos, empezaban a retroceder, uno, dos, tres pasos, luego empujándose, salían a la carrera y se alejaban por las mismas calles que ya tenían tomadas.
Transcurrió un tiempo infinito, o tal vez sólo un instante. El agobio me vino de golpe y los huesos se me deshicieron en espuma, entonces desperté de la pesadilla y pude darme cuenta del horror cometido. Me vi como me veía la gente a mi alrededor: un demonio desgreñado, cubierto de sangre, ya sin voz de tanto gritar. Se me doblaron las rodillas, sentí un brazo en la cintura y Rodrigo de Quiroga me levantó en vilo, me apretó contra la dureza de su armadura y me condujo a través de la plaza en medio del más profundo estupor.
Santiago de la Nueva Extremadura se salvó, aunque ya no era más que palos quemados y estropicio. De la iglesia sólo quedaban unos pilares; de mi casa, cuatro paredes renegridas; la de Aguirre estaba mas o menos en pie y el resto era sólo ceniza. Habíamos perdido a cuatro soldados, los demás estaban heridos, varios de gravedad. La mitad de los yanaconas murieron en el combate y cinco más perecieron en los días siguientes de infección y desangramiento. Las mujeres y los niños salieron indemnes porque los atacantes no descubrieron la cueva de Cecilia. No conté los caballos ni los perros, pero de los animales domésticos sólo quedaron el gallo, dos gallinas y la pareja de cerdos que salvamos con Catalina. Semillas casi no quedaron, sólo teníamos cuatro puñados de trigo.
Rodrigo de Quiroga, como los demás, creyó que yo había enloquecido sin vuelta durante la batalla. Me llevó en brazos hasta las ruinas de mi casa, donde todavía funcionaba la improvisada enfermería, y me dejó con cuidado en el suelo. Tenía una expresión de tristeza e infinita fatiga cuando se despidió de mí con un beso ligero en la frente y volvió a la plaza. Catalina y otra mujer me quitaron la coraza, la cota de malla y el vestido ensopado en sangre buscando las heridas que yo no tenía. Me lavaron como pudieron con agua y un puñado de crines de caballo a modo de esponja, porque ya no quedaban trapos, y me obligaron a beber media taza de licor. Vomité un líquido rojizo, como si también hubiera tragado sangre ajena.
El estruendo de las muchas horas de batalla fue reemplazado por un silencio espectral. Los hombres no podían moverse, cayeron donde estaban y allí se quedaron, ensangrentados, cubiertos de hollín, polvo y ceniza, hasta que las mujeres salieron a darles agua, quitarles las armaduras, ayudarlos a levantarse. El capellán recorrió la plaza para hacer la señal de la cruz sobre la frente de los muertos y cerrarles los ojos, luego se echó al hombro a los heridos uno a uno y los llevó a la enfermería. El noble caballo de Francisco de Aguirre, herido fatalmente, se mantuvo en sus temblorosas patas por pura voluntad, hasta que entre varias mujeres pudieron bajar al jinete; entonces agachó la cerviz y murió antes de caer al suelo. Aguirre tenía varias heridas superficiales y estaba tan rígido y acalambrado que no pudieron quitarle la armadura ni las armas, hubo que dejarlo en un rincón durante más de media hora, hasta que pudo recuperar el movimiento. Después el herrero cortó con una sierra la lanza por ambos extremos para quitársela de la mano agarrotada y entre varias mujeres lo desvestimos, tarea difícil, porque era enorme y seguía tieso como una estatua de bronce. Monroy y Villagra, en mejores condiciones que otros capitanes y enardecidos por la contienda, tuvieron la peregrina idea de perseguir con algunos soldados a los indígenas que huían en desorden, pero no hallaron un solo caballo que pudiera dar un paso y ni un solo hombre que no estuviese herido. [46]
:::::>>Los trapos viejos<<:::::::
Frente a la fábrica había un montón de balas de harapos, procedentes de los más diversos lugares. Cada trapo tenía su historia, y cada uno hablaba su propio lenguaje, pero no nos sería posible escucharlos a todos. Algunos de los harapos venían del interior, otros de tierras extranjeras. Un andrajo danés yacía junto a otro noruego, y si uno era danés legítimo, no era menos legítimo noruego su compañero, y esto era justamente lo divertido de ambos, como diría todo ciudadano noruego o danés sensato y razonable.
Se reconocieron por la lengua, a pesar de que, a decir del noruego, sus respectivas lenguas eran tan distintas como el francés y el hebreo.
- Allá en mi tierra vivimos en agrestes alturas rocosas, y así es nuestro lenguaje, mientras el danés prefiere su dulzona verborrea infantil.
Así decían los andrajos; y andrajos son andrajos en todos los países, y sólo tienen cierta autoridad reunidos en una bala.
- Yo soy noruego - dijo el tal -, y cuando digo que soy noruego creo haber dicho bastante. Mis fibras son tan resistentes como las milenarias rocas de la antigua Noruega, país que tiene una constitución libre, como los Estados Unidos de América. Siento un escozor en cada fibra cuando pienso en lo que soy, y me gustaría que estas palabras mías resonaran como bronce en palabras graníticas.
- Pero nosotros poseemos una literatura - replicó el trapo danés -. ¿Comprende usted lo que esto significa? - ¡Claro que lo comprendo! - respondió el noruego -. ¡Pobre habitante del llano! Quisiera llevarlo a lo alto de las rocas y hacer que lo iluminase la aurora boreal, ¡pedazo de trapo! Cuando el hielo se funde bajo el sol noruego, vienen a nuestro país barcas danesas cargadas de mantequilla y queso, productos realmente suculentos. Y como lastre, llevan literatura danesa. ¡No nos hace maldita la falta! Uno renuncia gustoso a la insípida cerveza allí donde mana la fuente pura, y en nuestro país hay un manantial virgen, no pregonado en toda Europa por periódicos, compadrerías y los viajes al extranjero. Hablo sin remilgos, sin pelos en la lengua, y el danés tendrá que habituarse a este tono franco y llano, y lo hará, gracias a su arraigo escandinavo, por su vinculación a nuestra altiva tierra rocosa, raíz del mundo.
- Nunca un andrajo danés podría hablar así - dijo el otro -. No está en nuestra naturaleza. Me conozco, y como yo son todos nuestros andrajos daneses: bonachones, modestos, con muy poca fe en nosotros mismos, y así no se gana nada, ciertamente. Pero no me importa; al menos lo encuentro simpático. Por lo demás, puedo asegurarle que conozco perfectamente mi propio valor, aunque no hable de él. No podrán reprocharme este defecto. Soy blando y dúctil, lo sufro todo, no envidio a nadie, hablo bien de todo el mundo, con lo difícil que muchas veces es hacerlo. Pero dejemos esto. Yo me tomo las cosas con buen humor; esta cualidad si la tengo.
- No me hables en este tono blanducho de la tierra llana; me da asco - dijo el noruego, y, aprovechando una ráfaga de viento, se soltó del fardo para trasladarse a otro.
Los dos fueron transformados en papel, y quiso el azar que el andrajo noruego pasara a ser una hoja en la que un joven de su país escribió una carta de amor a una muchacha danesa, mientras el trapo danés se convirtió en el manuscrito de una oda danesa en alabanza de la fuerza y la grandeza noruegas.
También de los andrajos puede salir algo bueno una vez han salido del fardo de trapos viejos y se han transformado en verdad y en belleza; brillan en buena armonía y encierran bendiciones.
Ésta es la historia, muy regocijante y no ofensiva para nadie, salvo para los andrajos.
* * * FIN * * *
Hans Christian Andersen
lunes, febrero 10, 2014
Inés del alma mía, ISABEL ALLENDE ((45))
Inés del alma mía[Document Transcript]... Los dos grupos de caballería salieron al galope a enfrentarse a los primeros atacantes, centauros furiosos, rebanando cabezas y miembros a sablazos, reventando pechos a patadas de caballo. En menos de una hora, sin embargo, debieron replegarse. Entretanto, miles de otros indios corrían ya por las calles de Santiago profiriendo alaridos. Algunos yanaconas y varias mujeres, entrenados con meses de anticipación por Rodrigo de Quiroga, cargaban los arcabuces para que los soldados pudieran disparar, pero el proceso era largo y engorroso; teníamos al enemigo encima. Las madres de las criaturas que Cecilia tenía en la cueva resultaron más valientes que los experimentados soldados, porque peleaban por las vidas de sus niños. Una lluvia de flechas incendiarias cayó sobre los techos de las casas, y la paja, a pesar de que estaba húmeda por las lluvias de agosto, comenzó a arder. Comprendí que debíamos dejar a los hombres con sus arcabuces mientras las mujeres tratábamos de apagar el incendio. Hicimos filas para pasarnos los baldes de agua, pero pronto vimos que era una labor inútil, seguían cayendo flechas y no podíamos gastar el agua disponible en el incendio, ya que pronto los soldados la necesitarían desesperadamente. Abandonamos las casas de la periferia y fuimos agrupándonos en la plaza de Armas.
Para entonces empezaban a llegar los primeros heridos, algunos soldados y varios yanaconas. Catalina, mis mujeres y yo habíamos alcanzado a organizarnos con lo habitual, trapos, carbones, agua y aceite hirviendo, vino para desinfectar y muday para ayudar a soportar el dolor. Otras mujeres estaban preparando ollas de sopa, calabazas con agua y tortillas de maíz, porque la batalla iba para largo. El humo de la paja ardiente cubrió la ciudad, apenas podíamos respirar, nos ardían los ojos. Llegaban los hombres sangrando y les atendíamos las heridas visibles -no había tiempo de quitarles las armaduras-, les dábamos un tazón de agua o caldo y apenas podían sostenerse en pie partían de nuevo a pelear. No sé cuántas veces la caballería se enfrentó a los atacantes, pero llegó un momento en que Monroy decidió que no se podía defender la ciudad entera, que ardía por los cuatro costados, mientras los indios ya ocupaban casi todo Santiago. Conferenció brevemente con Aguirre y acordaron replegarse con sus jinetes y disponer de todas nuestras fuerzas en la plaza, donde se había instalado el viejo don Benito en un taburete. Su herida había cicatrizado gracias a las hechicerías de Catalina, pero estaba débil y no podía sostenerse de pie por mucho tiempo. Disponía de dos arcabuces y un yanacona que lo ayudaba a cargarlos, y durante ese largo día causó estragos entre los enemigos desde su asiento de inválido. Tanto disparó, que se le quemaron las palmas de las manos con las armas ardientes.
Mientras yo me afanaba con los heridos dentro de la casa, un grupo de asaltantes logró trepar el muro de adobe de mi patio. Catalina dio la voz de alarma chillando como berraco y fui a ver qué pasaba, pero no llegué lejos, porque los enemigos estaban tan cerca, que podría haber contado los dientes en esos rostros
pintarrajeados y feroces. Rodrigo de Quiroga y el cura González de Marmolejo, que se había puesto un peto y enarbolaba una espada, acudieron prestos a rechazarlos, ya que era fundamental defender mi casa, donde teníamos a los heridos y los niños, refugiados con Cecilia en la bodega. Unos indios enfrentaron a Quiroga y Marmolejo, mientras otros quemaban las siembras y mataban a mis animales domésticos. Eso fue lo que terminó de sacarme de quicio, había cuidado a cada uno de esos animales como a los hijos que no tuve. Con un rugido, que se me escapó de las entrañas, salí al encuentro de los indígenas, aunque no llevaba puesta la armadura que Pedro me había regalado, ya que no podía atender a los heridos inmovilizada dentro de aquellos hierros. Creo que llevaba el cabello erizado y que lanzaba espumarajos y maldiciones, como una arpía; debí de presentar un aspecto muy amenazador, porque los salvajes se detuvieron por un momento y enseguida retrocedieron unos pasos, sorprendidos. No me explico por qué no me aplastaron el cráneo de un mazazo allí mismo. Me han dicho que Michimalonko les había ordenado no tocarme, porque me quería para él, pero ésas son historias que la gente inventa después, para explicar lo inexplicable. En ese instante se aproximaron Rodrigo de Quiroga, blandiendo la espada como un molinete por encima de su cabeza y gritando que me pusiera a salvo, y mi perro Baltasar, gruñendo y ladrando con el hocico recogido y los colmillos al aire, como la fiera que no era en circunstancias normales. Los asaltantes salieron disparados, seguidos por el mastín, y yo quedé en medio de mi huerta en llamas y con los cadáveres de mis animales, completamente desolada. Rodrigo me cogió de un brazo para obligarme a seguirlo, pero vimos un gallo con las plumas chamuscadas que trataba de ponerse en pie. Sin pensarlo, me levanté las sayas y lo coloqué en ellas, como en una bolsa. Poco más allá había un par de gallinas, atontadas por el humo, que no me costó nada atrapar y poner junto al gallo. Catalina llegó a buscarme y al comprender lo que hacía me ayudó. Entre las dos pudimos salvar esas aves, una pareja de puercos y dos almuerzas de trigo, nada más, y lo pusimos todo a buen resguardo. Para entonces Rodrigo y el capellán ya estaban de vuelta en la plaza batiéndose junto a los demás.
Catalina, varias indias y yo atendíamos a los heridos que traían en número alarmante al improvisado hospital de mi casa. Eulalia llegó sosteniendo a un infante cubierto de sangre de pies a cabeza. Dios mío, éste no tiene caso, pensé, pero al quitarle el yelmo vimos que tenía un corte profundo en la frente pero el hueso no estaba roto, sólo un poco hundido. Entre Catalina y otras mujeres le cauterizaron la herida, le lavaron la cara y le dieron a beber agua, pero no lograron que descansara ni un momento. Aturdido y medio ciego, porque se le hincharon los párpados monstruosamente, salió a trastabillones a la plaza. Entretanto, yo intentaba quitarle una flecha del cuello a otro soldado, uno de apellido López, que siempre me había tratado con desdén apenas disimulado, en especial después de la tragedia de Escobar. El infeliz estaba lívido y la flecha se le había incrustado tanto, que yo no podía sacarla sin agrandar la herida. Me hallaba calculando si podría correr ese riesgo, cuando el pobre hombre se estremeció con brutales estertores. Me di cuenta de que nada podía00 hacer por él y llamé al capellán, quien acudió apurado a darle los últimos sacramentos. Tirados en el suelo de la sala había muchos heridos que no estaban en condiciones de regresar a la plaza; debían de ser por lo menos veinte, la mayoría yanaconas. Se terminaron los trapos y Catalina rasgó las sábanas que con tanto primor habíamos bordado durante las noches ociosas del invierno, luego debimos cortar las sayas en tiras y por último mi único vestido elegante. En eso entró Sancho de la Hoz cargando a otro soldado desmayado, que dejó a mis pies. El traidor y yo alcanzamos a intercambiar una mirada y creo que en ella nos perdonamos los agravios del pasado. Al coro de alaridos de los hombres cauterizados con hierros y carbones al rojo, se sumaban los relinchos de los caballos, porque allí mismo el herrero remendaba como podía a las bestias heridas. En el suelo de tierra apisonada se mezclaba la sangre de los cristianos y la de los animales.
Aguirre se asomó a la puerta sin desmontar de su corcel, ensangrentado de la cabeza a los estribos, anunciando que había ordenado el desalojo de todas las casas, menos aquellas en torno a la plaza, donde nos aprontaríamos para defendernos hasta el último suspiro.
-¡Bajad, capitán, para que os cure las heridas! -alcancé a rogarle.
-¡No tengo ni un rasguño, doña Inés! ¡Llevadles agua a los hombres de la plaza! - me gritó con feroz regocijo y se fue corcoveando en su caballo, que también sangraba de un costado.
Les ordené a varias mujeres que llevaran agua y tortillas a los soldados, que luchaban sin tregua desde el amanecer, mientras Catalina y yo despojábamos el cadáver de López de su armadura, y tal como estaban, empapadas en sangre, me coloqué la cota de malla y la coraza. Tomé la espada de López, porque no pude encontrar la mía, y salí a la plaza. El sol había pasado su cenit hacía rato, debían de ser más o menos las tres o cuatro de la tarde; calculé que llevábamos más de diez horas batallando. Eché una mirada alrededor y me di cuenta de que Santiago ardía sin remedio, el trabajo de meses estaba perdido, era el fin de nuestro sueño de colonizar el valle. Entretanto, Monroy y Villagra se habían replegado con los soldados sobrevivientes y luchaban a caballo dentro de la plaza, defendida hombro a hombro por nuestra gente y atacada por las cuatro calles. Quedaban en pie una parte de la iglesia y la casa de Aguirre, donde manteníamos a los siete caciques cautivos. Don Benito, negro de pólvora y hollín, disparaba desde su taburete con método, apuntando con cuidado antes de apretar el gatillo, como si cazara codornices. El yanacona que antes le cargaba el arma yacía inmóvil a sus plantas y en su lugar se había colocado Eulalia. Comprendí que la joven había estado en la plaza todo el tiempo para no perder de vista a su amado Rodrigo. [45]
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