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viernes, noviembre 29, 2013
Inés del alma mía, ISABEL ALLENDE ((17))
Inés del alma mía[Document Transcript]... Esa primera noche en tierra firme, el maestro Manuel Martín y algunos marineros fueron a dormir a la nave para cuidar la carga; eso dijeron, pero se me ocurre que en verdad temían las serpientes y sabandijas de la selva. Los demás, hartos del confinamiento de los minúsculos camarotes, preferimos acomodarnos en la aldea. Constanza, extenuada, se durmió al punto en la hamaca que nos habían asignado, protegida por un inmundo mosquitero de tela, pero yo me preparé para pasar varias horas de insomnio. La noche allí era muy negra, estaba poblada de misteriosas presencias, era ruidosa, aromática y temible. Me parecía hallarme rodeada de las criaturas que había mencionado el padre Gregorio: insectos enormes, víboras que mataban de lejos, fieras desconocidas. Sin embargo, más que esos peligros naturales me inquietaba la maldad de los hombres embriagados. No podía cerrar los ojos.
Transcurrieron dos o tres horas largas y, cuando por fin empezaba a dormitar, escuché algo o a alguien que rondaba la choza. Mi primera sospecha fue que se trataba de un animal, pero enseguida recordé que Sebastián Romero se había quedado en tierra y deduje que, lejos de la autoridad del maestro Manuel Martín, el hombre podía ser de cuidado. No me equivoqué. Si hubiese estado dormida, tal vez Romero habría conseguido su propósito, pero, para su desgracia, yo lo aguardaba con una daga morisca, pequeña y afilada como una aguja, que había comprado en Cádiz. La única luz en el interior de la choza provenía del reflejo de las brasas que morían en la fogata donde habían asado la danta. Un hueco sin puerta nos separaba del exterior, y mis ojos se habían acostumbrado a la penumbra. Romero entró a gatas, husmeando, como un perro, y se acercó a la hamaca donde yo debía estar tendida con Constanza. Alcanzó a estirar la mano para separar el mosquitero, pero se le heló el gesto al sentir la punta de mi daga en el cuello, detrás de la oreja.
-Veo que no aprendes, bribón -le dije sin levantar la voz, para no hacer escándalo.
-¡Que el Diablo te lleve, ramera !Has jugado conmigo durante tres meses y ahora finges que no quieres lo mismo que yo -masculló, furioso.00 Constanza despertó asustada y sus gritos atrajeron al padre Gregorio, a Daniel Belalcázar y a otros que dormían cerca. Alguien encendió una antorcha y entre todos sacaron a viva fuerza al hombre de nuestra vivienda . El padre Gregorio ordenó que lo ataran a un árbol hasta que se le pasara la demencia del alcohol de palma, y allí estuvo gritando amenazas y maldiciones durante un buen rato, hasta que por fin, al amanecer, cayó rendido por la fatiga y los demás pudimos dormir. Unos días más tarde, después de cargar agua fresca, frutos tropicales y carne salada, la nave del maestro Manuel Martín nos condujo hacia el puerto de Cartagena, que ya entonces era de importancia fundamental, porque allí se embarcaban los tesoros del Nuevo Mundo rumbo a España. Las aguas del mar Caribe eran azules y limpias como las piletas de los palacios de los moros. El aire tenía un olor intoxicante de flores, fruta y sudor. La muralla, construida con piedras unidas por una mezcla de cal y sangre de toro, brillaba bajo un sol implacable. Centenares de indígenas, desnudos y con cadenas, acarreaban grandes piedras, azuzados a latigazos por los capataces. Ese murallón y una fortaleza protegían a la flota española de los piratas y otros enemigos del imperio. En el mar se mecían varias naves ancladas en la bahía, algunas de guerra y otras mercantes, incluso un barco negrero que transportaba su carga del África para ser rematada en la feria de negros. Se distinguía de los otros por el olor que emanaba a miseria humana y maldad. Comparada con cualquiera de las viejas ciudades de España, Cartagena era todavía una aldea, pero contaba con iglesia, calles bien trazadas, viviendas enjalbegadas, edificios sólidos de gobernación, bodegas de carga, mercado y tabernas. La fortaleza, todavía en construcción, presidía desde lo alto de una colina, con los cañones ya instalados y apuntando a la bahía. La población era muy variada, y las mujeres, descotadas y atrevidas, me parecieron bellas, sobre todo las mulatas. Decidí quedarme un tiempo porque averigüé que mi marido había estado allí hacía poco más de un año. En un almacén tenían un atado de ropa que Juan había dejado en prenda con la promesa de que a su regreso pagaría el dinero adeudado.
En la única posada de Cartagena no aceptaban a mujeres solas, pero el maestro Manuel Martín, que conocía a mucha gente, nos consiguió una vivienda en alquiler. Consistía en una pieza bastante amplia, aunque casi vacía, con una puerta a la calle y una ventana angosta, sin más mobiliario que un camastro, una mesa y una banqueta, donde mi sobrina y yo acomodamos nuestros bártulos. De inmediato empecé a ofrecer mis servicios como costurera y a buscar un horno público para hacer empanadas, porque mis ahorros estaban desapareciendo más rápido de lo calculado.
Apenas nos instalamos, apareció Daniel Belalcázar a hacernos una visita. La pieza estaba atiborrada de bultos, así es que debió sentarse en la cama, con su sombrero en la mano. Sólo teníamos agua para ofrecerle y se bebió dos vasos seguidos; estaba sudando. Pasó un rato largo en silencio, escudriñando el suelo de tierra apisonada con desmesurada atención, mientras nosotras esperábamos, tan incómodas como él.
-Doña Inés, vengo a solicitaros, con el mayor respeto, la mano de vuestra sobrina-soltó al fin.
La sorpresa casi me aturde. Nunca había visto entre ellos algo que indicara un romance, y por un momento pensé que el calor había trastornado a Belalcázar, pero la expresión embobada de Constanza me obligó a recapacitar.
-¡La niña tiene quince años! -exclamé, espantada.
-Aquí las muchachas se casan jóvenes, señora.-Constanza no tiene dote.
-Eso no tiene importancia. Nunca he aprobado esa costumbre, y aunque Constanza tuviese una dote de reina, yo no la aceptaría.
-¡Mi sobrina desea ser monja!
-Deseaba, señora, pero ya no -murmuró Belalcázar, y ella lo confirmó con voz clara y rotunda.
Les hice ver que yo carecía de autoridad para entregarla en matrimonio, y menos a un aventurero desconocido, un hombre sin residencia fija que se pasaba la vida anotando tonterías en un cuaderno y la doblaba en edad. ¿Cómo pensaba mantenerla? ¿Acaso pretendía que ella lo siguiera al Orinoco a retratar caníbales? Constanza me interrumpió para anunciar, roja de vergüenza, que era demasiado tarde para oponerme, porque en realidad ya estaban casados ante Dios, aunque no ante la ley humana. Entonces me enteré de que mientras yo hacía empanadas de noche en el barco, ellos dos hacían lo que les daba la real gana en el camarote de Belalcázar. Levanté la mano para darle a Constanza un par de bien merecidas bofetadas, pero él me sujetó el brazo. Al día siguiente se casaron en la iglesia de Cartagena, con el maestro Manuel Martín y yo como testigos. Se instalaron en la posada y empezaron a hacer los preparativos para viajar a la selva, tal como yo temía.
Durante la primera noche que pasé sola en el cuarto de alquiler sucedió una desgracia que tal vez habría podido evitar, si hubiese sido más precavida. Aunque no podía darme ese lujo, porque las bujías eran caras, mantenía una encendida durante buena parte de la noche por temor a las cucarachas, que salen en la oscuridad. Estaba tendida sobre el camastro, cubierta apenas por una camisa ligera, sofocada por el calor y sin poder dormir, pensando en mi sobrina, cuando me sobresaltó un golpe contra la puerta. Había una tranca que se echaba por dentro, pero yo había olvidado ponerla. Una segunda patada hizo saltar el picaporte y Sebastián Romero se perfiló en el umbral. Alcancé a incorporarme, pero el hombre me dio un empujón y me tiró de vuelta sobre la cama, luego se me abalanzó encima profiriendo insultos. Empecé a debatirme a patadas y arañazos, pero me aturdió con un golpe feroz que me dejó sin aliento y sin luz por breves instantes. Cuando recuperé el sentido, él me tenía inmovilizada y estaba sobre mí, aplastándome con su peso, salpicándome de saliva, mascullando groserías. Sentí su aliento asqueroso, sus dedos fuertes incrustados en mi carne, sus rodillas tratando de separarme las piernas, la dureza de su sexo contra mi vientre. El dolor del golpe y el pánico me nublaron el entendimiento. Grité, pero me tapó la boca con una mano, quitándome el aire, mientras con la otra forcejeaba con mi camisa y sus calzas, tarea nada fácil, porque soy fuerte y me retorcía como una comadreja. Para acallarme, me dio un formidable bofetón en la cara y luego empleó las dos manos para rasgarme la ropa; entonces comprendí que no me libraría de él por la
fuerza. Por un instante contemplé la posibilidad de someterme, con la esperanza de que la humillación fuese breve, pero la ira me cegaba y tampoco estaba segura de que después fuera a dejarme en paz; podía matarme para que no lo delatase. Tenía la boca llena de sangre, pero me las arreglé para pedirle que no me maltratara, ya que podíamos gozar los dos, no había prisa, estaba dispuesta a complacerlo en lo que deseara. No recuerdo muy bien los detalles de lo acontecido aquella noche, creo que le acaricié la cabeza murmurando una retahíla de obscenidades aprendidas de Juan de Málaga en la cama, y eso pareció calmar un poco su violencia, porque me soltó y se puso de pie para quitarse las calzas, que tenía arrugadas a la altura de las rodillas. Tanteando bajo la almohada encontré la daga, que siempre tenía cerca, y la empuñé firmemente en la diestra, manteniéndola oculta contra el costado de mi cuerpo. Cuando Romero se me echó encima de nuevo, le permití acomodarse, le atrapé la cintura con ambas piernas levantadas y le rodeé el cuello con el brazo izquierdo. Él lanzó un gruñido de satisfacción, pensando que al fin yo había decidido colaborar, y se dispuso a aprovechar su ventaja.
Entretanto usé las piernas para inmovilizarlo, cruzando los pies sobre sus riñones. Alcé la daga, la cogí a dos manos, calculé el sitio preciso para infligirle el mayor daño, y apreté con todas mis fuerzas en un abrazo mortal, clavándosela hasta la empuñadura. No es fácil enterrar un cuchillo en las fuertes espaldas de un hombre en esa posición, pero me ayudó el terror. Era su vida o la mía. Temí haber errado, porque por un momento Sebastián Romero no reaccionó, como si no hubiese sentido el aguijonazo, pero enseguida dio un alarido visceral y rodó hasta caer al suelo entre los bultos apilados. Trató de ponerse de pie, pero quedó de rodillas, con una expresión de sorpresa que pronto se tornó en horror. Se llevó las manos atrás en un intento desesperado de arrancarse el puñal. Lo aprendido sobre el cuerpo humano curando heridas en el hospital de las monjas me sirvió bien, porque la puñalada fue mortal. El hombre seguía forcejando y yo, sentada en el camastro, lo observaba, tan espantada como él pero dispuesta a saltarle encima si gritaba y cerrarle la boca como fuese. No gritó, un gorgoriteo siniestro escapaba de sus labios entre espumarajos rosados. Al cabo de un tiempo que me pareció eterno, se estremeció como poseído, vomitó sangre y poco después se desmoronó. Esperé mucho rato, hasta que se calmaron mis nervios y pude pensar; entonces me aseguré de que ya no volvería a moverse. En la escasa luz del único candil pude ver que la sangre era absorbida por la tierra del suelo.
Pasé el resto de la noche junto al cuerpo de Sebastián Romero, primero rogándole a la Virgen que me perdonara tan grave crimen y después planeando cómo librarme de pagar las consecuencias. No conocía las leyes de esa ciudad, pero si eran como las de Plasencia iría a parar al fondo de un calabozo hasta que pudiera probar que había actuado en mi propia defensa, ardua tarea, porque la sospecha de los magistrados siempre recae sobre la mujer. No me hice ilusiones: a nosotras se nos culpa de los vicios y pecados de los hombres. ¿Qué supondría la justicia de una mujer joven y sola? Dirían que había invitado al inocente marinero y luego lo había asesinado
para robarle. Al amanecer cubrí el cadáver con una manta, me vestí y me fui al puerto, donde todavía estaba anclada la nave de Manuel Martín. El maestro escuchó mi historia hasta el final, sin interrumpirme, masticando su tabaco y rascándose la cabeza.
-Parece que tendré que hacerme cargo de este lío, doña Inés -decidió cuando terminé de hablar. [17]
:::::>El chelín de plata<:::::::
Érase una vez un chelín. Cuando salió de la ceca, pegó un salto y gritó, con su sonido metálico "¡Hurra! ¡Me voy a correr mundo!." Y, efectivamente, éste era su destino.
El niño lo sujetaba con mano cálida, el avaro con mano fría y húmeda; el viejo le daba mil vueltas, mientras el joven lo dejaba rodar. El chelín era de plata, con muy poco cobre, y llevaba ya todo un año corriendo por el mundo, es decir, por el país donde lo habían acuñado. Pero un día salió de viaje al extranjero. Era la última moneda nacional del monedero de su dueño, el cual no sabía ni siquiera que lo tenía, hasta que se lo encontró entre los dedos.
- ¡Toma! ¡Aún me queda un chelín de mi tierra! - exclamó - ¡Hará el viaje conmigo! -. Y la pieza saltó y cantó de alegría cuando la metieron de nuevo en el bolso. Y allí estuvo junto a otros compañeros extranjeros, que iban y venían, dejándose sitio unos a otros mientras el chelín continuaba en su lugar. Era una distinción que se le hacía.
Llevaban ya varias semanas de viaje, y el chelín recorría el vasto mundo sin saber fijamente dónde estaba. Oía decir a las otras monedas que eran francesas o italianas. Una explicaba que se encontraban en tal ciudad, pero el chelín no podía formarse idea. Nada se ve del mundo cuando se permanece siempre metido en el bolso, y esto le ocurría a él. Pero un buen día se dio cuenta de que el monedero no estaba cerrado, por lo que se asomó a la abertura, para echar una mirada al exterior. Era una imprudencia, pero pudo más la curiosidad, y esto se paga. Resbaló y cayó al bolsillo del pantalón, y cuando, a la noche, fue sacado de él el monedero, nuestro chelín se quedó donde estaba y fue a parar al vestíbulo con las prendas de vestir; allí se cayó al suelo, sin que nadie lo oyera ni lo viese. A la mañana siguiente volvieron a entrar las prendas en la habitación; el dueño se las puso y se marchó, pero el chelín se quedó atrás. Alguien lo encontró y lo metió en su bolso, para que tuviera alguna utilidad.
"Siempre es interesante ver el mundo - pensó el chelín -, conocer a otras gentes, otras costumbres."
- ¿Qué moneda es ésta? - exclamó alguien -. No es del país. Debe ser falsa, no vale.
Y aquí empieza la historia del chelín, tal y como él la contó más tarde.
- ¡Falso! ¡Que no valgo! Aquello me hirió hasta lo más profundo - dijo el chelín -. Sabía que era de buena plata, que tenía buen sonido, y el cuño auténtico. "Esta gente se equivoca - pensé - o tal vez no hablan de mí." Pero sí, a mí se referían: me llamaban falso e inútil. "Habrá que pasarlo a oscuras," dijo el hombre que me había encontrado; y me pasaron en la oscuridad, y a la luz del día volví a oír pestes: "¡Falso, no vale! Tendremos que arreglarnos para sacárnoslo de encima."
Y el chelín temblaba entre los dedos cada vez que lo colaban disimuladamente, haciéndolo pasar por moneda del país.
- ¡Mísero de mí! ¿De qué me sirve mi plata, mi valor, mi cuño, si nadie los estima? Para el mundo nada vale lo que uno posee, sino sólo la opinión que los demás se han formado de ti. Debe ser terrible tener la conciencia cargada, haber de deslizarse por caminos tortuosos, cuando yo, que soy inocente, sufro tanto sólo porque tengo las apariencias en contra. Cada vez que me sacaban, sentía pavor de los ojos que iban a verme. Sabía que me rechazarían, que me tirarían sobre la mesa, como si fuese mentira y engaño.
Una vez fui a parar a manos de una mujer vieja y pobre, en pago de su duro trabajo del día; y ella no encontraba medio de sacudírseme; nadie quería aceptarme, era una verdadera desgracia para la pobre.
- No tengo más remedio que colarlo a alguien - decía -; no puedo permitirme el lujo de guardar un chelín falso. El rico panadero se lo tragará; no le hace tanta falta como a mí; pero, sea como fuere, es una mala acción de mi parte.
- ¡Vaya! ¡Encima voy a ser una carga sobre la conciencia de esta vieja! - suspiró el chelín -. ¿Tanto he cambiado en estos últimos tiempos?
La mujer se fue a la tienda del rico panadero, pero el hombre era perito en materia de monedas buenas y falsas. No me quiso, y hube de sufrir que me arrojaran a la cara de la vieja, la cual tuvo que volverse sin pan. Mi corazón sangraba, pues sólo me habían acuñado para causar disgustos a los demás. ¡Yo, que de joven tanta confianza había merecido y había estado tan seguro y orgulloso de mi valor y de la autenticidad de mi cuño! Me invadió una melancolía tal como sólo un pobre chelín puede sentir cuando nadie lo quiere.
Pero la mujer se me llevó nuevamente a su casa y me miró con cariño, con dulzura y bondad. "¡No, no engañaré a nadie más contigo! - dijo -. Voy a agujerearte para que todo el mundo vea que eres falso; y, no obstante - se me ocurre una idea -, tal vez eres una moneda de la suerte. Se me acaba de ocurrir este pensamiento, y quiero creer en él. Haré un agujero en el chelín, le pasaré un cordón y lo colgaré del cuello del pequeñuelo de la vecina como moneda de la suerte."
Y me agujereó, operación nada agradable, pero que uno soporta cuando se hace con buena intención. Me pasaron un cordón por el orificio, y quedé convertido en una especie de medallón. Colgáronme del cuello del niño, que me sonrió y me besó; y toda la noche descansé sobre el pecho calentito e inocente de la criatura.
A la mañana siguiente, la madre me cogió entre sus dedos y me examinó; pronto comprendí que traía alguna intención. Cogiendo las tijeras, cortó la cuerdecita que me ataba.
- ¿El chelín de la suerte? - dijo -. Pronto lo veremos -. Me puso en vinagre, con lo que muy pronto estuve completamente verde. Luego taponó el agujero y, tras haberme frotado un poco, al atardecer se fue conmigo a la administración de loterías para comprar un número, que debía ser el de la suerte.
¡Qué mal lo pasé! Sentíame oprimido como si fuese a romperme; sabía que me calificarían de falso y me rechazarían, y ello en presencia de todo aquel montón de monedas, todas con su cara y su inscripción, de que tan orgullosas podían sentirse. Pero me fue ahorrada aquella vergüenza; había tanta gente en el despacho de loterías, y el hombre estaba tan atareado, que fui a parar a la caja junto con las demás piezas. Si luego salió premiado el billete, es cosa que ignoro; lo que sí sé es que al día siguiente fui reconocido por falso, puesto aparte y destinado a seguir engañando, siempre engañando. Esto es insoportable cuando se tiene una personalidad real y verdadera, y nadie puede negar que yo la tengo.
Durante mucho tiempo fui pasando de mano en mano, de casa en casa, recibido siempre con improperios, y siempre mal visto. Nadie fiaba en mí; yo había perdido toda confianza en mí mismo y en el mundo. ¡Fueron duros aquellos tiempos!
Un día llegó un viajero; me pusieron en sus manos, y el hombre fue lo bastante cándido para aceptarme como moneda corriente. Pero cuando llegó el momento de pagar conmigo, volví a oír el sempiterno insulto: "No vale. Es falso."
- Pues yo lo tomé por bueno - dijo el hombre, examinándome con detenimiento. Y, de repente, se dibujé una amplia sonrisa en su cara, cosa que no se había producido en ninguna de cuantas me habían mirado. - ¡Qué es esto! - exclamó -. Pero si es una moneda de mi país, un bueno y auténtico chelín de casa, que agujerearon y ahora tienen por falso. ¡Vaya caso divertido! Me lo guardaré y me lo llevaré a mi tierra.
Me estremecí de alegría al oírme llamar chelín bueno y legítimo. Volvería a mi patria, donde todos me conocerían, y sabrían que soy de buena plata y de auténtico cuño. Habría echado chispas de puro gozo, pero eso de despedir chispas no me va, lo hace el acero, pero no la plata.
Me envolvieron en un papel fino y blanco para no confundirme con las demás monedas y pasarme por descuido. Y sólo me sacaban en ocasiones solemnes, cuando acertaban a encontrarse paisanos míos, y siempre hablaban muy bien de mí. Decían que era interesante; es chistoso eso de ser interesante sin haber pronunciado una sola palabra. Y al fin volví a mi patria. Mis penalidades tocaron a su fin y comenzó mi dicha. Era de buena ley, llevaba el cuño legitimo, y el haber sido agujereado para marcarme como falso no suponía desventaja alguna. Con tal de no serlo, la cosa no tiene importancia. Hay que tener paciencia y perseverar, que con el tiempo se hace justicia. Ésta es mi creencia - terminó el chelín.
* * * FIN * * *
Hans Christian Andersen
miércoles, noviembre 27, 2013
Inés del alma mía, ISABEL ALLENDE ((16))
Inés del alma mía[Document Transcript]... Llegó un día en que empezamos a pasar hambre. Entonces me acordé de las empanadas y convencí al cocinero, un negro del norte de África con el rostro bordado de cicatrices, para que me facilitara harina, grasa y un poco de carne seca, que puse a remojar en agua de mar antes de cocinarla. De mis propias reservas aporté aceitunas, pasas, unos huevos cocidos, picados en trocitos, para que cundieran, y comino, una especia barata que da un sabor peculiar al guiso. Habría dado cualquier cosa por unas cebollas, de esas que sobraban en Plasencia, pero no quedaba ninguna en la bodega. Cociné el relleno, sobé la masa y preparé empanadas fritas, porque no había horno. Tuvieron tanto éxito, que a partir de ese día todos contribuían con algo de sus provisiones para el relleno. Hice empanadas de lentejas, garbanzos, pescado, gallina, salchichón, queso, pulpo y tiburón, y me gané así la consideración de los tripulantes y pasajeros. El respeto lo obtuve, después de una tormenta, cauterizando heridas y componiendo huesos quebrados de un par de marineros, como había aprendido a hacer en el hospital de las monjas, en Plasencia. Ése fue el único incidente digno de mención, aparte de haber escapado de corsarios franceses que acechaban las naves de España. Si nos hubiesen dado alcance -como explicó el maestro Manuel Martín-, habríamos sufrido un terrible fin, porque estaban muy bien armados. Al conocer el peligro que se cernía sobre nosotros, mi sobrina y yo nos arrodillamos ante la imagen de Nuestra Señora del Socorro a rogarle con fervor por nuestra salvación, y ella nos hizo el milagro de una neblina tan densa, que los franceses nos perdieron de vista. Daniel Belalcázar dijo que la neblina estaba allí antes de que empezáramos a rezar; el timonel sólo tuvo que enfilar hacia ella. Este Belalcázar era hombre de poca fe pero muy entretenido. Por las tardes nos deleitaba con relatos de sus viajes y de lo que veríamos en el Nuevo Mundo. «Nada de cíclopes, ni gigantes, ni hombres con cuatro brazos y cabeza de perro, pero encontraréis con seguridad seres primitivos y malvados, especialmente entre los castellanos», se burlaba. Nos aseguró que los habitantes del Nuevo Mundo no eran todos salvajes; aztecas, mayas e incas eran más refinados que nosotros, al menos se bañaban y no andaban cubiertos de piojos.
-Codicia, sólo codicia -agregó-. El día que los españoles pisamos el Nuevo Mundo, fue el fin de esas culturas. Al comienzo nos recibieron bien. Su curiosidad superó a la prudencia. Como vieron que a los extraños barbudos salidos del mar les gustaba el oro, ese metal blando e inútil que a ellos les sobraba, se lo regalaron a manos llenas. Sin embargo, pronto nuestro insaciable apetito y brutal orgullo les resultaron ofensivos. ¡Y cómo no! Nuestros soldados abusan de sus mujeres, entran a sus casas y toman sin permiso lo que se les antoja, y al primero que osa ponerse por delante lo despachan de un sablazo. Proclaman que esa tierra, adonde recién han llegado, pertenece a un soberano que vive al otro lado del mar y pretenden que los nativos adoren unos palos cruzados.
-¡Que no os oigan hablar así, señor Belalcázar! Os acusarán de traidor al emperador y de hereje -le advertí.
-No digo sino la verdad. Comprobaréis, señora, que los conquistadores carecen de vergüenza: llegan como mendigos, se comportan como ladrones y se creen señores.
Esos tres meses de travesía fueron largos como tres años, pero me sirvieron para saborear la libertad. No había familia -salvo la tímida Constanza-, ni vecinos ni frailes observándome; no debía rendir cuentas a nadie.
Me despojé de los vestidos negros de viuda y de la cotilla que me aprisionaba las carnes. A su vez, Daniel Belalcázar convenció a Constanza para que se desprendiera del hábito monjil y usara mis sayas.
Los días parecían interminables, y las noches, aún más. La suciedad, la estrechez, la escasa y pésima comida, el mal humor de los hombres, todo contribuía al purgatorio que fue la travesía, pero al menos nos salvamos de las serpientes marinas capaces de tragarse una nave, los monstruos, los tritones, las sirenas que enloquecen a los marineros, las ánimas de los ahogados, los barcos fantasmas y los fuegos fatuos. La tripulación nos advirtió de estos y otros peligros habituales en los mares, pero Belálcazar aseguró que jamás había visto nada de eso.
Un sábado de agosto arribamos a tierra. El agua del océano, antes negra y profunda, se volvió celeste y cristalina. El bote nos condujo a una playa de arenas ondulantes lamida por olas mansas. Los tripulantes se ofrecieron para cargarnos, pero Constanza y yo nos alzamos las sayas y vadeamos el agua; preferimos mostrar las pantorrillas a ir como sacos de harina sobre las espaldas de los hombres. Nunca imaginé que el mar fuese tibio; desde el barco parecía muy frío.
La aldea consistía en unas chozas de cañabrava y techo de palma; la única calle que había era un lodazal, y la iglesia no existía; sólo una cruz de palo sobre un promontorio marcaba la casa de Dios. Los escasos habitantes de aquel villorrio perdido eran una mezcla de marineros de paso, negros y pardos, además de los indios, a los que yo veía por primera vez, unas pobres gentes casi desnudas, miserables. Nos envolvió una naturaleza densa, verde, caliente. La humedad empapaba hasta los pensamientos y el sol se abatía implacable sobre nosotros. La ropa resultaba insoportable, y nos quitamos los cuellos, los puños, las medias y el calzado.
Pronto averigüé que Juan de Málaga no estaba allí. El único que lo recordaba era el padre Gregorio, un infortunado fraile dominico, enfermo de malaria y convertido en anciano antes de tiempo, ya que apenas había cumplido los cuarenta años y parecía tener setenta. Llevaba dos décadas en la selva con la misión de enseñar y propagar la fe de Cristo, y en sus andanzas se había topado un par de veces con mi marido. Me confirmó que, como tantos españoles alucinados, Juan buscaba la mítica ciudad de oro.
-Alto, guapo, amigo de apuestas y del vino. Simpático -dijo.No podía ser otro.
-El Dorado es una invención de los indios para librarse de los extranjeros, que yendo tras el oro acaban muertos -agregó el fraile.
El padre Gregorio nos cedió a Constanza y a mí su choza, donde pudimos descansar, mientras la marinería se embriagaba con un fuerte licor de palma y arrastraba a las indias, contra su voluntad, a la espesura que cercaba el poblado. A pesar de los tiburones, que habían seguido al barco durante días, Daniel Belalcázar se remojó en ese mar límpido durante horas. Cuando se quitó la camisa, vimos que tenía la espalda cruzada de cicatrices de azotes, pero él no dio explicaciones y nadie se atrevió a pedírselas. En el viaje habíamos comprobado que ese hombre tenía la manía de lavarse, por lo visto conocía otros pueblos que lo hacían. Quiso que Constanza entrara en el mar con él, incluso vestida, pero yo no se lo permití; había prometido a sus padres que la devolvería entera y no mordida por un tiburón .
Cuando el sol se puso, los indios encendieron fogatas de leña verde para combatir a los mosquitos que se volcaron sobre el villorrio. El humo nos cegaba y apenas nos permitía respirar, pero la alternativa era peor, porque tan pronto nos alejábamos del fuego nos caía encima la nube de bichos. Cenamos carne de danta, un animal parecido al cerdo, y una papilla blanda que llaman mandioca; eran sabores extraños, pero después de tres meses de pescado y empanadas la cena nos pareció principesca. También probé por primera vez una espumosa bebida de cacao, un poco amarga a pesar de las especias con que la habían sazonado. Según el padre Gregorio, los aztecas y otros indios americanos usan las semillas de cacao como nosotros usamos las monedas, así son de preciosas para ellos.
La tarde se nos fue oyendo las aventuras del religioso, quien se había internado varias veces en la selva para convertir almas. Admitió que en su juventud también había perseguido el sueño terrible de El Dorado. Había navegado por el río Orinoco, plácido como una laguna a veces, torrentoso e indignado en otros tramos. Nos contó de inmensas cascadas que nacen de las nubes y revientan abajo en un arco iris de espuma, y de verdes túneles en el bosque, eterno crepúsculo de la vegetación apenas tocada por la luz del día. Dijo que crecían flores carnívoras con olor a cadáver y otras delicadas y fragantes pero ponzoñosas; también nos habló de aves con fastuoso plumaje, y de pueblos de monos con rostro humano que espiaban a los intrusos desde el denso follaje.
-Para nosotras, que venimos de Extremadura, sobria y seca, piedra y polvo, ese paraíso es imposible de imaginar -comenté.
-Es un paraíso sólo en apariencia, doña Inés. En ese mundo caliente, pantanoso y voraz, infestado de reptiles e insectos venenosos, todo se corrompe rápidamente, sobre todo el alma. La selva transforma a los hombres en rufianes y asesinos.
-Quienes se internan allí sólo por codicia ya están corrompidos, padre. La selva sólo pone en evidencia lo que los hombres ya son -replicó Daniel Belalcázar, mientras anotaba febrilmente las palabras del fraile en su cuaderno por que su intención era seguir la ruta del Orinoco . [16]
:::::>La vieja campana de la iglesia<:::::::
En el país alemán de Württemberg, con sus carreteras bordeadas de magníficas acacias y donde en otoño los manzanos y perales doblan sus ramas bajo la bendición de sus frutos maduros, hay una ciudad llamada Marbach. Es una de las ciudades mas pequeñas de la región, pero está bellamente situada a orillas del Neckar, que discurre al pie de poblaciones, antiguos castillos señoriales y verdes viñedos antes de mezclar sus aguas con las del soberbio Rin.
El año estaba ya muy avanzado, los pámpanos, teñidos de rojo, pendían marchitos. Caían chubascos, y el viento frío arreciaba por momentos; no es ésta la estación más agradable para los pobres. Los días se hacían oscuros, y más aún en el interior de las viejas y angostas casas.
Había una de éstas, de aspecto mísero y exiguo, con hastial que daba a la calle y bajas ventanas. Tan pobre como la casa era la familia que la habitaba; pero era honrada y laboriosa, y en el tesoro de su corazón se guardaba el temor de Dios. Nuestros Señor se disponía a enviarles un hijo más. Sonó la hora, y la madre yacía en cama, presa de los temores y dolores del parto; y he aquí que de la iglesia próxima le llegaron, profundos y solemnes, los sones de una campana. Era una hora solemne, y el tañido de la campana llenó a la piadosa mujer de fervor y confianza. Sus pensamientos se elevaron a Dios, en el mismo momento dio a luz a su hijito, y se sintió inmensamente feliz. La campana de la torre parecía comunicar su regocijo a toda la ciudad y a la campiña. La miraban dos claros ojos infantiles, y el cabello del niño brillaba cual si fuese de oro.
En aquel tenebroso día de noviembre, el pequeño entraba en el mundo saludado por los sones de la campana. Los padres lo besaron, y luego anotaron en su Biblia: "El 10 de noviembre de 1759, Dios nos ha concedido un hijo." Y más tarde añadieron que en el acto del bautismo se le
habían impuesto los nombres de Juan, Cristóbal, Federico.
¿Qué sería de aquel niño, aquel pobrecito hijo de la pequeña villa de Marbach? Nadie lo sabía entonces, ni siquiera la vieja campana de la iglesia, a pesar de estar colgada a tanta altura y de haber sido la primera en tañer y cantar por aquel que, andando el tiempo, había de componer el magnífico poema titulado "La Campana."
El pequeño creció, y creció el mundo que lo rodeaba. Sus padres se trasladaron a otra ciudad, pero dejaron buenas amistades en la pequeña Marbach; por eso, un día madre e hijo volvieron a visitarla. El niño no contaba más que seis años, pero ya sabía algunos pasajes de la Biblia, y varios salmos piadosos. Desde su sillita de mimbre, muchas veladas había escuchado a su padre leyendo las fábulas de Gellert y el "Mesías," de Klopstock. El y su hermanita, dos años mayor que él, habían vertido ardientes lágrimas al oír la historia de Aquél, que para redimirnos había sufrido la muerte en la cruz.
Poco había cambiado la ciudad de Marbach, cuando aquella primera visita. En realidad, había transcurrido poco tiempo. Las casas seguían con sus agudos hastiales, sus paredes torcidas y sus bajas ventanas. En el cementerio se veían algunas sepulturas nuevas, y allí, junto al muro, yacía la vieja campana en medio de la hierba, que, caída de la torre y hendida, no podía ya tocar. La habían sustituido por otra nueva.0
Madre e hijo entraron en el camposanto. Detuviéronse delante de la vieja campana, y la madre contó a su hijito cómo aquélla había servido durante varios centenares de años, pregonando bautizos y bodas y llamando a los entierros. Había anunciado fiestas e incendios, y había cantado durante la vida entera de muchas personas. Y el niño no olvidó nunca lo que su madre le contara; aquél fue el relato que revivió en su pecho cuando, hombre ya, compuso la canción. Y la mujer le contó también cómo aquella campana había llevado confianza y alegría a su corazón, en la hora angustiosa en que Dios le concediera su hijito. Y el niño contemplaba la gran campana vieja con devoción; inclinándose sobre ella la besó, aunque yacía abandonada entre la hierba y las ortigas, rota e inútil para siempre.
La campana siguió viviendo en el recuerdo del chiquillo, que creció en el seno de la pobreza. Era alto y flacucho, pelirrojo y pecoso, pero tenía los ojos claros y límpidos como las aguas profundas. ¿Qué fue de él? Pues tuvo suerte, una suerte envidiable. El favor del príncipe le valió el ingreso en la sección de la Escuela Militar, donde se educaban los hijos de las familias distinguidas, y aquello fue no sólo suerte, sino un honor. Calzaba botines y llevaba corbata almidonada y empolvada peluca. Le proporcionaron conocimientos, a las voces de "¡Marchen!," - "¡Alto!," - "¡De frente!." Algo podía salir de todo aquello.
La vieja campana de la iglesia iría a parar seguramente al horno de fundición. ¿Qué saldría luego de ella? Era imposible decirlo, como también era imposible decir qué saldría, en años venideros, de la campana cuyo recuerdo se guardaba en el pecho del joven cadete. Había en él un metal que resonaba potente, que se haría oír en todos los ámbitos del mundo.0 Cuanto más enrarecida se volvía la atmósfera tras los muros de la escuela, y más ensordecedoras tronaban las voces de mando: "¡Marchen!," - "¡Alto!," - "¡De frente!," tanto más fuertes eran los ecos que repercutían en el pecho del mozo, el cual cantaba sus experiencias y sentimientos en el círculo de sus compañeros, y aquellos sones traspasaban las fronteras del país. Mas no era para eso para lo que le proporcionaban escuela gratuita, vestido y alimentos. Estaba ya numerado como una piececita de la gran máquina de relojería de la que todos debemos ser unas piezas. ¡Qué poco nos comprendemos a nosotros mismos! Y, ¿cómo van a comprendernos los demás, incluso los mejores? Pero es justamente la presión lo que hace nacer un diamante. La presión existía. ¿Reconocería el mundo la piedra preciosa, al correr de los años?
Celebrábase una gran fiesta en la capital del principado. Brillaban millares de lámparas, y elevábanse al cielo los cohetes. Aquel esplendor no se borra del recuerdo de quien, por aquellos días, lloroso y dolorido, trataba de llegar, sin ser visto, a tierra extranjera. Tenía que alejarse de la patria, del lado de su madre, de todos los seres queridos, so pena de naufragar en la corriente de la vulgaridad.
La vieja campana era afortunada, protegida por el muro del cementerio de Marbach. El viento pasaba por encima de ella, y habría podido contarle algo del que vino al mundo mientras ella tañía; contarle lo frío que había soplado sobre él cuando, poco antes, se había dejado caer, completamente agotado, en el bosque del país vecino, llevando por toda riqueza y como única esperanza el manuscrito del "Fiesco." El viento habría podido hablarle de sus primeros protectores, artistas todos ellos, que durante la lectura de estas hojas se habían ido escurriendo uno tras otro para ir a jugar a bolos. Y el viento habría podido hablarle también del pálido jovenzuelo que durante semanas y meses vivió en una mísera posada, cuyo dueño no hacía sino echar pestes, enfurecerse y emborracharse, y donde reinaba una continua francachela, mientras él se concentraba en sus ideales. ¡Duros y tenebrosos días! El corazón ha de participar en aquel dolor y sentir en sí mismo lo que un día será cantado a la faz del mundo.
Por encima de la vieja campana, pasaron, sin que ella los sintiera, días oscuros y frías noches. Pero la campana que se encierra en el humano pecho, ésa sí siente los malos tiempos. ¿Qué fue del joven? ¿Qué fue de la vieja campana? Ésta llegó muy lejos, mucho más lejos de lo que habrían llegado sus sones desde la alta torre. ¿Y el joven? La campana de su pecho resonó a distancia mucho mayor de lo que jamás pisaron sus pies o vieron sus ojos; resonó y sigue resonando, allende el océano, por toda la redondez de la Tierra. Pero oigamos primero qué fue de la campana de la iglesia.
Lleváronsela de Marbach, vendiéronla por bronce viejo y fue a parar a los hornos de fundición de Baviera. ¿Cómo y cuándo fue a parar a ellos? Cuéntelo la propia campana, si puede; no tiene gran importancia. Lo que sí ha podido averiguarse es que llegó a la capital de Baviera. Habían transcurrido muchos años desde que cayera del campanario; ahora iba a ser fundida, y su metal formaría parte de un monumento destinado a perpetuar la memoria de un héroe del espíritu alemán. Oíd ahora cómo sucedieron las cosas. ¡Qué maravillosos son los sucesos del mundo! En una de las verdes islas de Dinamarca, donde crece el haya y se levantan numerosos monumentos megalíticos, vivía un muchacho muy pobre. Había calzado zuecos y llevado a su padre, que era leñador, la comida envuelta en un viejo paño. Aquel pobre muchacho llegó a ser el orgullo de su país; creó magníficas obras de mármol que causaron la admiración del mundo entero, y fue él precisamente quien recibió el honroso encargo de modelar en arcilla la figura que había de ser luego fundida en bronce, la efigie de aquel otro muchacho cuyo nombre anotara su padre en la Biblia: Juan, Cristóbal, Federico.
Y en el molde se vertió el bronce derretido, la vieja campana de la iglesia; nadie pensó en su patria, nadie en su extinto tañido. La campana fundida fue vertida en el molde y formó la cabeza y el pecho de la estatua que hoy se levanta frente al gran palacio de Stuttgart, en el mismo lugar donde el personaje que representa hubo de sostener en vida una dura lucha bajo la opresión del mundo. Él, el adolescente de Marbach, el alumno de la Karlschule, el fugitivo, el grande e inmortal poeta de Alemania, que cantó al libertador de Suiza y a la santa doncella liberadora de Francia.
Brillaba el sol, ondeaban banderas en las torres y los tejados de la real ciudad de Stuttgart, las campanas de los templos tocaban en son de fiesta y de alegría; sólo una callaba, brillando a la radiante luz del sol, convertida en el rostro y el pecho de la nueva estatua. Cien años justos habían transcurrido desde el día en que la campana de la torre de Marbach había llevado la alegría y la confianza a la madre doliente que daba a luz a su hijo, pobre en una casa pobre, pero llamado a ser el hombre rico cuyos tesoros son una bendición del mundo. Cien años habían transcurrido desde el nacimiento del poeta de los nobles corazones femeninos, el cantor de lo grande y lo sublime; desde el nacimiento de Juan Cristóbal Federico Schiller.
* * * FIN * * *
Hans Christian Andersen
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