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martes, enero 07, 2014

Inés del alma mía, ISABEL ALLENDE ((38))




Inés del alma mía[Document Transcript]... No habíamos terminado de agruparnos cuando sentimos el chivateo insufrible que anuncia el ataque de los indios, una gritería espeluznante que los enardece hasta la demencia y paraliza de terror a sus enemigos, pero que en nuestro caso tiene el efecto contrario: nos vuela de rabia. El destacamento de Rodrigo de Quiroga logró reunirse con el de Valdivia momentos antes de que la oleada enemiga se desprendiera de los cerros. Eran miles y miles. Corrían casi desnudos, con arcos y flechas, picas y macanas, aullando, exultantes de feroz anticipación. La descarga de los arcabuces barrió con las primeras filas, pero no logró detenerlos ni aminorar su carrera. En cuestión de minutos ya podíamos verles las caras pintarrajeadas y comenzó la lucha cuerpo a cuerpo. Las lanzas de los nuestros atravesaban los cuerpos color arcilla, las espadas cercenaban cabezas y miembros, los cascos de los caballos destrozaban a los caídos. Si lograban acercarse, los indios aturdían de un mazazo al caballo y, apenas doblaba las patas, veinte manos cogían al jinete y lo revolcaban por el suelo. Los yelmos y corazas protegían a los soldados durante breves instantes y a veces eso bastaba para dar tiempo a un compañero a intervenir. Las flechas, inútiles contra las cotas de malla y armaduras, resultaban muy eficientes en las partes desprotegidas del cuerpo de los soldados. En el estruendo y el torbellino de la lucha, nuestros heridos seguían peleando sin sentir dolor ni darse cuenta de que se desangraban, y cuando al fin caían, alguien los rescataba y me los traía a la rastra.
Yo había organizado mi diminuto hospital rodeada de mis indias y protegida por algunos yanaconas leales, interesados en defender a las mujeres y los niños de su raza, y por esclavos negros, que si caían en manos de los indígenas enemigos temían ser desollados para averiguar si el color de la piel era pintado, como sabían que había ocurrido en otros lugares. Improvisábamos vendajes con los trapos disponibles, aplicábamos torniquetes para detener las hemorragias, cauterizábamos deprisa con carbones encendidos y, apenas los hombres podían ponerse de pie, les dábamos agua o un trago de vino, les devolvíamos sus armas y los enviábamos a seguir peleando. «Virgencita, protege a Pedro», mascullaba yo cuando la horrible tarea de los heridos me daba un respiro. La brisa nos traía el olor a pólvora y caballo, que se mezclaba con el de la sangre y la carne chamuscada. Los moribundos pedían confesarse, pero el capellán y los otros frailes estaban batallando, así es que yo les hacía la señal de la cruz en la frente y les daba la absolución, para que se fueran en paz. El capellán me había explicado que si falta un sacerdote, cualquier cristiano puede bautizar y dar la extremaunción en una emergencia, pero no estaba seguro de que una cristiana también pudiese hacerlo. A los gritos de muerte y dolor, al chivateo de los indios, los relinchos de los caballos y las explosiones de pólvora, se sumaba el llanto aterrorizado de las
mujeres, muchas de ellas con infantes atados a la espalda. Cecilia, acostumbrada a ser servida por sus criadas como la princesa que era, por una vez descendió al mundo de los mortales y trabajaba codo a codo con Catalina y conmigo. Esa mujer, tan pequeña y graciosa, resultó ser mucho más fuerte de lo que parecía. Su túnica de fina lanilla estaba empapada de sangre ajena.
Hubo un momento en que varios enemigos lograron aproximarse al sitio donde curábamos a los heridos. De pronto sentí un griterío más intenso y cercano, levanté la vista de la flecha que estaba tratando de extraer de un muslo de don Benito, mientras otras mujeres lo sujetaban, y me encontré cara a cara con varios salvajes que se nos venían encima con las mazas y hachas en alto, haciendo retroceder a nuestra débil guardia de yanaconas y esclavos negros. Sin pensarlo, tomé a dos manos la espada, que Pedro me había enseñado a usar, y me dispuse a defender nuestro breve espacio. A la cabeza de los asaltantes venía un hombre mayor, pintarrajeado y adornado con plumas. Una antigua cicatriz le atravesaba una mejilla desde la sien hasta la boca. Alcancé a registrar estos detalles en menos de un instante, porque los hechos sucedieron muy rápido. Recuerdo que nos enfrentamos, él con una lanza corta y yo con la espada, que debía levantar con las dos manos, en idénticas posturas, gritando de furia con ese alarido terrible de la guerra y mirándonos con idéntica ferocidad. Entonces, súbitamente, el viejo hizo una señal y sus compañeros se detuvieron. No podría jurarlo, pero creo que hubo una leve sonrisa en su rostro color de tierra, dio media vuelta y se alejó con la agilidad de un muchacho, justo en el momento en que Rodrigo de Quiroga acudía corcoveando en su caballo y se lanzaba sobre nuestros agresores.
El viejo era el cacique Michimalonko.
-¿Por qué no me atacó? -le pregunté mucho después a Quiroga.
-Porque no podía sufrir la vergüenza de batirse con una mujer -me explicó. -¿Es eso lo que vos hubierais hecho, capitán?
-Por supuesto -replicó, sin vacilar.
La lucha duró un par de horas y éstas fueron de tal intensidad, que pasaron volando, porque no hubo tiempo para pensar. De pronto, cuando ya tenían el terreno casi ganado, los indígenas se dispersaron, perdiéndose en los mismos cerros por donde habían surgido; dejaron tirados a sus heridos y sus muertos, pero se llevaron los caballos que pudieron quitarnos. Nuestra Señora del Socorro nos había salvado una vez más. Quedó el campo cubierto de cuerpos y hubo que encadenar a los perros, ahítos de sangre, para que no devoraran también a nuestros heridos. Los negros circularon entre los caídos, rematando a los chilenos, y después me trajeron a los nuestros. Me preparé para lo que venía: durante horas el valle se estremecería con los alaridos de los hombres a quienes debíamos curar. Catalina y yo no daríamos abasto para arrancar flechas y cauterizar, tarea muy ingrata. Dicen que uno se acostumbra a todo, pero no es cierto, nunca me acostumbré a esos gritos espantosos. Incluso ahora, en mi vejez, después de haber fundado el primer hospital de Chile y de llevar toda una vida trabajando como enfermera, todavía oigo los lamentos de la guerra. Si las
heridas pudieran coserse con aguja e hilo, como la rotura de una tela, las curaciones serían más soportables, pero sólo el fuego evita el desangramiento y la podredumbre.
Pedro de Valdivia tenía varias llagas leves y magulladuras, pero no quiso que lo curara. Reunió de inmediato a sus capitanes para sacar la cuenta de nuestras pérdidas.
-¿Cuántos muertos y heridos? -preguntó.
-Don Benito sufrió un flechazo muy feo. Tenemos un soldado muerto, trece heridos y uno de gravedad. Calculo que robaron más de veinte caballos y mataron a varios yanaconas -anunció Francisco de Aguirre, que no era bueno en aritmética.
-Hay cuatro negros y sesenta y tres yanaconas heridos, varios de gravedad -le corregí-. Murieron un negro y treinta y un indios. Creo que dos hombres no pasarán la noche. Habrá que transportar a los heridos a caballo, no podemos dejarlos atrás. Los más graves tendrán que ser llevados en hamacas.
-Montaremos el campamento por unos días. Capitán Quiroga, por el momento reemplazaréis a don Benito como maestre de campo -ordenó Valdivia-. Capitán Villagra, haced un cálculo de los salvajes que quedaron en el campo de batalla. Seréis responsable de la seguridad, supongo que el enemigo regresará más temprano que tarde. Capellán, haceos cargo de los entierros y las misas. Partiremos tan pronto doña Inés lo considere posible.
A pesar de las precauciones de Villagra, el campamento era muy vulnerable, porque estábamos en un valle desprotegido. Los indios chilenos ocupaban los cerros, pero no dieron señales de vida durante los dos días que permanecimos en el lugar. Don Benito explicó que después de cada batalla se emborrachaban hasta quedar sin sentido y no volvían a atacar hasta que se reponían, varios días más tarde. En buena hora. Espero que nunca les falte chicha. [38]




lunes, enero 06, 2014

:::::>>El duendecillo y la mujer<<:::::::





Al duende lo conoces, pero, ¿y a la mujer del jardinero? Era muy leída, se sabía versos de memoria, incluso era capaz de escribir algunos sin gran dificultad; sólo las rimas, el "remache," como ella decía, le costaba un regular esfuerzo. Tenía dotes de escritora y de oradora; habría sido un buen señor rector o, cuando menos, una buena señora rectora.
- Es hermosa la Tierra en su ropaje dominguero - había dicho, expresando luego este pensamiento revestido de bellas palabras y "remachándolas," es decir, componiendo una canción edificante, bella y larga.
El señor seminarista Kisserup - aunque el nombre no hace al caso - era primo suyo, y acertó a encontrarse de visita en casa de la familia del jardinero. Escuchó su poesía y la encontró buena, excelente incluso, según dijo.
- ¡Tiene usted talento, señora! - añadió.
- ¡No diga sandeces! - atajó el jardinero -. No le meta esas tonterías en la cabeza. Una mujer no necesita talento. Lo que le hace falta es cuerpo, un cuerpo sano y dispuesto, y saber atender a sus pucheros, para que no se quemen las papillas.
- El sabor a quemado lo quito con carbón - respondió la mujer -, y, cuando tú estás enfurruñado, lo arreglo con un besito. Creería una que no piensas sino en coles y patatas, y, sin embargo, bien te gustan las flores - y le dio un beso -. ¡Las flores son el espíritu! - añadió.
- Atiende a tu cocina - gruñó él, dirigiéndose al jardín, que era el puchero de su incumbencia.
Entretanto, el seminarista tomó asiento junto a la señora y se puso a charlar con ella. Sobre su lema "Es hermosa la Tierra" pronunció una especie de sermón muy bien compuesto.
- La Tierra es hermosa, sometedla a vuestro poder, se nos ha dicho, y nosotros nos hicimos señores de ella. Uno lo es por el espíritu, otro por el cuerpo; uno fue puesto en el mundo como signo de admiración, otro como guión mayor, y cada uno puede preguntarse: ¿cuál es mi destino? Éste será obispo, aquél será sólo un pobre seminarista, pero todo está sabiamente dispuesto. La Tierra es hermosa, y siempre lleva su ropaje dominguero. Vuestra poesía hace pensar, y está llena de sentimiento y de geografía.
- Tiene usted ingenio, señor Kisserup - respondió la mujer. - Mucho ingenio, se lo aseguro. - Hablando con usted, veo más claro en mí misma.
Y siguieron tratando de cosas bellas y virtuosas. Pero en la cocina había también alguien que hablaba; era el duendecillo, el duendecillo vestido de gris, con su gorrito rojo. Ya lo conoces.
Pues el duendecillo estaba en la cocina vigilando el puchero; hablaba, pero nadie lo atendía, excepto el gato negro, el "ladrón de nata," como lo llamaba la mujer.
El duendecillo estaba enojado con la señora porque - bien lo sabía él - no creía en su existencia. Es verdad que nunca lo había visto, pero, dada su vasta erudición, no tenía disculpa que no supiera que él estaba allí y no le mostrara una cierta deferencia. Jamás se le ocurrió ponerle, en Nochebuena, una buena cucharada de sabrosas papillas, homenaje que todos sus antecesores habían recibido, incluso de mujeres privadas de toda cultura. Las papillas habían quedado en mantequilla y nata. Al gato se le hacía la boca agua sólo de oírlo.
- Me llama una entelequia - dijo el duendecillo -, lo cual no me cabe en la cabeza. ¡Me niega, simplemente! Ya lo había oído antes, y ahora he tenido que escucharlo otra vez. Allí está charlando con ese calzonazos de seminarista. Yo estoy con el marido: "¡Atiende a tu puchero!." ¡Pero quiá! ¡Voy a hacer que se queme la comida!00 Y el duendecillo se puso a soplar en el fuego, que se reavivó y empezó a chisporrotear. ¡Surte­rurre-rup! La olla hierve que te hierve.
- Ahora voy al dormitorio a hacer agujeros en los calcetines del padre - continuó el duendecillo -. Haré uno grande en los dedos y otro en el talón; eso le dará que zurcir, siempre que sus poesías le dejen tiempo para eso. ¡Poetisa, poetiza de una vez las medias del padre!
El gato estornudó; se había resfriado, a pesar de su buen abrigo de piel.
- He abierto la puerta de la despensa - dijo el duendecillo -. Hay allí nata cocida, espesa como gachas. Si no la quieres, me la como yo.
- Puesto que, sea como fuere, me voy a llevar la culpa y los palos - dijo el gato mejor será que la saboree yo.
- Primero la dulce nata, luego los amargos palos - contestó el duendecillo. - Pero ahora me voy al cuarto del seminarista, a colgarle los tirantes del espejo y a meterle los calcetines en la jofaina; creerá que el ponche era demasiado fuerte y que se le subió a la cabeza. Esta noche me estuve sentado en la pila de leña, al lado de la perrera; me gusta fastidiar al perro.
Dejé colgar las piernas y venga balancearlas, y el mastín no podía alcanzarlas, aunque saltaba con todas sus fuerzas. Aquello lo sacaba de quicio, y venga ladrar y más ladrar, y yo venga balancearme; se armó un ruido infernal.
Despertamos al seminarista, el cual se levantó tres veces, asomándose a la ventana a ver qué ocurría, pero no vio nada, a pesar de que llevaba puestas las gafas; siempre duerme con gafas.
- Di "¡miau!" si viene la mujer - interrumpióle el gato - Oigo mal hoy, estoy enfermo.
- Te regalaste demasiado - replicó el duendecillo -. Vete al plato y saca el vientre de penas. Pero ten cuidado de secarte los bigotes, no se te vaya a quedar nata pegada en ellos. Anda, vete, yo vigilaré.
Y el duendecillo se quedó en la puerta, que estaba entornada; aparte la mujer y el seminarista, no había nadie en el cuarto. Hablaban acerca de lo que, según expresara el estudiante con tanta elegancia, en toda economía doméstica debería estar por encima de ollas y cazuelas: los dones espirituales.
- Señor Kisserup - dijo la mujer -, ya que se presenta la oportunidad, voy a enseñarle algo que no he mostrado a ningún alma viviente, y mucho menos a mi marido: mis ensayos poéticos, mis pequeños versos, aunque hay algunos bastante largos. Los he llamado "Confidencias de una dueña honesta." ¡Doy tanto valor a las palabras castizas de nuestra lengua! - Hay que dárselo - replicó el seminarista -. Es necesario desterrar de nuestro idioma todos los extranjerismos.
- Siempre lo hago - afirmó la mujer -. Jamás digo "merengue" ni "tallarines," sino "rosquilla espumosa" y "pasta de sopa en cintas." Y así diciendo, sacó del cajón un cuaderno de reluciente cubierta verde, con dos manchurrones de tinta.
- Es un libro muy grave y melancólico - dijo -. Tengo cierta inclinación a lo triste. Aquí encontrará "El suspiro en la noche," - "Mi ocaso" y "Cuando me casé con Clemente," es decir, mi marido. Todo esto puede usted saltarlo, aunque está hondamente sentido y pensado. La mejor composición es la titulada "Los deberes del ama de casa"; toda ella impregnada de tristeza, pues me abandono a mis inclinaciones. Una sola poesía tiene carácter jocoso; hay en ella algunos pensamientos alegres, de esos que de vez en cuando se le ocurren a uno; pensamientos sobre - no se ría usted - la condición de una poetisa. Sólo la conocemos yo, mi cajón, y ahora usted, señor Kisserup. Amo la Poesía, se adueña de mí, me hostiga, me domina, me gobierna. Lo he dicho bajo el título "El duendecillo." Seguramente usted conoce la antigua superstición campesina del duendecillo, que hace de las suyas en las casas. Pues imaginé que la casa era yo, y que la Poesía, las impresiones que siento, eran el duendecillo, el espíritu que la rige. En esta composición he cantado el poder y la grandeza de este personaje, pero debe usted prometerme solemnemente que no lo revelará a mi marido ni a nadie. Lea en voz alta para que yo pueda oírla, suponiendo que pueda descifrar mi escritura.
Y el seminarista leyó y la mujer escuchó, y escuchó también el duendecillo. Estaba al acecho, como bien sabes, y acababa de deslizarse en la habitación cuando el seminarista leyó en alta voz el titulo. 
- ¡Esto va para mí! - dijo -. ¿Qué debe haber escrito sobre mi persona? La voy a fastidiar. Le quitaré los huevos y los polluelos, y haré correr a la ternera hasta que se le quede en los huesos. ¡Se acordará de mí, ama de casa!
Y aguzó el oído, prestando toda su atención; pero cuanto más oía de las excelencias y el poder del duendecillo, de su dominio sobre la mujer - y ten en cuenta que al decir duendecillo ella entendía la Poesía, mientras aquél se atenía al sentido literal del título -, tanto más se sonreía el minúsculo personaje. Sus ojos centelleaban de gozo, en las comisuras de su boca se dibujaba una sonrisa, se levantaba sobre los talones y las puntas de los pies, tanto que creció una pulgada. Estaba encantado de lo que se decía acerca del duendecillo.
- Verdaderamente, esta señora tiene ingenio y cultura. ¡Qué mal la había juzgado! Me ha inmortalizado en sus "Confidencias"; irá a parar a la imprenta y correré en boca de la gente. Desde hoy no dejaré que el gato se zampe la nata; me la reservo para mi. Uno bebe menos que dos, y esto es siempre un ahorro, un ahorro que voy a introducir, aparte que respetaré a la señora.
- Es exactamente como los hombres este duende - observó el viejo gato -. Ha bastado una palabra zalamera de la señora, una sola, para hacerle cambiar de opinión. ¡Qué taimada es nuestra señora!
Y no es que la señora fuera taimada, sino que el duende era como, son los seres humanos.
Si no entiendes este cuento, dímelo. Pero guárdate de preguntar al duendecillo y a la señora. 





 * * * FIN * * *





 Hans Christian Andersen 






Inés del alma mía, ISABEL ALLENDE ((37))





Inés del alma mía[Document Transcript]... Pedro tuvo la precaución y la paciencia de enseñarme a usar la espada. También me regaló otro caballo, para reemplazar el que le di a Escobar, y asignó a su mejor jinete para entrenarlo. Un caballo de guerra debe obedecer por instinto al soldado, quien va ocupado con las armas. «Nunca se sabe qué puede pasar, Inés. Ya que has tenido el valor de acompañarme, debes estar preparada para defenderte como cualquiera de mis hombres», me advirtió. Fue una prudente medida. Si esperábamos recuperarnos de las fatigas en Copiapó, fuimos pronto desencantados, porque los indios nos atacaban cada vez que aflojábamos la vigilancia.
-Mandaremos emisarios a explicarles que venimos en son de paz -anunció Valdivia a sus principales capitanes.
-No es buena idea -opinó don Benito-, porque sin duda todavía recuerdan lo que pasó hace seis años.
-¿De qué habláis, maestre?
-Cuando vine con don Diego de Almagro, los indios chilenos nos dieron no sólo muestras de amistad, sino también el oro correspondiente al tributo del Inca, ya que estaban enterados de que éste había sido derrotado. Insatisfecho y sospechoso, el adelantado los convocó con amables promesas a una reunión y, apenas hubo ganado su confianza, nos dio orden de atacarles. Muchos murieron en la refriega, pero apresamos a treinta caciques, que atamos a unas estacas y quemamos vivos -explicó el maestre de campo.
-¿Por qué hicisteis eso? ¿No era preferible la paz? -preguntó Valdivia, indignado.
-Si no lo hace Almagro antes, lo habrían hecho los indios con los españoles después -interrumpió Francisco de Aguirre. Lo más codiciado por los indígenas chilenos eran nuestros caballos, y lo más temido, los perros, por eso don Benito puso a los primeros en corrales, vigilados por los segundos. Las huestes chilenas estaban al mando de tres caciques, encabezados a su vez por el poderoso Michimalonko. Era un viejo astuto, sabía que no le alcanzaban las fuerzas para entrar a rompe y raja al campamento de los huincas y optó por cansarnos. Sus sigilosos guerreros se robaban llamas y caballos, destruían los víveres, raptaban a nuestras indias, atacaban a las partidas de soldados que salían a buscar alimento o agua. Así mataron a un soldado y a varios de nuestros yanaconas, que de necesidad habían aprendido a pelear, de lo contrario perecían.
La primavera asomó en el valle y en los cerros, que se cubrieron de flores, el aire se volvió tibio y empezaron a parir las indias, las yeguas y las llamas. No hay animal más adorable que una cría de llama. El ánimo del campamento mejoró con los recién nacidos, que trajeron una nota de alegría a los curtidos españoles y a los
agobiados yanaconas. Los ríos, turbios en invierno, se volvieron cristalinos y más caudalosos con el deshielo de las nieves en las montañas. Había abundancia de pastos para los animales, caza, vegetales y fruta para los hombres. El aire de optimismo traído por la primavera relajó la vigilancia, y entonces, cuando menos lo esperábamos, desertaron doscientos yanaconas y luego cuatrocientos más. Simplemente se hicieron humo; por muchos azotes que aplicaron por orden del recio don Benito a los capataces, por descuidados, y a los indios, por cómplices, nadie supo decir cómo habían escapado ni adónde habían ido. Una cosa fue evidente: no podían llegar lejos sin ayuda de los indios chilenos que nos rodeaban, porque de otro modo éstos los habrían aniquilado. Don Benito hizo triplicar la guardia y mantuvo a los yanaconas amarrados de día y de noche. Los capataces rondaban sin descanso el campamento con sus látigos y sus perros. Valdivia esperó a que a los potrillos y las llamitas se les afirmaran las patas y enseguida dio la orden de continuar rumbo al sur, hacia el lugar paradisíaco tan anunciado por don Benito, el valle del Mapocho. Sabíamos que Mapocho y mapuche significan casi lo mismo; tendríamos que enfrentarnos con los salvajes que hicieron retroceder a los quinientos soldados y por lo menos ocho mil indios auxiliares de Almagro. Nosotros contábamos con ciento cincuenta soldados y menos de cuatrocientos renuentes yanaconas.
Comprobamos que Chile tiene la forma delgada y larga de una espada. Se compone de un rosario de valles tendidos entre montañas y volcanes, y cruzados por copiosos ríos. Su costa es abrupta, de olas temibles y aguas frías; sus bosques son densos y aromáticos; sus cerros, infinitos. Con frecuencia oíamos un suspiro telúrico y sentíamos moverse el suelo, pero con el tiempo nos acostumbramos a los temblores. «Así imaginaba Chile, Inés», me confesó Pedro, con la voz quebrada de emoción ante la virginal belleza del paisaje.
No todo era contemplación de la naturaleza, había también mucho esfuerzo, porque los indios de Michimalonko nos siguieron sin tregua, azuzándonos. Lográbamos descansar apenas en turnos cortos, porque si nos descuidábamos nos caían encima. Las llamas son animales delicados, no soportan mucho peso sin que se les quiebre la espalda, por eso debíamos obligar a los yanaconas a llevar los bultos de quienes habían desertado. Aunque nos desprendimos de todo lo que no era indispensable -entre ello varios baúles con mis vestidos elegantes, que en Chile no servían de nada-, los indios iban doblados por la carga y, además, amarrados, para que no escaparan, lo que hacía nuestro avance muy penoso y lento. Los soldados perdieron la confianza en las indias de servicio, que habían demostrado ser menos sumisas y lerdas de lo que ellos suponían. Seguían holgando con ellas, pero no se atrevían a dormir en su presencia y algunos creían que los estaban envenenando de a poco. Sin embargo, no era veneno lo que les corroía el alma y les derrotaba los huesos, sino pura fatiga. Varios de los hombres se ensañaban con ellas para descargar su propia desazón; Valdivia amenazó entonces con quitárselas y cumplió su palabra en dos o tres ocasiones. Los soldados se
rebelaron, porque no podían aceptar que nadie, ni siquiera el jefe, interviniera en algo tan privado como sus mancebas, pero Pedro se impuso, como siempre hacía. Se debe predicar con el ejemplo, dijo. No permitiría que los españoles se portaran peor que los bárbaros. A la larga la tropa obedeció de mala gana y a medias. Catalina me contó que seguían golpeando a las mujeres, pero no en la cara ni donde les quedaran marcas visibles.
A medida que los indios de Chile se volvían más atrevidos, nos preguntábamos qué sería del desafortunado Escobar. Suponíamos que habría muerto de alguna manera lenta y atroz, pero nadie se atrevía a mencionar al muchacho, para no conjurar a la mala suerte. Si olvidábamos su nombre y su rostro, tal vez se volvería transparente, como la brisa, y podría pasar entre sus enemigos sin ser visto.
Marchábamos a paso de tortuga porque los yanaconas no podían con el peso y había muchos potrillos y otros animales nuevos. Rodrigo de Quiroga iba siempre delante, debido a sus buenos ojos para ver lo más lejano y a su coraje, que nunca flaqueaba. Cuidando la retaguardia iban Villagra, a quien Pedro de Valdivia había nombrado su segundo, y Aguirre, siempre impaciente por enredarse en una escaramuza con los indios. Le gustaba la pelea tanto como las mujeres.
-¡Vienen los indios! -advirtió a gritos un día un mensajero enviado por Quiroga desde el frente.
Valdivia me instaló con las mujeres, los niños y los animales en un lugar más o menos protegido por rocas y árboles, y enseguida organizó a sus hombres para la batalla, no como los tercios de España, con tres infantes por cada jinete, porque aquí casi todos eran de caballería. Cuando digo que los nuestros iban montados, puede parecer que constituían un formidable escuadrón de ciento cincuenta caballeros capaces de vencer a diez mil atacantes, pero la verdad es que los animales estaban en los huesos por las fatigas del viaje y los jinetes tenían la ropa rotosa, las armaduras mal ajustadas, los yelmos abollados y las armas oxidadas. Eran valientes, pero desordenados y arrogantes; cada uno ansiaba ganar su propia gloria. «¿Por qué les cuesta tanto a los castellanos ser uno más del montón? ¡Todos quieren ser generales!», se lamentaba con frecuencia Valdivia. Además, el número de nuestros yanaconas había disminuido tanto y estaban tan agotados y rencorosos por el maltrato recibido, que no prestaban mucha ayuda, sólo luchaban porque la alternativa era morir.
A la cabeza iba Pedro de Valdivia, siempre el primero, a pesar de que sus capitanes le rogaban que se cuidara porque sin él los demás estábamos perdidos. Al grito de «¡Santiago y a ellos!», con el que los castellanos invocaron al apóstol durante siglos para combatir a los moros, se colocó delante, mientras sus arcabuceros, rodilla en tierra, con las armas preparadas, apuntaban al frente. Valdivia sabía que los chilenos se lanzan a la lucha a pecho descubierto, sin escudos ni otra protección, indiferentes a la muerte. No temen a los arcabuces, porque son más ruido que otra cosa, sólo se detienen ante los perros, que en el furor del combate se los comen vivos. Enfrentan en masa los aceros españoles, que causan estragos entre ellos, mientras que sus armas de piedra rebotan contra el metal de las armaduras. Desde lo alto de sus cabalgaduras los huincas son invencibles, pero si logran desmontarlos, los aniquilan. [37]




:::::>>Los verdezuelos<<:::::::



Había un rosal en la ventana. Hasta hace poco estaba verde y lozano, mas ahora tenía un aspecto enfermizo; algo debía ocurrirle.
Lo que le pasaba es que habían llegado soldados y tenía que alojarlos. Los recién llegados se lo comían vivo, a pesar de tratarse de una tropa muy respetable, en uniforme verde.
Hablé con uno de los alojados, que aunque sólo contaba tres días de edad, era ya bisabuelo. ¿Sabes lo que me dijo? Pues me contó muchas cosas de él y de toda la tropa.
- Somos el regimiento más notable entre todas las criaturas de la Tierra. Cuando hace calor damos a luz hijos vivos, pues entonces el tiempo se presta a ello; nos casamos enseguida y celebramos la boda. Cuando hace frío ponemos huevos; así los pequeños están calientes. El más sabio de todos los animales, la hormiga, a la que respetamos sobremanera, nos estudia y aprecia. No se nos come, sino que coge nuestros huevos, los pone entre los suyos y en el piso inferior de su casa, los coloca por orden numérico en hileras y en capas, de manera que cada día pueda salir uno del huevo. Entonces nos llevan al establo y, sujetándonos las patas posteriores, nos ordeñan hasta que morimos: es una sensación
agradabilísima. Nos dan el nombre más hermoso imaginable: "dulce vaquita lechera." Éste es el nombre que nos dan los animales inteligentes como las hormigas; sólo los hombres no lo hacen, lo cual es una ofensa capaz de hacernos perder la ecuanimidad. ¿No podría escribir nada para arreglar esta embarazoso situación y poner las cosas en su punto?
Nos miran estúpidamente, y, además, con ojos coléricos, total porque nos comemos unos pétalos de rosa, cuando ellos devoran todos los seres vivos, todo lo que verdea y florece. Nos dan el nombre más despectivo y más odioso que quepa imaginar; no me atrevo a decirlo, ¡puh! Me mareo sólo al pensarlo. No puedo repetirlo, al menos cuando voy de uniforme; y como nunca me lo quito...
Nací en la hoja del rosal. Yo y todo el regimiento vivimos de él, pero gracias a nosotros subsisten otros muchos seres más elevados en la escala de la Creación. Los hombres no nos toleran; vienen a matarnos con agua jabonosa, que es una bebida horrible. Me parece que la estoy oliendo. Es abominable eso de ser lavado cuando uno nació para no serlo.
¡Hombre! Tú que me miras con enfurruñados ojos de agua jabonosa, piensa en nuestra misión en la Naturaleza, en nuestra sabia función de poner huevos y dar hijos vivos. También a nosotros nos alcanza aquel mandato: "Creced y multiplicaos." Nacemos en rosas, y en rosas morimos; nuestra vida entera es poesía. No nos ofendas con el nombre más repugnante y abyecto que encontraste, con el nombre de - ¡pero no, no lo diré, no lo repetiré! -. Llámanos "vaquita lechera de las hormigas," regimiento del rosal o verdezuelos.
Y yo, el hombre, permanecía allí contemplando el rosal y los verdezuelos, cuyo verdadero nombre no quiero pronunciar para no ofender a un habitante de la rosa, a una gran familia con huevos e hijos vivos. El agua jabonosa con que me disponía a lavarlos - pues había venido con ella y con muy malas intenciones - la batiré hasta que saque espuma, soplaré con ella burbujas de jabón y contemplaré su belleza; acaso encuentre un cuento en cada una.
La ampolla se hizo muy voluminosa y brilló con todos los colores, mientras en su centro parecía flotar una perla de plata. Osciló, se desprendió, emprendió el vuelo hacia la puerta y se estrelló contra ella; pero abrióse la puerta y presentóse el hada de los cuentos en persona. - ¡Qué bien! Ahora ella os contará, pues va a hacerlo mejor que yo, el cuento de los... - ¡no digo el nombre! - de los verdezuelos.
- El de los pulgones - corrigióme el hada de los cuentos -. Hay que llamar a todas las cosas por su verdadero nombre, y si a veces no conviene, al menos en los cuentos debe hacerse. 




 * * * FIN * * * 




Hans Christian Andersen 






domingo, enero 05, 2014

Inés del alma mía, ISABEL ALLENDE ((36))




Inés del alma mía[Document Transcript]... No hubo juicio ni explicaciones. Pedro de Valdivia simplemente llamó a don Benito y le ordenó que ahorcase al soldado Escobar a la mañana del día siguiente, después de misa, delante del campamento formado. Don Benito se llevó al tembloroso muchacho de un brazo y lo dejó en una de las tiendas, vigilado pero sin cadenas. Escobar estaba hecho un guiñapo, pero no por el miedo a morir, sino por el dolor de su corazón destrozado. Pedro de Valdivia se fue a la tienda de Francisco de Aguirre,
donde se quedó jugando a los naipes con otros capitanes, y no regresó hasta el amanecer. No me permitió hablar con él, y, creo que por una vez, si lo hubiese hecho, yo no habría encontrado la forma de hacerle cambiar de parecer. Estaba endemoniado de celos.
Entretanto, el capellán González de Marmolejo intentaba consolarme diciendo que lo ocurrido no era mi culpa, sino de Escobar, por desear a la mujer del prójimo, o alguna sandez por el estilo.
-Supongo que no os quedaréis de brazos cruzados, padre. Debéis convencer a Pedro de que está cometiendo una grave injusticia -le exigí.
-El capitán general debe mantener orden entre su propia gente, hija, no puede permitir este tipo de agravio.
-Pedro puede permitir que sus hombres violen y golpeen a las mujeres de otros hombres, pero ¡ay si le tocan a la suya! -Ya no puede retractarse. Una orden es una orden.
-¡Claro que puede retractarse! La falta de ese joven no merece la horca, lo sabéis tan bien como yo. ¡Id a hablar con él!
-Iré, doña Inés, pero os adelanto que no cambiará de opinión. 
-Podéis amenazarlo con la excomunión...
-¡Esa amenaza no puede hacerse a la ligera! -exclamó el fraile, horrorizado.
-En cambio, Pedro sí puede echarse un muerto en la conciencia a la ligera, ¿verdad? -repliqué.
-Doña Inés, os falta humildad. Esto no está en vuestras manos, está en manos de Dios.
González de Marmolejo se fue a hablar con Valdivia. Lo hizo ante los capitanes que jugaban a las cartas con él porque pensó que éstos lo ayudarían a convencerlo de que perdonara a Escobar. Se equivocó de medio a medio. Valdivia no podía dar su brazo a torcer frente a testigos, y además sus compinches le dieron la razón; ellos habrían hecho lo mismo en su lugar.
Entonces me fui a la tienda de Juan Gómez y Cecilia, con la excusa de ver al recién nacido. La princesa inca estaba más bella que nunca, echada sobre un mullido colchón, descansando, rodeada de sus siervas. Una india le sobaba los pies, otra le peinaba el cabello retinto, otra estrujaba leche de llama de un trapo en la boca del crío. Juan Gómez, embelesado, observaba la escena como si estuviera ante el pesebre del Niño Jesús. Sentí un retortijón de envidia: habría dado media vida por estar en el lugar de Cecilia. Después de felicitar a la joven madre y besar al chiquito, cogí de un brazo al padre y me lo llevé afuera. Le conté lo que había ocurrido y le pedí ayuda.
-Vos sois el alguacil, don Juan, haced algo, por favor -le rogué.
-No puedo contravenir una orden de don Pedro de Valdivia -me contestó, con los ojos desorbitados.
-Me da vergüenza recordároslo, don Juan, pero me debéis un favor...
-Señora, ¿me estáis pidiendo esto porque tenéis un interés particular en el soldado Escobar? -me preguntó.
-¿Cómo se os ocurre? Os lo pediría por cualquier hombre de este campamento. No puedo permitir que don Pedro cometa este pecado. Y no me digáis que se trata de una cuestión de disciplina militar, los dos sabemos que son puros celos.
-¿Qué proponéis?
-Esto está en manos de Dios, como dice el capellán. ¿Qué os parece si ayudamos un poco a la mano divina?
Al día siguiente, después de la misa, don Benito convocó a la gente en la plaza central del campamento, donde todavía se alzaba la horca que había servido para el desafortunado Ruiz, con la cuerda preparada. Yo asistí por primera vez, porque hasta entonces me las había arreglado para no presenciar suplicios ni ejecuciones; bastante tenía con la violencia de las batallas y el sufrimiento de los heridos y enfermos que me tocaba sanar. Llevé a Nuestra Señora del Socorro en los brazos, para que todos pudieran verla. Los capitanes se pusieron en primera fila formando un cuadrilátero, les seguían los soldados y, más atrás, los capataces y la multitud de yanaconas, indias de servicio y mancebas. El capellán había pasado la noche en vela rezando, después de haber fracasado en su gestión con Valdivia. Tenía la piel verdosa y ojeras moradas, como solía ocurrirle cuando se flagelaba, aunque sus azotes eran para la risa, según las indias, que sabían muy bien lo que es un látigo en serio.
Un pregonero y un redoble de tambores anunciaron la ejecución. Juan Gómez, en su calidad de alguacil, dijo que el soldado Escobar había cometido un grave acto de indisciplina, había penetrado en la tienda del capitán general con aviesos propósitos y atentado contra su honor. No se necesitaban más explicaciones, a nadie le cupo duda de que el muchacho pagaría con la vida su amor de cachorro. Los dos negros encargados de las ejecuciones escoltaron al reo hasta la plaza. Escobar iba sin cadenas, derecho como una lanza, tranquilo, la mirada fija adelante, como si marchara en sueños. Había pedido que le permitieran lavarse, afeitarse y ponerse ropa limpia. Se puso de rodillas y el capellán le dio la extremaunción, lo bendijo y le pasó la Santa Cruz para que la besara. Los negros lo condujeron al patíbulo, le ataron las manos a la espalda y le ligaron los tobillos, luego pasaron la cuerda en torno a su cuello. Escobar no permitió que le colocaran una capucha, creo que quería morir mirándome, para desafiar a Pedro de Valdivia. Le sostuve la mirada, tratando de darle consuelo.
Al segundo redoble de tambores, los negros quitaron el soporte bajo los pies del reo y éste quedó colgado en el aire. Un silencio de tumba reinaba en el campamento entre la gente, sólo se oían los tambores. Durante un tiempo que me pareció eterno, el cuerpo de Escobar se balanceó de la horca, mientras yo rezaba y rezaba, desesperada, apretando la estatua de la Virgen contra mi pecho. Y entonces sucedió el milagro: la cuerda se cortó de súbito y el muchacho cayó desplomado al suelo, donde quedó tendido, como muerto. Un largo grito de sorpresa escapó de muchas bocas. Pedro de Valdivia dio tres pasos adelante, pálido como un cirio, sin00 poder creer lo que había ocurrido. Antes de que alcanzara a dar una orden a los verdugos, el capellán se adelantó con la Santa Cruz en alto, tan perplejo como los demás.
-¡Es el juicio de Dios! ¡El juicio de Dios! -gritaba.00 Como una ola sentí primero el murmullo y luego la frenética algarabía de los indios, una ola que se estrelló contra la rigidez de los soldados españoles, hasta que uno se persignó y puso una rodilla en tierra. De inmediato otro siguió su ejemplo, y otro más, hasta que todos, menos Pedro de Valdivia, estuvimos arrodillados. El juicio de Dios...
El alguacil Juan Gómez hizo a un lado a los verdugos y él mismo quitó el lazo del cuello a Escobar, le cortó las amarras de las muñecas y los tobillos y le ayudó a ponerse de pie. Sólo yo noté que entregó la cuerda del patíbulo a un indio y éste se la llevó de inmediato, antes de que a alguien se le ocurriera examinarla de cerca. Juan Gómez ya no me debía ningún favor.
Escobar no fue puesto en libertad. Su sentencia fue conmutada por el destierro, tendría que volver al Perú, deshonrado, con un yanacona por única compañía y a pie. En caso de que lograra evadir a los indios hostiles del valle, perecería de sed en el desierto, y su cuerpo, disecado como las momias, quedaría sin sepultura. Es decir, más misericordioso hubiese sido ahorcarlo. Una hora más tarde abandonó el campamento con la misma calmada dignidad con que caminó hacia el patíbulo. Los soldados que antes se burlaron de él hasta enloquecerlo, formaron dos filas respetuosas y él pasó por el medio, lentamente, despidiéndose con los ojos, sin una palabra. Muchos tenían lágrimas, arrepentidos y avergonzados. Uno le entregó su espada, otro un hacha corta, un tercero llegó halando una llama cargada con unos bultos y odres de agua. Yo observaba la escena desde lejos, luchando contra la animosidad que sentía contra Valdivia, tan fuerte que me ahogaba. Cuando el muchacho ya salía del campamento, le di alcance, desmonté y le entregué mi único tesoro, el caballo. Nos quedamos siete semanas en el valle, donde se nos sumaron veinte españoles más, entre ellos dos frailes y un tal Chinchilla, sedicioso y vil, quien desde el comienzo conspiró con Sancho de la Hoz para asesinar a Valdivia. A De la Hoz le habían quitado los grillos y circulaba libre por el campamento, acicalado y fragante, dispuesto a vengarse del capitán general, pero bien vigilado por Juan Gómez. De los ciento cincuenta hombres que ahora formaban la expedición, todos menos nueve eran hidalgos, hijos de la nobleza rural o empobrecida, pero tan hidalgos como el mejor. Según Valdivia, eso nada significa, porque sobran hidalgos en España, pero yo creo que estos fundadores legaron sus ínfulas al Reino de Chile. A la sangre altiva de los españoles se sumó la sangre indómita de la raza mapuche, y de la mezcla ha resultado un pueblo de un orgullo demencial.
Después de la expulsión del muchacho Escobar, el campamento tardó unos días en recuperar la normalidad. La gente andaba enojada, se podía sentir la ira en el aire. A los ojos de los soldados, la culpa fue mía: yo tenté al inocente muchacho, lo seduje, lo saqué de quicio y lo llevé a la muerte. Yo, la impúdica concubina. Pedro de Valdivia sólo cumplió con el deber de defender su honor. Durante mucho tiempo sentí el rencor de esos hombres como una quemadura en la piel, tal como antes había sentido su lascivia. Catalina me aconsejó que permaneciera en mi tienda hasta que se calmaran los ánimos, pero había mucho trabajo con los preparativos del viaje y no me quedó otra alternativa que enfrentarme a la maledicencia.
Pedro estaba ocupado con la incorporación de los nuevos soldados y con los rumores de traición que circulaban, pero tuvo tiempo de saciar su ira en mí. Si comprendió que se había propasado en su afán de vengarse de Escobar, nunca lo admitió. La culpa y los celos le encendieron el deseo, quería poseerme a cada rato, incluso en la mitad del día. Interrumpía sus deberes o sus conferencias con otros capitanes para arrastrarme a la tienda, a ojos vista del campamento entero, de modo que no quedó nadie que no se diese cuenta de lo que estaba ocurriendo. A Valdivia no le importaba, lo hacía adrede para establecer su autoridad, humillarme y desafiar a los chismosos. Nunca habíamos hecho el amor con esa violencia, me dejaba magullada y pretendía que me gustara. Quiso que gimiera de dolor, en vista de que ya no gemía de placer. Ése fue mi castigo, sufrir la suerte de una ramera, tal como el de Escobar fue perecer en el desierto. Aguanté el maltrato hasta donde me fue posible, pensando que en algún momento a Pedro tendría que enfriársele la soberbia, pero a la semana se me acabó la paciencia y, en vez de obedecerle cuando quiso hacer conmigo como los perros, le di una sonora bofetada en la cara. No supe cómo sucedió, la mano se me fue sola. La sorpresa nos dejó a los dos paralizados por un largo momento y enseguida se rompió el maleficio en que estábamos atrapados. Pedro me estrechó, arrepentido, y yo me eché a temblar, tan contrita como él.
-¡Qué he hecho! ¿Adónde hemos llegado, amor? Perdóname, Inés, olvidemos esto, por favor... -murmuró.
Nos quedamos abrazados, con el alma en un hilo, mascullando explicaciones, perdonándonos, y al final nos dormimos agotados, sin holgar. A partir de ese momento empezamos a recuperar el amor perdido. Pedro volvió a cortejarme con la pasión y la ternura de los primeros tiempos. Dábamos cortos paseos, siempre con guardias, porque en cualquier momento podían caernos encima indios hostiles. Comíamos solos en la tienda, me leía por las noches, pasaba horas acariciándome para darme el placer que poco antes me había negado. Estaba tan ansioso por un hijo como yo, pero no quedé preñada, a pesar de los rosarios a la Virgen y los jarabes que preparaba Catalina. Soy estéril, no pude tener hijos con ninguno de los hombres a los que amé, Juan, Pedro y Rodrigo, ni con los que gocé de encuentros breves y secretos; pero creo que Pedro también lo era, porque no los tuvo con Marina ni con otras mujeres. «Dejar fama y memoria de mí», fue su razón para conquistar Chile. Tal vez así reemplazó a la dinastía
que no pudo fundar. Dejó su apellido en la Historia, ya que no pudo legarlo a sus descendientes. [36]



:::::>>Vänö y Glänö<<:::::::




Había en otros tiempos, junto a la costa de Seeland, frente a Holsteinborg, dos islas cubiertas de bosque: Vänö y Glänö; tenían un pueblo con iglesia y diversas granjas, todas cerca de la orilla y a muy poca distancia unas de otras. Hoy sólo hay una isla.
Una noche estalló una espantosa tempestad. El mar subió como no recordaba nadie. La borrasca adquiría violencia por momentos; parecía el Juicio Final, con un estruendo como si fuera a estallar la Tierra. Las campanas de la iglesia se pusieron a tocar sin que las impulsase mano humana.
En el curso de aquella noche desapareció Vänö, tragada por el mar, sin dejar huellas. Más tarde, empero, en alguna noche de verano, a la hora de la bajamar y cuando las aguas estaban encalmadas, los pescadores que habían salido a la pesca de la anguila con antorchas, veían en el fondo, si tenían buenos ojos, la Isla de Vänö, con su blanco campanario y el alto muro de la iglesia. - Vänö aguarda a Glänö - dice la leyenda. Veían la isla, oían tañer las campanas allá en el fondo del agua, pero sin duda se equivocaban; seguramente eran los gritos de los numerosos cisnes salvajes, que con frecuencia se posan en la superficie del mar en aquellos lugares; graznan y se quejan, y sus gritos suenan a lo lejos como doblar de campanas.
Era un tiempo en que muchos ancianos de Glänö se acordaban aún de aquella noche borrascosa, y también de que siendo niños habían pasado en carro, a la hora de la bajamar, de una a otra isla, del mismo modo que hoy se va de la costa de Seeland, cerca de Holsteinborg, a la Isla de Glänö; el agua llega sólo al eje de las ruedas. - Vänö aguarda a Glänö - decíase, y el dicho se convirtió en certidumbre.
Muchos niños y niñas yacían en cama desvelados en las noches tempestuosas, pensando: esta noche Vänö vendrá a buscar a Glänö. Temerosos, rezaban su padrenuestro, y al cabo se dormían y tenían dulces sueños; y a la mañana, Glänö seguía aún en su lugar, con sus bosques y campos de mieses, sus acogedoras granjas y sus huertos de lúpulo; cantaba el pájaro y saltaba el gamo; el topo no olía a agua de mar, lo cual quiere decir que tenía sitio sobrado para excavar sus galerías. Y, sin embargo, los días de Glänö están contados. Imposible es decir cuántos son, pero contados lo están. Cualquier mañana, la isla habrá desaparecido.
Tal vez aún ayer estuviste en la orilla del mar y viste los cisnes salvajes flotando en el agua, entre Seeland y Glänö; una barca con las velas desplegadas pasaba rauda frente al bosque espeso; tú cruzaste el vado somero, pues otro camino no hay; los caballos chapoteaban en el agua, salpicando las ruedas del coche.
Te marchaste de allí; tal vez te fuiste a correr mundo y no regresarás hasta dentro de unos años. Entonces verás que el bosque rodea una gran pradera verde, donde el heno perfuma el aire frente a unas primorosas casas de campo. ¿Dónde estás? Holsteinborg sigue luciendo su dorado campanario puntiagudo, pero no ya junto al fiordo, sino más adentro; cruzas el bosque y unos campos para llegar a la orilla... ¿Dónde está Glänö? No ves ante ti ninguna isla selvática, sino el mar libre. ¿Acaso Vänö se llevó a Glänö, después de esperarla tanto tiempo? ¿En qué noche tempestuosa sucedió, cuándo tembló la tierra, y el viejo Holsteinsborg fue transportado tierra adentro tantos miles de pasos de ave?
Pues no; no hubo tal noche tempestuosa; la cosa ocurrió en pleno día de luz y de sol. La humana inteligencia domó el mar, la humana inteligencia hizo desaparecer el agua como por encanto, uniendo Glänö al Continente. El fiordo quedó transformado en un prado de hierba exuberante; Glänö ha quedado soldado a Seeland. La vieja granja está donde siempre. No fue Vänö la que se llevó a Glänö; fue Seeland la que, con los largos brazos que son los diques, sujetó la isla, y con la boca de las bombas achicó el agua y pronunció las palabras mágicas, las palabras del noviazgo, recibiendo en dote muchas toneladas de tierra. Es la verdad, puedes verlo confirmado oficialmente. Y lo ves con tus propios ojos: la Isla de Glänö ha desaparecido. 




 * * * FIN * * * 




 Hans Christian Andersen 





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