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sábado, octubre 19, 2013

Inés del alma mía, ISABEL ALLENDE ((10))





Inés del alma mía[Document Transcript]... Un año más tarde Valdivia y Aguirre participaron en la batalla de Pavía, la hermosa ciudad de cien torres, donde también los franceses fueron derrotados. El rey de Francia, que se batía a la desesperada, fue hecho prisionero por un soldado de la compañía de Pedro de Valdivia, que lo derribó del caballo sin saber quién era y estuvo a punto de rebanarle el cuello. La oportuna intervención de Valdivia lo impidió, modificando así el curso de la Historia. Sobre el campo de lid quedaron más de diez mil muertos; durante semanas el aire estuvo infestado de moscas y la tierra de ratas. Dicen que todavía los repollos y las coliflores de la región suelen traer huesos astillados entre las hojas. Valdivia comprendió que por primera vez la caballería no había sido el factor fundamental para el triunfo, sino dos nuevas armas: los arcabuces, complicados de cargar pero de largo alcance, y los cañones de bronce, más livianos y móviles que los de hierro forjado. Otro elemento decisivo fue la participación de miles de mercenarios, suizos y lansquenetes alemanes, famosos por su brutalidad y a los que Valdivia despreciaba, porque para él la guerra, como todo lo demás, era una cuestión de honor. El combate de Pavía lo llevó a meditar sobre la importancia de la estrategia y las armas modernas: no bastaba el coraje demente de hombres como Francisco de Aguirre, la guerra era una ciencia que requería estudio y lógica.
Después de la contienda de Pavía, agotado y cojeando por un lanzazo en la cadera, que le curaron con aceite hirviendo, aunque la herida volvía a abrirse al menor esfuerzo, Pedro de Valdivia regresó a su casa en Castuera. Estaba en edad de casarse, perpetuar su apellido y hacerse cargo sus tierras, yermas de tanta ausencia y descuido, como no se cansaba de repetirle su madre. El ideal era una novia que aportase una dote considerable, ya que la empobrecida hacienda de los Valdivia mucho la necesitaba. Había varias candidatas elegidas por la familia y el cura, todas de buen nombre y fortuna, a las que él iría conociendo mientras convalecía de su herida. Pero los planes no resultaron como se esperaba. Pedro vio a Marina Ortiz de Gaete en el único sitio donde podía encontrarla en público: a la salida de misa. Marina tenía trece años y todavía la vestían con las crinolinas almidonadas de la infancia. Iba acompañada
por su dueña y una esclava, que sostenía un parasol sobre su cabeza, aunque el día estaba nublado; jamás un rayo de luz directa había tocado la piel translúcida de aquella muchacha pálida. Tenía el rostro de un ángel, el cabello rubio y luminoso, el andar vacilante de quien carga con demasiadas enaguas, y tal aire de inocencia, que Pedro olvidó al punto los propósitos de mejorar su hacienda. No era hombre de mezquinos cálculos; la belleza y virtud de la joven lo sedujeron al punto. Aunque ella carecía de dinero y su dote estaba muy por debajo de sus méritos, apenas averiguó que no estaba prometida a otro comenzó a cortejarla. La familia Ortiz de también deseaba para su hija una unión con beneficios económicos, pero no pudo rechazar a un caballero de nombre tan ilustre y probado valor como Pedro de Valdivia, y puso como única condición que la boda se llevara a cabo después de que la chica cumpliera catorce años. Entretanto, Marina se dejó agasajar por su pretendiente con la timidez de un conejo, aunque se las arregló para hacerle saber que ella también contaba los días para casarse. Pedro estaba en el apogeo de su virilidad, era de buena estatura, pecho fuerte, bien proporcionado, de noble estampa, nariz prominente, mentón autoritario y ojos azules, muy expresivos. Ya entonces llevaba el cabello hacia atrás, cogido en una cola corta en la nuca, mejillas afeitadas, bigote engomado y la barbita angosta que lo caracterizó toda su vida. Se vestía con elegancia, empleaba gestos categóricos, era de hablar pausado e imponía respeto, pero también podía ser galante y tierno. Marina se preguntaba, admirada, por qué ese hombre de gran orgullo y bizarría se había fijado en ella. Se casaron al año siguiente, cuando la chica comenzó a menstruar, y se instalaron en el modesto solar de los Valdivia.
Marina entró a su condición de casada con las mejores intenciones, pero era demasiado joven, y ese marido de temperamento sobrio y estudioso la asustaba. No tenían de qué hablar. Ella aceptaba, turbada, los libros que él le sugería, sin atreverse a confesarle que apenas sabía leer un par de frases elementales y firmar su nombre con trazo vacilante. Había vivido preservada del contacto con el mundo y deseaba continuar así; las peroratas de su marido sobre política o geografía la aterraban. Lo suyo era la oración y el bordado de preciosas casullas de cura. Carecía de experiencia para hacerse cargo de la casa, y los sirvientes no atendían sus órdenes, impartidas con voz de infante, de modo que su suegra siguió mandando, mientras ella era tratada como la niña que era. Se propuso aprender las fastidiosas tareas del hogar, asesorada por las mujeres mayores de la familia, pero no había a quién preguntarle sobre otro aspecto de la vida matrimonial, más importante que disponer la comida o llevar las cuentas. [10]



:::::>El hombre de nieve<:::::::




- ¡Cómo cruje dentro de mi cuerpo! ¡Realmente hace un frío delicioso! - exclamó el hombre de nieve -. ¡Es bien verdad que el viento cortante puede infundir vida en uno! ¿Y dónde está aquel abrasador que mira con su ojo enorme? -. Se refería al Sol, que en aquel momento se ponía -. ¡No me hará parpadear! Todavía aguanto firmes mis terrones.
Servíanle de ojos dos pedazos triangulares de teja. La boca era un trozo de un rastrillo viejo; por eso tenía dientes.
Había nacido entre los hurras de los chiquillos, saludado con el sonar de cascabeles y el chasquear de látigos de los trineos.
Acabó de ocultarse el sol, salió la Luna, una Luna llena, redonda y grande, clara y hermosa en el aire azul.
- Otra vez ahí, y ahora sale por el otro lado - dijo el hombre de nieve. Creía que era el sol que volvía a aparecer -. Le hice perder las ganas de mirarme con su ojo desencajado. Que cuelgue ahora allá arriba enviando la luz suficiente para que yo pueda verme. Sólo quisiera saber la forma de moverme de mi sitio; me gustaría darme un paseo. Sobre todo, patinar sobre el hielo, como vi que hacían los niños. Pero en cuestión de andar soy un zoquete.
- ¡Fuera, fuera! - ladró el viejo mastín. Se había vuelto algo ronco desde que no era perro de interior y no podía tumbarse junto a la estufa -. ¡Ya te enseñará el sol a correr! El año pasado vi cómo lo hacía con tu antecesor. ¡Fuera, fuera, todos fuera!
- No te entiendo, camarada - dijo el hombre de nieve -. ¿Es acaso aquél de allá arriba el que tiene que enseñarme a correr?000 Se refería a la luna -. La verdad es que corría, mientras yo lo miraba fijamente, y ahora vuelve a acercarse desde otra dirección.
- ¡Tú qué sabes! - replicó el mastín -. No es de extrañar, pues hace tan poco que te amasaron. Aquello que ves allá es la Luna, y lo que se puso era el Sol. Mañana por la mañana volverá, y seguramente te enseñará a bajar corriendo hasta el foso de la muralla. Pronto va a cambiar el tiempo. Lo intuyo por lo que me duele la pata izquierda de detrás. Tendremos cambio.
"No lo entiendo - dijo para sí el hombre de nieve -, pero tengo el presentimiento de que insinúa algo desagradable. Algo me dice que aquel que me miraba tan fijamente y se marchó, al que él llama Sol, no es un amigo de quien pueda fiarme." - ¡Fuera, fuera! - volvió a ladrar el mastín, y, dando tres vueltas como un trompo, se metió a dormir en la perrera.
Efectivamente, cambió el tiempo. Por la mañana, una niebla espesa, húmeda y pegajosa, cubría toda la región. Al amanecer empezó a soplar el viento, un viento helado; el frío calaba hasta los huesos, pero ¡qué maravilloso espectáculo en cuanto salió el sol! Todos los árboles y arbustos estaban cubiertos de escarcha; parecían un bosque de blancos corales. Habríase dicho que las ramas estaban revestidas de deslumbrantes flores blancas. Las innúmeras ramillas, en verano invisibles por las hojas, destacaban ahora con toda precisión; era un encaje cegador, que brillaba en cada ramita. El abedul se movía a impulsos del viento; había vida en él, como la que en verano anima a los árboles. El espectáculo era de una magnificencia incomparable. Y ¡cómo refulgía todo, cuando salió el sol! Parecía que hubiesen espolvoreado el paisaje con polvos de diamante, y que grandes piedras preciosas brillasen sobre la capa de nieve. El centelleo hacía pensar en innúmeras lucecitas ardientes, más blancas aún que la blanca nieve.
- ¡Qué incomparable belleza! - exclamó una muchacha, que salió al jardín en compañía de un joven, y se detuvo junto al hombre de nieve, desde el cual la pareja se quedó contemplando los árboles rutilantes -. Ni en verano es tan bello el espectáculo - dijo, con ojos radiantes.
- Y entonces no se tiene un personaje como éste - añadió el joven, señalando el hombre de nieve - ¡Maravilloso!
La muchacha sonrió, y, dirigiendo un gesto con la cabeza al muñeco, se puso a bailar con su compañero en la nieve, que crujía bajo sus pies como si pisaran almidón.
- ¿Quiénes eran esos dos? - preguntó el hombre de nieve al perro -. Tú que eres mas viejo que yo en la casa, ¿los conoces? - Claro - respondió el mastín -. La de veces que ella me ha acariciado y me ha dado huesos. No le muerdo nunca. - Pero, ¿qué hacen aquí? - preguntó el muñeco. - Son novios - gruñó el can -. Se instalarán en una perrera a roer huesos. ¡Fuera, fuera!
- ¿Son tan importantes como tú y como yo? - siguió inquiriendo el hombre de nieve.00 - Son familia de los amos - explicó el perro -. Realmente saben bien pocas cosas los recién nacidos, a juzgar por ti. Yo soy viejo y tengo relaciones; conozco a todos los de la casa. Hubo un tiempo en que no tenía que estar encadenado a la intemperie. ¡Fuera, fuera!
- El frío es magnífico - respondió el hombre de nieve -. ¡Cuéntame, cuéntame! Pero no metas tanto ruido con la cadena, que me haces crujir.
- ¡Fuera, fuera! - ladró el mastín -. Yo era un perrillo muy lindo, según decían. Entonces vivía en el interior del castillo, en una silla de terciopelo, o yacía sobre el regazo de la señora principal. Me besaban en el hocico y me secaban las patas con un pañuelo bordado. Me llamaban "guapísimo," - "perrillo mono" y otras cosas. Pero luego pensaron que crecía demasiado, y me entregaron al ama de llaves. Fui a parar a la vivienda del sótano; desde ahí puedes verla, con el cuarto donde yo era dueño y señor, pues de verdad lo era en casa del ama. Cierto que era más reducido que arriba, pero más cómodo; no me fastidiaban los niños arrastrándome de aquí para allá. Me daban de comer tan bien como arriba y en mayor cantidad. Tenía mi propio almohadón, y además había una estufa que, en esta época precisamente, era lo mejor del mundo. Me metía debajo de ella y desaparecía del todo. ¡Oh, cuántas veces sueño con ella todavía! ¡Fuera, fuera!
- ¿Tan hermosa es una estufa? - preguntó el hombre de nieve ¿Se me parece?
- Es exactamente lo contrario de ti. Es negra como el carbón, y tiene un largo cuello con un cilindro de latón. Devora leña y vomita fuego por la boca. Da gusto estar a su lado, o encima o debajo; esparce un calor de lo más agradable. Desde donde estás puedes verla a través de la ventana.
El hombre de nieve echó una mirada y vio, en efecto, un objeto negro y brillante, con una campana de latón. El fuego se proyectaba hacia fuera, desde el suelo. El hombre experimentó una impresión rara; no era capaz de explicársela. Le sacudió el cuerpo algo que no conocía, pero que conocen muy bien todos los seres humanos que no son muñecos de nieve. - ¿Y por qué la abandonaste? - preguntó el hombre. Algo le decía que la estufa debía ser del sexo femenino -. ¿Cómo pudiste abandonar tan buena compañía?
- Me obligaron - dijo el perro -. Me echaron a la calle y me encadenaron. Había mordido en la pierna al señorito pequeño, porque me quitó un hueso que estaba royendo. ¡Pata por pata!, éste es mi lema. Pero lo tomaron a mal, y desde entonces me paso la vida preso aquí, y he perdido mi voz sonora. Fíjate en lo ronco que estoy: ¡fuera, fuera! Y ahí tienes el fin de la canción.
El hombre de nieve ya no lo escuchaba. Fija la mirada en la vivienda del ama de llaves, contemplaba la estufa sostenida sobre sus cuatro pies de hierro, tan voluntariosa como él mismo.
- ¡Qué manera de crujir este cuerpo mío! - dijo -. ¿No me dejarán entrar? Es un deseo inocente, y nuestros deseos inocentes debieran verse cumplidos. Es mi mayor anhelo, el único que tengo; sería una injusticia que no se me permitiese satisfacerlo. Quiero entrar y apoyarme en ella, aunque tenga que romper la ventana.
- Nunca entrarás allí - dijo el mastín -. ¡Apañado estarías si lo hicieras!
- Ya casi lo estoy - dijo el hombre -; creo que me derrumbo.
El hombre de nieve permaneció en su lugar todo el día, mirando por la ventana. Al anochecer, el aposento se volvió aún más acogedor. La estufa brillaba suavemente, más de lo que pueden hacerlo la luna y el sol, con aquel brillo exclusivo de las estufas cuando tienen algo dentro. Cada vez que le abrían la puerta escupía una llama; tal era su costumbre. El blanco rostro del hombre de nieve quedaba entonces teñido de un rojo ardiente, y su pecho despedía también un brillo rojizo.
- ¡No resisto más! - dijo -. ¡Qué bien le sienta eso de sacar la lengua!
La noche fue muy larga, pero al hombre no se lo pareció. Pasóla absorto en dulces pensamientos, que se le helaron dando crujidos.
Por la madrugada, todas las ventanas del sótano estaban heladas, recubiertas de las más hermosas flores que nuestro hombre pudiera soñar; sólo que ocultaban la estufa. Los cristales no se deshelaban, y él no podía ver a su amada. Crujía y rechinaba; hacía un tiempo ideal para un hombre de nieve, y, sin embargo, el nuestro no estaba contento. Debería haberse sentido feliz, pero no lo era; sentía nostalgia de la estufa.
- Es una mala enfermedad para un hombre de nieve - dijo el perro -. También yo la padecí un tiempo, pero me curé. ¡Fuera, fuera! Ahora tendremos cambio de tiempo.
Y, efectivamente, así fue. Comenzó el deshielo.
El deshielo aumentaba, y el hombre de nieve decrecía. No decía nada ni se quejaba, y éste es el más elocuente síntoma de que se acerca el fin.
Una mañana se desplomó. En su lugar quedó un objeto parecido a un palo de escoba. Era lo que había servido de núcleo a los niños para construir el muñeco.
- Ahora comprendo su anhelo - dijo el perro mastín -. El hombre tenía un atizador en el cuerpo. De ahí venía su inquietud. Ahora la ha superado. ¡Fuera, fuera!
Y poco después quedó también superado el invierno.
- ¡Fuera, fuera! - ladraba el perro; pero las chiquillas, en el patio, cantaban:
 
 


Brota, asperilla, flor mensajera;
cuelga, sauce, tus lanosos mitones;
cuclillo, alondra, enviadnos canciones;
febrero, viene ya la primavera.
Cantaré con vosotros
y todos se unirán al jubiloso coro.
¡Baja ya de tu cielo, oh, sol de oro!




¡Quién se acuerda hoy del hombre de nieve!





* * * FIN * * *




Hans Christian Andersen




Inés del alma mía, ISABEL ALLENDE ((9))




Inés del alma mía[Document Transcript]... Entre los tercios de España iba otro atrevido hidalgo, Francisco de Aguirre, quien se convirtió de inmediato en el mejor amigo de Pedro. Tan fanfarrón y bullicioso era Francisco, como serio era Pedro, aunque ambos gozaban de igual fama de valientes. La familia Aguirre era vasca de origen, pero asentada en Talavera de la Reina, cerca de Toledo. Desde el principio el joven dio muestras de una audacia suicida; buscaba el peligro porque se creía protegido por la cruz de oro de su madre que llevaba al cuello. De la misma cadenilla colgaba un relicario con una mecha de cabello castaño, perteneciente a la hermosa joven que amaba desde niño con un amor prohibido, pues eran primos hermanos. Francisco había jurado permanecer célibe, ya que no podía casarse con su prima, pero eso no le impedía buscar los favores de cuanta
hembra se pusiera al alcance de su fogoso temperamento. Alto, guapo, con risa franca y una sonora voz de tenor, perfecta para animar tabernas y enamorar mujeres, no había quien se le resistiera. Pedro le advertía que se cuidara, porque el mal francés no perdona a moros, judíos ni cristianos, pero él confiaba en la cruz de su madre, que si había resultado ser infalible protección en la guerra, debía serlo también contra las consecuencias de la lujuria. Aguirre, amable y galante en sociedad, se transformaba en una fiera en la batalla, al contrario de Valdivia, quien se mostraba sereno y caballeroso aun ante los más álgidos peligros. Ambos jóvenes sabían leer y escribir, habían estudiado y poseían más cultura que la mayoría de los hidalgos. Pedro había recibido esmerada educación de un sacerdote, tío de su madre, con quien él convivió en la juventud y de quien se murmuraba en voz baja que era en realidad su padre, pero él jamás se atrevió a preguntárselo. Habría sido un insulto a su madre. Además, Aguirre y Valdivia tenían en común que vinieron al mundo en 1500, el mismo año del nacimiento del sacro emperador Carlos V, monarca de España, Alemania, Austria, Flandes, las Indias Occidentales, parte de África y más y más mundo. Los jóvenes no eran supersticiosos, pero se jactaban de estar unidos al rey bajo la misma estrella y, por lo tanto, destinados a similares hazañas militares. Creían que no había mejor propósito en esta vida que ser soldados bajo tan gallardo jefe; admiraban la estatura de titán del rey, su valor indomable, su habilidad de jinete y espadachín, su talento de estratega en la guerra y de hombre estudioso en la paz. Pedro y Francisco agradecían la suerte de ser católicos, garantía de salvación del alma, y españoles, es decir, superiores al resto de los mortales. Eran hidalgos de España, soberana del mundo, larga y ancha, más poderosa que el antiguo Imperio romano, señalada por Dios para descubrir, conquistar, cristianizar, fundar y poblar los más remotos rincones de la Tierra. Contaban con veinte años cuando partieron a combatir en Flandes y luego en las campañas de Italia, donde aprendieron que en la guerra la crueldad es una virtud y, dado que la muerte es una constante compañera, más vale tener el alma preparada.
Los dos oficiales servían bajo las órdenes de un extraordinario soldado, el marqués de Pescara, cuya apariencia algo afeminada podía ser engañosa, ya que bajo la armadura de oro y los atavíos de seda bordados de perlas, con que se presentaba al campo de batalla, había un raro genio militar, como demostró una y mil veces. En 1524, en medio de la guerra entre Francia y España, que se disputaban el control de Italia, el marqués y dos mil de los mejores soldados españoles desaparecieron de manera misteriosa, tragados por la bruma invernal. Se corrió la voz de que habían desertado, y circulaban coplas burlonas que los acusaban de traidores y cobardes, mientras ellos, ocultos en un castillo, se preparaban con el mayor sigilo. Estaban en noviembre y el frío congelaba el alma de los desventurados soldados acampados en el patio. No comprendían por qué los tenían allí, entumecidos y ansiosos, en vez de llevarlos a luchar contra los franceses. El marqués de Pescara no se daba prisa, esperaba el momento adecuado con la paciencia de un avezado cazador. Por fin, cuando ya habían pasado varias semanas, dio la señal a sus oficiales de aprontarse para la acción. Pedro
de Valdivia ordenó a los hombres de su batallón que se colocaran las armaduras sobre sus refajos de lana, tarea difícil, porque al tocar el gélido metal los dedos se pegaban en él, y luego les entregó sábanas para que se cubrieran. Así, como blancos espectros, marcharon en total silencio, tiritando de frío, durante la noche entera, hasta que al alba llegaron a las proximidades de la fortaleza enemiga. Los vigías en las almenas percibieron cierto movimiento sobre la nieve, pero creyeron que se trataba de las sombras de los árboles mecidos por el viento. No vieron a los españoles arrastrándose en blancas oleadas sobre el suelo blanco hasta el último instante, cuando éstos se lanzaron al ataque y los fulminaron por sorpresa. Esa victoria aplastante convirtió al marqués de Pescara en el militar más célebre de su tiempo. [9]



:::::>Lo que hace el padre bien hecho está<:::::::




Voy a contaros ahora una historia que oí cuando era muy niño, y cada vez que me acuerdo de ella me parece más bonita. Con las historias ocurre lo que con ciertas personas: embellecen a medida que pasan los años, y esto es muy alentador.
Algunas veces habrás salido a la campiña y habrás visto una casa de campo, con un tejado de paja en el que crecen hierbas y musgo; en el remate del tejado no puede faltar un nido de cigüeñas. Las paredes son torcidas; las ventanas, bajas, y de ellas sólo puede abrirse una. El horno sobresale como una pequeña barriga abultada, y el saúco se inclina sobre el seto, cerca del cual hay una charca con un pato o unos cuantos patitos bajo el achaparrado sauce. Tampoco, falta el mastín, que ladra a toda alma viviente.
Pues en una casa como la que te he descrito vivía un viejo matrimonio, un pobre campesino con su mujer. No poseían casi nada, y, sin embargo, tenían una cosa superflua: un caballo, que solía pacer en los ribazos de los caminos. El padre lo montaba para trasladarse a la ciudad, y los vecinos se lo pedían prestado y le pagaban con otros servicios; desde luego, habría sido más ventajoso para ellos vender el animal o trocarlo por algo que les reportase mayor beneficio. Pero, ¿por qué lo podían cambiar?.
- Tú verás mejor lo que nos conviene -dijo la mujer-. Precisamente hoy es día de mercado en el pueblo. Vete allí con el caballo y que te den dinero por él, o haz un buen intercambio. Lo que haces, siempre está bien hecho. Vete al mercado. Le arregló la bufanda alrededor del cuello, pues esto ella lo hacía mejor, y le puso también una corbata de doble lazo, que le sentaba muy bien; cepillóle el sombrero con la palma de la mano, le dio un beso, y el hombre se puso alegremente en camino montado en el caballo que debía vender o trocar. "El viejo entiende de esas cosas -pensaba la mujer-. Nadie lo hará mejor que él."
El sol quemaba, y ni una nubecilla empañaba el azul del cielo. El camino estaba polvoriento, animado por numerosos individuos que se dirigían al mercado, en carro, a caballo o a pie. El calor era intenso, y en toda la extensión del camino no se descubría ni un puntito de sombra.000 Nuestro amigo se encontró con un paisano que conducía una vaca, todo lo bien parecida que una vaca puede ser. "De seguro que da buena leche -pensó-. Tal vez sería un buen cambio."
- ¡Oye tú, el de la vaca! -dijo-. ¿Y si hiciéramos un trato? Ya sé que un caballo es más caro que una vaca; pero me da igual. De una vaca sacaría yo más beneficio. ¿Quieres que cambiemos?
- Muy bien -dijo el hombre de la vaca; y trocaron los animales.
Cerrado el trato; nada impedía a nuestro campesino volverse a casa, puesto que el objeto del viaje quedaba cumplido. Pero su intención primera había sido ir a la feria, y decidió llegarse a ella, aunque sólo fuera para echar un vistazo. Así continuó el hombre conduciendo la vaca. Caminaba ligero, y el animal también, por lo que no tardaron en alcanzar a un individuo con una oveja. Era un buen ejemplar, gordo y con un buen "toisón."
"¡Esa oveja sí que me gustaría! -pensó el campesino-. En nuestros ribazos nunca le faltaría hierba, y en invierno podríamos tenerla en casa. Yo creo que nos conviene más mantener una oveja que una vaca."
- ¡Amigo! -dijo al otro-, ¿quieres que cambiemos?.
El propietario de la oveja no se lo hizo repetir; efectuaron el cambio, y el labrador prosiguió su camino, muy contento con su oveja. Mas he aquí que, viniendo por un sendero que cruzaba la carretera, vio a un hombre que llevaba una gorda oca bajo el brazo.
- ¡Caramba! ¡Vaya oca cebada que traes! -le dijo-. ¡Qué cantidad de grasa y de pluma! No estaría mal en nuestra charca, atada de un cabo. La vieja podría echarle los restos de comida. Cuántas veces le he oído decir: ¡Ay, si tuviésemos una oca! Pues ésta es la ocasión. ¿Quieres cambiar? Te daré la oveja por la oca, y muchas gracias encima.
El otro aceptó, no faltaba más; hicieron el cambio, y el campesino se quedó con la oca. Estaba ya cerca de la ciudad, y el bullicio de la carretera iba en aumento; era un hormiguero de personas y animales, que llenaban el camino y hasta la cuneta. Llegaron al fin al campo de patatas del portazguero. Éste tenía una gallina atada para que no se escapara, asustada por el ruido. Era una gallina derrabada, bizca y de bonito aspecto. "Cluc, cluc," gritaba. No sé lo que ella quería significar con su cacareo, el hecho es que el campesino pensó al verla: "Es la gallina más hermosa que he visto en mi vida; es mejor que la clueca del señor rector; me gustaría tenerla. Una gallina es el animal más fácil de criar; siempre encuentra un granito de trigo; puede decirse que se mantiene ella sola. Creo sería un buen negocio cambiarla por la oca."
- ¿Y si cambiáramos? -preguntó.
- ¿Cambiar? -dijo el otro-. Por mí no hay inconveniente y aceptó la proposición. El portazguero se quedó con la oca, y el campesino, con la gallina.
La verdad es que había aprovechado bien el tiempo en el viaje a la ciudad. Por otra parte, arreciaba el calor, y el hombre estaba cansado; un trago de aguardiente y un bocadillo le vendrían de perlas. Como se encontrara delante de la posada, entró en ella en el preciso momento en que salía el mozo, cargado con un saco lleno a rebosar.
- ¿Qué llevas ahí? -preguntó el campesino.
- Manzanas podridas -respondió el mozo-; un saco lleno para los cerdos.
- ¡Qué hermosura de manzanas! ¡Cómo gozaría la vieja si las viera! El año pasado el manzano del corral sólo dio una manzana; hubo que guardarla, y estuvo sobre la cómoda hasta que se pudrió. Esto es signo de prosperidad, decía la abuela. ¡Menuda prosperidad tendría con todo esto! Quisiera darle este gusto.
- ¿Cuánto me dais por ellas? -preguntó el hombre.
- ¿Cuánto os doy? Os las cambio por la gallina -y dicho y hecho, entregó la gallina y recibió las manzanas. Entró en la posada y se fue directo al mostrador. El saco lo dejó arrimado a la estufa, sin reparar en que estaba encendida. En la sala había mucha gente forastera, tratante de caballos y de bueyes, y entre ellos dos ingleses, los cuales, como todo el mundo sabe, son tan ricos, que los bolsillos les revientan de monedas de oro. Y lo que más les gusta es hacer apuestas. Escucha si no.
"¡Chuf, chuf!" ¿Qué ruido era aquél que llegaba de la estufa? Las manzanas empezaban a asarse.
- ¿Qué pasa ahí?
No tardó en propagarse la historia del caballo que había sido trocado por una vaca y, descendiendo progresivamente, se había convertido en un saco de manzanas podridas.
- Espera a llegar a casa, verás cómo la vieja te recibe a puñadas -dijeron los ingleses.
- Besos me dará, que no puñadas -replicó el campesino-. La abuela va a decir: "Lo que hace el padre, bien hecho está." - ¿Hacemos una apuesta? -propusieron los ingleses-. Te apostamos todo el oro que quieras: onzas de oro a toneladas, cien libras, un quintal.
- Con una fanega me contento -contestó el campesino-. Pero sólo puedo jugar una fanega de manzanas, y yo y la abuela por añadidura. Creo que es medida colmada. ¿Qué pensáis de ello?
- Conforme -exclamaron los ingleses-. Trato hecho.
Engancharon el carro del ventero, subieron a él los ingleses y el campesino, sin olvidar el saco de manzanas, y se pusieron en camino. No tardaron en llegar a la casita.
- ¡Buenas noches, madrecita!
- ¡Buenas noches, padrecito!
- He hecho un buen negocio con el caballo.
- ¡Ya lo decía yo; tú entiendes de eso! -dijo la mujer, abrazándolo, sin reparar en el saco ni en los forasteros.
- He cambiado el caballo por una vaca.
- ¡Dios sea loado! ¡La de leche que vamos a tener! Por fin volveremos a ver en la mesa mantequilla y queso. ¡Buen negocio! - Sí, pero luego cambié la vaca por una oveja.
- ¡Ah! ¡Esto está aún mejor! -exclamó la mujer-. Tú siempre piensas en todo. Hierba para una oveja tenemos de sobra. No nos faltará ahora leche y queso de oveja, ni medias de lana, y aun batas de dormir. Todo eso la vaca no lo da; pierde el pelo. Eres una perla de marido.
- Pero es que después cambié la oveja por una oca.
- Así tendremos una oca por San Martín, padrecito. ¡Sólo piensas en darme gustos! ¡Qué idea has tenido! Ataremos la oca fuera, en la hierba, y ¡lo que engordará hasta San Martín!
- Es que he cambiado la oca por una gallina -prosiguió el hombre.
- ¿Una gallina? ¡Éste sí que es un buen negocio! -exclamó la mujer-. La gallina pondrá huevos, los incubará, tendremos polluelos y todo un gallinero. ¡Es lo que yo más deseaba! - Sí, pero es que luego cambié la gallina por un saco de manzanas podridas.
- ¡Ven que te dé un beso! -exclamó la mujer, fuera de sí de contento-. ¡Gracias, marido mío! ¿Quieres que te cuente lo que me ha ocurrido? En cuanto te hubiste marchado, me puse a pensar qué comida podría prepararte para la vuelta; se me ocurrió que lo mejor sería tortilla de puerros. Los huevos los tenía, pero me faltaban los puerros. Me fui, pues, a casa del maestro. Sé de cierto que tienen puerros, pero ya sabes lo avara que es la mujer. Le pedí que me prestase unos pocos. "¿Prestar? -me respondió-. No tenemos nada en el huerto, ni una mala manzana podrida. Ni una manzana puedo prestaros." Pues ahora yo puedo prestarle diez, ¡qué digo! todo un saco. ¡qué gusto, padrecito! -. Y le dio otro beso. - Magnífico -dijeron los ingleses-. ¡Siempre para abajo y siempre contenta! Esto no se paga con dinero -. Y pagaron el quintal de monedas de oro al campesino, que recibía besos en vez de puñadas.
Sí, señor, siempre se sale ganando cuando la mujer no se cansa de declarar que el padre entiende en todo, y que lo que hace, bien hecho está.
Ésta es la historia que oí de niño. Ahora tú la sabes también, y no lo olvides: lo que el padre hace, bien hecho está.
 
 
 
 
* * * FIN * * *
 
 
 
Hans Christian Andersen
 
 
 
 

Inés del alma mía, ISABEL ALLENDE ((8))




Inés del alma mía[Document Transcript]... Pedro de Valdivia se crió en un caserón de piedra en Castuera, solar de hidalgos pobres, más o menos a tres jornadas de marcha hacia el sur de Plasencia. Lamento que no nos conociéramos en nuestra juventud, cuando él era un apuesto alférez de paso en mi ciudad, al regreso de una de sus campañas militares. Tal vez anduvimos el mismo día por las torcidas calles, él ya todo un hombre, con la espada al cinto y el vistoso uniforme de los caballeros del rey, yo todavía una muchacha de trenzas coloradas, como las tenía entonces, aunque después se me oscurecieron. Pudimos haber coincidido en la iglesia, su mano pudo rozar la mía en la pila de agua bendita y pudieron cruzarse nuestras miradas, sin reconocernos. Ni ese recio soldado, curtido por los afanes del mundo, ni yo, una niña costurera, podíamos adivinar aquello que nos deparaba el destino.
Pedro provenía de una familia de militares sin fortuna pero de abolengo, cuyas proezas se remontaban a la lucha contra el ejército romano, antes de Cristo, continuaba por setecientos años contra los sarracenos y seguía produciendo varones de mucho temple para las eternas guerras entre monarcas de la cristiandad. Sus antepasados habían descendido de las montañas para instalarse en Extremadura. Creció oyendo a su madre contar las hazañas de los siete hermanos del valle de Ibia,
los Valdivia, que se enfrentaron en cruenta batalla con un monstruo pavoroso. Según la inspirada matrona, no se trataba de un dragón común -cuerpo de lagarto, alas de murciélago, dos o tres cabezas de sierpe-, como el de san Jorge, sino de una bestia diez veces más grande y feroz, antigua de muchos siglos, que encarnaba la maldad de todos los enemigos de España, desde los romanos y los árabes, hasta los malvados franceses, que en tiempos recientes se atrevían a disputar los derechos de nuestro soberano. «¡Imagínate, hijo, nosotros hablando francés!», intercalaba siempre la doña en el relato. Uno a uno cayeron los hermanos Valdivia, chamuscados por las llamaradas que escupía el monstruo o destrozados por sus garras de tigre. Cuando seis habían perecido y la batalla estaba perdida, el menor de los hermanos, que aún se mantenía en pie, cortó una gruesa rama de árbol, la afiló en ambos extremos y la introdujo en las fauces de la bestia. El dragón empezó a revolcarse de dolor y sus formidables coletazos partieron la tierra y levantaron una polvareda que llegó por el aire hasta África. Entonces el héroe enarboló su espada a dos manos y se la enterró en el corazón, liberando así a España. De ese joven, valiente entre valientes, descendía Pedro por directa línea materna, y como prueba bastaban dos trofeos: la espada, que permanecía en la familia, y el escudo de armas, en el que dos serpientes mordían un tronco de árbol en un campo de oro. El lema de la familia era: «La muerte, menos temida, da más vida». Con tales antepasados, es natural que Pedro obedeciera el llamado de las armas a temprana edad. Su madre gastó lo que aún quedaba de su dote en aperarlo para la empresa: cota de malla y armadura completa, armas de caballero, un escudero y dos caballos. La legendaria espada de los Valdivia era un hierro oxidado, pesado como garrote, que sólo tenía valor decorativo e histórico, de modo que le compró otra del mejor acero toledano, flexible y liviana. Con ella Pedro habría de luchar en los ejércitos de España bajo las banderas de Carlos V, habría de conquistar el reino más remoto del Nuevo Mundo, y junto a ella, partida y ensangrentada, moriría.
El joven Pedro de Valdivia, criado entre libros y bajo los cuidados de su madre, partió a la guerra con el entusiasmo de quien sólo ha visto la carnicería de los cerdos faenados en la plaza por un matarife, brutal espectáculo que atraía a todo el pueblo. La inocencia le duró tan poco como el flamante pendón con el escudo de su familia, que quedó hecho jirones en la primera batalla. [8]



:::::>El escarabajo<:::::::




Al caballo del Emperador le pusieron herraduras de oro, una en cada pata.00 ¿Por qué le pusieron herraduras de oro?
Era un animal hermosísimo, tenía esbeltas patas, ojos inteligentes y una crin que le colgaba como un velo de seda a uno y otro lado del cuello. Había llevado a su señor entre nubes de pólvora y bajo una lluvia de balas; había oído cantar y silbar los proyectiles. Había mordido, pateado, peleado al arremeter el enemigo. Con su Emperador a cuestas, había pasado de un salto por encima del caballo de su adversario caído, había salvado la corona de oro de su soberano y también su vida, más valiosa aún que la corona. Por todo eso le pusieron al caballo del Emperador herraduras de oro, una en cada pie. Y el escarabajo se adelantó:
- Primero los grandes, después los pequeños - dijo - aunque no es el tamaño lo que importa -. Y alargó sus delgadas patas.
- ¿Qué quieres? - le preguntó el herrador.
- Herraduras de oro - respondió el escarabajo.
- ¡No estás bien de la cabeza! - replicó el otro -. ¿También tú pretendes llevar herraduras de oro?
- ¡Pues sí, señor! - insistió, terco, el escarabajo -. ¿Acaso no valgo tanto como ese gran animal que ha de ser siempre servido, almohazado, atendido, y que recibe un buen pienso y buena agua? ¿No formo yo parte de la cuadra del Emperador? - ¿Es que no sabes por qué le ponen herraduras de oro al caballo? - preguntó el herrador.
- ¿Que si lo sé? Lo que yo sé es que esto es un desprecio que se me hace - observó el escarabajo -, es una ofensa; abandono el servicio y me marcho a correr mundo.
- ¡Feliz viaje! - se rió el herrador.
- ¡Mal educado! - gritó el escarabajo, y, saliendo por la puerta de la cuadra, con unos aleteos se plantó en un bonito jardín que olía a rosas y espliego.
- Bonito lugar, ¿verdad? - dijo una mariquita de escudo rojo punteado de negro, que volaba por allí.
- Estoy acostumbrado a cosas mejores - contestó el escarabajo -. ¿A esto llamáis bonito? ¡Ni siquiera hay estercolero!00 Prosiguió su camino y llegó a la sombra de un alhelí, por el que trepaba una oruga.00 - ¡Qué hermoso es el mundo! ­ exclamó la oruga -. ¡Cómo calienta el sol! Todos están contentos y satisfechos. Y lo mejor es que uno de estos días me dormiré y, cuando despierte, estaré convertida en mariposa.
- ¡Qué te crees tú eso! - dijo el escarabajo -. Somos nosotros los que volamos como mariposas. Fíjate, vengo de la cuadra del Emperador, y a nadie de los que viven allí, ni siquiera al caballo de Su Majestad, a pesar de lo orondo que está con las herraduras de oro que a mí me negaron, se le ocurre hacerse estas ilusiones. ¡Tener alas! ¡Alas! Ahora vas a ver cómo vuelo yo -. Y diciendo esto, levantó el vuelo -. ¡No quisiera indignarme, y, sin embargó, no lo puedo evitar!
Fue a caer sobre un gran espacio de césped, y se puso a dormir.
De repente se abrieron las espuertas del cielo y cayó un verdadero diluvio. El escarabajo despertó con el ruido y quiso meterse en la tierra, pero no había modo. Se revolcó, nadó de lado y boca arriba - en volar no había ni que pensar -; seguramente no saldría vivo de aquel sitio. Optó por quedarse quieto.
Cuando la lluvia hubo amainado algo y nuestro escarabajo se pudo sacar el agua de los ojos, vio relucir enfrente un objeto blanco; era ropa que se estaba blanqueando. Corrió allí y se metió en un pliegue de la mojada tela. No es que pudiera compararse con el caliente estiércol de la cuadra, pero, a falta de otro refugio mejor, allí se estuvo un día entero con su noche, sin que cesara la lluvia. Por la madrugada salió afuera; estaba indignado con el tiempo.
Dos ranas estaban sentadas sobre la tela; sus claros ojos brillaban de puro embeleso.
- ¡Qué tiempo tan maravilloso! - exclamó una -. ¡Qué frescor! ¡Y esta tela que guarda tan bien el agua! ¡Siento un cosquilleo en las patas traseras como si fuera a nadar!
- Me gustaría saber - dijo la otra - si la golondrina, que vuela tan lejos, en el curso de sus viajes por el extranjero ha encontrado un clima mejor que el nuestro. ¡Estas lloviznas, estas humedades! Es como estar en un foso lleno de agua. Poco ama a su patria el que no se alegra y goza de todo esto.
- Bien se ve que no habéis estado nunca en la cuadra del Emperador - interrumpió el escarabajo -. Allí la humedad es caliente y aromática a la vez. A aquello estoy yo acostumbrado; es el clima que más me conviene; desgraciadamente, uno no puede llevárselo consigo cuando va de viaje. Y a propósito: ¿no hay en este jardín un estercolero donde puedan alojarse personas de mi categoría y sentirse como en casa?00 Pero las ranas no lo entendieron o se hicieron el sueco.
- No suelo preguntar una cosa dos veces -dijo el escarabajo, después de haber repetido su pregunta por tercera vez sin obtener respuesta.
Algo más lejos topóse con un casco de maceta; no tenía por qué estar allí en verdad, pero ya que estaba le sirvió de refugio. Vivían bajo el casco varias familias de tijeretas; son unos animalitos que no necesitan mucho espacio, con tal de que puedan estar bien juntos. Las hembras sienten para su prole un amor maternal sin límites, y creen que sus hijos son las criaturas más hermosas y listas del mundo.
- ¿Sabes? Nuestro hijo se ha prometido - dijo una madre ¡Pobre inocente! Su máxima ilusión es llegar algún día a instalarse en la oreja de un párroco. Es muy cariñoso, un niño todavía, y el tener novia lo tiene alejado de toda clase de vicios. ¡Qué mayor satisfacción para una madre!
- Pues el nuestro - dijo otra - apenas salido del huevo se puso a jugar, ¡si vierais con qué alegría! Es de lo más vivaracho; hay que dejarle que se expansione. ¡Qué gozo para una madre! ¿Verdad, señor escarabajo?00 Reconocieron al forastero por su figura.
- Las dos tienen razón - respondió el escarabajo; y así lo invitaron a meterse bajo el casco todo lo que su volumen le permitiese.
- Le presentaremos a nuestros hijitos - dijeron otras dos madres -. ¡Son monísimos, y tan graciosos! Y se portan como unos angelitos, a no ser que les duela la barriga, pero a su edad ya se sabe.
Y a continuación cada una de las madres se puso a hablar de sus hijos, mientras éstos charlaban entre sí, y con las pinzas de la cola se dedicaban a pellizcar las antenas del escarabajo.
- ¡Qué traviesos! ¡No dejan a uno en paz! - exclamaban las madres, y no cabían en sí de orgullo maternal. Pero al escarabajo le disgustaba aquella familiaridad, y preguntó si por casualidad no había un estercolero por las inmediaciones. - ¡Uf! Está lejos, muy lejos, del otro lado de aquel foso - dijo una tijereta -. Tan lejos, que espero que a ninguno de mis hijos se le ocurrirá ir nunca hasta allí. Me moriría de angustia.
- Voy a ver si lo encuentro - contestó el escarabajo, y se marchó sin despedirse. Es lo más distinguido.
En la zanja se encontró con varios individuos de su especie, es decir, escarabajos peloteros.
- Vivimos aquí - dijeron -. Estamos muy bien. ¿Sería tomarnos excesiva libertad invitarlo a nuestro substancioso fango? De seguro que estará fatigado del viaje.
- Lo estoy, en efecto - respondió el recién llegado -. La lluvia me obligó a refugiarme en una sábana recién lavada, y la limpieza siempre me ha dado escalofríos. Luego he cogido reuma en un ala, mientras me cobijaba bajo un casco de maceta abarrotado de gente. Es un verdadero alivio encontrarse de nuevo entre paisanos.
- ¿Viene acaso del estercolero? - preguntó el más viejo.
- ¡De mucho más alto! - repuso el escarabajo -. Vengo de la cuadra del Emperador, donde nací con herraduras de oro. Viajo en misión secreta, y así les ruego que no me pregunten, pues no les diré nada.
Con ello nuestro escarabajo bajó al lodo, donde había tres señoritas de la familia que lo recibieron con risitas ahogadas, porque no sabían qué decir.
- Es usted aún soltero - observó la madre, a lo cual las jovencitas volvieron con sus risitas, pero esta vez muy turbadas. - ¡Ni en la cuadra imperial he visto muchachas tan hermosas! - dijo, galante, el escarabajo viajero.
- ¡Cuidado! No vaya a pervertir a mis hijas. Y no les hable, si no viene con buenas intenciones; pero si las tiene, le doy mi bendición.
- ¡Hurra! - gritaron los presentes, y con ello quedó prometido el escarabajo. Primero el noviazgo, luego la boda; ningún motivo había para retrasarla.
El día siguiente transcurrió muy bien, el otro se hizo ya un poco más largo, el tercero fue cuestión de pensar en la comida de la mujer y, posiblemente, de los niños.
- Me cogieron de sorpresa - se dijo para sus adentros -; por lo tanto, tengo derecho a pagarles con la misma moneda.
Y así lo hizo. Tomó las de Villadiego. No compareció en todo el día ni en toda la noche... y la mujer se quedó viuda. Los demás escarabajos afirmaron que habían cometido la torpeza de admitir a un vagabundo en la familia; la mujer les resultaba una carga.
- Que se venga a vivir conmigo como si fuese soltera - dijo la madre -, es mi hija, y como tal estará en mi casa. ¡Vaya con ese asqueroso bribón, que la ha plantado!
Mientras tanto el escarabajo proseguía sus andanzas; había cruzado, el foso navegando en una hoja de col. Por la mañana se presentaron de improviso dos hombres, uno ya mayor y otro jovencito, divisaron al animalito, lo cogieron y, dándole vueltas de todos lados, se pusieron a hablar con una ciencia sorprendente, en particular el muchacho. - Alá, decía, descubre el negro escarabajo en la piedra negra de la negra roca. ¿No dice así el Corán? - preguntó, y tradujo al latín el nombre del insecto, describiendo su especie y su naturaleza. El mayor de los hombres no era partidario de llevárselo a casa; tenían ya bastantes buenos ejemplares, decía. Al escarabajo le parecieron estás palabras muy descorteses, y, desplegando las alas, se escapó de la mano del muchacho; voló un buen trecho, pues tenía ya secas las alas, y fue a aterrizar en un invernadero, en el que pudo entrar sin dificultad por una ventana abierta; encontró allí un montón de estiércol fresco y se hundió en él.
- ¡Esto es suculento! - exclamó.
No tardó en dormirse, y soñó que el caballo del Emperador había sido derribado, y que al Señor Escarabajo Pelotero le habían dado sus herraduras de oro y la promesa de otras dos. ¡Qué agradable y delicioso es un sueño así! Al despertarse salió afuera y miró en derredor. El invernadero era magnífico. Grandes palmeras se alzaban esbeltas hasta el techo; el sol parecía hacerlas transparentes, y a sus pies crecía una rica vegetación con flores rojas como fuego, amarillas como ámbar y blancas como nieve recién caída.
- ¡Es de una magnificencia incomparable! ¡Qué olor más delicioso debe reinar aquí, cuando todas estas plantas entren en putrefacción! - dijo el escarabajo -. Jamás se ha visto tal despensa. Aquí viven congéneres míos. Voy a dar una vueltecita por si me topo con alguien con quien se pueda alternar. Soy persona respetable, éste es mi orgullo -. Y anduvo buscando por todas partes, sin dejar de pensar en su sueño del caballo muerto y las herraduras de oro.
De repente, una mano rodeó el escarabajo, lo apretó y le dio la vuelta.
El hijo del jardinero y uno de sus amiguitos estaban en el invernadero, y al ver al insecto quisieron divertirse con él. Envuelto en una hoja de vid, fue a parar a un caliente bolsillo del pantalón. Allí venga cosquillear, por lo que el chiquillo lo obsequió con un recio manotazo. Llegaron entretanto a una gran balsa que había en el extremo del jardín. Lo metieron en un viejo zueco roto, al que faltaba la parte superior. Plantaron en él una estaquilla a modo de mástil y le ataron el escarabajo con un hilo de lana. El zueco haría de barco, y el escarabajo sería su patrón.
La balsa era muy grande; el escarabajo la tomó por un océano, y quedó tan asombrado, que se cayó boca arriba y se puso a agitar las patas.
El zueco se alejaba, pues la corriente era bastante fuerte. Si el barquito se apartaba demasiado de la orilla, uno de los chiquillos se arremangaba los pantalones, se metía en el agua, y lo volvía al borde. Pero sucedió que, estando el barquichuelo en plena navegación, alguien llamó a los niños, y ellos se echaron a correr sin preocuparse de la suerte del zueco, el cual siguió alejándose de tierra; el escarabajo estaba de verdad aterrorizado. No podía volar, pues lo habían atado al mástil.
En éstas recibió la visita de una mosca.
- ¡Un día espléndido - dijo la mosca, iniciando la conversación -. Aquí podré descansar y tomar el sol. ¡Qué bien lo pasa usted, y qué cómodo debe estar ahí!
- ¡No diga tonterías! ¿No se da cuenta de que estoy atado?
- ¡Pues yo no! - replicó la mosca, y se echó a volar.
- Ahora veo lo que es el mundo - dijo el escarabajo -. Lleno de gente ordinaria; no hay sitio, en él para una persona decente como yo. Primero me niegan las herraduras de oro, luego tengo que echarme en una tela mojada, después me apretujan en una maceta atestada de gente y, finalmente, me cargan una mujer. Se me ocurre luego darme un paseo por esas tierras para ver cómo andan las cosas y viene un bribonzuelo y me abandona atado en medio del mar. Y mientras tanto el caballo del Emperador va luciendo las herraduras de oro. Esto es lo que más me indigna. ¡Pero no hay que esperar compasión en este mundo! Mi vida ha sido de veras accidentada e interesante; mas, ¿de qué sirve todo eso si nadie la conoce? Por otra parte, el mundo no merece conocerla; de otro modo, me habría puesto herraduras de oro como al caballo, allí en la cuadra imperial. Ahora sería yo una honra para el establo. Pero me he perdido, y el mundo me ha perdido también, y todo ha terminado.
Mas, contra lo que él creía, aún no había terminado todo, pues se acercó un bote ocupado por varias niñas.
- ¡Mirad! ¡Ahí flota un zueco! exclamó una de ellas.
- Hay un animalito atado - dijo otra.
Se acercaron al zueco, lo pescaron, y, con unas tijeras, una de las chiquillas cortó el hilo de lana sin hacer daño al escarabajo, al que depositó en la hierba cuando desembarcaron.
- ¡Corre, corre! ¡Vuela, vuela si puedes! - gritó -. ¡Goza de la libertad!0
No tuvieron que decírselo dos veces: el escarabajo se echó a volar, y por una ventana abierta entró en un gran edificio, para ir a caer, rendido de fatiga, en la larga crin, fina y suave, del caballo del Emperador; pues sin darse cuenta había vuelto a dar en el establo donde antes vivía. Agarróse fuertemente a la crin y se repuso poco a poco.
- ¡Heme aquí montado en el caballo del Emperador, como un jinete! ¿Qué digo? ¡Claro que sí! Ya me lo preguntaba el herrador: "¿Por qué le pusieron herraduras de oro al caballo?." ¡Naturalmente! Se las pusieron por mí: para hacerme honor, cuando me dignara montarlo.
Y este pensamiento lo puso de excelente humor.
"¡Hay que ver lo que el viajar aguza el entendimiento!," pensó.
Los rayos del sol caían directamente sobre él, y el sol le parecía hermoso.
- ¡Pues no está tan mal el mundo! - dijo -. Sólo hay que sabérselo tomar -. El mundo volvía a ser hermoso, pues al caballo del Emperador le habían puesto herraduras de oro porque el escarabajo debía montar en él. ¡Parecía mentira que tal honor hubiese estado reservado para él!
- Ahora me apearé para explicar a mis parientes lo mucho que han hecho por mí. Les contaré todas las amenidades de mi viaje al extranjero y les diré que sólo voy a permanecer en casa mientras el caballo no haya gastado las herraduras de oro.
 
 
 
* * * FIN * * *
 
 
Hans Christian Andersen
 
 
 
 

Inés del alma mía, ISABEL ALLENDE ((7))




Inés del alma mía[Document Transcript]... Una vez que Juan se fue, regresé a Plasencia, a vivir con la familia de mi hermana y mi madre, porque para entonces mi abuelo había fallecido. Me había convertido en otra «viuda de Indias», como tantas en Extremadura. De acuerdo con la costumbre, debía vestir de luto con velo tupido en la cara, renunciar a la vida social y someterme a la vigilancia de mi familia, mi confesor y las autoridades. Oración, trabajo y soledad, eso me deparaba el futuro, nada más, pero no tengo carácter de mártir. Si mal lo pasaban los conquistadores en las Indias, mucho peor lo pasaban sus esposas en España. Me arreglé para burlar el control de mi hermana y mi cuñado, que me temían casi tanto como a mi madre y, con tal de no enfrentarme, se abstenían de indagar en mi vida privada; les bastaba con que yo no diera un escándalo. Seguí atendiendo a mis clientes de las costuras, yendo a vender mis empanadas en la plaza Mayor, y hasta me daba el gusto de asistir a fiestas populares. También acudía al hospital a ayudar a las monjas con los enfermos y las víctimas de peste y cuchillo, porque desde joven me interesó el oficio de curar, no sabía que más tarde en la vida me sería indispensable, tal como lo sería el talento para la cocina y para encontrar agua. Como mi madre, nací con el don de ubicar agua subterránea. A menudo, a ella y a mí nos tocaba acompañar a un labriego -y a veces a un señor- al campo para indicarle dónde hacer el pozo. Es fácil, se sostiene con suavidad en las manos una varilla de árbol sano y se camina lentamente por el terreno, hasta que la varilla, al sentir la presencia de agua, se inclina. Allí se debe cavar. La gente decía que con ese talento mi madre y yo podíamos enriquecernos, porque un pozo en Extremadura es un tesoro, pero lo hacíamos siempre gratis, porque si se cobra por ese favor, se pierde el don. Un día ese talento habría de servirme para salvar a un ejército.
Durante varios años recibí muy pocas noticias de mi marido, excepto tres breves mensajes provenientes de Venezuela que el cura de la iglesia me leyó y me ayudó a contestar. Juan decía que estaba pasando muchos trabajos y peligros, que allí iban a parar los hombres más viciosos, que debía andar siempre con las armas prontas, vigilando por encima del hombro, que había oro en abundancia, aunque él todavía no lo había visto, y que regresaría rico a construirme un palacio y darme vida de duquesa. Entretanto mis días transcurrían lentos, tediosos y muy pobres, porque gastaba apenas lo suficiente para mi subsistencia y lo demás lo guardaba en un hoyo en el suelo. Sin decírselo a nadie, para no alimentar chismes, me propuse seguir a Juan en su aventura, costara lo que costase, no por amor, que ya no se lo tenía, ni por lealtad, que él no la merecía, sino por el señuelo de ser libre. Allá, lejos de quienes me conocían, podría mandarme sola.
Una hoguera de impaciencia me quemaba el cuerpo. Mis noches eran un infierno, me revolcaba en la cama reviviendo los abrazos felices con Juan, en la época en que nos deseábamos. Me acaloraba aún en pleno invierno, vivía rabiosa conmigo y con el mundo por haber nacido mujer y estar condenada a la prisión de las costumbres. Bebía tisanas de adormidera, como me aconsejaban las monjas del hospital, pero en mí no tenían efecto. Procuraba rezar, como me exigía el cura, pero era incapaz de terminar un padrenuestro sin perderme en turbados pensamientos, porque el Diablo, que todo lo enreda, se ensañaba conmigo. «Necesitas un hombre, Inés. Todo se puede hacer con discreción…», suspiró mi madre, siempre práctica.
Para una mujer en mi situación era fácil conseguirlo; incluso mi confesor, un fraile maloliente y lascivo, pretendía que pecáramos juntos en su polvoriento confesionario a cambio de indulgencias para acortar mi condena en el purgatorio. Nunca accedí; era un viejo maldito. Hombres, de haberlos querido, no me habrían faltado; los tuve a veces, cuando el aguijón del demonio me atormentaba demasiado, pero eran abrazos de necesidad, sin futuro. Estaba atada al fantasma de Juan y presa en la soledad. No era realmente viuda, no podía volver a casarme, mi papel era esperar, sólo esperar. ¿No era preferible
enfrentar los peligros del mar y de tierras bárbaras antes que envejecer y morir sin haber vivido?
Por fin obtuve licencia real para embarcarme a las Indias, después de gestionarla por años. La Corona protegía los vínculos matrimoniales y procuraba reunir a las familias para poblar el Nuevo Mundo con hogares legítimos y cristianos, pero no se daba prisa en sus decisiones; todo es muy demorado en España, como bien sabemos. Sólo daban licencia a mujeres casadas para juntarse con sus maridos siempre que fuesen acompañadas por un familiar o una persona de respeto. En mi caso fue Constanza, mi sobrina de quince años, hija de mi hermana Asunción, una muchacha tímida, con vocación religiosa, a quien escogí por ser la más sana de la familia. El Nuevo Mundo no es para gente delicada. No le preguntamos su opinión, pero por la pataleta que tuvo, supongo que no le atraía el viaje. Sus padres me la entregaron con la promesa, escrita y sellada ante escribano, de que una vez me hubiera reunido con mi marido, la enviaría de vuelta a España y la dotaría para que entrara al convento, promesa que no pude cumplir, pero no por falta de honradez por mi parte, sino por la suya, como se verá más adelante. Para obtener mis papeles, dos testigos debieron dar fe de que yo no era de las personas prohibidas, ni mora ni judía, sino cristiana vieja. Amenacé al cura con denunciar su concupiscencia ante el tribunal eclesiástico y así le arranqué un testimonio escrito de mi calidad moral. Con mis ahorros compré lo necesario para la travesía, una lista demasiado larga para detallarla aquí, aunque la recuerdo completa. Basta decir que llevaba alimento para tres meses, incluso una jaula con gallinas, además de ropa y enseres de casa para establecerme en las Indias. [7]



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