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sábado, marzo 01, 2014
Inés del alma mía, ISABEL ALLENDE ((52))
Inés del alma mía[Document Transcript]... Felipe, o Felipillo, como llamaban al joven mapuche, se convirtió en la sombra de Pedro y llegó a ser una figura familiar en la ciudad, mascota de los soldados, a quienes divertía la forma en que imitaba los modales y la voz del gobernador, sin ánimo de burla, sino por admiración. Pedro fingía no darse cuenta, pero sé que le halagaba la callada atención del muchacho y su prontitud para servirlo: bruñía su armadura con arena, afilaba su espada, ensebaba sus correas si conseguía un poco de grasa, y, sobre todo, cuidaba a Sultán como si fuese su hermano. Pedro lo trataba con esa jovial indiferencia con que se convive con un perro fiel; no necesitaba hablarle, Felipe adivinaba los deseos del Taita. Pedro ordenó a un soldado que enseñara al chico a usar un arcabuz «para que defienda a las mujeres de la casa en mi ausencia», manifestó, lo cual me ofendió, porque siempre era yo quien defendía no sólo a las mujeres, también a los varones. Felipe era un muchacho contemplativo y silencioso, capaz de pasar horas inmóvil, como un monje anciano. «Es flojo, como todos los de su raza», decían de él. Con el pretexto de las clases de mapudungu -una imposición casi intolerable para él, porque me despreciaba por ser mujer-, averigüé buena parte de lo que sé sobre los mapuche. Para ellos la Santa Tierra provee, la gente toma lo necesario y agradece, no toma más y no acumula; el trabajo es incomprensible, puesto que no hay futuro. ¿Para qué sirve el oro? La tierra no es de nadie, el mar no es de nadie; la sola idea de poseerlos o dividirlos producía ataques de risa al habitualmente sombrío Felipe. Las
personas tampoco pertenecen a otros. ¿Cómo pueden los huincas comprar y vender gente si no es suya? A veces el muchacho pasaba dos o tres días mudo, huraño, sin comer, y al preguntarle qué le sucedía, la respuesta era siempre la misma: «Hay días contentos y días tristes». Cada uno es dueño de su silencio. Se llevaba mal con Catalina, quien desconfiaba de él, pero se contaban los sueños, porque para ambos la puerta estaba siempre abierta entre las dos mitades de la vida, nocturna y diurna, y a través de los sueños la divinidad se comunicaba con ellos. No hacer caso de los sueños causa grandes desgracias, aseguraban. Felipe nunca permitió que Catalina le echara la suerte con sus cuentas y conchas de adivinar, por las que sentía un terror supersticioso, tal como se negaba a probar sus yerbas medicinales.
Los criados tenían prohibido montar los caballos, bajo pena de azotes, pero con Felipe se hizo una excepción, ya que él los alimentaba y era capaz de domarlos sin violencia, hablándoles al oído en mapudungu. Aprendió a cabalgar como un gitano y sus proezas causaban sensación en esa aldea triste. Se pegaba sobre la bestia hasta ser parte de ella, iba con su ritmo, sin forzarla jamás. No usaba montura ni espuelas, guiaba con una leve presión de las rodillas y llevaba las riendas en la boca, así las dos manos le quedaban libres para el arco y las flechas. Podía subirse cuando el caballo iba a la carrera, dar vuelta sobre el lomo y quedar mirando hacia la cola o colgarse con brazos y piernas, de modo que galopaba con el pecho contra el vientre del animal. Los hombres le hacían ruedo y, por mucho que lo intentaron, ninguno pudo imitarlo. A veces se perdía por varios días en sus excursiones de caza y, justo cuando ya lo dábamos por muerto en manos de Michimalonko, retornaba sano y salvo con una rastra de pájaros al hombro para enriquecer nuestra desabrida sopa. Valdivia se inquietaba cuando desaparecía; en más de una ocasión lo amenazó con el látigo si volvía a salir sin permiso, pero nunca cumplió, porque dependíamos del producto de sus cacerías. Al centro de la plaza estaba el tronco ensangrentado donde se aplicaban las penas de azote, pero a Felipe no parecía causarle ningún temor. Para entonces se había convertido en un adolescente delgado, alto para alguien de su raza, puro hueso y músculo, de expresión inteligente y ojos sagaces. Era capaz de echarse a las espaldas más peso que cualquier hombre adulto y cultivaba un desprecio absoluto por el dolor y la muerte. Los soldados admiraban su estoicismo y algunos, para entretenerse, lo ponían a prueba. Tuve que prohibirles que lo desafiaran a coger un carbón encendido con la mano o clavarse espinas untadas en ají picante. Invierno y verano se bañaba por horas en las aguas siempre frías del Mapocho. Nos explicó que el agua helada fortalece el corazón, por eso las madres mapuche sumergen a los niños en agua apenas nacen. Los españoles, que huyen del baño como del fuego, se instalaban en lo alto del muro a observarlo nadar y cruzar apuestas sobre su resistencia. A veces se sumergía en las aguas tormentosas del río durante varios padrenuestros y, cuando ya los mirones empezaban a pagar las apuestas a los ganadores, Felipe aparecía ileso.
Lo peor de esos años fue el desamparo y la soledad. Esperábamos socorro sin saber si habría de llegar, todo dependía de la gestión del capitán Monroy. Ni siquiera00 la infalible red de espías de Cecilia pudo dar razón de él y los otros cinco bravos, pero no nos hacíamos ilusiones. Habría sido un milagro si ese puñado de hombres hubiese pasado entre los indios hostiles, cruzado el desierto y llegado a su destino. Pedro me decía, en la intimidad de nuestras conversaciones en la cama, que el verdadero milagro sería que Monroy consiguiese ayuda en el Perú, donde nadie quería invertir dinero en la conquista de Chile. Los arreos de oro de su caballo lograrían impresionar a los curiosos, pero no a los políticos y comerciantes. El mundo se nos redujo a unas cuantas cuadras dentro de un murallón de adobe, a las mismas caras estragadas, a los días sin noticias, a la eterna rutina, a las esporádicas salidas de la caballería en busca de comida o a repeler a un grupo de indios atrevidos, a rosarios, procesiones y entierros. Hasta las misas se redujeron a un mínimo, porque nos quedaba sólo media botella de vino para consagrar y habría sido un sacrilegio usar chicha. Eso sí, no faltó agua, porque cuando los indios nos impedían ir al río o atascaban con piedras los canales de riego de los incas, hicimos pozos. No se necesitaba mi talento para ubicar agua, porque donde caváramos la había en abundancia. Como carecíamos de papel para anotar las actas del cabildo y las sentencias judiciales, se usaban tiras de cuero, pero en un descuido se las comieron los perros hambrientos, de manera que hay pocos registros oficiales de las penurias pasadas en esos años.00 Esperar y esperar, en eso se nos iban los días. Esperábamos a los indios con las armas en la mano, esperábamos que cayera un ratón en las trampas, esperábamos noticias de Monroy. Estábamos cautivos dentro de la ciudad, rodeados de enemigos, medio muertos de hambre, pero había cierto orgullo en la desgracia y la pobreza. Para las festividades, los soldados se colocaban la armadura completa sobre el cuerpo desnudo o protegido por pedazos de piel de conejo o de rata, porque no disponían de ropa para llevar debajo, pero las mantenían brillantes como plata. La única sotana de González de Marmolejo estaba tiesa de zurcidos y de mugre, pero para la misa se ponía encima un pedazo de mantel de encaje que se había salvado del incendio. Al igual que Cecilia y otras mujeres de los capitanes, carecía de sayas decentes, pero pasábamos horas peinándonos y nos teñíamos los labios de rosa con el fruto amargo de un arbusto que, según Catalina, era venenoso. Ninguna se murió de eso, pero es cierto que nos producía una cagantina muy fea. Nos referíamos a nuestras miserias siempre en tono de chanza, porque quejarse en serio habría sido de pusilánimes. Los yanaconas no entendían esa forma de humor, tan española, y andaban como perros apaleados soñando con volver al Perú. Algunas mujeres indígenas escaparon para entregarse a los mapuche, con quienes al menos no pasarían hambre, y ninguna regresó. Para evitar que las imitaran, echamos a correr el rumor de que se las habían comido, aunque Felipe sostenía que los mapuche siempre están dispuestos a agregar otra esposa a sus familias.
-¿Qué pasa con ellas cuando muere el marido? -le pregunté en mapudungu, pensando en la mortandad de guerreros que dejaban las batallas.
-Se hace lo que se debe: el hijo mayor las hereda a todas menos a su madre -mecontestó.
-Y tú, mocoso, ¿no quieres casarte todavía? -le sugerí en broma.-No es el momento de robar una mujer -replicó, muy serio.
En la tradición mapuche el novio roba, con ayuda de sus hermanos y amigos, a la muchacha que desea, según me contó. A veces la partida de mozalbetes entra con violencia en la casa de la chica, amarra a los padres y se la lleva pataleando, pero después se arregla el entuerto, siempre que la novia esté de acuerdo, cuando el pretendiente paga la suma correspondiente en animales y otros bienes a sus futuros suegros. Así formalizan la unión. El hombre puede tener varias esposas, pero debe dar lo mismo a cada una y tratarlas igual. A menudo se casa con dos o más hermanas, para no separarlas. González de Marmolejo, quien solía asistir a mis lecciones de mapudungu, explicó a Felipe que esta desenfrenada lascivia era prueba sobrada de la presencia del demonio entre los mapuche, quienes sin el agua sagrada del bautismo terminarían asándose en las brasas del infierno. El muchacho le preguntó si también el demonio estaba entre los españoles, que tomaban una docena de indias sin retribuir con llamas y guanacos a los padres, como se debe, y además les pegaban, no les daban a todas igual trato y cuando se les antojaba las cambiaban por otras. Tal vez españoles y mapuche se encontrarían en el infierno, donde seguirían matándose unos a otros por toda la eternidad, sugirió. Yo debí salir deprisa y a tropezones de la habitación para no reírme en las venerables barbas del clérigo.
Pedro y yo estábamos hechos para el esfuerzo, no para la molicie. El desafío de sobrevivir un día más y mantener en alto la moral de la colonia nos llenaba de energía. Sólo cuando estábamos solos nos permitíamos el desaliento, pero no duraba mucho, pronto nos burlábamos de nosotros mismos. «Prefiero estar mascando ratones aquí contigo, que vestida de brocado en las cortes de Madrid», le decía yo. «Digamos, mejor, que prefieres ser la Gobernadora aquí, que hacer bolillo en Plasencia», me respondía. Y caíamos abrazados sobre la cama, riendo como chiquillos. Nunca estuvimos más unidos, nunca hicimos el amor con tanta pasión y sabiduría como en esa época. Cuando pienso en Pedro, son ésos los momentos que atesoro; así quiero recordarlo, como era a los cuarenta y tantos años, estragado por el hambre, pero de ánimo fuerte y decidido, lleno de ilusión. Agregaría que deseo recordarlo enamorado, pero sería redundante, porque siempre lo estuvo, incluso cuando nos separamos. Sé que murió pensando en mí. En el año de su muerte, 1553, yo me hallaba en Santiago y él guerreando en Tucapel, a muchas leguas de distancia, pero supe tan claramente que agonizaba y moría, que cuando me trajeron la noticia, varias semanas más tarde, no derramé lágrimas. Ya se me había agotado el llanto. [52]
:::::>>La suerte puede estar en un palito<<:::::::
Ahora os voy a contar un cuento sobre la suerte.
Todos conocemos la suerte; algunos la ven durante todo el año, otros sólo ciertos años y en un único día; incluso hay personas que no la ven más que una vez en su vida; pero todos la vemos alguna vez.
No necesito decir, pues todo el mundo lo sabe, que Dios envía al niñito y lo deposita en el seno de la madre, lo mismo puede ser en el rico palacio y en la vivienda de la familia acomodada, que en pleno campo, donde sopla el frío viento. Lo que no saben todos - y, no obstante, es cierto - es que Nuestro Señor, cuando envía un niño, le da una prenda de buena suerte, sólo que no la pone a su lado de modo visible, sino que la deja en algún punto del mundo, donde menos pueda pensarse; pero siempre se encuentra, y esto es lo más alentador. Puede estar en una manzana, como ocurrió en el caso de un sabio que se llamaba Newton: cayó la manzana, y así encontró él la suerte. Si no conoces la historia, pregunta a los que la saben; yo ahora tengo que contar otra: la de una pera.
Érase una vez un hombre pobre, nacido en la miseria, criado en ella y en ella casado. Era tornero de oficio, y torneaba principalmente empuñaduras y anillas de paraguas; pero apenas ganaba para vivir.
- ¡Nunca encontraré la suerte! -decía. Advertid que es una historia verdadera, y que podría deciros el país y el lugar donde residía el hombre, pero esto no hace al caso.
Las rojas y ácidas acerolas crecían en torno a su casa y en su jardín, formando un magnífico adorno. En el jardín había también un peral, pero no daba peras, y, sin embargo, en aquel árbol se ocultaba la suerte, se ocultaba en sus peras invisibles. Una noche hubo una ventolera horrible; en los periódicos vino la noticia de que la gran diligencia había sido volcada y arrastrada por la tempestad como un simple andrajo. No nos extrañará, pues, que también rompiera una de las mayores ramas del peral.
Pusieron la rama en el taller, y el hombre, por pura broma, torneó con su madera una gruesa pera, luego otra menor, una tercera más pequeña todavía y varias de tamaño minúsculo.
De esta manera el árbol hubo de llevar forzosamente fruto por una vez siquiera. Luego el hombre dio las peras de madera a los niños para que jugasen con ellas.
En un país lluvioso, el paraguas es, sin disputa, un objeto de primera necesidad. En aquella casa había uno roto para toda la familia.
Cuando el viento soplaba con mucha violencia, lo volvía del revés, y dos o tres veces lo rompió, pero el hombre lo reparaba. Lo peor de todo, sin embargo, era que el botón que lo sujetaba cuando estaba cerrado, saltaba con mucha frecuencia, o se rompía la anilla que cerraba el varillaje.
Un día se cayó el botón; el hombre, buscándolo por el suelo, encontró en su lugar una de aquellas minúsculas peras de madera que había dado a los niños para jugar.
Un día se cayó el botón; el hombre, buscándolo por el suelo, encontró en su lugar una de aquellas minúsculas peras de madera que había dado a los niños para jugar.
- No encuentro el botón -dijo el hombre-, pero este chisme, podrá servir lo mismo -. Hizo un agujero en él, pasó una cinta a su través, y la perita se adaptó a la anilla rota. Indudablemente era el mejor sujetador que había tenido el paraguas.
Cuando, al año siguiente, nuestro hombre envió su partida de puños de paraguas a la capital, envió también algunas de las peras de madera torneada con media anilla, rogando que las probasen; y de este modo fueron a parar a América. Allí se dieron muy pronto cuenta de que la perita sujetaba mejor que todos los botones, por lo que solicitaron del comerciante que, en lo sucesivo, todos los paraguas vinieran cerrados con una perita.
¡Cómo aumentó el trabajo! ¡Peras por millares! Peras de madera para todos los paraguas. Al hombre no le quedaba un momento de reposo, tornea que tornea. Todo el peral se transformó en pequeñas peras de madera. Llovían los chelines y los escudos.
- ¡En el peral estaba escondida mi suerte! -dijo el hombre. Y montó un gran taller con oficiales y aprendices. Siempre estaba de buen humor, y decía-: La suerte puede estar en un palito.
Yo, que cuento la historia, digo lo mismo.
Ya conocéis aquel dicho: "Ponte en la boca un palito blanco, y serás invisible." Pero ha de ser el palito adecuado, el que Nuestro Señor nos dio como prenda de suerte. Yo lo recibí, y, como el hombre de la historia, puedo sacar de él oro contante y sonante, oro reluciente, el mejor, el que brilla en los ojos infantiles, resuena en la boca del niño y también en la del padre y la madre. Ellos leen las historias y yo estoy a su lado, en el centro de la habitación, pero invisible, pues tengo en la boca el palito blanco. Si observo que les gusta lo que les cuento, entonces digo a mi vez: "¡La suerte puede estar en un palito!."
* * * FIN * * *
Hans Christian Andersen
miércoles, febrero 26, 2014
Inés del alma mía, ISABEL ALLENDE ((51))
Inés del alma mía[Document Transcript]... Capítulo cinco
Los años trágicos, 1513-1549
Después de la destrucción de Santiago se reunió el cabildo para decidir la suerte de nuestra pequeña colonia, amenazada de extinción, pero antes de que prevaleciera la idea de regresar al Cuzco, que la mayoría apoyaba, Pedro de Valdivia impuso el peso de su autoridad y un sartal de promesas difíciles de cumplir para lograr que nos quedáramos. Lo primero, decidió, sería pedir socorro al Perú; luego, fortificar Santiago con un muro capaz de desalentar a los enemigos, como el de las ciudades europeas. Lo demás se vería por el camino, pero debíamos tener fe en el futuro, habría oro, plata, mercedes de tierra y encomiendas de indios para trabajarlas, aseguró. ¿Indios? No sé en cuáles estaba pensando, porque los chilenos no habían dado muestras de complacencia.
Pedro ordenó a Rodrigo de Quiroga que juntara el oro disponible, desde las escasas monedas que algunos soldados habían ahorrado durante una vida y llevaban escondidas en las botas, hasta el único copón de la iglesia y lo poco extraído del lavadero en Marga-Marga. Se lo dio al herrero, quien lo fundió e hizo el aparejo completo de un jinete, freno de las riendas y estribos del caballo, espuelas y guarniciones para la espada. El valeroso capitán Alonso de Monroy, así ataviado de oro macizo, para impresionar y atraer colonos a Chile, fue enviado por el desierto al Perú con cinco soldados y los únicos seis caballos que no estaban heridos o en los huesos. El capellán González de Marmolejo les dio la bendición, los escoltamos por un tramo y luego los despedimos con pesar, porque no sabíamos si volveríamos a verlos. Comenzaron para nosotros dos años de gravísimas miserias, de los que quisiera no acordarme, tal como quisiera olvidar la muerte de Pedro de Valdivia, pero no se puede mandar en la memoria ni en las pesadillas. Un tercio de los soldados se turnaba para vigilar de día y de noche, mientras los demás, convertidos en labriegos y albañiles, sembraban la tierra, reconstruían las casas y levantaban el muro para proteger la ciudad. Las mujeres trabajábamos codo a codo con los soldados y los yanaconas. Teníamos muy poca ropa, porque la mayor parte había sido destruida en el incendio; los hombres andaban con un taparrabo, como los salvajes, y las mujeres, olvidado el pudor, en camisa. Esos inviernos fueron muy crudos y todos se enfermaron, menos Catalina y yo, que teníamos cuero de mula, como decía González de Marmolejo, admirado. Tampoco había alimento, salvo unos pastos naturales del valle, piñones, frutos amargos y raíces, que comían por igual humanos, caballos y animales de corral. Los puñados de semilla que había salvado de la quemazón se usaron para plantar y al año siguiente obtuvimos varias fanegas de trigo, que se plantaron a su vez, de modo que no probamos una hogaza de pan hasta el tercer año. Pan, el alimento del alma, ¡qué falta nos hacía! Cuando ya nada teníamos que interesara al curaca Vitacura para hacer trueque, nos volvió la espalda y se nos terminaron las bolsas de maíz y frijoles, que antes conseguíamos por las buenas. Los soldados debían hacer incursiones a las aldeas para robar granos, aves, mantas, lo que pudieran hallar, como bandidos. Supongo que a los quechuas de Vitacura no les faltaba lo esencial, pero los indios chilenos destruyeron sus propios sembradíos, decididos a morir de inanición si así acababan con nosotros. Acuciados por la hambruna, los habitantes de las aldeas se dispersaron hacia el sur. El valle, antes efervescente de actividad, se despobló de familias, pero no de guerreros. Michimalonko y sus huestes nunca dejaron de molestarnos, siempre listos para atacar con la rapidez del relámpago y enseguida desaparecer en los bosques. Nos quemaban los sembradíos, nos mataban los animales, nos asaltaban si andábamos sin protección armada, de manera que estábamos presos dentro de los muros de Santiago. No sé cómo Michimalonko alimentaba a sus hombres, porque los indios ya no sembraban. «Comen muy poco, pueden pasar meses con unos granos y piñones», me informó Felipe, el chico mapuche, y agregó que los guerreros llevaban una bolsita al cuello con un puñado de granos tostados, con eso podían vivir una semana.
Con su habitual tenacidad y optimismo, que nunca aflojaron, el gobernador obligaba a la gente, agotada y enferma, a labrar la tierra, hacer adobes, construir el muro fortificado y el foso en tomo a la ciudad, entrenarse para la guerra y mil otras ocupaciones, porque sostenía que el ocio desmoraliza más que el hambre. Era cierto. Nadie habría sobrevivido al desaliento si hubiera tenido tiempo de pensar en su suerte, pero no lo había, ya que desde el amanecer hasta bien entrada la noche se trabajaba. Y si sobraban horas, rezábamos, que nunca está de más. Adobe a adobe creció un murallón de la altura de dos hombres en torno a Santiago; tabla a tabla surgieron la iglesia y las casas. Puntada a puntada las mujeres y yo zurcíamos los andrajos, que no se lavaban para que no se deshicieran en hilachas en el agua. Sólo usábamos ropa más o menos decente para ocasiones muy especiales, que también las había, no todo era lamento; celebrábamos las fiestas religiosas, las bodas, a veces un bautizo. Daba pena ver los rostros demacrados de la población, las cuencas hundidas, las manos convertidas en garras, el desaliento. Me adelgacé tanto, que cuando me tendía de espaldas en el lecho se me salían los huesos de las caderas, las costillas, las clavículas, podía palparme los órganos internos, apenas cubiertos por la piel. Me endurecí por fuera, el cuerpo se me secó, pero se me ablandó el corazón. Sentía un amor de madre por esa desventurada gente, soñaba que tenía los pechos llenos de leche para alimentarlos a todos. Llegó un día en que se me olvidó la hambruna, me acostumbré a esa sensación de vacío y liviandad que a veces me hacía alucinar. No se me aparecían cerdos asados con una manzana en la boca y una zanahoria en el culo, como les ocurría a ciertos soldados, que no hablaban de otra cosa, sino paisajes borrados por la niebla, donde paseaban los muertos. Se me ocurrió disimular la miseria esmerándome en la limpieza, en vista de que agua había en abundancia. Inicié una lucha contra piojos, pulgas y mugre, pero dio por resultado que empezaron a desaparecer ratones, cucarachas y otros bichos que servían para la sopa; entonces dejamos de enjabonar y fregar.
El hambre es cosa rara, acaba con la energía, nos hace lentos y tristes, pero despeja la mente y azuza la lujuria. Los hombres, patéticos esqueletos casi desnudos, seguían persiguiendo a las mujeres, y ellas, famélicas, quedaban preñadas. En medio de
la hambruna nacieron algunos infantes en la colonia, aunque la mayoría no sobrevivió. De los que teníamos al principio, murieron varios en esos dos inviernos y los demás tenían los huesos al aire, vientres hinchados y ojos de anciano. Preparar la magra sopa común para españoles e indios llegó a ser un desafío mucho mayor que el de los sorpresivos ataques de Michimalonko. En grandes calderos hervíamos agua con las yerbas disponibles en el valle -romero, laurel, boldo, maitén- y luego agregábamos lo que hubiese: unos puñados de maíz o frijoles de nuestras reservas, que disminuían muy rápido, papas o tubérculos del bosque, pasto de cualquier clase, raíces, ratones, lagartijas, grillos, gusanos. Por orden de Juan Gómez, alguacil de nuestra diminuta ciudad, yo disponía de dos soldados armados de día y de noche para evitar que se robaran lo poco que teníamos en la bodega y la cocina, pero igual desaparecían puñados de maíz o unas papas. Me quedaba muda ante esas raterías de lástima, porque Gómez habría tenido que azotar a los criados en castigo y eso sólo habría empeorado nuestra situación. Había bastante sufrimiento, no podíamos agregar más. Engañábamos el estómago con tisanas de menta, tilo y matico. Si morían animales domésticos, se utilizaba el cadáver completo: con la piel nos cubríamos, la grasa se empleaba en bujías, hacíamos charqui con la carne, las vísceras se destinaban al guiso y las pezuñas a herramientas. Los huesos servían para dar sabor a la sopa y se hervían una y otra vez, hasta que se disolvían en el caldo, como ceniza. Hervíamos pedazos de cuero seco para que los chuparan los niños, engañando así el hambre. Los cachorros que nacieron ese año fueron a dar a la olla apenas se destetaron, porque no podíamos alimentar más perros, pero hicimos lo posible por mantener vivos a los demás, ya que eran la primera línea de ataque contra los indígenas, por eso se salvó mi fiel Baltasar.
Felipe tenía una puntería natural, donde ponía el ojo ponía la flecha, y siempre estaba dispuesto a salir de caza. El herrero le hizo flechas con puntas de hierro, más efectivas que sus piedras afiladas, y el chico regresaba de sus excursiones con liebres y pájaros, a veces incluso con un gato de montaña. Era el único que se atrevía a salir solo por los alrededores, mimetizado con el bosque, invisible para el enemigo; los soldados andaban en grupos y así no podían cazar ni un elefante, en caso de que los hubiera en el Nuevo Mundo. De igual forma, desafiando el peligro, traía brazadas de pasto para los animales y gracias a él los caballos se mantenían de pie, aunque flacos.00 Me avergüenza contarlo, pero sospecho que en ocasiones hubo canibalismo entre los yanaconas y también entre algunos de nuestros hombres desesperados, tal como trece años más tarde lo hubo entre los mapuche, cuando el hambre se extendió por el resto del territorio chileno. Los españoles se sirvieron de eso para justificar la necesidad de someterlos, civilizarlos y cristianizarlos, ya que no existía mayor prueba de barbarie que el canibalismo; pero los mapuche nunca habían caído en eso antes de nuestra llegada. En ciertos casos, muy raros, devoraban el corazón de un enemigo para adquirir su poder, pero era rito y no costumbre. La guerra de la Araucanía causó hambruna. Nadie podía cultivar el suelo, porque lo primero que hacían tanto indios como españoles era quemar las siembras y matar el ganado del otro bando, después
vino una sequía y el chivalongo o tifus, que causó terrible mortandad. Para mayor castigo, cayó una plaga de ranas que infestaron el suelo con una baba pestilente. En esa época terrible, los españoles, que eran pocos, se alimentaban de lo que arrebataban a los mapuche, pero éstos, que eran miles y miles, vagaban desfallecientes por los campos yermos. La falta de alimento les indujo a comer la carne de sus semejantes. Dios ha de tener en cuenta que esa desdichada gente no lo hizo por pecar, sino por necesidad. Un cronista, que hizo las campañas del sur en 1555, escribió que los indios acudían a comprar cuartos de hombre como quien compra cuartos de llama. El hambre... quien no la ha sufrido no tiene derecho a pasar juicio. Me contó Rodrigo de Quiroga que en el infierno de la selva caliente de los Chunchos los indios devoraban a sus propios compañeros. Si la necesidad forzó a los españoles a participar en ese pecado, se abstuvo de mencionarlo. Catalina, sin embargo, me aseguró que los viracochas no son diferentes de cualquier otro mortal, algunos desenterraban a los muertos para asar los muslos y salían a cazar indios en el valle con el mismo fin. Cuando se lo dije a Pedro me hizo callar, temblando de indignación, pues le parecía imposible que un cristiano cometiera semejante infamia; entonces debí recordarle que, gracias a mí, él comía un poco mejor que los demás en la colonia, y por lo mismo debía callarse. Bastaba ver la alegría demente de quien lograba cazar una rata en la ribera del Mapocho para comprender que incluso el canibalismo podía suceder. [51]
:::::>>Lo que se puede inventar<<:::::::
Érase una vez un joven que estudiaba para poeta. Quería serlo ya para Pascua, casarse y vivir de la poesía, que, como él sabía muy bien, se reduce a inventar algo, sólo que a él nada se le ocurría. Había venido al mundo demasiado tarde; todo había sido ya ideado antes de llegar él; se había escrito y poetizado sobre todas las cosas.
- ¡Felices los que nacieron mil años atrás! - suspiraba. ¡Cuán fácil les resultó ganar la inmortalidad! ¡Feliz incluso el que nació hace un siglo, pues entonces aún quedaba algo sobre que escribir. Hoy, en cambio, todo está agotado. ¿De qué puedo tratar en mis versos?
Y estudió tanto, que cayó enfermo y se encontró en la miseria. Los médicos nada podían hacer por él; tal vez la adivina lograse aliviarlo. Vivía en la casita junto a la verja, y cuidaba de abrir ésta a los coches y jinetes; pero sabía hacer algo más que abrir la verja: era más lista que un doctor, que viaja en coche propio y paga impuestos.
- ¡Tengo que ir a verla! - dijo el joven.
La casa donde residía era pequeña y linda, pero de aspecto tristón. No había ni un árbol ni una flor; junto a la puerta veíase una colmena, cosa muy útil, y un foso, donde crecía un endrino que había florecido ya y tenía ahora unas bayas de aquellas que no se pueden comer hasta que las han tocado las heladas, pues hacen contraer la boca.
"He aquí el símbolo de nuestra prosaica época," pensó el joven; aquello era al menos un pensamiento, un granito de oro encontrado a la puerta de la adivina.
- Anótalo - dijo ella -. Las migas también son pan. Sé para qué has venido: no se te ocurre nada, y, sin embargo, quieres ser poeta antes de Pascua.
- Ya lo han escrito todo - dijo él -. Nuestra época no es como antes.
- No - contestó la mujer -. En aquellos tiempos quemaban a las brujas, y los poetas paseaban con el estómago vacío y los codos rotos. Nuestra época es muy buena, la mejor de todas. Pero tú no sabes captar bien las cosas, no tienes el oído aguzado, y seguramente por la noche no rezas el Padrenuestro. Los temas son inagotables, si uno los sabe manejar. Puedes extraerlos de las plantas de la tierra, de las aguas fluyentes y de las estancadas, pero necesitas comprender, tienes que aprender a coger un rayo de sol. Prueba mis gafas, ponte al oído mi trompetilla, ruega a Dios y deja de pensar en ti mismo.
Esto último era muy difícil, más de lo que puede exigir una adivina.
Diole las gafas y la trompetilla, y lo condujo al centro del campo de patatas. La mujer le puso en la mano un grueso tubérculo, que resultó sonoro; salía de él una canción con palabras: la historia de las patatas. He ahí una cosa interesante: una historia cotidiana en diez líneas; diez líneas bastaban.
¿Y qué cantaba la patata?
Pues cantaba de sí misma y de su familia, de la llegada de las patatas a Europa, de los desprecios que habían debido sufrir antes de ser como son hoy, una bendición mayor que un terrón de oro.
- Por mandato del Rey fuimos distribuidas en las casas consistoriales de todas las ciudades y se publicaron bandos acerca de nuestro gran valor, pero la gente no les hizo caso, no sabían plantarnos. Uno abría un hoyo y metía en él toda una fanega de patatas; otro plantaba una aquí y otra allí y se quedaba esperando que saliera un árbol para sacudirle los frutos. Brotaron plantas, flores, tubérculos, pero todo se marchitó. Nadie adivinaba lo que podía haber en la tierra, en la bendición que eran las patatas. Sí, hemos resistido y sufrido; es decir, nuestros abuelos, pero ellos y nosotros somos una sola y misma cosa. ¡Qué historia la nuestra!
- Bueno, basta de esto - dijo la adivina -. Ahora mira el endrino.
- Tenemos también próximos parientes en la tierra de las patatas, sólo que más al Norte que ellas - dijeron las endrinas -. De Noruega vinieron unos normandos que, a través de la niebla y desafiando las tempestades, navegaban con rumbo a un país desconocido; allí, más allá del hielo y la nieve, encontraron hierbas y verdes prados, y unos arbustos que daban unas bayas de color azul negruzco: los endrinos. Los racimos maduraban al helarse, que es lo que hacemos también nosotras. A aquel país le pusieron por nombre Vinlandia, la tierra del vino, que es lo mismo que Groenlandia, o tierra verde, tierra del endrino.
- Es una narración muy romántica - dijo el joven.
- Lo es, en efecto, pero sígueme - dijo la adivina, conduciéndolo a la colmena. Él miró al interior. ¡Qué vida y qué ajetreo! Había abejas en todas las galerías, ocupadas en hacer aire con las alas para ventilar el edificio; aquélla era su misión. Luego llegaron otras abejas del exterior; habían nacido con cestitos en las patas y los traían llenos de polen, que una vez vaciado y separado, sería convertido en miel y cera. Entraban y salían, volando sin cesar; también la reina hubiera querido ir con ellas, pero entonces habrían tenido que marcharse todas las abejas. No era hora todavía. Ya le llegaría su turno. Y mordían las alas a Su Majestad para forzarla a quedarse.
- Súbete al borde del foso - dijo la adivina -. Echa una ojeada a la carretera; verás gente en ella.
- ¡Qué bullicio! - exclamó el joven -. ¡Esto es historia tras historia! ¡Qué manera de zumbar! Lo veo todo revuelto. ¡Me caigo de espaldas!
- Nada de eso, anda siempre derechito - dijo la mujer -. Métete entre el gentío, aguza el ojo, el oído y el corazón, y no tardarás en encontrar algo. Pero antes de que te marches devuélveme mis gafas y la trompetilla -. Y le quitó los dos objetos.
- Ahora no veo nada en absoluto! - dijo el joven -. Ni oigo nada.
- En tal caso, no serás poeta para Pascua - respondió la adivina.
- ¿Cuándo, pues?00
- Ni la primera Pascua ni la segunda. No aprenderás a inventar nada.
- Entonces, ¿qué debo hacer para ganarme el pan con la poesía?
- ¡Oh, si sólo quieres eso, puedes conseguirlo antes de carnaval! Arremete contra los poetas. Si matas sus obras, los matarás a ellos mismos. Pero no te andes con miramientos. Duro con ellos, y tendrás bollos de carnaval para hartarte tú y tu mujer.
- ¡Lo que uno puede inventar! - dijo el joven, y arremetió contra todo poeta que encontraba, sólo porque él no podía serlo.00
Lo sabemos por la adivina; ella sabe lo que se puede inventar.
* * * FIN * * *
Hans Christian Andersen
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