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viernes, mayo 11, 2012

Javier Arévalo

Javier Arévalo
(1965)







Una trampa para el comandante (1989)
Nocturno de ron y gatos (1994)
Instrucciones para atrapar a un ángel (1995)
Previo al silencio (1995)
Vértigo bajo la luna llena (1997)
El beso de la flama (2001) y Gracias, Señor,
Por tu venganza (2007). La obra de Javier Arévalo oscila entre un lirismo canalla y un erotismo maldito.




"El beso de la flama"
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Javier Arévalo. Editorial Opera Prim Javier Arévalo (Lima, Perú, 1965), es uno de los miembros más destacados de la brillante hornada de nuevos escritores peruanos que surgió a inicio de los años noventa en ese país, y compañero de generación de autores como Jaime Baily, Fernando Iwasaki, Iván Thais o Ronaldo Menéndez. Su producción narrativa es muy amplia: ha publicado dos libros de relatos: Una trampa para el comandante (Lima, Mashabajo editores, 1989), y Previo al silencio (Lima, Signo Tres, 1995), así como las novelas Nocturno de ron y gatos (Lima, Peisa, 1994), muy elogiada por la crítica, Instrucciones para atrapar a un ángel (Lima, Signo Tres, 1995), y la más reciente Vértigo bajo la luna llena (Lima, Alfaguara, 1997).


El beso de la flama es su primera novela publicada en España. En El beso de la Flama asistimos a las historias cruzadas de dos personajes en una Lima salvaje y posmoderna. Una mujer es secuestrada en una casa de campo por un colaborador de su padre –un maduro revolucionario- y en su encierro asistimos a la gestación de un engaño. A la vez un periodista en paro, David Abril, se sumerge en un esperpéntico viaje sexual a los bajos fondos limeños para encontrarse con la pobreza y la muerte. Sus dos vidas se cruzarán para desvelar un complicado juego de seducciones, de embaucamientos que ocultan una oscura trama policial.


"Helo aquí, un capitulo que salió del libro porque no encontró sitio en la estructura, y que está solito por el mundo sin saber qué hacer..." Javier Arevalo.

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Capítulo inédito

LOS LIMITES DE UN PARAISO INFIMO
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Primera visión. La iglesia se vino abajo en el terremoto de 1971. Estaba ubicada frente al parque Manco Cápac, en la Victoria. Cuando se cayó, no había persona alguna en sus naves; pero sí estaban, allá adentro, sus tesoros: algunas reproducciones de pintura de la escuela cusqueña, figuras de yeso de tantos santos, vestidos primorosamente por los fieles del barrio y entrando, a la izquierda, una urna de vidrio dentro de la cual descansaba la figura de Cristo descendido de la cruz. Sobre su frente, la figura tenía una corona de espinas que se aferraba con furia a la fingida piel; en las manos y los pies, los orificios decían de los clavos que lo habían atravesado. Vestía un taparrabos púrpura y aún cuando ya estaba muerto, parecía seguir sufriendo.


David tenía entonces seis o siete años y quizá la madre lo había llevado a ese templo muchas veces, y el se había aburrido como un diablo, hasta que se encontró con el cristo descendido.


Debe haber sido así: parado frente a la figura, examinó el recorrido de una gota de sangre que brillaba en el mentón, se detuvo en las arrugas que formaban el rictus de un dolor inolvidable. Alguna pena sobresaltó su corazón, pero era más intenso el asombro ante la mancha sanguinolenta. Un trapo cubría su medio cuerpo, pero no ocultaba su pecho hundido, el costillar de naufragio antiguo, las rodillas como de cartílagos a flor de piel, los dedos de los pies como cascajos.


Quizá ir a la misa consistió, desde entonces, en ver un cuerpo lacerado. Su madre no debió darle importancia al asunto: llegaba a misa, ocupaba su banca, hacía que el niño se persignara y lo dejaba ir a donde él quisiera. Un día, al final de la misa, el niño no regresó. La mujer no sintió alarma alguna porque apenas se puso de pie lo vio parado, frente a la urna, y se acercó a él. Cuando estuvo detrás del niño, lo tomó por los hombros con ambas manos. El chico se sobresaltó. Es Jesús, está muerto después de que lo bajaron de la cruz, le dijo la madre. ¿Está muerto?, preguntó el niño.


Segunda visión. La fotografía tiene un inevitable lastre realista: las fotos siempre serán miradas como una evidencia de que lo retratado existe o alguna vez existió. Determinada sensibilidad considera que una fotografía adquiere calidad de expresión artística cuando consigue evadirse de las ataduras que la ligan a un momento determinado, para lanzarse a representar un estado de ánimo, un tipo de mentalidad, una forma especial de intuir el mundo. No le es fácil a la fotografía hacerse mirar de esta manera, a menos que la sensibilidad que la percibe comprenda que el nexo establecido entre esa fotografía y la vida no es de simple reflejo de lo real.


David Abril sospechó siempre que su trabajo habría de sufrir las consecuencias de que la línea fronteriza entre lo realmente existente y la verdad virtual fuera tan imprecisa y difusa.


Lo fascinaba la realidad, pero no le interesaba calcarla. Como todo hombre (o todo héroe), David enfrentó una serie inevitable de dificultades que cuestionaron, pero también reforzaron, sus convicciones, y lo condujeron a redondear una posición, como creador, respecto al arte y la realidad. Una de estas etapas fue la crisis ideológica que lo llevó a dejar de escribir.


Durante su primera individual, declaró que le producía terror la facilidad con que aparecían en su cabeza, y luego en las hojas que escribía, incontables principios de historias de toda naturaleza. "La insatisfacción que me produce lo que escribo es proporcional a la diversión que siento mientras escribo todo aquello que más tarde me decepciona, precisamente porque su origen es la ligereza y la facilidad" le dijo a un periodista.


Yo mismo creí en un principio que la renuncia de Abril a seguir escribiendo era un acto de cobardía estimulado por unas dosis de ingenuidad. Todas las personas tienen suficiente imaginación para inventar historias; de hecho, las mentiras que a diario contamos, o las fantasías eróticas a las que recurrimos para masturbarnos, confirman que cualquiera es capaz de tener visiones que más tarde, con algo de entrenamiento, podría materializar en alguno de los lenguajes artísticos existentes.


Pero sólo los artistas son capaces de llevar estas elaboraciones mentales hasta las últimas consecuencias, es decir, hasta desaparecer la línea que las distancia del universo que admitimos como real, para ingresarlas en lo sucesivo, donde se convierten en seres vivos y reales como el resto de lo que podemos enumerar. No existe artista si no existe el arte que lo expresa. Y un artista, creo yo, es una especie de esfera que no tiene principio ni fin. Pero aún sabiéndose esfera, superficie lisa llena de contenido, un artista intentará encontrar la punta del hilo que lo desenrede, como se deshila una madeja. Algunos artistas llegan a comprender que la punta de ese cabo no existe y que no podrán desenredarse, pero a pesar de esta certeza, lo intentarán, porque la esperanza es parte de su naturaleza.


Pero ocurre muchas veces que el artista se detiene por voluntad propia. Sobreviene entonces un silencio de sepulcro, de hombre que ha pasado a retiro, de futbolista que ha destrozado sus meniscos y nunca más podrá correr. La metáfora no es perfecta: el retiro generalmente es una obligación, o una cortesía de quien ya se sabe viejo. Los meniscos detienen al futbolista, no su voluntad. El artista que paraliza su carrera protagoniza una tragedia. Una tragedia prevé siempre un destino. Todo arte aspira a la verdad, ese es su destino. Pero la verdad es metafísica, inasible, improbable. El silencio de un artista no prueba que la alcanzó. El suicidio podría ser una prueba, me dijo una vez David, pero un muerto no tiene tiempo ya para probar nada. David decidió dejar de escribir no porque hubiese arribado a la verdad. Me encantaría creerlo. Lo que sí encontró en su primer libro es aquello que a otros los demora demasiados tomos: el silencio.


"Es intolerable saber que el absoluto es imposible. Que el universo nos revela un caos infinito, del cuál también somos generadores, pero sólo en una dimensión infinitesimal. Que la muerte se impone como meta ineludible. Es insoportable saber todo eso. Yo no escribo más porque ya sé todo esto." La soberbia de la frase es evidente, también lo es la sinceridad y el patetismo.


"Me decía a mí mismo que la Biblia o El Corán, El Quijote o Las Flores del Mal, fueron escritos por hombres como yo. Cada una de esas creaciones soporta su propia iglesia. No importa el tamaño, el número de prosélitos, toda iglesia se edifica sobre mentiras, intereses y malos entendidos. No me interesa confundir, ni mentir, tengo realmente pocos intereses y los malos entendidos me ofuscan porque me gusta la claridad, lo translúcido, lo racional. Yo no quiero ser una deidad."


La tesis es moderna: un artista es un émulo de Dios, es a la vez principio y fin; se ha hecho a sí mismo y todo, nosotros y cuánto nos rodea, somos parte de él, cada cosa que existe es su cuerpo. "Yo soy todos mis personajes" me dijo un día Abril "pero también la taza y el café que bebe el personaje, la cama donde duerme y el suelo, el cielo, la casa, el tiempo y todo el espacio. Pero cada vez me doy cuenta de que no tengo ganas de ser todo eso. Escribo "Soledad bebió un vaso de agua" y luego me digo, por qué no un vino, o quizá un vodka. Y luego me preguntó ¿cómo puedo ser tanto? Soy demasiado, es intolerable, no tengo fin y sin embargo soy finito."


No es la metafísica, sino la psicología la que me explica a David. Me resulta obvio (ahora, no antes) que David comprendía el mundo desde, por lo menos, dos mentalidades: como si al computar el presente, dos programas se activasen al unísono para proporcionarle los datos con que colegía la realidad. Una de esas mentalidades, la moderna, lo hacía concebir el mundo como una creación permanente donde él era a la vez centro y periferia. Centro, en cuanto creador; y periferia, cuando participaba de la inercia universal. La segunda, una mentalidad mágica programaba sus paradojas, y proyectaba sus dilemas. Yo pienso que David creía sospechar que Dios no sólo era una metáfora, sino que existía en términos reales, como existen la mantequilla y la luna. Nunca lo admitió, porque ofendía su razón. Y no es que se avergonzara frente al resto. Su vergüenza era interior, personal, ante él. Su lado mágico estaba reprimido, pero estaba. Su faceta moderna gobernaba en superficie y profundidad. Pero al renunciar a escribir, renunciaba a emular a Dios y nadie emula algo que no cree que exista. Su renuncia a escribir era la admisión de la existencia de una deidad.


La pregunta ahora es ¿cómo es que después de conocer el silencio, se puso el traje de artista otra vez y salió nuevamente a cumplir su destino? Como cualquier otro creyente, David buscó y encontró una forma nueva de creer. Muerto Dios, viva Dios. David comenzó a creer que los seres humanos somos sólo un problema de lenguaje, cuya solución no existe, ni existirá, porque resolverlo supone utilizar el mismo lenguaje que nos problematiza. "El problema es que puedo escribir y decir: "soy un humano". Las palabras otorgan existencia, y es inútil intentar escapar de ellas, porque es allí (en las palabras) donde reside toda nuestra existencia".


David admitió como dogma este esquema elemental, laberíntico y paradójico, e intentó explicarlo en la revista Portafolio que dirige el talentoso fotógrafo Carlos Aramburú. Repito aquí el ejemplo que dio en ese artículo: "Las frases: `Alia se sentía muy mal con la muerte de su madre' o `Alia se sentía muy bien con la muerte de su madre', al principio de una novela, podrían generar dos libros absolutamente distintos. Y las variaciones posibles no son sólo «bien» y «mal». La utilización de los matices del bien y el mal generarían indiscutiblemente otras novelas". ¿Qué le hizo suponer y creer, que la fotografía no existía exactamente en las mismas condiciones que la literatura? Después de todo, con sólo cerrar los ojos, la sucesión de imágenes que flotan allí, en la oscuridad interior que cargo y carga cada uno de ustedes, ¿no son acaso lo suficientemente inasibles y terriblemente numerosas como para abandonar el proyecto de realizarlas todas? ¿No es acaso el deseo de posesión infinitamente mayor a lo que algún día poseeremos?


Sostienen los historiadores que uno no puede proyectarse sin antes conocer lo que fue. Posición discutible que, sin embargo, aplico ahora para intentar dibujar la exacta figura de Abril. David comenzó a fotografiar a los diecisiete años, después de que su padre le regalara una Minolta. El primer trabajo que tuvo se le apareció días después de que se colgara por primera vez la cámara al cuello. Había una inauguración al costado de la imprenta de su padre y uno de los invitados, al verlo con la Minolta, le preguntó si era fotógrafo. David respondió que sí. Entonces el tipo le pidió que hiciera fotos de la fiesta para pagárselas. David le pidió que lo esperara, cruzó la calle y se metió al estudio de un fotógrafo amigo del barrio a quien explicó lo que estaba sucediendo. El dueño, un viejo japonés apellidado Kimura, le entregó un rollo, le prestó un flash, acomodó diafragma y velocidad y le ordenó que no moviera nada, que se colocara siempre a dos y medio metros del grupo que iba a fotografiar y que disparara cada vez que la pequeña luz roja del flash se encendiera. También le sugirió el precio que debía cobrar por cada foto.


Ese fue su primer trabajo y el primero de los tantos que realizó para sobrevivir. Durante un buen tiempo, fotografiar matrimonios, graduaciones, fiestas, le permitió cubrir el costo de la pensión de un instituto donde siguió diseño gráfico entre los 17 y 18 años; y de la Universidad San Martín, donde estudió periodismo, entre los 19 y los 21.


No intentó, desde un principio, expresarse en esas fotografías. Componía con equilibrio, a veces se ponía chistoso y registraba muecas y situaciones cómicas. Pero fue a través de esos trabajos que se aproximó al relato gráfico. Eran tiempos difíciles para su familia. Su padre sostenía una imprenta en permanente situación de quiebra. Los habían desalojado del departamento y ahora vivían hacinados en la casa de una abuela; menos David, que dormía en un cuartucho claustrofóbico en el fondo de la imprenta de su padre. En la inauguración de una muestra de pintura, David conoció al brasileño Mauro Silva. Su amistad con el temido postmodernista y homosexual crítico de arte fue providencial. Silva leyó uno de los relatos que David había escrito. Y, al parecer, lo impresionó, de tal manera, que consiguió hacerlo colaborador permanente de la revista Jaque.


David hizo unos primeros reportajes acompañándolos con fotografías realizadas por él mismo. Pero no fue la aceptación de estas fotos sino el contacto con el laboratorio lo que, creo yo, detonó su decisión de cambiar la literatura por la fotografía. En su relato Paraíso ínfimo David narró, aunque no de manera directa, esta vital experiencia. Paraíso ínfimo relata la historia de El Laboratorista de una revista semanal. El protagonista, alter ego de David, es un muchacho aburrido del ritmo industrial con que se produce el material gráfico de la revista. Es algo débil y anda crispado por los gritos que, en cadena, largan en las oficinas el Director, los Editores, los Periodistas e incluso el conserje.


El relato, de unas cincuenta páginas, tiene un hilo conductor romántico, y una textura de crónica urbana negra y violenta: trampa tendida por Abril para meter a sus lectores en sus rollos especulativos acerca de la existencia. La Muchacha del cuento es una prostituta que trabaja en el edificio contiguo, en uno de los masajes prostibularios que funcionaban en Lima a mediados de los ochenta. Ambos traban amistad una noche, después de que él la ayuda a encender el motor de su volkswagen, aparcado en el estacionamiento subterráneo que ambos edificios comparten. Pero ésta no había sido la primera vez que se veían. En otra oportunidad, El Laboratorista había reunido dinero suficiente para pagar el servicio de una puta y había visto a La Muchacha un par de veces en ese masaje, pero siempre de la mano de un cliente que había llegado antes que él.


La Muchacha y El Laboratorista sostienen citas breves en el estacionamiento. Ella siempre está ansiosa de partir a casa, no sólo para dormir, sino también para ver a su hija de nueve años, que adora y que cuida con especial devoción porque padece de una enfermedad de la que prefiere no hablar. El Laboratorista la convence de que se deje fotografiar por él. La Muchacha se había hecho de rogar, pero luego aceptó porque se dio cuenta de que El Laboratorista no intentaba tirársela gratis, ni quería que posara sensualmente o desnuda. Por el contrario, la retrata con lo que lleva encima, por las noches, cansada y allí, en ese estacionamiento oscuro. El Laboratorista usa un trípode para sostener las exposiciones largas a las que está obligado, ya que no usa flash. Explora las posibilidades expresivas de las sombras. Luego, en el laboratorio de la revista, realiza a un ritmo obsesivo las copias de esas fotos que lo frustran de diversas maneras porque no consiguen atrapar la esencia de lo que está persiguiendo.


En la redacción conocen, en algún momento, el rostro y el cuerpo de esa muchacha por una de las pruebas tiradas a la basura por El Laboratorista. Un redactor, asiduo visitador de prostíbulos, la identifica y lo comenta con otros. Todos acaban sabiendo que la hembrita de El Laboratorista es una puta. Este amor por la foto perfecta obliga a El Laboratorista a cambiar la rutina de su vida decadente. En esta parte del relato, Abril se refocila elaborando pastiches costumbristas: retrata, en un largo raconto, con crudeza y coprolalia, las incursiones sabatinas de El Laboratorista, a los oscuros y pestíferos meandros del centro de la ciudad: da cuenta de lo que sucede en el interior de las discotecas de a cinco lucas; de las esquinadas alcohólicas y humeadas con la diablura metalera en las puertas de la Villareal; de las negreadas pastrulas con los jóvenes imprenteros de su padre. En fin, todo lo que después pierde interés para El Laboratorista, porque ahora sólo le importan esas malditas fotografías que en la revista ya nadie vuelve a ver.


Un viejo fotógrafo le advierte de los peligros de permanecer demasiado tiempo en el laboratorio expuesto al vapor tóxico de los químicos. Le pregunta por qué diablos se pasa tantas horas copiando fotos. El muchacho responde que no se da cuenta, que como sucede con las fotografías, el tiempo no existe allí dentro. También le cuenta lo extraño que se siente cuando hace alguna copia y más tarde recuerda sólo esa imagen y, en cambio, a la persona que posó para él, y el momento en que posó, se le olvidan; como si esas imágenes se desprendieran de sus orígenes y todo naciera para vivir su propia vida en las imágenes. Sólo me lastima, dice El Laboratorista, que no puedan morir. Nada que no muera puede ser perfecto. Algún tiempo después, el periodista que reconoció a La Muchacha, visita una vez más el masaje y pregunta por ella. Pero no consigue enterarse de nada. Uno de los empleados llega a decirle que un día, La Muchacha, simplemente no volvió más.


Durante el cierre de una edición, El Laboratorista se demora más de la cuenta en hacer las fotos para la revista. El mismo Director ingresa vociferando al laboratorio. Grita: ¡quiero esas fotos, ya!, ¡qué diablos haces! y le arrancha de las manos una copia. Allí esta La Muchacha, vestida de negro, sentada a una silla. A su lado hay una niña vestida de blanco y tendida en una cama, tiene los ojos cerrados, y los párpados, los cachetes y los labios evidentemente maquillados.


¿Qué es esto?: pregunta El Director. El muchacho responde: una mujer vestida de negro y una niña que parece dormir. El director mira la foto y dice: esta niña no parece dormida, esta niña está muerta. El muchacho responde: es una foto, ¿cómo se puede morir en una foto? La pregunta pone fin al relato.


Alguien ha dicho que el texto es inconcluso; que las pinceladas de ácido humor, los brochazos de negritud, el paisaje de una urbe miserable y pestilente, retratada en una prosa sucia, tirante y espasmódica, de frases cortas y secas, han sido desaprovechadas por las inquietudes intelectualoides de Abril. Puede ser. Pero ese es su riesgo. Después de todo, Abril cree que así es honesto consigo mismo y con su condena a pensar, a preocuparse y a preguntarse. El cuento apareció en Instrucciones para atrapar a un ángel, medio año después de que él ingresara a trabajar en Jaque. Lo criticó elogiosamente Mauro Silva. Otros comentaristas apoyaron su opinión. Esto puso a David en el primer plano de la narrativa que se hacía en ese momento.


También he considerado posible que el inusitado éxito lo haya presionado demasiado. Es algo en lo que se puede pensar. Le ha pasado a otros que la bulla excesiva los ha silenciado pues no han creído posible crear algo superior a lo ya hecho.


Lo concreto es que a partir de su primer libro comenzó a trabajar exclusivamente en fotografía, con una obsesión de poseso. Fueron tiempos terribles de creación-tortura. Quienes lo vimos trabajar con un fervor próximo a la locura no pudimos sino esperar que algo bueno saliera de todo eso. Lo deseábamos profundamente. Creo que las palabras creación-tortura son precisas para identificar la actitud que desde entonces tuvo David respecto al arte. La revelación de una imagen que, para él, valiera la pena, debía suponer siempre un sufrimiento. Pero la obra acabada, el logro visual, no era necesariamente una salvación, tal vez sólo un alivio a esa condena de la que no pudo escapar al dejar la literatura: la condena de crear, de querer ser Dios.


Parece que con la fotografía aprendió a resignarse, a conformarse con sus logros, como si finalmente tuviera fe en que el arte es una manera de suspender la angustia que produce la imposibilidad de comprender el mundo. Por eso no admito lo que señalan algunos críticos respecto a la megalomanía de Abril. El se dedicó una atención exclusiva, es cierto. Pero fue el centro de su propia investigación porque no creía tener derecho a especular sobre los otros. Alguien ha jugado con el lugar común de afirmar que Abril está en la línea borde de la locura. Es una estupidez. Como dice Foucault, la locura es la no obra. Y Abril logró realizar una breve pero fuerte obra para argumentar acerca de su cordura.


Precisamente, David tenía la esperanza de que fuera su obra, su trabajo visual, la que proyectara nítidamente sus sentimientos, sus intenciones, prescindiendo de las traidoras palabras. Su última ilusión consistió en que el público mirara en silencio y mudo sus fotografías, que nadie dijera una palabra, que nadie opinara nada, que solamente vieran el trabajo y se fueran, de inmediato, a sus hogares. La única recompensa que esperaba era que aquellas imágenes quedaran fijas en el recuerdo de quienes las vieran. Después de su muestra "Asesinos y Homicidas" comprendió que el sentido último de lo que un artista produce no existe, (tal vez debió comprenderlo examinando todas las críticas que aparecieron de su libro, pero no fue así). Las lecturas que el resto de las personas hacen es siempre un gran calidoscopio. Algunos comentarios se imponen, porque quien los hace tiene posibilidades de enunciarlos masivamente. Pero nadie es capaz de saber ciertamente si aquellos conceptos son aceptados por igual entre la comunidad expuesta a la obra en cuestión.


Desde esta perspectiva, se convirtió en una traición que él dijera cualquier cosa acerca de su trabajo. Por eso mismo fue un acto consecuente y no un amaneramiento, que se acercara a la puerta de la sala de exposiciones y que luego desapareciera mientras todos los invitados a la inauguración de su segunda individual, "Retrato final de algunos chicos felices que ya no lo son tanto", miraban la exposición. Permanecer mudo alrededor de tantos asistentes habría sido sumamente ridículo. Prefirió estar lejos de ellos, a varios kilómetros de cualquier pregunta. Nunca pudo imaginar todo lo que alrededor de esta exposición iba a suceder. Los objetos artísticos son máquinas generadoras de sentidos y fundan mitos cuando congenian con una gran masa de individuos. Un panfleto no tiene necesidad de ser interpretado. Su sentido es unidireccional. Discutir a partir de lugares comunes lo único que puede hacer es fortalecer el lugar común, todos los saben. Pero fue de una mediocridad inverosímil reducir a panfleto un trabajo tan cargado de vida como el que David Abril expuso.


Y sin embargo, no debiera sorprenderme que así ocurriera, ya que esa lectura panfletaria la hizo y la impuso Juan Pedro Ortiz, un reportero del canal cinco, de prontuariada estupidez. Este sujeto vio lo único que sus ojos, acostumbrados a los rutilantes títulos de los magazines amarillos, podía ver: un grupo de hombres de una clase social A presentados en su más descarada homosexualidad. Frente a una lectura de ese tipo, multiplicada en diarios y semanarios, un texto crítico como el que yo debí escribir entonces, iba a parecer la patética nota del sujeto culto que pretende poner las cosas en orden. No lo hice, no escribí entonces, no me interesó. Pensé, como Abril, que el resto del universo era dueño de sus propias creencias y opté por dejar las cosas como estaban. Pero si accedí a escribir esta nota, fue sólo por mí, porque creo que si para los seres humanos existe alguna solución, ésta no la hallaremos en el silencio.


Solamente quiero terminar exponiendo la idea que tengo del juego jugado por Abril en aquella exposición. Si todos los retratados, en la vida real, son o no homosexuales —cosa que interesó muchísimo a todos los supuestos recatados y amarillentosos periodistas— aquí no es relevante. Las fotos en "Retrato final..." no son documentos; son, más bien, representaciones; cada retrato funciona como símbolo y no como señal. Son más sombras que reflejos; más puertas abiertas, que lugares concretos. Pero quienes leyeron esta muestra como un reportaje gráfico de "Enfermos de SIDA de Clase A" cayeron en la más ingenua de las trampas que el arte tiende a los incautos. ¿Qué bastaría para demostrar que la muestra de Abril no es un reportaje, que la realidad que en ella creemos ver es sólo una invención, un espejismo, una puesta en escena destinada a tomarnos por sorpresa la conciencia y el corazón?


Pedirle a cada uno de los retratados que responda a las preguntas ¿es o no usted homosexual? ¿Está o no condenado a muerte por SIDA?, resulta de una elegancia de basurero. Nos queda esperar que cada uno de ellos muera por alguna enfermedad que sus defensas debilitadas no puedan evitar. Pero ¿y si no mueren, quedará alguien defraudado? Privada de sus visos de escándalo, esta muestra no parece decirle nada a la masa que la vio reproducida en televisión, diarios y revistas. A ninguno de los que sostienen el rating televisivo le importa ahora. Alguien ganó dinero con el escándalo. Nadie parece perder algo con su olvido o su recuerdo.


Yo cierro los ojos y vuelvo a ver la melancolía que brotaba de cada una de esas fotos. Veo también la tristeza silenciosa en el rostro de Abril, digo mejor, en el rostro triste del autorretrato colgado aquella noche en la galería de Mercedez Noriega. Tal vez, en homenaje a esa imagen invulnerable al olvido, no debiera abundar más sobre la vida de mi amigo, debería dejar de inundar con más palabras su recuerdo. Tal vez, sólo debiera permitirme recordar la eternidad de esa fotografía, imperfecta porque nunca morirá. Alberto L.

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