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martes, diciembre 25, 2012

LOS CUENTOS DE EVA LUNA ISABEL ALLENDE ((15))

Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 15 CLARISA Clarisa nació cuando aún no existía la luz eléctrica en la ciudad, vio por televisión al primer astronauta levitando sobre la superficie de la luna y se murió de asombro cuando llegó el Papa de visita y le salieron al encuentro los homosexuales disfrazados de monjas. Había pasado la infancia entre matas de helechos y corredores alumbrados por candiles de aceite. Los días transcurrían lentos en aquella época. Clarisa nunca se adaptó a los sobresaltos de los tiempos de hoy, siempre me pareció que estaba detenida en el aire color sepia de un retrato de otro siglo. Supongo que alguna vez tuvo cintura virginal, porte gracioso y perfil de medallón, pero cuando yo la conocí ya era una anciana algo estrafalaria, con los hombros alzados como dos suaves jorobas y su noble cabeza coronada por un quiste sebáceo, como un huevo de paloma, alrededor del cual ella enrollaba sus cabellos blancos. Tenía una mirada traviesa y profunda, capaz de penetrar la maldad más recóndita y regresar intacta. En sus muchos años de existencia alcanzó fama de santa y después de su muerte muchos tienen su fotografía en un altar doméstico, junto a otras imágenes venerables, para pedirle ayuda en las dificultades menores, a pesar de que su prestigio de milagrera no está reconocida por el Vaticano y con seguridad nunca lo estará, porque los beneficios otorgados por ella son de índole caprichosa: no cura ciegos como Santa Lucía ni encuentra marido para las solteras como San Antonio, pero dicen que ayuda a soportar el malestar de la embriaguez, los tropiezos de la conscripción y el acecho de la soledad. Sus prodigios son humildes e improbables, pero tan necesarios como las aparatosas maravillas de los santos de catedral. La conocí en mi adolescencia, cuando yo trabajaba como sirvienta en casa de La Señora, una dama de la noche, como llamaba Clarisa a las de ese oficio. Ya entonces era casi puro espíritu, parecía siempre a punto de despegar del suelo y salir volando por la ventana. Tenía manos de curandera y quienes no podían pagar un médico o estaban desilusionados de la ciencia tradicional esperaban turno para que ella les aliviara los dolores o los consolara de la mala suerte. Mi patrona solía llamarla para que le aplicara las manos en la espalda. De paso, Clarisa hurgaba en el alma de La Señora con el propósito de torcerle la vida y conducirla por los caminos de Dios, caminos que la otra no tenía mayor urgencia en recorrer, porque esa decisión habría descalabrado su negocio. Clarisa le entregaba el calor curativo de sus palmas por diez o quince minutos, según la intensidad del dolor, y luego aceptaba un jugo de fruta como recompensa por sus servicios. Sentadas frente a frente en la cocina, las dos mujeres charlaban sobre lo humano y lo divino, mi patrona más de lo humano y ella más de lo divino, sin traicionar la tolerancia y el rigor de las buenas maneras. Después cambié de empleo y perdí de vista a Clarisa hasta un par de décadas más tarde, en que volvimos a encontrarnos y pudimos restablecer la amistad hasta el día de hoy, sin hacer mayor caso de los diversos obstáculos que se nos interpusieron, inclusive el de su muerte, que vino a sembrar cierto desorden en la buena comunicación. Aun en los tiempos en que la vejez le impedía moverse con el entusiasmo misionero de antaño, Clarisa preservó su constancia para socorrer al prójimo, a veces incluso contra la voluntad de los beneficiarios, como era el caso de los chulos de la calle República, quienes debían soportar, sumidos en la mayor mortificación, las arengas públicas de esa buena señora en su afán inalterable de redimirlos. Clarisa se desprendía de todo lo suyo para darlo a los necesitados, por lo general sólo tenía la ropa que llevaba puesta y hacia el final de su vida le resultaba difícil encontrar pobres más pobres que ella. La caridad se convirtió en un camino de ¡da y vuelta y ya no se sabía quién daba y quién recibía. Vivía en un destartalado caserón de tres pisos, con algunos cuartos vacíos y otros alquilados como depósito a una licorería, de manera que una ácida pestilencia de borracho contaminaba el ambiente. No se mudaba de esa vivienda, herencia de sus padres, porque le 15 Librodot




Martín Adán (LibrosI)

RECOPILACIONES
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Obra poética (1928-1971)
Con una selección de juicios críticos. Lima: Instituto Nacional de Cultura, 1971.
 


 
Obra poética (1928-1971)
Prólogo de Edmundo Bendezú. Lima: Instituto Nacional de Cultura, 1976.
 

 
 
 
Obra poética
Edición, prólogo y notas de Ricardo Silva-Santisteban. Lima: Ediciones Edubanco. 1980.
 

 
 
 
Obra en prosa
Edición, prólogo y notas de Ricardo Silva-Santisteban. Lima: Ediciones Edubanco. 1982.
 


 
 
Catálogo y transcripcion Colección Arbulú de Documentos de Rafael de la Fuente Benavides (Martín Adán)
Edición de Luis Vargas Durand. Biblioteca Benvenutto, Universidad del Pacífico, 1990 (Ejemplar mecanográfico)
 
 
 

 
 
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ANTOLOGÍAS
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Martín Adán: el solitario acompañado
Antología de Manuel Ibáñez Rosazza. Cajamarca, Universidad Nacional Técnica de Cajamarca, Asociación de Artistas Aficionados, mimeo, 1975.
 
 
 

 
 
Poemas escogidos Selección de Mirko Lauer y Abelardo Oquendo. Lima: Mosca Azul editores, 1983.
 

 
 
 
Poemas Lima:
Popular y Porvenir Compañía de Seguros, 1984.
(Acompañaba disco Martín Adán leyendo su poesía)

 

 
 
Antología Edición de Mirko Lauer.
Madrid: Visor, 1984.
 


 
El más hermoso crepúsculo del mundo. Antología Estudio y selección de Jorge Aguilar Mora México: Fondo de Cultura Económica. 1992.


 
 
 
A la rosa Edición y presentación de Ricardo Silva-Santisteban.
Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú,
El Manantial Oculto 23, 2001.
 
 
 
 
 

martes, diciembre 04, 2012

LOS CUENTOS DE EVA LUNA ISABEL ALLENDE ((14))



Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 14 universidad de la capital y después entró a trabajar en un banco. Entretanto, su madre se casó con su amante y entre los dos siguieron administrando la pensión, hasta que tuvieron ahorros suficientes para retirarse a una pequeña casa de campo, donde cultivaban claveles y crisantemos para vender en la ciudad. El Ruiseñor colocó su afiche de artista en un marco dorado, pero no volvió a cantar en espectáculos nocturnos y nadie lo echó de menos. Nunca acompañó a su mujer a visitar a la hijastra, tampoco preguntaba por ella, para no alborotar las dudas de su propio espíritu, pero pensaba en ella a menudo. La imagen de la niña permaneció intacta para él, los años no la rozaron, siguió siendo la criatura lujuriosa y vencida de amor a quien él rechazó. En verdad, a medida que transcurrían los años el recuerdo de esos huesos livianos, de esa mano infantil en su vientre, de esa lengua de bebé en su boca, fue creciendo hasta convertirse en una obsesión. Cuando abrazaba el cuerpo pesado de su mujer, debía concentrarse en esas visiones, invocando meticulosamente a Elena, para despertar el impulso cada vez más difuso del placer. En la madurez iba a las tiendas de ropa infantil y compraba bragas de algodón para deleitarse acariciándolas y acariciándose. Después se avergonzaba de esos instantes desaforados y quemaba las bragas o las enterraba profundamente en el patio, en un intento inútil de olvidarlas. Se aficionó a rondar las escuelas y los parques, para observar de lejos a las muchachas impúberes, que le devolvían por unos momentos demasiado breves el abismo de ese jueves inolvidable. Elena tenía veintisiete años cuando fue a visitar la casa de su madre por primera vez, para presentarle a su novio, un capitán del ejército que llevaba un siglo rogándole que se casara con él. En uno de esos atardeceres frescos de noviembre llegaron los jóvenes, él vestido de paisano, para no parecer demasiado arrogante en galas militares, y ella cargada de regalos. Bernal había aguardado esa visita con la ansiedad de un adolescente. Se había mirado al espejo incansablemente, escrutando su propia imagen, preguntándose si Elena vería los cambios o si en la mente de ella el Ruiseñor habría permanecido invulnerable al desgaste del tiempo. Se había preparado para el encuentro escogiendo cada palabra e imaginando todas las posibles respuestas. Lo único que no se le ocurrió fue que en vez de la criatura de fuego por quien él había vivido atormentado, aparecería ante sus ojos una mujer desabrida y tímida. Bernal se sintió traicionado. Al anochecer, cuando pasó la euforia de la llegada y la madre y la hija se habían contado las últimas novedades, sacaron unas sillas al patio para aprovechar el fresco. El aire estaba cargado con el olor de los claveles. Bernal ofreció un trago de vino y Elena lo siguió para buscar los vasos. Por unos minutos estuvieron solos, frente a frente en la estrecha cocina. Y entonces el hombre, que había aguardado durante tanto tiempo esa oportunidad, retuvo a la mujer por un brazo y le dijo que todo había sido una terrible equivocación, que esa mañana él estaba dormido y no supo lo que hizo, que nunca quiso lanzarla al suelo ni llamarla así, que tuviera compasión y lo perdonara, a ver si así él lograba recuperar la cordura, porque en todos esos años el ardiente antojo por ella lo había acosado sin descanso, quemándole la sangre y corrompiéndole el espíritu. Elena lo miró asombrada y no supo qué contestar. ¿De qué niña perversa le hablaba? Para ella la infancia había quedado muy atrás y el dolor de ese primer amor rechazado estaba bloqueado en algún lugar sellado de la memoria. No guardaba ningún recuerdo de aquel jueves remoto. 14 Librodot




Martín Adán (Libros)

LIBROS PRIMERAS EDICIONES
 
La casa de cartón Prólogo de Luis Alberto Sánchez y colofón de José Carlos Mariátegui. Primera edición. Lima: Impresiones y Encuadernaciones, "Perú", 1928
 
 
 
La rosa de la espinela Lima: Talleres Gráficos de la Editorial Lumen (Cuadernos de Cocodrilo, Separata de la revista 3), 1939.
 
 
 
Travesía de extramares (sonetos a Chopin) Lima: Ediciones de la Dirección de Educación Artística y Extensión Cultural del Ministerio de Educación Pública, 1950.
 
 
 
Escrito a ciegas Lima: Librería editorial Juan Mejía Baca, El Timonel, 1961
 
 
 
La mano desasida, canto a Machu Picchu Lima: Librería editorial Juan Mejía Baca, 1964. (Incluye disco con voz del autor leyendo su poema)
 
 
 
 
La piedra absoluta Lima: Librería editorial Juan Mejía Baca, 1966.
 
 
 
De lo barroco en el Perú Prólogo de Luis Alberto Sánchez. Lima: Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 1968.
 
 
 
Diario de poeta Lima: Inti Sol editores,
 
 
Colección Jacarandá, 1975.
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REEDICIONES Y TRADUCCIONES
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La rosa de la espinela Segunda edición. Lima: Librería editorial Juan Mejía Baca, 1958.
 
 
 
La casa de cartón Prólogo de Luis Alberto Sánchez y colofón de José Carlos Mariátegui. Lima: Nuevos Rumbos, 1958.
 
 
 
La casa de cartón Ante-prólogo de Estuardo Núñez, prólogo de Luis Alberto Sánchez y colofón de José Carlos Mariátegui. Segunda edición popular. Lima: Nuevo Mundo, 1961.
 
 
 
La casa de cartón Prólogo de Luis Alberto Sánchez y colofón de José Carlos Mariátegui. Cuarta edición. Lima: Librería editorial Juan Mejía Baca, 1971.
 
 
 
La casa de cartón. De lo barroco en el Perú (Peralta - Melgar - Chocano - Eguren) Prólogo de Luis Alberto Sánchez y colofón de José Carlos Mariátegui. Quinta edición. Lima: Ediciones Peisa, Editorial Juan Mejía Baca, 1974.
 
 
 
La rose du dizain. Poèmes Traduits de l'espagnol par Claude Couffon. Paris: Luneau Ascot Éditeurs, 1985.
 
 
 
La casa de cartón Prólogo de Mirko Lauer y colofón de José Carlos Mariátegui. La Habana: Colección La Honda Casa de las Américas Cuba, 1986.
 
 
 
La casa di cartone (a cura de Antonio Melis) Bologna: Liviana Editrice. 1987.
 
 
 
La casa de cartón
Prólogos de Luis Fernando Vidal y Luis Alberto Sánchez, notas de Elsa Villanueva y colofón de José
Carlos Mariátegui. Lima: Peisa, 1989.
 
 
 
La casa de cartón. De lo barroco en el Perú (Peralta - Melgar - Chocano - Eguren) Prólogo de Luis Alberto Sánchez y colofón de José Carlos Mariátegui. Lima: Peisa, 1984.
 


 
 
La casa de cartón Ante-prólogo de Estuardo Núñez, prólogo de Luis Alberto Sánchez y colofón de José Carlos Mariátegui. s/d, 199?. (Contiene además una selección de poemas de Martín Adán y un artículo de Mirko Lauer)
 
 
 
La casa de cartón Edición e introducción de Ricardo Silva Santisteban. Lima: Adobe, Biblioteca Latinoamericana Contemporánea, 2000. (Contiene además un segmento de La casa de cartón aparecido en Amauta en 1928 y no recogido en el libro y cuatro prosas poéticas de época próxima)
 
 

LOS CUENTOS DE EVA LUNA ISABEL ALLENDE ((13))

Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 13 la cuna. El jueves despertó alegre, ayudó a su madre a preparar el café para los pensionistas y luego desayunó con ella en la cocina, antes de irse a clases. A la escuela, en cambio, llegó quejándose de fuertes calambres en el estómago y tanto se retorció y pidió permiso para ir al baño, que a media mañana la maestra la autorizó para regresar a su casa. Elena dio un largo rodeo para evitar las calles del barrio y se aproximó a la casa por la pared del fondo, que daba a un barranco. Logró trepar el muro y saltar al patio con menos riesgo del esperado. Había calculado que a esa hora su madre estaba en el mercado, y como era el día del pescado fresco tardaría un buen rato en volver. En la casa sólo se encontraban Juan José Bernal y la señorita Sofía, que llevaba una semana sin ir al trabajo porque tenía un ataque de artritis. Elena escondió los libros y los zapatos bajo unas mantas y se deslizó al interior de la casa. Subió la escalera pegada a la pared, reteniendo la respiración, hasta que oyó la radio tronando en el cuarto de la señorita Sofía y se sintió más tranquila. La puerta de Bernal cedió de inmediato. Adentro estaba oscuro y por un momento no vio nada, porque venía del resplandor de la mañana en la calle, pero conocía la habitación de memoria, había medido el espacio muchas veces, sabía dónde se hallaba cada objeto, en qué lugar preciso el piso crujía y a cuántos pasos de la puerta estaba la cama. De todos modos, esperó que se le acostumbrara la vista a la penumbra y que aparecieran los contornos de los muebles. A los pocos instantes pudo distinguir también al hombre sobre la cama. No estaba boca abajo, como tantas veces lo imaginó, sino de espaldas sobre las sábanas, vestido sólo con un calzoncillo, un brazo extendido y el otro sobre el pecho, un mechón de cabello sobre los ojos. Elena sintió que de pronto todo el miedo y la impaciencia acumulados durante esos días desaparecían por completo, dejándola limpia, con la tranquilidad de quien sabe lo que debe hacer. Le pareció que había vivido ese momento muchas veces; sé dijo que no había nada que temer, se trataba sólo de una ceremonia algo diferente a las anteriores. Lentamente se quitó el uniforme de la escuela, pero no se atrevió a desprenderse también de sus bragas de algodón. Se acercó a la cama. Ya podía ver mejor a Bernal. Se sentó al borde, a poco trecho de la mano del hombre, procurando que su peso no marcara ni un pliegue más en las sábanas, se inclinó lentamente, hasta que su cara quedó a pocos centímetros de él y pudo sentir el calor de su respiración y el olor dulzón de su cuerpo, y con infinita prudencia se tendió a su lado, estirando cada pierna con cuidado para no despertarlo. Esperó, escuchando el silencio, hasta que se decidió a posar su mano sobre el vientre de él en una caricia casi imperceptible. Ese contacto provocó una oleada sofocante en su cuerpo, creyó que el ruido de su corazón retumbaba por toda la casa y despertaría al hombre. Necesitó varios minutos para recuperar el entendimiento y cuando comprobó que no se movía, relajó la tensión y apoyó la mano con todo el peso del brazo’ tan liviano de todos modos, que no alteró el descanso de Bernal. Elena recordó los gestos que había visto a su madre y mientras introducía los dedos bajo el elástico de los calzoncillos buscó la boca del hombre y lo besó como lo había hecho tantas veces frente al espejo. Bernal gimió aún dormido y enlazó a la niña por el talle con un brazo, mientras su otra mano atrapaba la de ella para guiarla y su boca se abría para devolver el beso, musitando el nombre de la amante. Elena lo oyó llamar a su madre, pero en vez de retirarse se apretó más contra él. Bernal la cogió por la cintura y se la subió encima, acomodándola sobre su cuerpo a tiempo que iniciaba los primeros movimientos del amor. Recién entonces, al sentir la fragilidad extrema de ese esqueleto de pájaro sobre su pecho, un chispazo de conciencia cruzó la algodonosa bruma del sueño y el hombre abrió los ojos. Elena sintió que el cuerpo de él se tensaba, se vio cogida por las costillas y rechazada con tal violencia que fue a dar al suelo, pero se puso de pie y volvió donde él para abrazarlo de nuevo. Bernal la golpeó en la cara y saltó de la cama, aterrado quién sabe por qué antiguas prohibiciones y pesadillas. –¡Perversa, niña perversa! –gritó. La puerta se abrió y la señorita Sofía apareció en el umbral. Elena pasó los siete años siguientes en un internado de monjas, tres más en una 13 Librodot




Martín Adán (Biografía)

Martín Adán
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(1907 - 1985)

Rafael de la Fuente Benavides fue el nombre civil de este escritor, cuya importancia en las letras hispanas lo sitúa entre los mayores creadores de este siglo. La vida de Martín Adán es un copioso afluente de una obra vasta y plural que empieza desde 1928 con poemas dispersos y La casa de cartón dentro del curso vanguardista de ruptura con la tradición. Hacia 1931 compone Aloysius Acker, poema de tono elegíaco; insatisfecho o atormentado por el resultado, destruye el Aloysius que solo nos ha llegado en fragmentos.


En esa misma época, Martín Adán participa del resurgimiento de las formas métricas tradicionales que brotan en el ambiente poético castellano. La creación en sonetos perfectos produce, a principios de la década de 1930, una versión primitiva de Travesía de extramares (Sonetos a Chopin), poemas que tratan la imagen del creador, la creación artística y la vida como una travesía marítima; pero que no llegarán a su forma final sino entre 1945 y 1950.


Sus composiciones en metro llegan a su madurez al manifestar la sensibilidad moderna -que significa en él una percepción honda de la condición humana- dentro de una rigurosa expresión en verso. Sus poemas en torno a la contemplación de la rosa (La rosa de la espinela publicado en 1939 y Sonetos a la rosa de 1938, 1941 y 1942) son fruto maduro de entonces. Hacia 1932 ingresa a una etapa improductiva de probable crisis personal de la que saldrá con un trabajo crítico ambicioso y descomunal, De lo barroco en el Perú, con el que obtiene el grado de Doctor en Letras en 1938. Este ensayo de apreciación de la literatura peruana es de una gran elaboración; el esfuerzo es evidente en un trabajo bibliográfico erudito de la misma época; y, en especial, en una prosa barroca ejercitada incesantemente.


De lo barroco, reelaborado durante el primer lustro del decenio de 1940, da paso a la recreación de Travesía de extramares, que gana la densidad de la prosa de ese ensayo hasta hacerse hermético a la manera de Góngora. Consagra al escritor al obtener por él el Premio Nacional de Poesía de 1946. El libro llega a su publicación en 1950 con largas ampliaciones y modificaciones. Ya por entonces Adán es un poeta legendario. Su vida de bohemia intensa y largas estadías en sanatorios distrae de la difícil lectura de sus textos a un público propenso al mito y poco preparado para entender su poesía. A Travesía sigue un decenio de improductividad en el que Rafael de la Fuente se precipita en la indigencia y el radical descuido de su persona; ya académico de la lengua y con una aureola de aristocrática respuesta a un mundo en el que no tiene un lugar.


Hacia principios de la década de 1960, se recluirá en un sanatorio en un retiro radical del que no saldrá. En su apartamiento del mundo volverá a las formas del antiguo Aloysius, retomando su verso libre, su tono elegíaco y la depuración de su expresión hasta hacerla fluida y directa para expresar una trágica reflexión en torno a lo humano. Este ejercicio del verso libre se hará manifiesto en Escrito a ciegas, La mano desasida y La piedra absoluta cuyas primeras versiones aparecen a principios del decenio de 1960.


La mano desasida, un sólo poema de cientos de páginas, es el eje de esta escritura desgarrada y directa. Desde 1966 volverá al soneto ya alejado de su estilo barroco de mediados de siglo pero siempre revelando la desolada condición humana: Mi Darío y Diario de poeta. Desde 1973, aproximadamente, dejó de escribir.
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LOS ÚLTIMOS AÑOS DEL POETA
 
 
 
Hacia 1962 o 1963, Adán se internó en la clínica psiquiátrica de la queno salió hasta marzo de 1983. Ello parece exacto según las numerosas facturas que he encontrado; alguna breve temporada fuera no sería imposible, aunque sí muy improbable. El 18 de marzo de 1983 Adán fueinternado en el Hospital Larco Herrera hasta marzo del año siguiente. Enenero de 1984 permaneció internado algunos días en el Hospital SantoToribio de Mogrovejo donde fue operado de la vista. En el mes de abril de1984 se encuentra hospitalizado en el Hospital Loayza donde es tratado porproblemas renales. El 30 de abril de 1984 es llevado al albergue Canevarodel Rímac; saldrá de ahí en enero de 1985, de nuevo al Hospital Loayzapara volver a operarse. Varios testimonios coinciden en afirmar que sudeceso se produjo por un paro cardiaco durante la intervención quirúrgicaa la que era sometido. Su muerte ocurrió a las 10.45 de la noche del 29 de enero de 1985.



Los últimos años están signados por un largo período depresivo. Existen, de ese tiempo, muchas notas manuscritas dirigidas a Mejía Baca, hasta 1980. También hay cartas con investigadores extranjeros y numerosa correspondencia de admiradores y amigos. La correspondencia revela un Adán constantemente preocupado por su obra y sus ediciones, pero sintomar decisiones importantes sobre sus inéditos; a lo sumo relega toda la ejecución a Mejía Baca. A veces, como en 1974, da indicaciones desobriedad para la edición de Diario de poeta de 1975; sale del paso respecto aun ordenamiento pidiendo se coloquen primero los poemas en verso libre, luego los otros y se numeren en romanos.



Su economía parece ser ajustada y va siendo paliada por el oficioso Mejía Baca que consigue hacia 1970 un cargo para Martín Adán en la Universidad de San Marcos para la cual deberá tratar de su propia obra. Enotro momento la pensión proviene de la Municipalidad de Lima, y luegodel Ministerio de Educación. Los ingresos son cada vez más exiguos y sólocon las publicaciones en diarios, desde 1983, el poeta mejorará notablemente sus ingresos.



En enero de 1976 recibe el Premio Nacional de Cultura en el área de Literatura correspondiente al bienio 1973-1974. Hacia el último lustro podemos reconstruir con bastante exactitud laspenurias del poeta y su amigo librero para pagar la clínica y procurarse ingresos; Mejía Baca conservó muchos documentos: facturas, depósitos,informes, etc. Pero no hay noticias ni disposiciones del poeta sobre su obra. La copiosa producción inédita debía ya resultarle inasible a Adán; varias veces desde la década de 1960, Mejía Baca hace mecanografiar los poemas y probablemente entrega copias al poeta, pero éste no disponenada importante. Aquel acopio inmenso y desatendido de su autor recuerda unos versos suyos publicados a principios del decenio de 1950: "¡Sí yo que Derroché todo / Mi botín de inanidades, / De ternuras sin amor / Ganadasal abordaje!...... ".



En una libreta de 1961, unas palabras borrosas nos muestran un Adán cercano a nosotros: "Yo no juzgo sino amo el Perú: nací de él y para él, como el hijo para con el padre. Mi destino es el suyo; si no soy él, desbarato y Dios ha de pensar como yo antes de que yo haya errado, porque soy, antes que del Perú, su creatura; porque todo buen pensamiento [no seentiende lo demás]".

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Martín Adán (1907 - 1985)
 
 
Prima ripresa
(Travesía de extramares, Lima 1950)
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Heme así... mi sangre sobre el araDe la rosa, de muerte concebida,Que, de arduo nombre sombra esclarecida, Palio de luz, de mi sombra me ampara. Heme así... de ciego que llameara, Al acecho de aurora prevenida, Desbocando la cuenca traslucida, Porque sea la noche mi flor clara. Abrumado de él, sordo por quedo,He de poder así, en la noche obscura, Ya con cada yo mismo de mi miedo. Despertaré a divina incontinencia, Rendido de medida sin mesura, Abandonado hasta de mi presencia...
 
 
 
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Quarta ripresa
(Travesía de extramares, Lima 1950)
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- La que nace, es la rosa inesperada;La que muere, es la rosa consentida;Sólo al no parecer pasa la vida, Porque viento letal es la mirada. - ¡Cuánta segura rosa no es en nada!...¡Si no es sino la rosa presentida!...¡rosa y a la vida Si Dios sopla a laPor el ojo del ciego... rosa amada!... - Triste y tierna, la rosa verdadera Es el triste y el tierno sin figura,Ninguna imagen a la luz primera. - Deseándola deshójase el deseo...Y quien la viere olvida, y ella dura...
 
 
 
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Sexta ripresa
(Travesía de extramares, Lima 1950)
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-La rosa que amo es la del esciente,La de sí misma, al aire de este mundo;Que lo que es, en ella lo confundoCon lo que fui de rosa, y no de mente. - Si en la de alma espanta el vehementeDesignio, sin deseo y sin segundo,En otra vence el incitar facundoDe un ser cabal, deseable, viviente... - Así el engaño y el pavor temidos, Cuando la rosa que movió la manoGolpea adentro, al interior humano... - Que obra alguno, divino por pequeño, Que no soy, y que sabe,por los sidosDioses que fui ordenarme asá el ensueño.
 
 
 
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Ottava ripresa
(Travesía de extramares, Lima 1950)
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-No eres la teoría, que tu espinaHincó muy hondo; ni eres de probanzaDe la rosa a la Rosa, que tu lanza-Abrió camino así que descamina. - Eres la Rosa misma, sibilinaMaestra que dificulta la esperanzaDe la - rosa perfecta, que no alcanzaA aprender de la rosa que alucina. - ¡Rosa de rosa, idéntica y sensible, A tu ejemplo, profano y mudadero, El Poeta hace la rosa que es terrible! - ¡Que eres la rosa eterna que en tu rama Rapta al que, prevenido prisionero,Roza la rosa del amor que no ama!¡Ay, que es así la Rosa, y no la veo!...
 
 
 
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jueves, noviembre 15, 2012

LOS CUENTOS DE EVA LUNA ISABEL ALLENDE ((12))

Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 12 que era ella misma, deseando ser enorme, pesada y densa como una ballena. Imaginaba que se iba llenando de un líquido viscoso y dulce como miel, que se inflaba y crecía al tamaño de una descomunal muñeca, hasta llenar toda la cama, todo el cuarto, toda la casa con su cuerpo turgente. Extenuada, a veces se dormía por unos minutos, llorando. Una mañana de sábado Elena vio desde la ventana a Bernal que se aproximaba a su madre por detrás, cuando ella estaba inclinada en la artesa fregando ropa. El hombre le puso la mano en la cintura y la mujer no se movió, como si el peso de esa mano fuera parte de su cuerpo. Desde la distancia, Elena percibió el gesto de posesión de él, la actitud de entrega de su madre, la intimidad de los dos, esa corriente que los unía con un formidable secreto. La niña sintió que un golpe de sudor la bañaba entera, no podía respirar, su corazón era un pájaro asustado entre las costillas, le picaban las manos y los pies, la sangre pujando por reventarle los dedos. Desde ese día comenzó a espiar a su madre. Una a una fue descubriendo las evidencias buscadas, al principio sólo miradas, un saludo demasiado prolongado, una sonrisa cómplice, la sospecha de que bajo la mesa sus piernas se encontraban y que inventaban pretextos para quedarse a solas. Por fin una noche, de regreso del cuarto de Bernal donde había cumplido sus ritos de enamorada, escuchó un rumor de aguas subterráneas proveniente de la habitación de su madre y entonces comprendió que durante todo ese tiempo, mientras ella creía que Bernal estaba ganándose el sustento con canciones nocturnas, el hombre había estado al otro lado del pasillo, y mientras ella besaba su recuerdo en el espejo y aspiraba la huella de su paso en sus sábanas, él estaba con su madre. Con la destreza aprendida en tantos años de hacerse invisible, atravesó la puerta cerrada y los vio entregados al placer. La pantalla con flecos de la lámpara irradiaba una luz cálida, que revelaba a los amantes sobre la cama. Su madre se había transformado en una criatura redonda, ros. ada, gimiente, opulenta, una ondulante anémona de mar, puros tentáculos y ventosas, toda boca y manos y piernas y orificios, rodando y rodando adherida al cuerpo grande de Bernal, quien por contraste le pareció rígido, torpe, de movimientos espasmódicos, un trozo de madera sacudido por una ventolera inexplicable. Hasta entonces la niña no había visto a un hombre desnudo y la sorprendieron las fundamentales diferencias. La naturaleza masculina le pareció brutal y le tomó un buen tiempo sobreponerse al terror y forzarse a mirar. Pronto, sin embargo, la venció la fascinación de la escena y pudo observar con toda atención, para aprender de su madre los gestos que habían logrado arrebatarle a Bernal, gestos más poderosos que todo el amor de ella, que todas sus oraciones, sus sueños y sus silenciosas llamadas, que todas sus ceremonias mágicas para convocarlo a su lado. Estaba segura de que esas caricias y esos susurros contenían la clave del secreto y si lograba apoderárselos, Juan José Bernal dormiría con ella en la hamaca, que cada noche colgaba de dos ganchos en el cuarto de los armarios. Elena pasó los días siguientes en estado crepuscular. Perdió totalmente el interés por su entorno, inclusive por el mismo Bernal, quien pasó a ocupar un compartimiento de reserva en su mente, y se sumergió en una realidad fantástica que reemplazó por completo al mundo de los vivos. Siguió cumpliendo con las rutinas por la fuerza del hábito, pero su alma estaba ausente de todo lo que hacía. Cuando su madre notó su falta de apetito, lo atribuyó a la cercanía de la pubertad, a pesar de que Elena era a todas luces demasiado joven, y se dio tiempo para sentarse a solas con ella y ponerla al día sobre la broma de haber nacido mujer. La niña escuchó en taimado silencio la perorata sobre maldiciones bíblicas y sangres menstruales, convencida de que eso jamás le ocurriría a ella. El miércoles Elena sintió hambre por primera vez en casi una semana. Se metió en la despensa con un abrelatas y una cuchara y se devoró el contenido de tres tarros de arvejas, luego le quitó el vestido de cera roja a un queso holandés y se lo comió como una manzana. Después corrió al patio y, doblada en dos, vomitó una verde mezcolanza sobre los geranios. El dolor del vientre y el agrio sabor en la boca le devolvieron el sentido de la realidad. Esa noche durmió tranquila, enrollada en su hamaca, chupándose el dedo como en los tiempos de 12 Librodot






LOS CUENTOS DE EVA LUNA ISABEL ALLENDE ((11))

Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 11 la rechazaba con suavidad, separándola para seguir sola. Con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás, la mujer ondulaba como una sábana secándose en la brisa. Elena se retiró y poco a poco también los demás volvieron a sus sillas, dejando a la dueña de la pensión sola al centro del patio, perdida en su danza. Desde esa noche Elena vio a Bernal con ojos nuevos. Olvidó que detestaba su brillantina, su escarbadientes y su arrogancia, y cuando lo veía pasar o lo escuchaba hablar recordaba las canciones de aquella fiesta improvisada y volvía a sentir el ardor en la piel y la confusión en el alma, una fiebre que no sabía poner en palabras. Lo observaba de lejos, a hurtadillas, y así fue descubriendo aquello que antes no supo percibir, sus hombros, su cuello ancho y fuerte, la curva sensual de sus labios gruesos, sus dientes perfectos, la elegancia de sus manos, largas y finas. Le entró un deseo insoportable de aproximarse a él para enterrar la cara en su pecho moreno, escuchar la vibración del aire en sus pulmones y el ruido de su corazón, aspirar su olor, un olor que sabía seco y penetrante, como de cuero curtido o de tabaco. Se imaginaba a sí misma jugando con su pelo, palpándole los músculos de la espalda y de las piernas, descubriendo la forma de sus pies, convertida en humo para metérsele por la garganta y ocuparlo entero. Pero si el hombre levantaba la mirada y se encontraba con la suya, Elena corría a ocultarse en el más apartado matorral del patio, temblando. Bernal se había adueñado de todos sus pensamientos, la niña ya no podía soportar la inmovilidad del tiempo lejos de él. En la escuela se movía como en una pesadilla, ciega y sorda a todo salvo las imágenes interiores, donde lo veía sólo a él. ¿Qué estaría haciendo en ese momento? Tal vez dormía boca abajo sobre la cama con las persianas cerradas, su cuarto en penumbra, el aire caliente agitado por las alas del ventilador, un sendero de sudor a lo largo de su columna, la cara hundida en la almohada. Con el primer golpe de la campana de salida corría a la casa, rezando para que él no se hubiera despertado todavía y ella alcanzara a lavarse y ponerse un vestido limpio y sentarse a esperarlo en la cocina, fingiendo hacer sus tareas para que su madre no la abrumara de labores domésticas. Y después, cuando lo escuchaba salir silbando del baño, agonizaba de impaciencia y de miedo, segura de que moriría de gozo si él la tocara o tan sólo le hablara, ansiosa de que eso ocurriera, pero al mismo tiempo lista para desaparecer entre los muebles, porque no podía vivir sin él, pero tampoco podía resistir su ardiente presencia. Con disimulo lo seguía a todas partes, lo servía en cada detalle, adivinaba sus deseos para ofrecerle lo que necesitaba antes de que ‘lo pidiera, pero se movía siempre como una sombra, para no revelar su existencia. En las noches Elena no lograba dormir, porque él no estaba en la casa. Abandonaba su hamaca y salía como un fantasma a vagar por el primer piso, juntando valor para entrar por fin sigilosa al cuarto de Bernal. Cerraba la puerta a su espalda y abría un poco la persiana, para que entrara el reflejo de la calle a alumbrar las ceremonias que había inventado para apoderarse de los pedazos del alma de ese hombre, que se quedaban impregnando sus objetos. En la luna del espejo, negra y brillante como un charco de lodo, se observaba largamente, porque allí se había mirado él y las huellas de las dos imágenes podrían confundirse en un abrazo. Se acercaba al cristal con los ojos muy abiertos, viéndose a sí misma con los ojos de él, besando sus propios labios con un beso frío y duro, que ella imaginaba caliente, como boca de hombre. Sentía la superficie del espejo contra su pecho y se le erizaban las diminutas cerezas de los senos, provocándole un dolor sordo que la recorría hacia abajo y se instalaba en un punto preciso entre sus piernas. Buscaba ese dolor una y otra vez. Del armario sacaba una camisa y las botas de Bernal y se las ponía. Daba unos pasos por el cuarto con mucho cuidado, para no hacer ruido. Así vestida hurgaba en sus cajones, se peinaba con su peine, chupaba su cepillo de dientes, lamía su crema de afeitar acariciaba su ropa sucia. Después, sin saber por qué lo hacía, se quitaba la camisa, las botas y su camisón y se tendía desnuda sobre la cama de Bernal, aspirando con avidez su olor, invocando su calor para envolverse en él. Se tocaba todo el cuerpo, empezando por la forma extraña de su cráneo, los cartílagos translúcidos de las orejas, las cuencas de los ojos, la cavidad de su boca, y así hacia abajo dibujándose los huesos, los pliegues, los ángulos y las curvas de esa totalidad insignificante 11 Librodot





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