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viernes, octubre 04, 2013

LOS CUENTOS DE EVA LUNA ISABEL ALLENDE ((123>))

 
 
 




Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 123 Para entonces yo había conseguido una bomba y estaba en contacto con un general dispuesto a enviarla en la madrugada del día siguiente en un avión militar. Pero al anochecer de ese tercer día, bajo las implacables lámparas de cuarzo y los lentes de cien máquinas, Azucena se rindió, sus ojos perdidos en los de ese amigo que la había sostenido hasta el final. Rolf Carlé le quitó el salvavidas, le cerró los párpados, la retuvo apretada contra su pecho por unos minutos y después la soltó. Ella se hundió lentamente, una flor en el barro. Estás de vuelta conmigo, pero ya no eres el mismo hombre. A menudo te acompaño al Canal y vemos de nuevo los videos de Azucena, los estudias con atención, buscando algo que pudiste haber hecho para salvarla y no se te ocurrió a tiempo. O tal vez los examinas para verte como en un espejo, desnudo. Tus cámaras están abandonadas en un armario, no escribes ni cantas, te queda durante horas sentado ante la ventana mirando las montañas. A tu lado, yo espero que completes el viaje hacia el interior de ti mismo y te cures de las viejas heridas. Sé que cuando regreses de tus pesadillas caminaremos otra vez de la mano, como antes. 123 Librodot





:::::>Chácharas de niños<:::::::




En casa del rico comerciante se celebraba una gran reunión de niños: niños de casas ricas y familias distinguidas. El comerciante era un hombre opulento y además instruido; a su debido tiempo había sufrido los exámenes. Así lo había querido su excelente padre, que no era más que un simple ganadero, pero honrado y trabajador. El negocio le había dado dinero, y el hijo lo supo aumentar con su trabajo. Era un hombre de cabeza y también de corazón, pero de esto se hablaba menos que de su riqueza.
Frecuentaba su casa gente distinguida, tanto de "sangre," que así la llaman, como de talento. Los había que reunían ambas condiciones, y algunos que carecían de una y otra. En el momento de nuestra narración había allí una reunión de niños, que hablaban y discutían como tales; y ya es sabido que los niños no tienen pelos en la lengua. Figuraba entre los concurrentes una chiquilla lindísima, pero terriblemente orgullosa; los criados le habían metido el orgullo en el cuerpo, no sus padres, demasiado sensatos para hacerlo. El padre era chambelán, y éste es un cargo tremendamente importante, como ella sabía muy bien.
- ¡Soy camarera del Rey! - decía la muchachita. Lo mismo podría haber sido camarera de una bodega, pues tanto mérito hace falta para una cosa como para la otra. Después contó a sus compañeros que era "bien nacida," y afirmó que quien no era de buena cuna no podía llegar a ser nadie. De nada servía estudiar y trabajar; cuando no se es "bien nacido," a nada puede aspirarse.
- Y todos aquellos que tienen apellidos terminados en "sen" - prosiguió -, tampoco llegarán a ser nada en el mundo. Hay que ponerse en jarras y mantener a distancia a esos "¡-sen, -sen!" y puso en jarras sus lindos brazos de puntiagudos codos, para mostrar cómo había que hacer. ¡Y qué lindos eran sus bracitos! Era encantadora.
Pero la hijita del almacenista se enfadó mucho. Su padre se llamaba Madsen, y no podía sufrir que se hablara mal de los nombres terminados en "sen." Por eso replicó con toda la arrogancia de que era capaz:
- Pero mi padre puede comprar cien escudos de bombones y arrojarlos a los niños. ¿Puede hacerlo el tuyo?
- Mi padre - intervino la hija de un escritor - puede poner en el periódico al tuyo, al tuyo y a los padres de todos. Toda la gente le tiene miedo, dice mi madre, pues mi padre es el que manda en el periódico.0 Y la chiquilla irguió la cabeza, como si fuera una princesa y debiera ir con la cabeza muy alta.0 En la calle, delante de la puerta entornada, un pobre niño miraba por la abertura. El pequeño no tenía acceso en la casa, pues carecía de la categoría necesaria. Había estado ayudando a la cocinera a dar vueltas al asador, y en premio le permitían ahora mirar desde detrás de la puerta a todos aquellos señoritos acicalados que se divertían en la habitación. Para él era recompensa bastante y sobrada.
"¡Quién fuera uno de ellos!," pensó, y al oír lo que decían, seguramente se entristeció mucho. En casa, sus padres no tenían ni un mísero chelín para ahorrar, ni medios para comprar un periódico; y no hablemos ya de escribirlo. Y lo peor de todo era que el apellido de su padre, y también el suyo, terminaba en "sen." Nada podría ser en el mundo, por tanto. ¡Qué triste! En cuanto a nacido, creía serlo como se debe, pues de otro modo no es posible.
Así discurrió aquella velada.
Transcurrieron muchos años, y aquellos niños se convirtieron en hombres y mujeres. Levantábase en la ciudad una casa magnífica, toda ella llena de preciosidades. Todo el mundo deseaba verla; hasta de fuera venía gente a visitarla. ¿A cuál de aquellos niños pertenecía? No es difícil adivinarlo. Pero tampoco es tan fácil, pues la casa pertenecía al chiquillo pobre, que llegó a ser algo, a pesar de que su nombre terminaba en "sen": se llamaba Thorwaldsen.
¿Y los otros tres niños, los hijos de la sangre, del dinero y de la presunción? Pues de ellos salieron hombres buenos y capaces, ya que todos tenían buen fondo. Lo que entonces habían pensado y dicho no era sino eso, chácharas de niños.
 
 
 
 
* * * FIN * * *
 
 
 
 
Hans Christian Andersen
 
 
 
 

LOS CUENTOS DE EVA LUNA ISABEL ALLENDE ((122))





Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 122 su mirada. Katharina, Katharina... surgió ante él flotando como una bandera, envuelta en el mantel blanco– convertido en mortaja, y pudo por fin llorar su muerte y la culpa de haberla abandonado. Comprendió entonces que sus hazañas de periodista, aquellas que tantos reconocimientos y tanta fama le había dado, eran sólo un intento de mantener bajo control su miedo más antiguo, mediante la treta de refugiarse detrás de un lente a ver si así la realidad le resultaba más tolerable. Enfrentaba riesgos desmesurados como ejercicio de coraje, entrenándose de día para vencer los monstruos que lo’ atormentaban de noche. Pero había llegado el instante de la verdad y ya no pudo seguir escapando de su pasado. Él era Azucena, estaba enterrado en el barro, su terror no era la emoción remota de una infancia casi olvidada, era una garra en la garganta. En el sofoco del llanto se le apareció su madre, vestida de gris y con su cartera de piel de cocodrilo apretada contra el regazo, tal como la viera por última vez en el muelle, cuando fue a despedirlo al barco en el cual él se embarcó para América. No venía a secarle las lágrimas, sino a decirle–que cogiera una pala, porque la guerra había terminado y ahora debían enterrar a los muertos. –No– llores. Ya no me duele nada, estoy bien –le dijo Azucena al amanecer. –No lloro por ti, lloro por mí, que me duele todo –sonrió Rolf Carlé. En el valle del cataclismo comenzó el tercer día con una luz pálida entre nubarrones. El– Presidente de la República se trasladó a la zona y apareció en traje de.campaña para confirmar que era la peor desgracia de este siglo, el país estaba de duelo, las naciones hermanas habían ofrecido ayuda, se ordenaba estado de sitio, las Fuerzas Armadas serían inclementes, fusilarían sin trámites a quien fuera sorprendido robando o cometiendo otras fechorías. Agregó que era imposible sacar todos los cadáveres ni dar cuenta de los millares de desaparecidos, de modo que el valle completo se declaraba camposanto y los obispos vendrían a celebrar una misa solemne por las almas de las víctimas. Se dirigió a las carpas del Ejército, donde se amontonaban los rescatados, para entregarles el alivio de promesas inciertas, y al improvisado hospital, para dar una palabra de aliento a los médicos y enfermeras, agotados por tantas horas de penurias. Enseguida se hizo conducir al lugar donde estaba Azucena, quien para entonces ya era célebre, porque su imagen había dado la vuelta al planeta. La saludó con su lánguida mano de estadista y los micrófonos registraron su voz conmovida y su acento paternal, cuando le dijo que su valor era un ejemplo para la patria. Rolf Carlé lo interrumpió para pedirle una bomba y él le aseguró que se ocuparía del asunto en persona. Alcancé a ver a Rolf por unos instantes, en cuclillas junto al pozo. En el noticiario de la tarde se encontraba en la misma postura: y yo, asomada a la pantalla como una adivina ante su bola de cristal, percibí que algo fundamental había cambiado en él, adiviné que durante la noche se habían desmoronado sus defensas y se había entregado al dolor, por fin vulnerable. Esa niña tocó una parte de su alma a la cual él mismo no había tenido acceso y que jamás compartió conmigo. Rolf quiso consolarla y fue Azucena quien le dio consuelo a él. Me di cuenta del momento preciso en que Rolf dejó de luchar y se abandonó al tormento de vigilar la agonía de la muchacha. Yo estuve con ellos, tres días y dos noches, espiándolos al otro lado de la vida. Me encontraba allí cuando ella le dijo que en sus trece años nunca un muchacho la había querido y que era una lástima irse de este mundo sin conocer el amor, y él le aseguró que la amaba más de lo que jamás podría amar a nadie, más que a su madre y a su hermana, más que a todas las mujeres que habían dormido en sus brazos, más que a mí, su compañera, que daría cualquier cosa por estar atrapado en ese pozo en su lugar, que cambiaría su vida por la de ella, y vi cuando se inclinó sobre su pobre cabeza y la besó en la frente, agobiado por un sentimiento dulce y triste que no sabía nombrar. Sentí cómo en ese instante se salvaron ambos de la desesperanza, se desprendieron del lodo, se elevaron por encima de los buitres y de los helicópteros, volaron juntos sobre ese vasto pantano de podredumbre y lamentos. Y finalmente pudieron aceptar la muerte. Rolf Carlé rezó en silencio para que ella se muriera pronto, porque ya no era posible soportar tanto dolor. 122 Librodot





:::::>Ana Isabel<:::::::




Ana Isabel era un verdadero querubín, joven y alegre: un auténtico primor, con sus dientes blanquísimos, sus ojos tan claros, el pie ligero en la danza, y el genio más ligero aún. ¿Qué salió de ello? Un chiquillo horrible. No, lo que es guapo no lo era. Se lo dieron a la mujer del peón caminero. Ana Isabel entró en el palacio del conde, ocupó una hermosa habitación, adornóse con vestidos de seda y terciopelo... No podía darle una corriente de aire, ni nadie se hubiera atrevido a dirigirle una palabra dura, pues hubiera podido afectarse, y eso tendría malas consecuencias. Criaba al hijo del conde, que era delicado como un príncipe y hermoso como un ángel. ¡Cómo lo quería! En cuanto al suyo, el propio, crecía en casa del peón caminero; trabajaba allí más la boca que el puchero, y era raro que hubiera alguien en casa. El niño lloraba, pero lo que nadie oye, a nadie apena; y así seguía llorando hasta dormirse; y mientras se duerme no se siente hambre ni sed; para eso se inventó el sueño. Con los años - con el tiempo, la mala hierba crece - creció el hijo de Ana Isabel. La gente decía, sin embargo, que se había quedado corto de talla. Pero se había incorporado a la familia que lo había adoptado por dinero. Ana Isabel fue siempre para él una extraña. Era una señora ciudadana, fina y atildada, lo pasaba bien y nunca salía sin su sombrero. Jamás se le ocurrió ir a visitar al peón caminero, vivía demasiado lejos de la ciudad, y además no tenía nada que hacer allí. El chico era de ellos y consumía lo suyo; algo tenía que hacer para pagar su manutención, por eso guardaba la vaca bermeja de Mads Jensen. Sabía ya cuidar del ganado y entretenerse.
El mastín de la hacienda estaba sentado al sol, orgulloso de su perrera y ladrando a todos los que pasaban; cuando llueve se mete en la casita, donde se tumba, seco y caliente. El hijo de Ana Isabel estaba sentado al sol en la zanja, tallando una estaca; en primavera había tres freseras floridas que seguramente darían fruto. Era un pensamiento agradable; mas no hubo fresas. Allí estaba él, expuesto al viento y a la intemperie, calado hasta los huesos; para secarse las ropas que llevaba puestas no tenía más fuego que el viento cortante. Si trataba de refugiarse en el cortijo, lo echaban a golpes y empujones; era demasiado feo y asqueroso, decían las sirvientas y los mozos. Estaba acostumbrado a aquel trato. Nunca lo había querido nadie.
¿Qué fue del hijo de Ana Isabel? ¿Qué podría ser del muchacho? su destino era éste: jamás sentiría el cariño de nadie. Arrojado de la tierra firme, fue a remar en una mísera lancha, mientras el barquero bebía. Sucio y feo, helado y voraz, habríase dicho que nunca estaba harto; y, en efecto, así era.
El año estaba ya muy avanzado, el tiempo era duro y tempestuoso, y el viento penetraba cortante a través de las gruesas ropas. Y aún era peor en el mar, surcado por una pobre barca de vela con sólo dos hombres a bordo, o, mejor, uno y medio: el patrón y su ayudante. Durante todo el día había reinado una luz crepuscular, que en el momento de nuestra narración se hacía aún más oscura; el frío era intensísimo. El patrón sorbió un trago de aguardiente para calentarse por dentro. La botella era vieja, y también la copa, cuyo roto pie había sido sustituido por un tarugo de madera, tallado y pintado de azul; gracias a él se sostenía. "Un trago reconforta, pero dos reconfortan más todavía," pensó el patrón. El muchacho seguía sentado al remo, que sostenía con su mano dura y embreada. Realmente era feo, con el cabello hirsuto y el cuerpo achaparrado y encorvado. Según la gente, era el chico del peón caminero, mas de acuerdo con el registro de la parroquia, era el hijo de Ana Isabel.
El viento cortaba a su manera, y la lancha lo hacía a la suya. La vela, que había cogido el viento, se hinchó, y la embarcación se lanzó a una carrera velocísima; todo en derredor era áspero y húmedo, pero las cosas podían ponerse aún peores.
¡Alto! ¿Qué ha pasado? ¿Un choque? ¿Un salto? ¿Qué hace la barca? ¡Vira de bordo! ¿Ha sido una tromba, una oleada? El remero lanzó un grito:
- ¡Dios nos ampare!
La embarcación había chocado contra un enorme arrecife submarino, y se hundía como un zapato viejo en la balsa del pueblo, se hundía con toda su tripulación, hasta con las ratas, como suele decirse. Ratas sí había, pero lo que es hombres, tan sólo uno y medio: el patrón y el chico del peón caminero. Nadie presenció el drama aparte las chillonas gaviotas y los peces del fondo, y aún éstos no lo vieron bien, pues huyeron asustados cuando el agua invadió la barca que se hundía. Apenas quedó a una braza de fondo, con los dos tripulantes sepultados, olvidados. Únicamente siguió flotando la copa con su pie de madera azul, pues el tarugo la mantenía a flote; marchó a la deriva, para romperse y ser arrojada a la orilla, ¿dónde y cuándo? ¡Bah! ¡Qué importa eso! Había prestado su servicio y se había hecho querer. No podía decir otro tanto el hijo de Ana Isabel. Pero en el reino de los cielos, ningún alma podrá decir: "¡Nadie me ha querido!." Ana Isabel vivía en la ciudad desde hacía ya muchos años. La llamaban señora, y erguía la cabeza cuando hablaba de viejos recuerdos, de los tiempos del palacio condal, en que salía a pasear en coche y alternaba con condesas y baronesas. Su dulce condesito había sido un verdadero ángel de Dios, la criatura más cariñosa que imaginarse pueda. La quería mucho, y ella a él. Se habían besado y acariciado; era su alegría, la mitad de su vida. Ahora era ya mayor, con sus catorce años, muy instruido y muy guapo. No lo había vuelto a ver desde que lo llevara en brazos. Hacía muchos años que no iba al palacio de los condes. Era todo un viaje ir hasta allí.
- Tendré que decidirme - dijo Ana Isabel -. He de ir a ver a mis señores, a mi precioso condesito. Seguramente me echa de menos, se acuerda de mí me quiere como entonces, cuando me rodeaba el cuello con sus bracitos de ángel y me decía "An-Lis." Parecía la voz de un violín. Sí, he de ir a verlo.0 Partió en la carreta de bueyes e hizo parte del camino a pie. Llegó al palacio condal, espacioso y brillante; y, como antes, se quedó en el jardín. Todo el servicio era nuevo; nadie conocía a Ana Isabel, nadie sabía el cargo que en otros tiempos había desempeñado en la casa. Ya se lo dirían la señora condesa y su hijo. De seguro que ellos la echaban de menos.
Y allí estaba Ana Isabel. Tuvo que esperar largo rato, y quien espera desespera. Antes de que los señores pasaran al comedor fue recibida por la condesa, que le dirigió palabras muy amables. A su pequeño no lo vería hasta después de comer; ya la llamarían entonces.
¡Qué alto, espigado y esbelto estaba! Conservaba aquellos ojos preciosos y su boquita de ángel. La miró sin decirle una palabra; seguramente no la había reconocido. Volvióse para marcharse, pero entonces ella le cogió la mano y se la llevó a sus labios. - ¡Está bien! - dijo él, y salió de la habitación; él, el objeto de todo su cariño, a quien había querido y seguía queriendo por encima de todo, su orgullo en la Tierra.
Ana Isabel partió del palacio, y se alejó por el camino vecinal. Sentíase muy triste. Se le había mostrado tan extraño, sin un pensamiento, sin una palabra para ella. Y pensar que lo había llevado en brazos día y noche, y que seguía llevándolo en el pensamiento.
En esto pasó volando sobre el camino, a poca altura, un gran cuervo negro, que graznaba incesantemente.
- ¡Pajarraco de mal agüero! - exclamó ella.
Llegó frente a la casa del peón caminero, y, como la mujer se hallara en la puerta, entablaron conversación.
- ¡Cómo te luce el pelo! - dijo la mujer del peón -. Estás rolliza y redonda. Parece que te van bien las cosas.
- Desde luego - respondió Ana Isabel.
- La barca se fue a pique con ellos - dijo la mujer -. Se ahogaron, el patrón Lars y el chico. Todo terminó. Yo había esperado que el muchacho me ayudase algún día, y trajera unos chelines a casa. ¡A ti nada te costó, Ana Isabel!
- ¡Ahogados! - exclamó Ana Isabel, y ya no pronunció una palabra más sobre el drama. Estaba afligida porque su condesito no le había dirigido la palabra, con lo que ella lo quería, y después de haber recorrido aquel largo camino para llegar al palacio. Y el dinero que le había costado, y todo inútilmente. Pero nada dijo de lo ocurrido. No quería abrir su corazón a la mujer del peón caminero. A lo mejor habría pensado que ya no tenía prestigio en el palacio. El cuervo volvió a graznar encima de su cabeza.
- ¡Maldito pajarraco! - exclamó -. Bastante me ha asustado hoy.
Llevaba café en grano y achicoria. Sería una buena acción dárselo a la mujer para que preparase unas tazas de café caliente. También a ella le sentaría bien. Y la mujer salió a preparar la infusión, mientras Ana Isabel se sentaba en una silla y se quedaba dormida. Y he aquí que soñó con él; nunca le había ocurrido, ¡qué cosa más rara! Soñó con su propio hijo, que había llorado y sufrido hambre en aquella casa; nadie había cuidado de él, y ahora estaba en el fondo del mar, Dios sabía dónde. Soñó que se le presentaba allí, mientras la mujer del peón salía a preparar café; llegábale incluso el aroma de los granos. Y en la puerta, de pie, había un mozo hermosísimo, tanto como el condesito, que le decía:
- ¡Se hunde el mundo! ¡Cógete fuertemente a mí, que después de todo eres mi madre! Tienes un ángel en el cielo. ¡Cógete a mí, cógete fuertemente!
En esto se produjo un gran estruendo; seguramente era el mundo que se salía de quicio. Pero el ángel la levantó, sosteniéndola tan firmemente por las mangas que a ella le pareció que la levantaban de la Tierra. Pero algo muy pesado se había agarrado a sus piernas y la sujetaba por la espalda, como si centenares de mujeres la agarrasen, diciendo: "¡Si tú has de salvarte, también hemos de salvarnos nosotras! ¡Tente firme, tente firme!." Y todas se colgaban de ella. Aquello era demasiado. Se oyó un ¡ris, ras!, la manga se desgarró, y Ana Isabel cayó desde una altura enorme. La despertó la sacudida y estuvo a punto de irse al suelo con la silla en que se sentaba. Sentíase tan trastornada, que no recordaba siquiera lo que había soñado: indudablemente había sido algo malo.
Tomaron el café y hablaron, y luego Ana Isabel se encaminó a la ciudad próxima, para ver al carretero, con el que debía regresar a su tierra aquella misma noche. Mas el hombre le dijo que no podía emprender el regreso hasta la tarde del día siguiente. Calculó ella entonces lo que le costaría quedarse allí, así como la distancia, y le pareció que la abreviaría cosa de dos millas si, en vez de seguir la carretera, tomaba por la costa. El tiempo era espléndido, y brillaba la luna llena. Ana Isabel decidió marcharse a pie; al día siguiente podría estar en casa.
El sol se había puesto y las campanas vespertinas doblaban aún; pero no, eran las ranas de Peder Oxe, que croaban en el cenagal. Cuando se callaron, todo quedó silencioso; no se oía ni un pájaro, todos se habían acostado, y la lechuza aún no había salido. Reinaba un gran silencio en el bosque y en la orilla, por la que andaba; sólo percibía el rumor de sus propios pasos en la arena. No se oía ni el chapoteo del agua; del mar no llegaba ni un rumor. Todo estaba mudo, los vivos y los muertos.
Ana Isabel seguía caminando sin pensar en nada. Había abandonado sus pensamientos, pero sus pensamientos no la abandonaban a ella. No nos dejan nunca, yacen como adormecidos, tanto los vivos, que se han echado un momento a descansar, como los que no se han despertado aún. Pero acuden, siempre; ora se agitan en el corazón o en la cabeza, ora nos acometen impensadamente. "Toda buena acción lleva su bendición," está escrito allí; y también: "En el pecado está la muerte." Muchas cosas hay allí escritas, muchas se dicen, sólo que se ignoran, no se piensa en ellas. Esto le ocurría a Ana Isabel. Mas pueden presentarse de repente, pueden acudir.
En nuestro corazón - el tuyo, el mío - hay los gérmenes de todos los vicios y de todas las virtudes. Están en él como diminutas e invisibles semillas. Un día llega del exterior un rayo de sol, el contacto de una mano perversa. Vuelves una esquina, a derecha o a izquierda, pues un detalle así puede ser decisivo, y la minúscula semilla se agita, se hincha, estalla y vierte su jugo en la sangre. Y ya estás en camino. Hay pensamientos angustiosos, que uno no advierte cuando está ,sumido en sueños, pero que se agitan. Ana Isabel andaba como en sueños y sus pensamientos se movían. De una Candelaria a la siguiente, el corazón registra muchas cosas en su tablilla, el balance de todo un año. Muchas cosas han sido olvidadas: pecados de pensamiento y de palabra contra Dios, contra nuestros prójimos y contra nuestra propia conciencia. No pensamos en ellos, como tampoco pensó Ana Isabel; nada de malo había cometido contra la ley y el derecho de su país, era bien considerada, honrada y respetable lo sabía bien. Y seguía avanzando por la orilla... ¿Qué era aquello que yacía en el suelo? Se detuvo. ¿Qué había arrojado el mar? Un sombrero viejo de hombre. ¿Se habría caído por la borda? Acercóse a la prenda, volvió a detenerse y miró: ¿Qué era aquello? Asustóse mucho, y, sin embargo, nada había allí que pudiese asustarla. Sólo un montón de algas y juncos enredados en torno a una piedra alargada, que parecía un cuerpo humano. No eran sino algas y juncos, y, sin embargo, ella se asustó. Y al proseguir su camino viniéronle a la mente muchas cosas que oyera de niña. Aquellas supersticiones acerca del "fantasma de la costa," el espectro de los cuerpos insepultos arrojados por las olas a la playa. El cuerpo muerto, que nada hacía, pero cuyo espectro, el fantasma de la playa, seguía al caminante solitario, se agarraba fuertemente a él y le pedía que lo llevase al cementerio y le diese cristiana sepultura. "¡Tente firme, tente firme!," decía. Y al repetir para sí estas palabras Ana Isabel, se le presentó de repente todo su sueño, con las madres cogidas a ella y exclamando: "¡Tente firme, tente firme!." Y luego el mundo se había hundido, y se le habían desgarrado las mangas, y se había desprendido de su hijo, que se esforzaba por llevarla consigo al juicio final. Su hijo, el hijo de su carne y de su sangre, al que nunca quisiera, en quien nunca había pensado, aquel hijo estaba ahora en el fondo del mar. Podía aparecérsele en figura de espectro y gritarle: "¡Cógeme fuerte, cógeme fuerte! ¡Llévame a tierra cristiana!." Y al pensar en esto, la angustia le espoleó los talones, obligándola a apresurar el paso. El miedo, como una mano fría y húmeda, le apretaba el corazón. Se sintió a punto de desmayarse, y al mirar a lo lejos, mar adentro, vio que el aire se volvía más denso y espeso. Descendía una pesada niebla, envolviendo árboles y matas, y dándoles un aspecto maravilloso. Volvióse ella a mirar la luna, que quedaba a su espalda y parecía un disco pálido, sin rayos, y sintió como si algo muy pesado se posara sobre sus miembros. "¡Tente firme, tente firme!," pensó, y al volverse a mirar a la luna parecióle como si su blanca cara estuviese junto a ella, y como si la niebla colgara sobre sus hombros a modo de blanco sudario: "¡Cógeme fuerte! ¡Llévame a tierra cristiana!," creyó oír, y le pareció percibir también un sonido hueco y extraño, que no venía ni de las ranas del pantano, ni de los cuervos, ni de las cornejas, pues no veía ninguna. "¡Entiérrame, entiérrame!," decía una voz gritando. Sí, era el espectro de su hijo, yacente en el fondo del mar, y que no encontraba reposo mientras no fuera llevado al cementerio y depositado en tierra cristiana. Quiso ir allí y darle sepultura, y tomó la dirección de la iglesia. Le pareció entonces como si la carga se hiciera más liviana y desapareciera; reemprendió su camino anterior, el más corto para ir a su casa. Pero de nuevo oyó: "¡Cógeme fuerte, cógeme fuerte!." Resonaba como el croar de las ranas, como el grito de un ave quejumbrosa, pero ahora se entendía claramente: "¡Entiérrame, por amor de Dios, entiérrame!."0 La niebla era fría y húmeda; la mano y el rostro de la mujer lo estaban también, pero de terror. Sentía la presencia de algo, y en su mente se había hecho espacio para pensamientos que nunca había tenido antes.
En las tierras del Norte, los hayedos pueden abrirse en una noche de primavera, y presentarse en su juvenil magnificencia bajo el sol del día siguiente. También en un segundo, la semilla del pecado que hay latente en nuestra vida puede germinar y desarrollarse. Y así lo hace cuando despierta la conciencia, que Dios despabila cuando menos lo esperamos. No hay disculpa posible, el hecho está allí, testificando en contra de nosotros; los pensamientos se tornan palabras, y éstas resuenan en los espacios. Nos espantamos de lo que hemos estado llevando dentro sin conseguir sofocarlo; nos espantamos de lo que hemos propagado en nuestra presunción y ligereza. El corazón encierra en sí todas las virtudes, pero también todos los vicios, los cuales pueden germinar y crecer, hasta en la tierra más estéril.
Todo esto estaba encerrado en los pensamientos de Ana Isabel. Anonadada, cayó al suelo y continuó un trecho a rastras. "¡Entiérrame, entiérrame!," oía; y habría querido enterrarse a sí misma si la tumba hubiese significado eterno olvido. Era la hora tremenda de su despertar, con toda su angustia y su horror. Un supersticioso terror le producía escalofríos; acudían a su mente muchas cosas de las que nunca hubiera querido acordarse. Silenciosa, como la sombra de una nube a la luz de la luna, caminaba delante de ella una aparición de la que oyera hablar en otros tiempos. Junto a ella pasaban galopando cuatro jadeantes corceles, despidiendo fuego por los ojos y los ollares, tirando de un coche ardiente ocupado por el perverso señor que más de un siglo atrás había vivido en aquella comarca. Decíase que cada media noche recorría su propiedad y se volvía enseguida. No era blanco, como parece que son los muertos, sino negro como carbón, como carbón consumido. Hizo un gesto con la cabeza dirigiéndose a Ana Isabel, y, guiñándole el ojo le dijo: "¡Cógete firme, cógete firme! ¡Aún podrás montar en el coche de los condes y olvidar a tu hijo!."
Ella apretó el paso y llegó al cementerio; pero las cruces negras y los negros cuervos flotaban, confundiéndose ante sus ojos. Los cuervos gritaban como el que había oído antes, pero ahora comprendía su lenguaje: "¡Soy un cuervo madre, soy un cuervo madre!," decían todos, y Ana Isabel sabía que aquel nombre se aplicaba a ella. Tal vez sería transformada en uno de aquellos negros pajarracos y condenada a gritar incesantemente lo que ellos gritaban si no conseguía cavar la tumba. Arrojóse al suelo, y con las manos cavó un hoyo en la dura tierra; y la sangre le manaba de los dedos.
"¡Entiérrame, entiérrame!," resonaba la voz sin cesar. Ella temía oír el canto del gallo y ver la primera luz de la aurora; pues si no había terminado su trabajo antes, estaba perdida. Y cantó el gallo, y el cielo levantino se tiñó de rojo. La tumba estaba sólo medio abierta. Una mano gélida le resbaló por la cabeza y el rostro, hasta el corazón. "¡Sólo media tumba!," oyóse en el aire como en un suspiro, y algo pasó flotando en dirección al mar. Sí, era el fantasma de la orilla. A su contacto, Ana Isabel se desplomó, rendida y desmayada.0 Era ya pleno día cuando volvió en sí. Dos hombres la levantaron. No estaba en el cementerio, sino en la playa, donde había excavado un profundo hoyo en la arena, cortándose los dedos con una copa rota que tenía por pie un tarugo de madera pintado de azul. Ana Isabel estaba enferma; la conciencia había mezclado las cartas de la superstición, y, al cortarlas, había descubierto que sólo tenía media alma; la otra mitad se la había llevado consigo su hijo al fondo del mar. Nunca obtendría ya la gracia del cielo, mientras no recuperase aquella mitad de alma que retenían las aguas profundas. Ana Isabel llegó a su casa, mas ya no era la que había sido. Sus ideas se embrollaban como una madeja enredada; sólo una hebra quedaba desenmarañada: debía llevar al cementerio el fantasma de la orilla y darle sepultura; con ello recuperaría su alma entera.
Muchas noches notaron los vecinos que se ausentaba de su casa; siempre la encontraban en la playa, esperando la aparición del espectro. Así transcurrió un año entero; luego desapareció una noche y ya nada supieron de su paradero. Pasáronse todo el día siguiente buscándola sin resultado.
Al atardecer, cuando el sacristán llegó a la iglesia para tocar a vísperas, vio a Ana Isabel tendida delante del altar. Llevaba allí desde la mañana, casi exhausta, pero con los ojos luminosos y un brillo rojizo en la cara, producido por los últimos rayos del sol, que le daban en pleno rostro y se reflejaban también en las relucientes abrazaderas de la Biblia; ésta aparecía abierta en la página donde se leen aquellas palabras del profeta Joel: "¡Rasgad vuestros corazones y no vuestros vestidos, convertios al Señor!." - "Casualidad - dijo la gente -. ¡Hay tantas casualidades!."
En la cara de Ana Isabel, iluminada por el sol, se leía la paz y la gracia. Había sido mejor así para ella, dijeron; había superado la crisis. Por la noche se le había aparecido el espectro de la playa, su hijo, diciéndole: "Cavaste sólo media tumba para mí, pero durante mucho tiempo me tuviste sepultado en tu corazón, y éste es el mejor refugio de una madre para su hijo." Y devolviéndole la mitad del alma, la condujo hasta la iglesia.0 - Ahora estoy en la casa de Dios - dijo ella -. Y aquí se está a salvo.
Cuando se acabó de poner el sol, el alma de Ana Isabel estaba en lo alto, allí donde no existe el temor cuando uno ha luchado. Y Ana Isabel había luchado hasta el fin.
 
 
 
 
 
* * * FIN * * *
 
 
 
 
Hans Christian Andersen
 
 
 
 

miércoles, octubre 02, 2013

LOS CUENTOS DE EVA LUNA ISABEL ALLENDE ((121))




Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 121 estaba afiebrada, pero dijo que no se podía hacer mucho, los antibióticos estaban reservados para los casos de gangrena. También se acercó un sacerdote a bendecirla y colgarle al cuello una medalla de la Virgen. En la tarde empezó a caer una llovizna suave, persistente. –El cielo está llorando –murmuró Azucena y se puso a llorar también. –No te asustes –le suplicó Rolf–. Tienes que reservar tus fuerzas y mantenerte tranquila, todo saldrá bien, yo estoy contigo y te voy a sacar de aquí de alguna manera. Volvieron los periodistas para fotografiarla y preguntarle las mismas cosas que ella ya no intentaba responder. Entretanto llegaban más equipos de televisión y cine, rollos de cables, cintas, películas, vídeos, lentes de precisión, grabadoras, consolas de sonido, luces, pantallas de reflejo, baterías y motores, cajas con repuestos, electricistas, técnicos de sonido y carnarógrafos, que enviaron el rostro de Azucena a millones de pantallas de todo el mundo. Y Rolf Carlé continuaba clamando por una bomba. El despliegue de recursos dio resultados y en la Televisión Nacional empezamos a recibir imágenes más claras y sonidos más nítidos, la distancia pareció acortarse de súbito y tuve la sensación atroz de que Azucena y Rolf se encontraban a mi lado, separados de mí por un vidrio írreductible. Pude seguir los acontecimientos hora a hora, supe cuánto hizo mi amigo por arrancar a la niña de su prisión y para ayudarla a soportar su calvario, escuché fragmentos de lo que hablaron y el resto pude adivinarlo, estuve presente cuando ella le enseñó a Rolf a rezar y cuando él la distrajo con los cuentos que yo le he contado en mil y una noches bajo el mosquitero blanco de nuestra cama. Al caer la oscuridad del segundo día él procuró hacerla dormir con las viejas canciones de Austria aprendidas de su madre, pero ella estaba más allá del sueño. Pasaron gran parte de la noche hablando, los dos extenuados, hambrientos, sacudidos por el frío. Y entonces, poco a poco, se derribaron las firmes compuertas que retuvieron el pasado de Rolf Carlé durante muchos años, y el torrente de cuanto había ocultado en las capas más profundas y secretas de la memoria salió por fin, arrastrando a –su paso los obstáculos que por tanto tiempo habían bloqueado su conciencia. No todo pudo decírselo a Azucena, ella tal vez no sabía que había mundo más allá del mar nitiempo anterior al suyo, era incapaz de imaginar Europa en la época de la guerra, así es que no le contó de la derrota, ni de la tarde en que los rusos lo llevaron al campo de concentración para enterrar a los prisioneros muertos de hambre. ¿Para qué explicarle que los cuerpos desnudos, apilados como una montaña de leños, parecían de loza quebradiza? ¿ Cómo hablarle de los hornos y las horcas a esa niña moribunda? Tampoco mencionó la noche en que vio a su madre desnuda, calzada con zapatos rojos de tacones de estilete, llorando de humillación. Muchas cosas se calló, pero en esas horas revivió por primera vez todo aquello que su mente había intentado borrar. Azucena le hizo entrega de su miedo y así, sin quererlo, obligó a Rolf a encontrarse con el suyo. Allí, junto a ese pozo maldito, a Rolf le fue imposible seguir huyendo de sí mismo y el terror visceral que marcó su infancia lo asaltó por sorpresa. Retrocedió a la edad de Azucena y más atrás, y se encontró como ella atrapado en un pozo sin salida, enterrado en vida, la cabeza a ras de suelo, vio juntos a su cara las botas y las piernas de su padre, quien se había quitado la correa de la cintura y la agitaba en el aire con un silbido inolvidable de víbora furiosa. El dolor lo invadió, intacto y preciso, como siempre estuvo agazapado en su mente. Volvió al armario donde su padre lo ponía bajo llave para castigarlo por faltas imaginarias y allí estuvo horas eternas con los ojos cerrados para no ver la oscuridad, los oídos tapados con las manos para no oír los latidos de su propio corazón, temblando, encogido como un animal. En la neblina de los recuerdos encontró a su hermana Katharina, una dulce criatura retardada que pasó la existencia escondida con la esperanza de que el padre olvidara la desgracia de su nacimiento. Se arrastró junto a ella bajo la mesa del comedor y all.í ocultos tras un largo mantel blanco, los dos niños permanecieron abrazados, atentos a los pasos y a las voces. El olor de Katharina le llegó mezclado con. el de su propio sudor, con los aromas de la cocina, ajo, sopa, pan recién horneado y con un hedor extraño de barro podrido. La mano de su hermana en la– suya, su jadeo asustado, el roce de su cabello salvaje en las mejillas, la expresión cándida de 121 Librodot





:::::>El torrero Ole<:::::::





-¡En el mundo todo es subir y bajar, y bajar y subir! Yo no puedo subir ya más arriba - dijo el torrero Ole -. Arriba y abajo, abajo y arriba; la mayoría han de pasar por ello. A fin de cuentas, todos acabamos siendo torreros, para ver desde lo alto la vida y las cosas.
Así hablaba Ole en su torre, mi amigo el viejo vigía, un hombre jovial, que parecía decir todo lo que llevaba dentro, pero que, sin embargo, se guardaba muchas cosas y muy serias en el fondo del corazón. Era hijo de buena familia, afirmaban algunos. Según ellos, era hijo de un consejero diplomático o podía haberlo sido. Había estudiado, había llegado a profesor auxiliar y a ayudante de sacristán, pero, ¿de qué servía todo eso? Cuando vivía en casa del sacristán, todo lo tenía gratis. Era joven y guapo, según dicen. Quería limpiarse las botas con crema brillante, pero el sacristán sólo le daba betún ordinario; por eso estalló la desavenencia entre ellos. Uno habló de avaricia, el otro de vanidad, el betún fue el negro motivo de la enemistad, y así se separaron. Pero lo que había exigido al sacristán, lo exigía a todo el mundo: crema brillante; y le daban siempre vulgar betún. Por eso huyó de los hombres y se hizo ermitaño; pero en una ciudad, un puesto de ermitaño que al mismo tiempo permita ganarse la vida sólo se encuentra en un campanario. A él se subió, pues, y se instaló, fumando su pipa en su solitaria morada, mirando arriba y abajo, reflexionando sobre lo que veía y contando a su manera lo que había visto y lo que no, lo que había leído en los libros y dentro de sí mismo. Yo le prestaba con frecuencia algo que leer, libros recomendables: "Dime con quién andas y te diré quién eres." No daba un maravedí por las novelas para institutrices inglesas, ni por las francesas, compuestas de una mezcla de aire y tallos de rosa; lo que quería eran relatos vividos, libros sobre las maravillas de la Naturaleza. Yo lo visitaba por lo menos una vez al año, generalmente los primeros días de enero; el cambio de año siempre solía sugerirle algún pensamiento nuevo e interesante.
Os relataré dos de mis visitas, y me atendré a sus palabras lo más fielmente que pueda.
 
 



Primera visita
 
 
 



Entre los libros que últimamente había prestado a Ole, había uno sobre el sílice que le había interesado y divertido de una manera especial.
- Son unos verdaderos matusalenes esos sílices - dijo -, y pasamos junto a ellos sin prestarles la menor atención. También yo lo he hecho en el campo y en la playa, donde están a montones. Caminamos sobre los adoquines, sin pensar en que son vestigios de la más remota antigüedad. Yo mismo lo he hecho. Pero desde ahora, cada losa puede contar con todos mis respetos. Gracias por el libro, que me ha enriquecido, me ha librado de mis viejas ideas y costumbres y me ha hecho venir ganas de enterarme de más cosas. La novela de la Tierra es la más notable de todas, no cabe duda. Lástima que no podamos leer los primeros capítulos, por no conocer el lenguaje. Hay que leer en todos los estratos de la Tierra, en los guijarros, en los diversos períodos geológicos, y sólo en la sexta parte aparecen los personajes humanos, el señor Adán y la señora Eva. Muchos lectores encuentran que vienen algo tarde; preferirían que salieran desde el principio, pero a mí me da igual. Es una novela llena de aventuras, en la que todos desempeñamos un papel. Nos movemos y ajetreamos, y, sin embargo, estamos siempre en el mismo sitio; pero la esfera gira sin abocarnos encima el océano. La corteza que pisamos se aguanta firme, no nos hundimos en ella; y todo esto en un proceso que viene durando desde hace millones de años. ¡Gracias por el libro sobre los guijarros! ¡Lo que nos contarían, si pudiesen hablar! ¿No es una satisfacción convertirme por un momento en un cero, aunque se esté tan alto como yo estoy, y que de repente os recuerden que todos, incluso los más lustrosos, no somos en esta Tierra más que hormigas efímeras, incluso las hormigas llenas de condecoraciones, las hormigas de primera clase? ¡Se siente uno tan ridículamente joven, frente a esas piedras venerables, que cuentan millones de años! La víspera de Año Nuevo estuve leyendo este libro, y me enfrasqué tanto en él, que me olvidé de ir a ver mi espectáculo habitual en esta fecha: "La salvaje tropa de Amager." Claro, usted no sabe lo que es eso.
Todo el mundo ha oído hablar de la cabalgata de las brujas sobre sus palos de escoba. Se celebra en el Blocksberg, la noche de San Juan. Pero tenemos otra cabalgata, no menos salvaje, aunque más nacional y moderna, que acude a Amager la noche de Año Nuevo. Todos los malos poetas, poetisas, actores, periodistas y artistas de la publicidad, verdadera hueste de gente inútil, se congregan en Amager en dicho día, montados a horcajadas sobre sus pinceles o plumas de ganso; las de acero no pueden llevarlas, son demasiado rígidas. Como ya dije, presencio este espectáculo cada Nochevieja. Podría dar el nombre de la mayoría de los concurrentes, pero es gente con la que no interesa entablar relaciones. Además, tampoco a ellos les gusta mucho que el público se entere de su viaje a Amager, montados en sus plumas de ganso. Tengo una especie de prima, una vendedora de pescado, que, según ella dice, suministra tres hojas de palabras malévolas, muy acreditadas por lo demás; estuvo allí como invitada, pero la echaron, pues ni maneja la pluma de ganso ni sabe montar. Ella lo ha contado. La mitad de lo que dice es mentira, pero nos basta con el resto. La ceremonia empezó con cantos: cada invitado había compuesto su canción, y cada uno cantó la suya, que a su juicio era la mejor. Pero todo venía a ser lo mismo. Luego desfilaron en corrillos los que se imponen por su mucha labia; eran los que dan las grandes campanadas. Siguiéronles los tamborileros menores, que lo pregonan todo en las familias. Allí se daban a conocer los que escriben sin dar su nombre, es decir, los que hacen pasar betún ordinario por crema brillante. Allí estaban el verdugo y su asistente, y éste era el más entusiasta, pues de otro modo no le habrían hecho caso. Y también estaba el buen basurero, que vierte el cubo y lo califica de "bueno, muy bueno, excelente."
En medio de tanta diversión, pues todo el mundo debía divertirse, salió del pozo un tallo, un árbol, una flor monstruosa, un gran hongo, tan ancho como un tejado; era la cucaña de la respetable asamblea, de la que colgaba todo lo que había dado al mundo en el curso del año que acababa de transcurrir. De ella saltaban chispas como llamaradas; eran todos los pensamientos e ideas ajenos que ellos se habían apropiado, y que ahora se desprendían y salían despedidos como un castillo de fuegos artificiales. Representóse una mascarada, y los poetastros recitaron sus producciones. Los más graciosos hicieron juegos de palabras, pues no se toleraban cosas de menor categoría. Los chistes resonaban como si fueran golpes de ollas vacías contra la puerta. Según mi prima, fue divertidísimo. En realidad dijo muchas cosas más, tan maliciosas como entretenidas, pero me las callo, pues hay que ser buena persona, pero no charlatán. Por lo dicho se habrá hecho cargo de que, sabiendo lo que allí ocurre, es más que natural que cada noche de Año Nuevo uno esté atento para presenciar el desfile de la tropa salvaje. Si un año echo de menos algunos, otros ocupan su puesto. Pero esta vez no vi a ninguno de los invitados; los guijarros me transportaron a muchas leguas de ellos, a millones de años de distancia, contemplando cómo las piedras se soltaban con estrépito y marchaban a la deriva arrastradas por los hielos, mucho antes de que se hubiese construido el arca de Noé. Las veía caer al fondo y emerger de nuevo sobre un banco de arena que, sobresaliendo del agua, decía: "¡Esto será Zelanda!." Las vi convertirse en refugios de aves de especies desconocidas y de caudillos salvajes que aún conocemos menos, hasta que el hacha imprimió sus runas en algunas piedras, que luego pudieron servir para el cómputo del tiempo. Pero yo me había esfumado por completo, convertido en nada. Cayeron entonces tres, cuatro estrellas fugaces, magníficas y brillantes, y los pensamientos tomaron otra dirección. Usted sabrá seguramente lo que es una estrella fugaz. Pues los sabios no lo saben. Yo tengo mis ideas acerca de ellas, y de mis ideas parto. ¡Cuántas veces se pronuncia, con íntimo sentimiento de gratitud, el nombre del que ha creado cosas tan buenas y admirables! Con frecuencia la gratitud es silenciosa, pero no se pierde por ello. Yo imagino que la recoge el sol, y uno de sus rayos lleva el sentimiento hasta el bienhechor. Si es un pueblo entero el que envía su agradecimiento a lo largo de los años, entonces éste llega como un ramillete, que se deposita sobre la tumba del bienhechor. Para mí resulta un verdadero placer el contemplar el paso de una estrella fugaz - especialmente en la noche de Año Nuevo -, conjeturar a quién irá dirigido aquel ramillete de gratitud. Hace poco cayó una brillantísima, hacia el Sudoeste, una acción de gracias de muchas y muchas personas ¿A quién iría destinada? Sin duda cayó en la ladera del fiordo de Flensburg, donde el Darebrog acaricia con su hálito la tumba de Schleppegrell, Lässöe y sus compañeros. Una cayó en el centro del país, cerca de Sorö, un ramo sobre la tumba de Holberg, expresión de gratitud de tantos y tantos por sus bellas obras teatrales.
Es un magnífico pensamiento, y reconfortante, el de saber que una estrella fugaz caerá sobre nuestra sepultura. No será sobre la mía, es cierto, ningún rayo de sol me traerá palabras de gratitud, pues no habrá motivo. Yo no daré lustre a nada - terminó Ole -, mi sino en el mundo ha sido el servir de betún ordinario.
 
 



Segunda visita






Era Año Nuevo cuando me presenté en la torre; Ole me habló de las copas que se vacían con ocasión del trasiego del viejo goteo al nuevo goteo, como él llamaba al año. Luego me contó su historia de las copas, que no dejaba de tener su miga. Cuando el reloj da las doce campanadas en la última noche del año, las gentes, reunidas en torno a la mesa, levantan las copas y brindan por el año que empieza. Se entra en él con el vaso en la mano; buen principio para los bebedores. Si se inicia yéndose a la cama, entonces es buen principio para los holgazanes. En el transcurso del año, el sueño desempeñará, indudablemente un importante papel, pero las copas también. ¿Sabe usted quién habita en las copas? - me preguntó -. Pues moran en ellas la salud, la alegría y el desenfreno, y también el enojo y la amarga desventura. Cuando cuento las copas, cuento, naturalmente, los brindis que se hacen para las distintas personas.
¿Ves? La primera copa es la de la salud. En ella crece la hierba salutífera. Si la fijas en las vigas, al término del año podrás estar en la glorieta de la salud.
Toma ahora la segunda copa. De ella volará un pajarito, piando ingenua y alegremente, por lo que el hombre aguzará el oído, y tal vez cantará con él: "¡La vida es bella! ¡No agachemos la cabeza! ¡Valor y adelante!." De la tercera copa saldrá un mocito alado; no se le puede llamar un ángel, pues tiene sangre y mentalidad de duende, no por malicia, sino por pura travesura. Si se coloca detrás de la oreja, nos inspira una alegre ocurrencia. Si se instala en nuestro corazón, éste se calienta tanto que uno se siente retozón, se vuelve una buena cabeza a juicio de las demás cabezas.
En la cuarta copa no hay hierbas, ni pájaros, ni chiquillos; en ella se encuentra la norma del entendimiento, y nunca hay que salirse de la norma.
Si tomas la quinta copa, llorarás sobre ti mismo, sentirás una alegría interior o te desahogarás de una manera u otra. Saltará de la copa, con un chasquido, el príncipe Carnaval, locuaz y travieso; te arrastrará y te olvidarás de tu dignidad, suponiendo que la tengas. Olvidarás más cosas de las que debieras. Todo será baile, canto y bullicio; las máscaras te llevarán con ellas; las hijas del diablo, vestidas de seda y terciopelo, vendrán con el pelo suelto y los hermosos miembros - ¡huye de ellas si puedes!
La sexta copa... ¡Oh!, en ella está Satán en persona, un hombrecillo bien vestido, elocuente, agradable, amabilísimo, que te comprenderá perfectamente, te dará siempre la razón, será todo tu YO. Acudirá con una linterna y te guiará a casa. Existe una vieja leyenda acerca de aquel santo que debía elegir uno entre los siete pecados capitales, y, pareciéndole que sería el menor, escogió la embriaguez, y de este modo se quedó con los seis restantes. El hombre y el diablo mezclan su sangre, ésta es la sexta copa, y entonces proliferan todos los gérmenes del mal, cada uno de los cuales se alza con una fuerza semejante a la de la semilla de mostaza de la Biblia, que crece hasta convertirse en un árbol y se extiende por el mundo entero; y a la mayoría no les queda entonces más remedio que ir a parar al crisol para ser refundidos. - Ésta es la historia de las copas - dijo el torrero Ole -. Y puede contarse junto con la de la crema brillante y el betún. Yo le pongo las dos a su disposición.
 
 



Tal fue la segunda visita a Ole. Si te apetece saber más de él, habrá que menudear esas visitas.
 
 
 
 
 
* * * FIN * * *
 
 
 
 
Hans Christian Andersen
 
 
 
 

lunes, septiembre 30, 2013

LOS CUENTOS DE EVA LUNA ISABEL ALLENDE ((120))




Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 120 entiendo mucho de mujeres, concluyó divertido, calculando que había tenido muchas en su vida, pero ninguna le había enseñado esos detalles. Para engañar las horas comenzó a contarle sus viajes y sus aventuras de cazador de noticias, y cuando se le agotaron los recuerdos echó mano de la imaginación para inventar cualquier cosa que pudiera distraerla. En algunos momentos ella dormitaba, pero él seguía hablándole en la oscuridad, para demostrarle que no se había ido y para vencer el acoso de la incertidumbre. Ésa fue una larga noche. A muchas millas de allí, yo observaba en una pantalla a Rolf Carlé y a la muchacha. No resistí la espera en la casa y me fui a la Televisión Nacional, donde muchas veces pasé noches enteras con él editando programas. Así estuve cerca suyo y pude asomarme a lo que vivió en esos tres días definitivos. Acudí a cuanta gente importante existe en la ciudad, a los senadores de la República, a los generales de las Fuerzas Armadas, al embajador norteamericano y al presidente de la Compañía de Petróleos, rogándoles por una bomba para extraer el barro, pero sólo obtuve vagas promesas. Empecé a pedirla con urgencia por radio y televisión, a ver si alguien podía ayudarnos. Entre llamadas corría al centro de recepción para no perder las imágenes del satélite, que llegaban a cada rato con nuevos detalles de la catástrofe. Mientras los periodistas seleccionaban las escenas de más impacto para el noticiario, yo buscaba aquellas donde aparecía el pozo de Azucena. La pantalla reducía el desastre a un solo plano y acentuaba la tremenda distancia que me separaba de Rolf Carlé, sin embargo yo estaba con él, cada padecimiento de la niña me dolía como a él, sentía su misma frustración, su misma impotencia. Ante la imposibilidad de comunicarme con él, se me ocurrió el recurso fantástico de concentrarme para alcanzarlo con la fuerza del pensamiento y así darle ánimo. Por momentos me aturdía en una frenética e inútil actividad, a ratos me agobiaba la lástima y me echaba a llorar, y otras veces me vencía el cansancio y creía estar mirando por un telescopio la luz de una estrella muerta hace un millón de años. En el primer noticiario de la mañana vi aquel infierno, donde flotaban cadáveres de hombres y animales arrastrados por las aguas de nuevos ríos, formados en una sola noche por la nieve derretida. Del lodo sobresalían las copas de algunos árboles y el campanario de una iglesia, donde varias personas habían encontrado refugio y esperaban con paciencia a los equipos de rescate. Centenares de soldados y de voluntarios de la Defensa Civil intentaban remover escombros en busca de los sobrevivientes, mientras largas filas de espectros en harapos esperaban su turno para un tazón de caldo. Las cadenas de radio informaron que sus teléfonos estaban congestionados por las llamadas de familias que ofrecían albergue a los niños huérfanos. Escaseaban el agua para beber, la gasolina y los alimentos. Los médicos, resignados a amputar miembros sin anestesia, reclamaban al menos sueros, analgésicos y antibióticos, pero la mayor parte de los caminos estaban interrumpidos y además la burocracia retardaba todo. Entretanto, el barro contaminado por los cadáveres en descomposición amenazaba de peste a los vivos. Azucena temblaba apoyada en el neumático que la sostenía sobre la superficie. La inmovilidad y la tensión la habían debilitado mucho, pero se mantenía consciente y todavía hablaba con voz perceptible cuando le acercaban un micrófono. Su tono era humilde, como si estuviera pidiendo perdón por causar tantas molestias. Rolf Carlé tenía la barba crecida y sombras oscuras bajo los ojos, se veía agotado. Aun a esa enorme distancia pude percibir la calidad de ese cansancio, diferente a todas las fatigas anteriores de su vida. Había olvidado por completo la cámara, ya no podía mirar a la niña a través de un lente. Las imágenes que nos llegaban no eran de su asistente, sino de otros periodistas que se habían adueñado de Azucena, atribuyéndole la patética responsabilidad de encarnar el horror de lo ocurrido en ese lugar. Desde el amanecer Rolf se esforzó de nuevo por mover los obstáculos que retenían a la muchacha en esa tumba, pero disponía sólo de sus manos, no se atrevía a utilizar una herramienta, porque podía herirla. Le dio a Azucena la taza de papilla de maíz y plátano que distribuía el Ejército, pero ella la vomitó de inmediato. Acudió un médico y comprobó que 120 Librodot





::::::>La niña que pisoteó el pan<:::::::




Seguramente habrás oído hablar de la niña que pisoteó el pan para no ensuciarse los zapatos, y de lo mal que lo pasó. La historia está escrita y anda por ahí impresa.
Era una niña hija de padres pobres, pero orgullosa y altanera; tenía mal fondo, como suele decirse. Ya de muy pequeña se divertía cazando moscas, arrancándoles las alas y soltándolas luego. Cazaba también escarabajos y abejorros, los clavaba en una aguja y los ponía sobre una hoja verde o un pedazo de papel; la bestezuela se agarraba a él y hacia toda clase de contorsiones para librarse de la aguja.
¡El abejorro está leyendo! - exclamaba la pequeña Inger, que así se llamaba -, fijaos cómo vuelve la página. A medida que fue creciendo, en vez de mejorar puede decirse que se volvió peor. Hermosa sí lo era, para su desgracia, pues de otro modo habría llevado buenos azotes.
- ¡Una buena paliza, necesitarías! - decíale su propia madre -. De pequeña me has pisoteado muchas veces el delantal; mucho me temo que de mayor me pisotees el corazón.
Y así fue.
Entró a servir en una casa de personas distinguidas, que la trataron como a su propia hija, vistiéndola como tal, con lo que creció aún su arrogancia.
Al cabo de un año le dijo su señora:0 - Deberías visitar a tus padres, mi querida Inger.0 Fue, pero solamente para exhibirse. Quería que viesen lo guapa que se había vuelto. Mas al llegar a la entrada del pueblo y ver a las muchachas y los mozos charlando en el estanque, y a su madre descansando sentada en una piedra, pues venía cargada con un haz de leña que había recogido en el bosque, Inger dio media vuelta. Se avergonzaba de tener por madre a aquella tosca mujer cargada con un haz de leña, ahora que iba tan lindamente vestida. No le remordió haberse vuelto; sólo sentía enojo por haberse acicalado para nada.
Transcurrió otro medio año.
- Deberías ir a tu casa a ver a tus padres, querida Inger - volvió a decirle su señora -. Ahí tienes un pan de trigo; puedes llevárselo. Estarán contentos de verte.
Inger se puso el mejor vestido y los zapatos nuevos. Levantándose la bonita falda, caminaba con gran precaución para no ensuciarse el calzado. Ningún mal había en ello, claro está. Pero llegada al punto en que el sendero cruzaba un cenagal y el agua formaba un gran charco, tiró el pan al suelo, en medio del barro, para poder apoyar el pie sobre él y no mojarse los zapatos. Y mientras estaba con un pie sobre el pan y con el otro levantado, hundióse el pan y la muchacha desapareció en el agua. Un momento después sólo se veía una negra charca burbujeante.
Así dice la historia.0 Pero, ¿qué fue de ella? Pues fue a parar a la mansión de la mujer del pantano, que habita en su fondo. La mujer del pantano es la tía de las elfas. Éstas son muy conocidas, pues andan por ahí en canciones y las han pintado muchas veces; pero de la mujer la gente sólo sabe que cuando en verano salen de los prados vahos y vapores, es que ella está preparando cerveza. Precisamente fue a parar Inger a su destilería, donde no es posible aguantar mucho tiempo. Una cloaca cenagosa es un aposento claro y lujoso en comparación con la destilería de la mujer del pantano. Los barriles apestan de tal modo, que al olerlos uno cae sin sentido. Estos barriles están apilados unos sobre otros, y por los pequeños espacios que quedan entre ellos, y que podrían servir para escabullirse, asoman sapos viscosos y gordas culebras que yacen allí en un revoltijo.
Pues allí fue a dar con sus huesos la pequeña Inger. Y aquel repugnante hormiguero era tan terriblemente helado, que la chica tiritaba de pies a cabeza y sentía que se iba quedando aterida. Seguía aferrada al pan, el cual la atraía cada vez más abajo, como un botón de ámbar atrae una pajuela.
La mujer estaba en casa. Precisamente aquel día el diablo y su abuela habían ido a visitar la destilería. Esta abuela es una bruja muy vieja y perversa, que nunca está ociosa. Jamás sale sin llevarse su labor de costura; también la traía en aquella ocasión. Estaba cosiendo insidias en el calzado de los hombres para hacerles perder el sosiego; bordaba mentiras y palabras ponzoñosas, dejadas caer por descuido, todo para daño y perdición de las personas. Sí, sabía coser, bordar y hacer ganchillo, la vieja bruja.0 Al ver a Inger, calóse las gafas y la examinó con atención.0 - Esta es una chica que tiene buenas prendas - dijo -. Me gustaría que me la regalaras, como recuerdo de esta visita. Puesta sobre un pedestal, será un buen adorno para el vestíbulo de mi nieto.
Y se la dieron, con lo cual la pequeña Inger fue a parar al in­fierno. No siempre se va directamente a él; también se puede llegar por caminos indirectos, cuando uno tiene disposición.
Era un vestíbulo interminable; os entraría vértigo si lo miraseis hacia delante, y lo mismo si lo miraseis hacia atrás.
Se agolpaba en él una gran multitud, con el corazón roído de angustia. Aguardaban a que les abriesen la puerta de la gracia. ¡Ya podían esperar! Grandes arañas, gordas y tambaleantes, les rodeaban los pies con telas milenarias, que les apretaban como torniquetes y les sujetaban como cadenas de cobre; y sobre eso reinaba una eterna inquietud, la inquietud de la pena de cada alma. El avaro se había olvidado la llave de su caja de caudales, y sabía que la había dejado en la cerradura. Resultaría demasiado largo enumerar todos los tormentos y penalidades que allí se sufrían. Inger, puesta sobre un pedestal, con los pies clavados al pan, sufría indeciblemente.
- ¡Así le pagan a una por haber procurado no ensuciarse los pies! - decía para sus adentros - ¡Oh! ¿Por qué me miran todos con esos ojos? -. Porque en efecto, todos la miraban; sus malos pensamientos se les reflejaban en los ojos y hablaban sin abrir la boca. Era espantoso verlos.
"¡Debe ser un regalo mirarme - pensó Inger -, con mi bonita cara y mis buenos vestidos!"; y volvió los ojos, pues no podía volver la cabeza, con lo rígida que tenía la nuca. ¡Señor, y cómo se había emporcado en la destilería! En esto no había pensado. Sus ropas aparecían como recubiertas de una gran mancha de barro; una culebra se le había enroscado en el pelo y se columpiaba sobre su pescuezo, y de cada pliegue del vestido salía un sapo, que ladraba como un perrillo asmático. Resultaba muy molesto. "Cuantos están aquí tienen un aspecto tan horrible como yo," se dijo para consolarse. Mas lo peor era el hambre espantosa que la atormentaba. ¿No podía bajarse a coger un poco del pan que le servía de base? Pues no; tenía el dorso envarado, los brazos y manos rígidos, todo el cuerpo como una columna de piedra. Solamente podía mover los ojos, revolverlos del todo y hasta mirar a sus espaldas. Esto es lo que hizo; pero, ¡qué horror! Vio subir por sus ropas una larga hilera de moscas, que treparon hasta su cara, pasando y volviendo a pasar sobre sus ojos. Ella bien parpadeaba, pero los insectos no se marchaban, pues no podían volar; les habían arrancado las alas, y ahora sólo podían andar.
¡Qué tormento aquél!, y por añadidura el hambre. Al fin parecíale que los intestinos se devoraban a sí mismos, y se sintió vacía por dentro, terriblemente vacía.0 Como esto se prolongue, no podré resistirlo - dijo. Pero no había más remedio que aguantar, y el tormento continuaba. Cayó entonces sobre su cabeza una lágrima ardiente, que, rodándole por la cara y el pecho, fue a parar sobre el pan; y luego otras lágrimas, y otras muchas. ¿Quién lloraba por la pobre Inger? ¿No tenía acaso una madre en la Tierra? Las lágrimas de dolor que una madre derrama por sus hijos, alcanzan siempre a éstos, pero no los redimen; queman y sólo contribuyen a aumentar sus sufrimientos. Y luego aquel hambre insufrible, sin poder llegar al pan que tenía bajo el pie. Al fin experimentó la sensación de tener consumidas todas las entrañas y ser como una delgada caña hueca que captaba todos los sonidos. Oía claramente cuanto sobre ella decían en la Tierra, y por cierto que todo eran palabras duras y de censura. Su madre lloraba lágrimas salidas de su afligido corazón, pero exclamaba al mismo tiempo:
- ¡La soberbia trae la caída! Esta fue tu desgracia, Inger. ¡Cómo afligiste a tu madre!
Todos los de allá arriba conocían su pecado, sabían que había pisoteado el pan y que se había hundido y desaparecido. El pastor, que lo había visto todo desde una altura, lo había contado.
- ¡Cuántas penas me has causado, Inger! - se lamentaba la buena mujer-. ¡Bien me lo temía!
"¡Ay! ¡Mejor me hubiera sido no nacer! - pensó Inger ¿De que pueden servirme ya las lágrimas de mi madre?."
Oyó cómo sus señores, aquellas gentes bondadosas que la habían tratado como a su propia hija, decían:
- ¡Era una chica perversa! En vez de respetar los dotes de Dios Nuestro Señor, los pisoteó. Difícilmente se le abrirán las puertas de la gracia.
"Debieron de haberme educado mejor - pensó Inger -. ¡Por qué no me corrigieron mis caprichos y defectos, si es que los tenía!."
Oyó cantar una canción que hablan compuesto sobre ella, y que se titulaba: "La muchacha orgullosa que pisoteó el pan para no mancharse los zapatos," y que se difundió por toda la comarca. "¡Tener que oír todo esto y padecer tanto, además! - pensaba. ¿Por qué no se castiga a los demás por sus pecados? ¡Cuánto habría que castigar! ¡Oh, qué sufrimiento!."0 Y su alma se endurecía más aún que su exterior.
- ¿Y en esta compañía quieren que me mejore? ¡No quiero corregirme! ¡Uf, con qué ojos desencajados me miran!
Y en su corazón había sólo enojo y rencor hacia todos los hombres. - Así tienen allá arriba algo de qué hablar. ¡Ay, cómo me atormentan!0 Y después oyó cómo contaban su historia a los niños, y los pequeños la llamaban la impía Inger.
- Era tan mala - decían - y tan fea, que es de suponer que ha hallado el castigo, merecido.0 De la boca de los niños no salían sino palabras duras contra ella.
Sin embargo, un día que la roían como de costumbre la ira y el hambre, oyó que pronunciaban su nombre y contaban su historia a una criaturita inocente, una niña, la cual prorrumpió en llanto al escuchar la narración sobre aquella Inger soberbia y coqueta.
- ¿Y nunca más volverá a la Tierra? - preguntó la chiquilla. Y le respondieron: - Nunca más.
- Pero, ¿y si pidiese perdón y prometiese no volver a hacerlo?
- Pero es que no quiere pedir perdón - contestaron.
- ¡Oh, yo quiero que se arrepienta! - exclamó la pequeña, desconsolada -. Daría toda mi casa de muñecas a cambio de que pudiese volver. ¡Debe ser tan horrible para la pobre Inger!
Aquellas palabras llegaron al corazón de Inger, que sintió un gran alivio. Era la primera vez que alguien decía: "¡Pobre Inger!," sin añadir nada acerca de sus pecados. Una niñita inocente lloraba y rogaba por ella; parecióle tan maravilloso, que también ella habría llorado; pero no podía, y aquello fue un nuevo tormento.
En la Tierra iban transcurriendo los años, pero allá abajo nada cambiaba. Sólo que cada día llegaban a sus oídos menos conversaciones acerca de ella. Una vez distinguió un suspiro:
- Inger, Inger, ¡cuántas penas me has costado! ¡Bien lo presentí! -. Era su madre moribunda.
Alguna que otra vez pronunciaban su nombre sus antiguos señores, y la anciana solía exclamar con su dulce acento habitual: ¡Quién sabe si algún día volveré a verte, Inger! Uno no sabe nunca adónde va.0 Pero Inger comprendía perfectamente que su bondadosa ama no iría a parar nunca al sitio donde estaba ella.
Y transcurrió otro período de tiempo, largo y duro.
Y he aquí que Inger oyó otra vez pronunciar su nombre, y al mismo tiempo vio que sobre ella centelleaban dos límpidas estrellas. Eran dos ojos dulces, que se cerraban sobre la Tierra. Habían pasado tantos años desde que la niñita había llorado inconsolable por la suerte de la pobre Inger, que aquella criaturita se había transformado en una anciana, a quien Dios se disponía a llamar a su seno. Y en el preciso momento en que sus pensamientos se desprendían de toda la vida terrena para elevarse al cielo, acordóse de que, siendo muy niña, había llorado al oír la historia de Inger. Aquel tiempo y aquella impresión se presentaron con tal intensidad en el alma de la anciana a la hora de la muerte, que, en voz alta, rezó esta oración: "Señor, Dios mío, ¡cuántas veces no he pisoteado, como Inger, los dones de Tu gracia sin detenerme a pensarlo! ¡Cuántas veces he pecado de soberbia, y, sin embargo, Tú, en tu misericordia, no has permitido que me perdiera, sino que me has sostenido! ¡No me abandones en mi última hora!."
Los ojos corporales de la anciana se cerraron, y los ojos de su espíritu se abrieron al mundo de las cosas ocultas. Y como Inger había ocupado sus últimos pensamientos, la vio, vio lo hondo que había caído, y ante el espectáculo, los ojos de la buena mujer se llenaron de lágrimas. Se presentó en el reino de los cielos como un niño, llorando por causa de Inger. Sus lágrimas y oraciones resonaban como un eco en la hueca envoltura de allá abajo, que cubría el alma encadenada y atormentada; y sintióse como vencida por aquel amor nunca soñado de que inesperadamente era objeto: un ángel del Señor lloraba por ella. ¿Cómo había merecido aquella piedad? El alma atormentada pasó revista a todas las acciones de su existencia terrena, y la sacudió un torrente de lágrimas como jamás había derramado. Invadiéronla una gran aflicción y tristeza, parecióle que nunca se abrirían para ella las puertas de la gracia, y mientras así lo veía con un íntimo sentimiento de contrición, de repente un rayo de luz penetró en los abismos infernales. Aquel rayo se acercaba con una fuerza mayor que la del sol que derrite el muñeco de nieve levantado por los niños en el patio; y con mayor rapidez que se funde el copo de nieve que, cayendo en la boca del niño, se convierte en una, gota de agua, fundióse también en vapor la figura petrificada de Inger. Un pajarillo se elevó volando, con el zigzag del rayo, hacia el mundo de los humanos, pero, temeroso y tímido, retrocedió ante el espectáculo que veía. Sentía vergüenza de sí mismo y de todos los seres vivos, y apresuróse a buscar un refugio en un agujero oscuro, que descubrió en un muro derruido. Quedóse allí hecho un ovillo, temblando con todo el cuerpo, sin articular un sonido, pues carecía de voz. Permaneció inmóvil largo rato antes de poder acostumbrarse a toda aquella magnificencia y de ser capaz de comprenderla. Sí, era magnífico lo que te rodeaba. ¡El aire era tan puro, tan claro el brillo de la luna, tan dulce la fragancia de los árboles y plantas! Y, además, había tanto silencio y tanto misterio en aquel lugar, y su plumaje era tan nítido y tan lindo. ¡Cuánto amor y cuánta grandeza había en todo lo creado! Todos estos pensamientos que se agitaban en el pecho del avecilla, habría querido exteriorizarlos ella en un canto, pero no podía. ¡Cuán a gusto se habría echado a cantar, como lo hacen en primavera el cuclillo y el ruiseñor! Dios Nuestro Señor, que percibe incluso el mudo canto del gusano, oyó también aquél que se elevaba en acordes mentales, como el salmo resonaba en el pecho de David antes de ser expresado en palabra y en melodía. Aquellas canciones sin palabras fueron creciendo y madurando en el curso de las semanas. Romperían al primer aletazo de una buena acción. Era necesario que esta buena acción se realizase.
Acercábase la santa fiesta de la Nochebuena. El campesino clavó una percha junto a la pared, y sujetó en ella una gavilla de avena sin trillar para que también las avecillas del cielo pudiesen celebrar las Navidades con una buena comida, en memoria del advenimiento del Redentor.
Salió el sol la mañana de Navidad e iluminó la gavilla de avena, y todos los pajarillos acudieron piando a la percha cargada de comida. También en la pared resonó un "¡pip, pip!." El pensamiento se manifestaba en sonidos, el débil piar era un himno de alegría, la idea de una buena acción se había despertado, y el pájaro salió de su agujero. Allá en el cielo sabían muy bien quién era aquel pájaro.0 El invierno era riguroso, las aguas estaban heladas, las aves y demás animales del bosque apenas encontraban alimento. Nuestro pajarillo salió volando a la carretera y, poniéndose a buscar, encontró un granito aquí y otro allí, por entre las huellas de los trineos. Junto a la cuadra descubrió un mendrugo de pan, del cual comió sólo unas miguitas, y fue a llamar a los demás gorriones hambrientos para que participasen del festín. Después salió volando hacia las ciudades, y donde quiera que descubría en una ventana migas de pan esparcidas por una mano piadosa, comía unas pocas y daba el resto a los demás.
En el curso del invierno, el pájaro había recogido y repartido una cantidad de migas equivalente en peso al pan que un día pisoteara Inger para no ensuciarse los zapatos. Y en el momento en que hubo encontrado y dado la última miguita, las alas pardas de la avecilla se volvieron blancas y se extendieron.
- ¡Mirad la gaviota que vuela sobre el mar! - exclamaron los niños al ver la blanca ave que tan pronto se sumergía en el agua como se encontraba nuevamente a la luz del sol. Tenía un brillo tan intenso, que era imposible seguirla, y se perdió de vista. Los niños dijeron que se había ido al sol.
 
 
 
 
 
* * * FIN * * *
 
 
 
 
Hans Christian Andersen
 
 
 
 
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