---
---
---
Orgullo y Prejuicio[Document Transcript]...
CAPÍTULO XLIV
Elizabeth había calculado que Darcy llevaría a su hermana a visitarla al día siguiente de su llegada
a Pemberley, y en consecuencia, resolvió no perder de vista la fonda en toda aquella mañana. Pero se
equivocó, pues recibió la visita el mismo día que llegaron. Los Gardiner y Elizabeth habían estado
paseando por el pueblo con algunos de los nuevos amigos, y regresaban en aquel momento a la fonda para
vestirse e ir a comer con ellos, cuando el ruido de un carruaje les hizo asomarse a la ventana y vieron a un
caballero y a una señorita en un cabriolé
Cabriolé: Carruaje ligero de dos ruedas tirado por dos caballos.
Que subía por la calle. Elizabeth reconoció al instante la librea de
los lacayos, adivinó lo que aquello significaba y dejó a sus tíos atónitos al comunicarles el honor que les
esperaba. Estaban asustados; aquella visita, lo desconcertada que estaba Elizabeth y las circunstancias del
día anterior les hicieron formar una nueva idea del asunto. No había habido nada que lo sugiriese
anteriormente, pero ahora se daban cuenta que no había otro modo de explicar las atenciones de Darcy más
que suponiéndole interesado por su sobrina. Mientras ellos pensaban en todo esto, la turbación de Elizabeth
aumentaba por momentos. Le alarmaba su propio desconcierto, y entre las otras causas de su desasosiego
figuraba la idea de que Darcy, en su entusiasmo, le hubiese hablado de ella a su hermana con demasiado
elogio. Deseaba agradar más que nunca, pero sospechaba que no iba a poder conseguirlo.
Se retiró de la ventana por temor a que la viesen, y, mientras paseaba de un lado a otro de la
habitación, las miradas interrogantes de sus tíos la ponían aún más nerviosa.
Por fin aparecieron la señorita Darcy y su hermano y la gran presentación tuvo lugar. Elizabeth
notó con asombro que su nueva conocida estaba, al menos, tan turbada como ella. Desde que llegó a
Lambton había oído decir que la señorita Darcy era extremadamente orgullosa pero, después de haberla
observado unos minutos, se convenció de que sólo era extremadamente tímida. Difícilmente consiguió
arrancarle una palabra, a no ser unos cuantos monosílabos.
La señorita Darcy era más alta que Elizabeth y, aunque no tenía más que dieciséis años, su cuerpo
estaba ya formado y su aspecto era muy femenino y grácil. No era tan guapa como su hermano, pero su
rostro revelaba inteligencia y buen carácter, y sus modales eran sencillísimos y gentiles. Elizabeth, que
había temido que fuese una observadora tan aguda y desenvuelta como Darcy, experimentó un gran alivio
al ver lo distinta que era.
Poco rato llevaban de conversación, cuando Darcy le dijo a Elizabeth que Bingley vendría también
a visitarla, y apenas había tenido tiempo la joven de expresar su satisfacción y prepararse para recibirle
cuando oyeron los precipitados pasos de Bingley en la escalera, y en seguida entró en la habitación. Toda la
indignación de Elizabeth contra él había desaparecido desde hacía tiempo, pero si todavía le hubiese
quedado algún rencor, no habría podido resistirse a la franca cordialidad que Bingley le demostró al verla
de nuevo. Le preguntó por su familia de manera cariñosa, aunque en general, y se comportó y habló con su
acostumbrado buen humor.
Los señores Gardiner acogieron a Bingley con el mismo interés que Elizabeth. Hacía tiempo que
tenían ganas de conocerle. A decir verdad, todos los presentes les inspiraban la más viva curiosidad. Las
sospechas que acababan de concebir sobre Darcy y su sobrina les llevaron a concentrar su atención en ellos examinándolos detenidamente, aunque con disimulo, y muy pronto se dieron cuenta de que al menos uno
de ellos estaba muy enamorado. Los sentimientos de Elizabeth eran algo dudosos, pero era evidente que
Darcy rebosaba admiración a todas luces.
Elizabeth, por su parte, tenía mucho que hacer. Debía adivinar los sentimientos de cada uno de sus
visitantes y al mismo tiempo tenía que contener los suyos y hacerse agradable a todos. Bien es verdad que
lo último, que era lo que más miedo le daba, era lo que con más seguridad podía conseguir, pues los
interesados estaban ya muy predispuestos en su favor. Bingley estaba listo, Georgiana lo deseaba y Darcy
estaba completamente decidido.
Al ver a Bingley, los pensamientos de Elizabeth volaron, como es natural, hacia su hermana, y se
dedicó afanosamente a observar si alguno de los pensamientos de aquél iban en la misma dirección. Se
hacía ilusiones pensando que hablaba menos que en otras ocasiones, y una o dos veces se complació en la
idea de que, al mirarla, Bingley trataba de buscar un parecido. Pero, aunque todo eso no fuesen más que
fantasías suyas, no podía equivocarse en cuanto a su conducta con la señorita Darcy, de la que le habían
hablado como presunta rival de Jane. No notó ni una mirada por parte del uno ni por parte del otro que
pudiese justificar las esperanzas de la hermana de Bingley. En lo referente a este tema se quedó plenamente
satisfecha. Antes de que se fueran, todavía notó por dos o tres pequeños detalles que Bingley se acordaba
de Jane con ternura y parecía que quería decir algo más y que no se atrevía. En un momento en que los
demás conversaban, lo dijo en un tono pesaroso:
––¡Cuánto tiempo hacía que no tenía el gusto de verla!
Y, antes de que Elizabeth tuviese tiempo de responder, añadió:
––Hace cerca de ocho meses. No nos habíamos visto desde el veintiséis de noviembre cuando
bailamos todos juntos en Netherfield.
Elizabeth se alegró de ver que no le fallaba la memoria. Después, aprovechando que los demás
estaban distraídos, le preguntó si todas sus hermanas estaban en Longbourn. Ni la pregunta ni el recuerdo
anterior eran importantes, pero la mirada y el gesto de Bingley fueron muy significativos.
Elizabeth no miraba muy a menudo a Darcy; pero cuando lo hacía, veía en él una expresión de
complacencia y en lo que decía percibía un acento que borraba todo desdén o altanería hacia sus
acompañantes, y la convencía de que la mejoría de su carácter de la que había sido testigo el día anterior,
aunque fuese pasajera, había durado, al menos, hasta la fecha. Al verle intentando ser sociable, procurando
la buena opinión de los allí presentes, con los que tener algún trato hacía unos meses habría significado
para él una deshonra; al verle tan cortés, no sólo con ella, sino con los mismísimos parientes que había
despreciado, y recordaba la violenta escena en la casa parroquial de Hunsford, la diferencia, el cambio era
tan grande, que a duras penas pudo impedir que su asombro se hiciera visible. Nunca, ni en compañía de
sus queridos amigos en Netherfield, ni en la de sus encopetadas parientes de Rosings, le había hallado tan
ansioso de agradar, tan ajeno a darse importancia ni a mostrarse reservado, como ahora en que ninguna
vanidad podía obtener con el éxito de su empeño, y en que el trato con aquellos a quienes colmaba de
atenciones habría sido censurado y ridiculizado por las señoras de Netherfield y de Rosings.
La visita duró una media hora, y cuando se levantaron para despedirse, Darcy pidió a su hermana
que apoyase la invitación a los Gardiner y a la señorita Bennet, para que fuesen a cenar en Pemberley antes
de irse de la comarca. La señorita Darcy, aunque con una timidez que descubría su poca costumbre de
hacer invitaciones, obedeció al punto. La señora Gardiner miró a su sobrina para ver cómo ésta, a quien iba
dirigida la invitación, la acogería; pero Elizabeth había vuelto la cabeza. Presumió, sin embargo, que su
estudiada evasiva significaba más bien un momentáneo desconcierto que disgusto por la proposición, y
viendo a su marido, que era muy aficionado a la vida social, deseoso de acceder, se arriesgó a aceptar en
nombre de los tres; y la fecha se fijó para dos días después.
Bingley se manifestó encantado de saber que iba a volver a ver a Elizabeth, pues tenía que decirle
aún muchas cosas y hacerle muchas preguntas acerca de todos los amigos de Hertfordshire. Elizabeth creyó
entender que deseaba oírle hablar de su hermana y se quedó muy complacida. Este y algunos otros detalles
de la visita la dejaron dispuesta, en cuanto se hubieron ido sus amigos, a recordarla con agrado, aunque
durante la misma se hubiese sentido un poco incómoda. Con el ansia de estar sola y temerosa de las preguntas o suposiciones de sus tíos, estuvo con ellos el tiempo suficiente para oír sus comentarios
favorables acerca de Bingley, y se apresuró a vestirse.
Pero estaba muy equivocada al temer la curiosidad de los señores Gardiner, que no tenían la menor
intención de hacerle hablar. Era evidente que sus relaciones con Darcy eran mucho más serias de lo que
ellos habían creído, y estaba más claro que el agua que él estaba enamoradísimo de ella. Habían visto
muchas cosas que les interesaban, pero no justificaban su indagación.
Lo importante ahora era que Darcy fuese un buen muchacho. Por lo que ellos podían haber
apreciado, no tenía peros. Sus amabilidades les habían conmovido, y si hubiesen tenido que describir su
carácter según su propia opinión y según los informes de su sirvienta, prescindiendo de cualquier otra
referencia, lo habrían hecho de tal modo que el círculo de Hertfordshire que le conocía no lo habría
reconocido. Deseaban ahora dar crédito al ama de llaves y pronto convinieron en que el testimonio de una
criada que le conocía desde los cuatro años y que parecía tan respetable, no podía ser puesto en tela de
juicio. Por otra parte, en lo que decían sus amigos de Lambton no había nada capaz de aminorar el peso de
aquel testimonio. No le acusaban más que de orgullo; orgulloso puede que sí lo fuera, pero, aunque no lo
hubiera sido, los habitantes de aquella pequeña ciudad comercial, donde nunca iba la familia de Pemberley,
del mismo modo le habrían atribuido el calificativo. Pero decían que era muy generoso y que hacía mucho
bien entre los pobres.
En cuanto a Wickham, los viajeros vieron pronto que no se le tenía allí en mucha estima; no se
sabía lo principal de sus relaciones con el hijo de su señor, pero en cambio era notorio el hecho de que al
salir de Derbyshire había dejado una multitud de deudas que Darcy había pagado.
Elizabeth pensó aquella noche en Pemberley más aún que la anterior. Le pareció larguísima, pero
no lo bastante para determinar sus sentimientos hacia uno de los habitantes de la mansión. Después de
acostarse estuvo despierta durante dos horas intentando descifrarlos. No le odiaba, eso no; el odio se había
desvanecido hacía mucho, y durante casi todo ese tiempo se había avergonzado de haber sentido contra
aquella persona un desagrado que pudiera recibir ese nombre. El respeto debido a sus valiosas cualidades,
aunque admitido al principio contra su voluntad, había contribuido a que cesara la hostilidad de sus
sentimientos y éstos habían evolucionado hasta convertirse en afectuosos ante el importante testimonio en
su favor que había oído y ante la buena disposición que él mismo ––había mostrado el día anterior. Pero
por encima de todo eso, por encima del respeto y la estima, sentía Elizabeth otro impulso de benevolencia
hacia Darcy que no podía pasarse por alto. Era gratitud; gratitud no sólo por haberla amado, sino por
amarla todavía lo bastante para olvidar toda la petulancia y mordacidad de su rechazo y todas las injustas
acusaciones que lo acompañaron. Él, que debía considerarla ––así lo suponía Elizabeth–– como a su mayor
enemiga, al encontrarla casualmente parecía deseoso de conservar su amistad, y sin ninguna demostración
de indelicadeza ni afectación en su trato, en un asunto que sólo a los dos interesaba, solicitaba la buena
opinión de sus amigos y se decidía a presentarle a su hermana. Semejante cambio en un hombre tan
orgulloso no sólo tenía que inspirar asombro, sino también gratitud, pues había que atribuirlo al amor, a un
amor apasionado. Pero, aunque esta impresión era alentadora y muy contraria al desagrado, no podía
definirla con exactitud. Le respetaba, le estimaba, le estaba agradecida, y deseaba vivamente que fuese
feliz. No necesitaba más que saber hasta qué punto deseaba que aquella felicidad dependiera de ella, y hasta
qué punto redundaría en la felicidad de ambos que emplease el poder que imaginaba poseer aún de
inducirle a renovar su proposición.
Por la tarde la tía y la sobrina acordaron que una atención tan extraordinaria como la de la visita de
la señorita Darcy el mismo día de su llegada a Pemberley ––donde había llegado poco después del
desayuno debía ser correspondida, si no con algo equivalente, por lo menos con alguna cortesía especial.
Por lo tanto, decidieron ir a visitarla a Pemberley a la mañana siguiente. Elizabeth se sentía contenta, a
pesar de que cuando se preguntaba por qué, no alcanzaba a encontrar una respuesta.
Después del desayuno, el señor Gardiner las dejó. El ofrecimiento de la pesca había sido renovado
el día anterior y le habían asegurado que a mediodía le acompañaría alguno de los caballeros de Pemberley.[44]