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viernes, diciembre 27, 2013

Inés del alma mía, ISABEL ALLENDE ((35))




Inés del alma mía[Document Transcript]... Tal como estaba anunciado, el juicio se llevó a cabo al día siguiente en la tienda de los prisioneros. Valdivia fue el único juez, auxiliado por Rodrigo de Quiroga y otro militar, quien actuó de secretario y ministro de fe. Esta vez yo no asistí, pero no me costó nada averiguar la versión completa de lo acontecido. Pusieron guardias armados en torno a la tienda, para contener a los curiosos, y colocaron una mesa, detrás de la cual se sentaron los tres capitanes, flanqueados por dos esclavos negros, expertos en
aplicar suplicios y ajusticiar. El ministro de fe abrió sus libracos y preparó su pluma y su tintero, mientras Rodrigo de Quiroga alineaba los cinco puñales sobre la mesa. También habían llevado uno de mis braseros peruanos repleto de brasas al rojo, no tanto para entibiar el ambiente como para aterrorizar a los prisioneros, enterados de que el tormento es parte de cualquier juicio de este tipo; el fuego se usa más con indios que con hidalgos, pero nadie estaba seguro de lo que haría Valdivia. Los acusados, de pie ante la mesa y cargados de cadenas, escucharon durante más de una hora las acusaciones contra ellos. No les cupo la menor duda de que el «usurpador», como llamaban a Valdivia, conocía hasta el último detalle de la conspiración, incluyendo la lista completa de los partidarios de Sancho de la Hoz en la expedición. No había nada que alegar. Un silencio largo siguió a la perorata de Valdivia, mientras el secretario terminaba de anotar en su libro.
-¿Tenéis algo que decir? -preguntó al fin Rodrigo de Quiroga.
Entonces a Sancho de la Hoz se le desinfló el aplomo y cayó de rodillas, clamando que confesaba todo aquello de lo cual se le acusaba menos el propósito de asesinar al general, a quien los cinco respetaban y admiraban y darían sus vidas por servir. Lo de los puñales era una tontería, bastaba verlos para comprender que no eran armas serias. Los otros siguieron su ejemplo, suplicando que se les perdonara y jurando eterna fidelidad. Valdivia los hizo callar. Otro insoportable silencio siguió a sus palabras, y por último el jefe se puso de pie y dictó su sentencia, que a mí me pareció muy injusta, pero me guardé bien de comentarla con él más tarde porque supuse que tendría sus razones para hacer lo que hizo.
Tres de los conspiradores fueron condenados al destierro: tendrían que emprender el regreso a pie al Perú, con un puñado de indios auxiliares y una llama, a través del desierto. Otro fue puesto en libertad sin ninguna explicación. Sancho de la Hoz firmó una escritura -la primera de Chile- para disolver la sociedad con Valdivia y quedó engrillado y preso, sin sentencia por el momento, en el limbo de la incertidumbre. Lo más raro fue que esa noche Valdivia ordenó ejecutar a Ruiz, el soldado que había servido de cómplice pero que ni siquiera se contaba entre los cinco que entraron en nuestra tienda con los famosos puñales. Don Benito en persona vigiló a los negros que lo ahorcaron y luego lo descuartizaron. La cabeza y cada cuarto de su cuerpo, destazado a hachazos, fueron expuestos en ganchos de carnicero en varios puntos del campamento, para recordar a los indecisos cómo se pagaba la deslealtad a Valdivia. Al tercer día, era tan repugnante el olor y eran tantas las moscas, que debieron quemar los restos.
El parto de Cecilia, la princesa inca, fue largo y difícil, porque la criatura estaba volteada en el vientre. Si un niño sobrevive a ese tipo de nacimiento, dicen las comadres que será afortunado. A éste lo sacó Catalina a tirones y salió morado, pero sano y gritón. Fue muy buen augurio que el primer mestizo chileno naciera de pie.
Catalina estaba esperando a Juan Gómez en la puerta de nuestra tienda mientras los capitanes deliberaban sobre la suerte de los conspiradores. Ese hombre, que había pasado peores tribulaciones que cualquiera de los otros valientes, porque en el desierto cedía su ración de agua a su mujer, iba a pie para prestarle su caballo cuando a ella se le accidentó la mula y ponía el pecho para protegerla en los ataques de los indios, se puso a llorar cuando Catalina le colocó a su hijo en los brazos.
-Se llamará Pedro, en honor a nuestro gobernador -anunció Gómez entre sollozos.
Todos celebraron la decisión, menos Pedro de Valdivia.
-No soy gobernador, soy sólo teniente gobernador, representante del marqués Pizarro y de su majestad -nos recordó secamente.
-Ya estamos en el territorio que se os asignó para conquistar, capitán general, y éste es un valle de mucho contento.
¿Por qué no fundamos aquí la ciudad? -sugirióGómez.
-Buena idea. Pedrito Gómez será el primer niño bautizado en la ciudad -lo apoyó Jerónimo de Alderete, quien aún no se reponía de las fiebres de la selva y estaba agobiado por la perspectiva de seguir andando.
Pero yo sabía que Pedro deseaba seguir hacia el sur, lo más al sur posible, para alejarse del Perú. Su idea era establecer la primera ciudad donde no alcanzaran los largos brazos del marqués gobernador, la Inquisición, los cagatinta y los comemierda, como llamaba en privado a los mezquinos empleados de la Corona que se las arreglaban para jorobar en el Nuevo Mundo.
-No, señores. Seguiremos hasta el valle del Mapocho. Ése es el sitio perfecto para nuestra colonia, según asegura don Benito, quien estuvo allí con el adelantado Diego de Almagro.
-¿A cuántas leguas queda eso? -insistió Alderete.
-Muchas, pero menos de las que ya hemos recorrido -explicó don Benito.
A Cecilia la tratamos primero con infusiones de hojas de huella hasta que expulsó los restos del parto, que estaban retenidos, y luego detuvimos la hemorragia con un licor preparado con raíces de oreja de zorro, receta chilena que Catalina acababa de aprender y que dio pronto resultado. Mientras nuestros soldados se enfrentaban con los indios en diversas escaramuzas, Catalina salía tranquilamente del campamento para juntarse con las indias chilenas e intercambiar remedios. No sé cómo se las arreglaba para pasar entre los centinelas sin ser vista y fraternizar con el enemigo sin que le reventaran el cráneo de un macanazo.
Lo malo fue que con tantas yerbas curativas a Cecilia se le cortó la leche, así es que el pequeño Pedro Gómez se crió con leche de llama. Si hubiera nacido unos meses más tarde, habría contado con varias nodrizas, porque había muchas indias preñadas. La leche de llama le dio una dulzura que habría de ser serio impedimento en su futuro, porque le tocó vivir y guerrear en Chile, que no es lugar para hombres de corazón demasiado tierno.
Y ahora debo referirme a otro episodio que no tiene trascendencia, salvo para un pobre joven de apellido Escobar, pero sirve para mostrar el carácter de Pedro de Valdivia. Mi amante era un hombre generoso, de ideas espléndidas, sólidos principios católicos y un valor a toda prueba -buenas razones para admirarlo-, pero también tenía defectos, algunos bastante graves. El peor fue seguramente su desmedida ambición de fama, que al final le costó la vida a él y a muchos otros; pero el más difícil de sobrellevar para mí fueron sus celos. Sabía que yo no era capaz de traicionarlo, porque no está en mi naturaleza y lo amaba demasiado, ¿por qué entonces dudaba de mí? O tal vez dudaba de sí mismo.
Los soldados disponían de cuantas indias quisieran, unas a la fuerza y otras complacientes, pero seguramente echaban de menos palabras de amor susurradas en castellano. Los hombres desean lo que no tienen. Yo era la única española de la expedición, la manceba del jefe, visible, presente, intocable y, por lo mismo, codiciada. Me he preguntado a veces si fui responsable de las acciones de Sebastián Romero, el alférez Núñez o ese muchacho, Escobar. No encuentro falta en mí, salvo ser mujer, pero eso parece ser crimen suficiente. A nosotras nos culpan de la lujuria de los hombres, pero ¿no es el pecado de quien lo comete? ¿Por qué he de pagar yo por los yerros de otro?
Comencé el viaje vestida como lo hacía en Plasencia -refajos, cotilla, camisa, sayas, toca, mantón, escarpines-, pero muy pronto hube de adaptarme a las circunstancias. No se puede cabalgar mil leguas de lado, a la mujeriega, sin partirse la espalda; tuve que montar a horcajadas. Me conseguí unas bragas de hombre y botas, me quité la cotilla con barbas de ballena, que no hay quien la aguante, y pronto me deshice de la toca y me trencé el cabello, como las indias, porque me pesaba mucho en la nuca, pero nunca anduve descotada ni me permití familiaridades con los soldados. En los encuentros con indios belicosos me ponía yelmo, una coraza liviana de cuero y protecciones en las piernas que Pedro ordenó hacer para mí, de otro modo habría muerto a flechazos en el primer tramo del camino. Si eso incendió el deseo de Escobar y otros de la expedición, no entiendo cómo funciona la mente masculina. Le oí repetir a Francisco de Aguirre que los machos sólo piensan en comer, fornicar y matar, una de sus frases favoritas, aunque en el caso de los humanos ésa no es la verdad completa, ya que también piensan en el poder. Me niego a dar la razón a Aguirre, a pesar de las muchas debilidades que he comprobado en los hombres. No todos son iguales.
Nuestros soldados hablaban mucho de mujeres, en especial cuando debíamos acampar por varios días y no tenían nada que hacer, sólo cumplir sus turnos de guardia y esperar. Intercambiaban impresiones sobre las indias, se jactaban de sus proezas - violaciones- y comentaban con envidia las del mítico Aguirre. Por desgracia, mi nombre aparecía con frecuencia en esas charlas, decían que yo era una hembra insaciable, que00 montaba como varón para excitarme con el caballo y que debajo de las sayas llevaba bragas. Esto último era cierto, no podía cabalgar a horcajadas con los muslos desnudos.
El soldadito más joven de la expedición, un chico llamado Escobar, de sólo dieciocho años, que había llegado al Perú como grumete cuando todavía era un niño, se escandalizaba con esos chismes. Todavía no lo había mancillado la violencia de la guerra y se había hecho una idea romántica de mí. Estaba en la edad en que uno se enamora del amor. Se le puso entre ceja y ceja que yo era un ángel arrastrado a la perversión por los apetitos de Valdivia, quien me forzaba a servirlo en la cama como una mujerzuela. Supe esto por las criadas indias, como me he enterado siempre de lo que ocurre a mi alrededor. No hay secretos para ellas, porque los hombres no se cuidan de lo que dicen delante de las mujeres, tal como no se cuidan delante de sus caballos o sus perros. Suponen que no entendemos lo que oímos. Observé con disimulo la conducta del muchacho y comprobé que me rondaba. Con la disculpa de enseñar trucos a Baltasar, que rara vez se despegaba de mi lado, o pedirme que le cambiara el vendaje en un brazo herido, o le enseñara a hacer mazamorra de maíz, porque sus dos indias eran inútiles, Escobar se las arreglaba para acercarse a mí.
Pedro de Valdivia consideraba a Escobar poco más que un mocoso y no creo que se preocupara por él antes de que los soldados empezaron a hacerle bromas. Apenas los demás se dieron cuenta de que su interés por mí era más romántico que sexual, no lo dejaron en paz, provocándolo hasta arrancarle lágrimas de humillación. Era inevitable que tarde o temprano las burlas llegaran a oídos de Valdivia, quien empezó a hacerme preguntas insidiosas y pasó a espiarme y a ponerme trampas. Enviaba a Escobar a ayudarme en labores que correspondían a las criadas, y éste, en vez de objetar la orden, como hubiera hecho otro soldado, corría a complacerlo. A menudo encontré a Escobar en mi tienda porque Pedro lo había mandado a buscar algo cuando sabía que yo estaba sola. Supongo que debí enfrentar desde un principio a Pedro, pero no me atreví, los celos lo convertían en un monstruo y podía imaginar que yo tenía ocultos motivos para proteger a Escobar.
Este juego satánico, que empezó a poco de salir de Tarapacá, fue olvidado durante la espantosa travesía del desierto, donde nadie tenía ánimo para tonterías, pero se reanudó con más intensidad en el manso valle de Copiapó. La herida leve que Escobar tenía en un brazo se infectó, a pesar de que se la habíamos quemado, y debía curarlo y cambiarle el vendaje a menudo. Llegué a temer que sería necesaria una intervención drástica, pero Catalina me hizo ver que la carne no olía mal y el muchacho no tenía fiebre. «No más rascándose, pues, señoray, ¿que no lo ves?», me insinuó. Me negué a creer que Escobar se hurgaba la herida para tener el pretexto de que yo se la tratara, pero comprendí que había llegado el momento de hablar con él.
Era la hora del anochecer, cuando empezaba la música en el campamento: las vihuelas y flautas de los soldados, las tristes quenas de los indios, los tambores africanos de los capataces. Junto a una de las fogatas, la cálida voz de tenor de
Francisco de Aguirre entonaba una canción picaresca. En el aire flotaba el aroma delicioso de la única comida del día, carne asada, maíz, tortillas al rescoldo. Catalina había desaparecido, como solía ocurrir por las noches, y yo estaba en mi tienda con Escobar, a quien acababa de limpiarle la herida, y mi perro Baltasar, que le había tomado cariño al muchacho.
-Si esto no mejora pronto, me temo que deberemos cortaros el brazo -le anuncié a bocajarro.
-Un soldado manco no sirve de nada, doña Inés -murmuró, lívido de miedo.-Un soldado muerto sirve aún menos.00 Le ofrecí un vaso de chicha de tuna para ayudarlo a pasar el susto y yo misma ganar tiempo, porque no sabía cómo abordar el tema. Por fin, opté por la franqueza.
-Me doy cuenta de que me buscáis, Escobar, y como esto puede resultar muy inconveniente para los dos, de ahora en adelante Catalina os hará las curaciones.
Y entonces, como si hubiera estado aguardando que alguien entreabriera la puerta de su corazón, Escobar me soltó una retahíla de confesiones mezcladas con declaraciones y promesas de amor. Traté de recordarle con quién se estaba propasando, pero no me dejó hablar. Me abrazó con fuerza y con tan mala suerte, que al echarme hacia atrás tropecé con Baltasar y me fui de espaldas al suelo con Escobar encima. A cualquier otro que me atacara así, el perro lo habría destrozado, pero conocía muy bien al joven, creyó que era un juego y, en vez de agredirlo, saltaba en torno a nosotros, ladrando gustoso. Soy fuerte y no tuve dudas de que podía defenderme, por eso no grité. Sólo una tela encerada nos separaba de la gente que había afuera, no podía hacer un escándalo. Con el brazo herido él me mantenía apretada contra su pecho, con la otra mano me sujetaba la nuca y sus besos, mojados de saliva y lágrimas, me caían por el cuello y la cara. Alcancé a invocar a Nuestra Señora del Socorro, preparándome para darle un rodillazo en la ingle, pero ya era tarde, porque en ese momento apareció Pedro con su espada en la mano. Había estado todo el tiempo espiándonos desde el otro cuarto de la carpa.
-¡Nooo! -grité horrorizada cuando lo vi dispuesto a traspasar con su acero al infeliz soldadito.
Con un impulso brutal logré voltearme para cubrir a Escobar, que quedó debajo de mí. Traté de protegerlo de la espada desnuda tanto como del perro, que para entonces había asumido su papel de guardián e intentaba morderlo. [35]



jueves, diciembre 26, 2013

:::::>>El sapo<<:::::::




Érase un pozo muy profundo, y la cuerda era larga en proporción. La polea giraba pesadamente cuando había que subir el cubo lleno de agua; apenas si a uno le quedaban fuerzas para acabar de levantarlo sobre el pretil. Los rayos del sol nunca llegaban a reflejarse en el agua, con ser ésta tan clara; pero hasta donde llegaba el sol, crecían plantas verdes entre las piedras.
En el fondo vivía una familia de sapos; la madre era la primera que llegó allí, bien a pesar suyo, pues se cayó de cabeza en el pozo; era ya muy vieja, pero aún vivía. Las verdes ranas, establecidas en el lugar desde mucho antes y que se pasaban la vida nadando por aquellas aguas, reconocieron el parentesco y llamaron a los nuevos residentes los "huéspedes del pozo." Éstos llevaban el firme propósito de quedarse, vivían muy a gusto en el seco, como llamaban a las piedras húmedas.
Madre sapo había efectuado un viaje; una vez estuvo en el cubo cuando lo subían, y llegó hasta muy cerca del borde, pero el exceso de luz la cegó, y suerte que pudo saltar del balde. Se pegó un terrible batacazo al caer abajo, y tuvo que permanecer tres días en cama con dolores de espalda. No pudo contar muchas cosas del mundo de allá arriba, pero sabía, como ya lo sabían todos, que el mundo no terminaba en el pozo. La señora sapo podría haber explicado algunas cositas, pero nunca contestaba cuando le dirigían preguntas; por eso no le preguntaban nunca.
- Es gorda, patosa y fea - decían las verdes ranillas -. Sus hijos serán tan feos como ella.
- A lo mejor - dijo la madre sapo -, pero uno de ellos tendrá en la cabeza una piedra preciosa, a no ser que la tenga yo misma ya. - Las verdes ranas todo eran ojos y oídos, y como aquello no les gustaba, desaparecieron en las honduras con muchas muecas. En cuanto a los sapos hijos, de puro orgullo estiraron las patas traseras; cada uno creía tener la piedra preciosa, y por eso mantenían la cabeza quieta. Finalmente, uno de ellos preguntó qué había de aquella piedra preciosa de la que estaban tan orgullosos.
- Es algo tan magnífico y valioso - dijo la madre -, que no sabría describíroslo. El que la luce experimenta un gran placer, y es la envidia de todos los demás. Pero no me preguntéis, porque no os responderé.
- Bueno, pues lo que es yo, no tengo la piedra preciosa - dijo el más pequeño de los sapos, el cual era tan feo como sólo un sapo puede ser -. ¿A santo de qué habría de tener yo una cosa tan preciosa? Además, si causa enfado a los otros, no puede alegrarme a mí. Lo único que deseo es poder subir un día al borde del pozo y echar una ojeada al exterior. Debe ser hermosísimo.
- Mejor será que te quedes donde estás - respondió la vieja -. Aquí los conoces a todos y sabes lo que tienes. De una sola cosa has de guardarte: del cubo. Podría aplastarte. Nunca te metas en él, que a lo mejor te caes. No siempre se tiene la suerte que tuve yo, que pude escapar sin ningún hueso roto y con los huevos sanos.
- ¡Croac! - exclamó el pequeño, lo cual equivale, poco más o menos, al "¡ay!" de las personas.00 Tenía unas ganas locas de subir al borde del pozo para ver el vasto mundo; lo devoraba un gran anhelo de hallarse en aquel verde de allá arriba. Al día siguiente fue elevado el cubo lleno de agua, y casualmente se paró un momento frente a la piedra donde se encontraba el sapo. El animalito sintió que un estremecimiento recorría todo su cuerpo, y, sin pensarlo dos veces, saltó al recipiente y se sumergió hasta el fondo. El cubo llegó arriba, y fue vertida el agua y el sapo.
- ¡Diablos! - exclamó el mozo al descubrirlo -. ¡Qué bicho tan feo! -. Y lanzó violentamente el zueco contra el sapo, que habría muerto aplastado si no se hubiese dado maña para escapar, ocultándose entre unas ortigas. Formaban éstas una espesa enramada, pero al mirar a lo alto se dio cuenta de que el sol brillaba en las hojas y las volvía transparentes. El sapo experimentó una sensación comparable a la que sentimos nosotros al entrar en un gran bosque, donde los rayos del sol se filtran por entre las ramas y las hojas.
- Esto es mucho más hermoso que el fondo del pozo. Me pasaría aquí la vida entera - dijo el sapito. Y se estuvo allí una hora, dos horas -. ¿Qué debe de haber allá fuera? Ya que he llegado hasta aquí, es cosa de ver si voy más lejos -. Y, arrastrándose lo más rápidamente posible, salió a la carretera, donde lo inundó el sol y lo cubrió el polvo al atravesarla.
- Esto sí es estar en seco - dijo el sapo -. Casi diría que lo es demasiado; siento un cosquilleo en el cuerpo que me molesta.
Llegó a la cuneta, donde crecían nomeolvides y lirios; muy cerca había un seto de saúcos y oxiacantos, con enredaderas cuajadas de flores blancas, que eran un encanto de ver. También revoloteaba una mariposa; el sapo la tomó por una flor que se había desprendido de la planta para poder ver mejor el mundo; lo encontraba muy natural.
"¡Quién pudiera volar tan rápidamente como ella! - pensó el sapo -. ¡Croac! ¡qué maravilla!."00 Permaneció en la cuneta por espacio de ocho días con sus noches; la comida era buena y abundante. Al día noveno dijo: "¡Adelante, adelante!." ¿Qué podía esperar mejor que aquel paraíso? En realidad, lo que deseaba era encontrar compañía, una familia de sapos o, cuando menos, de ranas verdes. La noche anterior había resonado aquello de lo lindo, como si habitasen "primos" por aquellos alrededores.00 "Aquí se vive muy bien, fuera del pozo. Puedes yacer entre ortigas, arrastrarte por el camino polvoriento y descansar en la húmeda cuneta. Pero sigamos adelante, a ver si damos con ranas y con un sapito. Echo de menos la compañía. La Naturaleza sola acaba aburriéndome." Y con este pensamiento continuó su peregrinación.
Llegó, en plena campiña, a una charca muy grande, cubierta de cañaverales y se dio un paseo por ella.
- ¿No es demasiado húmedo para usted? - le preguntaron las ranas -. Sin embargo, sea bienvenido. ¿Es usted sapo o sapa? Pero es igual, sea lo que fuere, ¡bienvenido!
Y aquella noche lo invitaron al concierto familiar: gran entusiasmo y voces débiles, ya las conocemos. Banquete no hubo, sólo bebida gratis; toda la charca, si a uno le apetecía.
- Seguiré adelante - dijo el sapito; lo dominaba el afán de descubrir cosas cada vez mejores.
Vio centellear las estrellas, grandes y límpidas; vio brillar la Luna, y salir el Sol, y remontarse en el cielo. - Por lo visto, sigo estando en un pozo, sólo que mucho mayor. Me gustaría subir más arriba. Este anhelo me corroe y devora -. Y cuando la Luna brilló llena y redonda, el pobre animal pensó: "¿Será acaso el cubo? Si lo bajaran podría saltar en él para, seguir remontándome. ¿O tal vez es el Sol el gran cubo? ¡Qué enorme y brillante! Todos cabríamos en él. Sólo es cuestión de aguardar la oportunidad. ¡Oh, qué claridad se hace en mi cabeza! No creo que pueda brillar más la piedra preciosa. Pero no la tengo y no lloraré por eso. Quiero seguir subiendo, hacia el esplendor y la alegría.
Tengo confianza, y, sin embargo, siento miedo. Es un paso difícil, pero no hay más remedio que darlo. ¡Adelante, de cabeza a la carretera!."00 Avanzó a saltitos, como hacen los de su especie, y se encontró en una gran calle habitada por hombres. Había allí jardines y huertos, y el sapo se quedó a descansar en uno de éstos.
- ¡Cuántas cosas nuevas voy descubriendo! ¡Qué grande y hermoso es el mundo! Tengo ganas de verlo todo, darme una vuelta por él, en vez de quedarme quieto en un solo lugar. ¡Qué verdor y qué hermosura!
- ¡Y usted que lo diga! - exclamó la oruga de la col desde la hoja -. Mi hoja es la más grande de todas. Me tapa la mitad del mundo, pero con el resto me basta.
"¡Cloc, cloc!." Eran los pollos que llegaban al huerto, con su menudo trote. La primera gallina tenía muy buena vista; descubrió la oruga en la rizada hoja, y de un picotazo la hizo caer al suelo, donde el bicho empezó a volverse y retorcerse. La gallina la miró primero con un ojo y luego con el otro, insegura de lo que saldría de tanto meneo. - No lleva buenas intenciones - pensó la gallina, y levantó la cabeza, dispuesta a zampársela. El sapo, lleno de compasión, pegó un saltito hacia la gallina.
- ¡Ah!, ¡conque tienes guardianes! - dijo la gallina -. ¡Qué bicho tan feo! -. Y le volvió la espalda -. Bien pensado ese animalito verde no vale la pena. Es peludo y me haría cosquillas en el cuello -. Las demás gallinas pensaron que tenía razón, y se alejaron presurosas.
- ¡Por fin libre! - suspiró la oruga -. Lo importante es no perder la presencia de ánimo. Pero ahora queda lo más difícil: volver a subirme a la hoja de col. ¿Dónde está?
El sapito se le acercó para expresarle su simpatía, contento de haber asustado a las gallinas con su fealdad.
- ¿Qué se cree usted? - dijo la oruga -. Yo sola me basté para salir de apuros. ¡Uf, qué mala facha tiene usted! 
¿Permite que me retire a mi propiedad? Huelo a col. Estoy cerca de mi hoja. Nada hay tan hermoso como estar en casa.
Voy a ver si puedo subirme.
- Sí, arriba - dijo el sapo -, siempre arriba. Ésta piensa como yo. Sólo que hoy está de mal temple; será seguramente por el susto que se ha llevado. Todos queremos subir, siempre subir -. Y levantó la mirada hasta donde podía alcanzar. La cigüeña estaba en su nido, en el tejado de la casa de campo; castañeteó con el pico, y la hembra le respondió en el mismo lenguaje.
"¡Qué altos viven! - pensó el sapo -. ¡Quién pudiera llegar hasta allá."
En la granja vivían dos jóvenes estudiantes, uno de ellos poeta, el otro naturalista. El primero cantaba con alegría todas las maravillas de la Creación; en versos sonoros y armoniosos describía las impresiones que las obras de Dios dejaban en su corazón. El segundo iba a las cosas en sí, cortaba por lo sano cuando era necesario. Consideraba la creación divina como una gran operación de cálculo, restaba, multiplicaba, quería conocerlo todo por dentro y por fuera y hablar de todo con justo criterio, y hacíalo con alegría y talento. Uno y otro eran hombres buenos y piadosos.
- Ahí tenemos un bonito ejemplar de sapo - dijo el naturalista. Voy a ponerlo en alcohol.
- Pero si tienes ya dos - protestó el poeta -. ¿Por qué no lo dejas tranquilo, que goce de su vida?
- ¡Pero es horriblemente feo! - dijo el otro.
- Si pudiésemos dar con la piedra preciosa en su cabeza - observó el poeta -, también yo sería del parecer de abrirlo. - ¡Una piedra preciosa! - replicó el sabio -. Parece que sabes muy poco de Historia Natural.
- Pues yo encuentro un bello y profundo sentido en la creencia popular de que el sapo, el más feo de todos los animales, a menudo encierra un valiosísimo diamante en la cabeza. ¿No ocurre lo mismo con el hombre? ¿Qué piedra preciosa encerraba en sí Esopo? ¿Y Sócrates?No oyó más el sapo, y aun de todo aquello no entendió ni la mitad. Los dos amigos siguieron su paseo, y él se libró de ir a parar a un frasco con alcohol.
"Hablaban también de la piedra preciosa - pensó el sapo ¡Qué suerte que no la tenga! ¡Menudos disgustos me produciría el poseerla!."
Oyóse un castañeteo en el tejado de la granja. Era el padre cigüeña que dirigía un discurso a su familia, la cual miraba de reojo a los dos jóvenes del huerto.
- El hombre es la más presuntuosa de las criaturas - decía la cigüeña -. Fijaos cómo mueve la boca, y ni siquiera sabe castañetear como es debido. Se jactan de sus dotes oratorias, de su lenguaje. ¡Valiente lenguaje! Una sola jornada de viaje y ya no se entienden entre sí. Nosotros, con nuestra lengua, nos entendemos en todo el mundo, lo mismo en Dinamarca que en Egipto. Además de que tampoco saben volar. Para correr se sirven de un invento que llaman 
"ferrocarril," pero con frecuencia se rompen la crisma con él. Me dan escalofríos en el pico sólo de pensarlo. El mundo puede prescindir de los hombres; a nosotros no nos hacen ninguna falta. Mientras tengamos ranas y lombrices...
"Prudente discurso - pensó el sapito -. Es un gran personaje, y está tan alto como no había visto aún a nadie. ¡Y cómo nada!" - añadió al ver a la cigüeña volar por los aires con las alas desplegadas.
Y madre cigüeña se puso a contar en el nido, hablando de Egipto, de las aguas del Nilo y del cieno inolvidable que había en aquel lejano país. Al sapito le pareció todo aquello nuevo y maravilloso.
- Tendré que ir a Egipto - dijo para sí -. Si quisieran llevarme con ellos la cigüeña o uno de sus pequeños... 
Procuraría agradecérselo el día de su boda. Estoy seguro de que llegaré a Egipto; la suerte me es favorable. Este anhelo, este afán que siento, valen mucho más que tener en la cabeza una piedra preciosa.
Y justamente era aquélla la piedra preciosa: aquel eterno afán y anhelo de elevarse, de subir más y más. En su cabeza brillaba una mágica lucecita.
De repente se presentó la cigüeña. Había descubierto el sapo en la hierba, bajó volando y cogió al animalito sin muchos miramientos. El pico apretaba, el viento silbaba; no era nada agradable, pero subía arriba, hacia Egipto; de ello estaba seguro el sapo; por eso le brillaban los ojos, como si despidiesen chispas.
- ¡Croac! ¡Ay!
El cuerpo había muerto, había muerto el sapo. Pero, ¿y aquella chispa de sus ojos, dónde estaba?
Se la llevó el rayo de sol, se llevó la piedra preciosa de la cabeza del sapo. ¿Adónde?
No lo preguntes al naturalista; mejor será que te dirijas al poeta. Él te lo contará como si fuese un cuento; y figurarán en él la oruga de la col y la familia de las cigüeñas. ¡Imagínate! La oruga se transforma, se metamorfosea en una bellísima mariposa. La familia de las cigüeñas vuela por encima de montañas y mares hacia la remota África desde donde volverá por el camino más corto a su casa, la tierra danesa, al mismo lugar y el mismo tejado. Parece un cuento, y, sin embargo, es la verdad pura. Pregúntalo al naturalista; verás cómo te lo confirma. Y tú lo sabes también, pues lo has visto.
- Pero, ¿y la piedra preciosa de la cabeza del sapo?
Búscala en el Sol. Vela si puedes.00 El resplandor es demasiado vivo. Nuestros ojos no tienen aún la fuerza necesaria para mirar la magnificencia que Dios ha creado, pero un día la tendrá, y aquél será el más bello de los cuentos, pues nosotros figuraremos en él. 





 * * * FIN * * * 





 Hans Christian Andersen 





Inés del alma mía, ISABEL ALLENDE ((34))




Inés del alma mía[Document Transcript]... Entre copa y copa me asomé afuera para decirle a don Benito que enviara de inmediato un mensajero en busca de Pedro de Valdivia. La situación era muy delicada, porque De la Hoz tenía varios partidarios entre la gente descontenta y floja de nuestra expedición. Algunos soldados acusaban a Valdivia de haber usurpado la conquista de Chile al enviado de la Corona, ya que las cédulas reales de Sancho de la Hoz tenían más autoridad que el permiso dado por Pizarro. Sin embargo, De la Hoz no contaba con ningún respaldo económico, había dilapidado en España la fortuna que le tocó como parte del rescate de Atahualpa, no había podido conseguir dinero, naves ni soldados para la empresa y su palabra valía tan poco que había estado preso en el Perú por deudas y estafas. Sospeché que pretendía deshacerse de Valdivia, apoderarse de la expedición y continuar la conquista de Chile solo.
Decidí tratar a los cinco inoportunos visitantes con las mayores consideraciones, para que entraran en confianza y bajaran la guardia hasta que volviera Pedro. Por lo pronto, los atiborré de comida y en la garrafa del vino puse suficiente adormidera para tumbar a un buey, porque no quería escándalo en el campamento; lo último que convenía era tener a la gente dividida en dos bandos, como podía ocurrir si De la Hoz establecía dudas sobre la legitimidad de Valdivia. Al verme tan amable, los cinco desalmados debieron de reírse a mis espaldas, satisfechos de haber engañado con su desparpajo a una estúpida mujer, pero antes de una hora estaban tan ebrios y drogados, que no opusieron la menor resistencia cuando llegaron don Benito y los guardias a llevárselos. Al registrarlos descubrieron que cada uno de ellos llevaba un puñal con empuñadura de plata labrada, todos iguales, y entonces no cupo duda de que se trataba de una teatral conspiración para asesinar a Valdivia. Los puñales idénticos sólo podían ser idea del cobarde De la Hoz, quien así distribuía en cinco partes la responsabilidad del crimen. Nuestros capitanes querían ajusticiarlos allí mismo, pero les hice ver que una decisión tan grave sólo podía ser tomada por Pedro de Valdivia. Se requirió mucha astucia y firmeza para impedir que don Benito colgara a De la Hoz del primer árbol a su alcance.
Tres días después regresó Pedro, ya informado de la conspiración. Sin embargo, la noticia no logró agriarle el ánimo, porque había encontrado a su amigo Francisco de Aguirre, quien llevaba varias semanas esperándolo, y además traía consigo a quince hombres a caballo, diez arcabuceros, muchos indios de servicio y suficiente alimento para varios días. Con ellos nuestro contingente aumentó a ciento treinta y tantos soldados, según recuerdo; ése fue un milagro mayor que el Manantial de la Virgen.
Antes de discutir con sus capitanes el asunto de Sancho de la Hoz, Pedro se encerró conmigo para oír mi versión de lo ocurrido. A menudo se dijo que yo tenía a Pedro hechizado con encantamientos de bruja y pociones afrodisíacas, que lo atontaba en la cama con aberraciones de turca, le absorbía la potencia, le anulaba la voluntad y, en buenas cuentas, hacía lo que me daba la gana con él. Nada más lejos de la verdad. Pedro era testarudo y sabía muy bien lo que quería; nadie podía hacerle cambiar de rumbo con artes de magia o de cortesana, sólo con argumentos de la razón. No era hombre de pedir consejo abiertamente y menos a una mujer, pero en la intimidad conmigo se quedaba callado, paseándose por el cuarto, hasta que yo atinaba a ofrecer mi opinión. Procuraba dársela con cierta vaguedad, para que al final creyera que la decisión era suya. Este sistema siempre me sirvió bien. Un hombre hace lo que puede, una mujer hace lo que el hombre no puede. No me parecía acertado ajusticiar a Sancho de la Hoz, como sin duda merecía, porque estaba protegido por las cédulas reales y tenía una numerosa parentela, con conexiones en la corte de Madrid, que podía acusar a Valdivia de sedición. Mi deber era evitar que mi amante terminara en el potro de tormento o el patíbulo.
-¿Qué se hace con un traidor como éste? -masculló Pedro, paseándose como un gallo de pelea.
-Tú siempre has dicho que a los enemigos conviene tenerlos cerca, donde se los puede vigilar...
En vez de enjuiciar a los acusados de inmediato, Pedro Valdivia decidió darse tiempo para averiguar cómo estaban los ánimos entre sus soldados, recoger las pruebas de la conspiración y desenmascarar a los cómplices ocultos entre los nuestros. Sorpresivamente, dio orden a don Benito de levantar el campamento y continuar hacia el sur, llevando a sus prisioneros engrillados y muertos de miedo, todos menos el necio de Sancho de la Hoz, quien se creía por encima de la justicia y, a pesar de los hierros, seguía en su afán de ganar adeptos a su causa y de acicalarse. Exigió una india de servicio en la cárcel para almidonarle la gola, aplancharle las calzas, enrizarle el cabello, rociarle con perfume y pulirle las uñas. Los hombres recibieron mal la noticia de partir, porque estaban cómodos en ese lugar, era fresco, había agua y árboles. Don Benito les recordó a grito destemplado que las decisiones del jefe no se cuestionaban. Mal que mal, Valdivia los había conducido hasta allí con un mínimo de inconvenientes; el paso del desierto había sido un éxito, sólo habíamos perdido tres soldados, seis caballos, un perro y trece llamas. A los yanaconas que faltaban nadie los contó, pero según Catalina debían de ser unos treinta o cuarenta.
Al conocer a Francisco de Aguirre sentí de inmediato confianza en él, a pesar de su aspecto intimidante. Con el tiempo aprendí a temer su crueldad. Era un hombronazo exagerado, amigo del ruido, alto y fornido, con la carcajada siempre pronta. Bebía y comía por tres y, según me contó Pedro, era capaz de preñar a diez indias en una noche y otras diez en la noche siguiente. Han pasado muchos años y ahora Aguirre es un anciano sin escrúpulos de conciencia ni rencores, todavía lúcido y
sano, a pesar de que pasó años en los pestilentes calabozos de la Inquisición y del rey. Vive bien gracias a una merced de tierra que le cedió mi difunto marido. Sería difícil hallar a dos personas más diferentes que mi Rodrigo, bondadoso y noble, y ese Francisco de Aguirre, tan desenfrenado, pero se querían como buenos soldados en la guerra y amigos en la paz. Rodrigo no podía permitir que su compañero de peripecias terminara como mendigo por la ingratitud de la Corona y la Iglesia, por eso lo protegió hasta que se lo llevó la muerte. Aguirre, quien no tiene un rincón del cuerpo sin cicatrices de batallas, pasa sus últimos días viendo crecer el maíz de su chacra, junto a su mujer, que vino de España por amor, sus hijos y sus nietos. A los ochenta años no está derrotado, sigue imaginando aventuras y cantando las canciones pícaras de su juventud. Además de sus cinco hijos legítimos, engendró más de cien bastardos conocidos, y debe de haber otros cientos que nadie ha contabilizado. Tenía la idea de que la mejor forma de servir a su majestad en las Indias era poblándola de mestizos; llegó a decir que la solución al problema indígena era matar a todos los varones mayores de doce años, secuestrar a los niños y violar a las mujeres con paciencia y método. Pedro creía que su amigo hablaba en broma, pero yo sé que lo decía en serio. A pesar de su desaforado afán de fornicación, el único amor de su vida fue su prima hermana, con quien se casó gracias a un permiso especial del Papa, como me parece que ya conté. Ten paciencia conmigo, Isabel: a los setenta años tiendo a repetirme.
Anduvimos varios días y alcanzamos el valle de Copiapó, donde comenzaba el territorio de gobernación que le correspondía a Pedro de Valdivia. Un grito de júbilo escapó de los pechos españoles: habíamos llegado. Pedro de Valdivia reunió a la gente, se rodeó de sus capitanes, me llamó a su lado y con gran solemnidad plantó el estandarte de España y tomó posesión. Le dio el nombre de Nueva Extremadura, porque de allí provenían él, Pizarro, la mayor parte de los hidalgos de la expedición y yo. Enseguida el capellán González de Marmolejo armó un altar con su crucifijo, su copón de oro -elúnico oro que habíamos, vislumbrado en meses- y la pequeña estatua de Nuestra Señora del Socorro, convertida en nuestra patrona por la ayuda que nos prestó en el desierto. El clérigo ofició una emotiva misa de acción de gracias y todos comulgamos, con el alma henchida.
El valle estaba habitado por pueblos mezclados y sometidos al incanato, pero se hallaban tan lejos del Perú que la influencia del Inca no era opresiva. Salieron a recibirnos sus curacas con modestos regalos de comida y discursos de bienvenida, que los lenguas traducían, pero no estaban tranquilos con nuestra presencia. Las casas eran de barro y paja, más sólidas y mejor dispuestas que las chozas que habíamos visto antes. También entre estas gentes existía la costumbre de convivir con los antepasados muertos, pero esta vez los soldados se guardaron muy bien de mancillar a las momias. Descubrimos algunas aldeas recién abandonadas, pertenecientes a indios hostiles bajo las órdenes del cacique Michimalonko.
Don Benito hizo instalar el campamento en un sitio resguardado, porque temía que los nativos se tornaran más belicosos cuando comprendieran que no teníamos intención de regresar al Perú, como seis años antes hiciera la expedición de Almagro. A pesar de la necesidad que teníamos de alimentos, Valdivia prohibió saquear los ranchos habitados y molestar a los pobladores, por ver si así conseguíamos ganarlos como aliados. Don Benito había capturado a otros mensajeros que, al ser interrogados, repitieron lo que ya sabíamos: el Inca había ordenado a la población escapar con sus familias a los montes y ocultar o destruir los alimentos, cosa que hizo la mayoría de esos indígenas. Don Benito concluyó que los chilenos -como llamaba a los habitantes de Chile, sin distinción de tribu- seguro habían escondido la comida en la arena, donde era más fácil cavar. Mandó a todos los soldados, menos los de guardia, a recorrer la zona clavando espadas y lanzas en el suelo hasta hallar los entierros, y así consiguió maíz, papas, frijoles e incluso unas calabazas con chicha fermentada que yo confisqué porque serviría para ayudar a los heridos a soportar la brutalidad de las cauterizaciones.
Tan pronto el campamento estuvo listo, don Benito hizo levantar una horca y Pedro de Valdivia anunció que al día siguiente se juzgaría a Sancho de la Hoz y a los otros prisioneros. Los capitanes de probada fidelidad se reunieron en nuestra tienda en torno a la mesa, cada uno en su banqueta de suela y el jefe en su sillón. Ante el asombro general, Valdivia me hizo llamar y me señaló una silla a su lado. Me senté un poco cohibida por las miradas incrédulas de los capitanes, que jamás habían visto a una mujer en un consejo de guerra. «Ella nos salvó de la sed en el desierto y de la conspiración de los traidores, merece más que nadie participar en esta reunión», dijo Valdivia, y ninguno se atrevió a contradecirlo. Juan Gómez, al que se veía muy nervioso, porque Cecilia estaba dando a luz en ese mismo momento, colocó los cinco puñales idénticos sobre la mesa, explicó lo que había averiguado sobre el atentado y nombró a los soldados cuya lealtad estaba en duda, en especial un tal Ruiz, quien había facilitado la entrada de los conspiradores al campamento y distraído a los centinelas de nuestra tienda. Los capitanes discutieron largamente el riesgo de ejecutar a De la Hoz y al fin prevaleció la opinión de Rodrigo de Quiroga, que coincidía con la mía. Yo me guardé muy bien de abrir la boca, para que no me acusaran de ser un marimacho que dominaba a Valdivia. Vigilé que se sirviera vino en las copas, presté atención y asentí mansamente cuando habló Quiroga. Valdivia ya había tomado su decisión, pero estaba esperando que otro lo propusiera para no parecer acobardado por las cédulas reales de Sancho de la Hoz. [34]



:::::>>La tía<<:::::::



Tendrías que haber conocido a mi tía. Era encantadora. No quiero decir encantadora en el sentido que se suele dar a la palabra, sino buena y cariñosa, divertida a su modo, dispuesta siempre a charlar sobre sí misma, cuando uno tenía ganas de charlar y reírse a propósito de alguien. Sin dificultad te la imaginabas en una comedia, entre otras cosas, porque sólo vivía para el teatro y la vida de la escena. Era una mujer muy respetable, pero el agente Fabs, a quien tía llamaba Flabs, decía que estaba loca por el teatro.
- El teatro es mi escuela - afirmaba -, la fuente de mis conocimientos. En él he refrescado mi Historia Sagrada: 
"Moisés," - "José y sus hermanos"; eso son óperas. Al teatro debo mis conocimientos de Historia Universal, Geografía y Psicología. Por las obras francesas conozco la vida de París, equívoca, pero interesantísima. ¡Cómo he llorado con la "Familia Riquebourg" porque el marido ha de matarse bebiendo para que el joven amante pueda casarse con ella! Sí, he derramado muchas lágrimas en los cincuenta años que he estado abonada.
Mi tía conocía todas las obras teatrales, todos los decorados, todos los personajes que salían o habían salido a escena. Puede decirse que sólo vivía durante los nueves meses de la temporada. El verano, sin teatro, era para ella un tiempo vacío, que sólo servía para envejecer, mientras que una sola noche de espectáculo alargada hasta la madrugada, constituía una verdadera prolongación de su vida. No decía, como tantas otras personas: "Ya viene la primavera; ha llegado la cigüeña," o bien "ya están en el mercado las primeras fresas." Lo que ella anunciaba era la proximidad del otoño: "¿Ha visto que ya se ha abierto el abono a los palcos? Van a empezar las representaciones."
Estimaba la situación de una vivienda sólo por la distancia a que se encontraba del teatro. Vivió durante muchos tiempo en una calleja de detrás de la sala de espectáculos, y tuvo un gran disgusto cuando se vio obligada a trasladarse a otra calle.
- En casa quiero que mi ventana sea mi palco. No puede una permanecer sentada y encerrada en sí misma. Necesito ver a la gente. Ahora vivo como si me hubiese trasladado al campo. Si quiero ver gente, he de ir a la cocina a sentarme en el vertedero; sólo allí tengo a alguien delante. En cambio, cuando vivía en el callejón veía el interior de la tienda de telas y sólo estaba a trescientos pasos del teatro, mientras que ahora me separan de él tres mil, y de soldado. A veces la tía se sentía enferma, pero muy mal tenía que estar para perderse una comedia. Una vez el médico le ordenó que se pusiera una cataplasma en las plantas de los pies. Ella lo hizo, pero se fue al teatro en coche y siguió la función con la cataplasma en su sitio. Morir en el teatro, ésta hubiera sido su ilusión. Thorwaldsen murió en el teatro. A eso le llamaba ella una "muerte venturosa."
No podía imaginar un cielo sin teatro. Cierto que nada de ello se dice en los libros sagrados, pero todos esos excelentes actores y actrices que nos han precedido, en algo tendrán que ocuparse en la eternidad.
Mi tía tenía su hilo telegráfico desde el teatro a su casa; el telegrama llegaba cada domingo a la hora del café. Este hilo telegráfico ,era el "tramoyista señor Sivertsen," el encargado de dar las señales de subir y bajar el telón, de colocar o retirar los decorados y cortinas. Él le anticipaba una breve explicación del argumento y circunstancias de la obra. A "La Tempestad," de Shakespeare, la llamaba la "maldita pieza." - "Hay tanto y tanto que cambiar, y desde la primera escena está uno metido en agua." Quería decir, desde luego, que había que poner en primer término las "olas rodantes." En cambio, cuando la decoración no variaba en los cinco actos, el hombre decía que era una obra razonable y bien escrita, una obra tranquila, que discurre sola, sin complicaciones escenográficas.
En aquellos tiempos, como decía la tía hablando de treinta años atrás, ella y el mentado señor Sivertsen eran jóvenes. El hombre trabajaba ya de tramoyista, y ella lo llamaba su "bienhechor." Entonces era costumbre, en la función nocturna que se daba en el único y espacioso teatro de la ciudad, admitir espectadores en el telar, y todos los ayudantes tramoyistas disponían de dos o tres entradas gratuitas. Con frecuencia se llenaba aquel lugar de gente muy distinguida. Decíase que allí habían estado incluso generales y esposas de consejeros. Era muy interesante presenciar el espectáculo desde lo alto de los bastidores y ver moverse a los cómicos cuando había bajado el telón.
Mi tía estuvo allí varias veces viendo tragedias y "ballets," pues cuanto más personajes participaban en una obra, tanto más le interesaba verla desde el telar. Allá arriba se estaba casi a oscuras, y la mayoría de los concurrentes se traían la cena. Una vez cayeron tres manzanas y un bocadillo de salchichón precisamente en el calabozo de Ugolino, aquel infeliz condenado a morir de hambre, lo cual provocó una carcajada general en el público. Aquel salchichón fue uno de los principales motivos que indujeron a la dirección a suprimir los puestos del telar.
- Pero yo estuve treinta y siete veces - decía la tía -, y eso nunca dejaré de agradecérselo al señor Sivertsen. Justamente la última noche que se permitió la entrada al telar se representaba el "Juicio de Salomón"; la tía se acordaba muy bien. Por mediación de su benefactor, el señor Sivertsen, había procurado una entrada al agente Fabs, a pesar de que no se lo merecía, porque continuamente se burlaba del teatro y gastaba bromas a la tía. No obstante, ella le había conseguido un puesto. El hombre deseaba ver la comedia "del revés," tales habían sido sus palabras, muy propias de él, como decía la tía.
Vio "El Juicio de Salomón" desde arriba y se durmió como si viniera de un gran banquete y hubiera brindado de lo lindo. Quedóse, pues, dormido y encerrado, y se pasó la noche durmiendo en el teatro. Luego explicó sus experiencias, pero la tía se negó a creerlo. Según dijo, una vez terminado "El Juicio de Salomón," cuando todas las luces estaban apagadas y el público se había marchado, entonces empezó la verdadera comedia, el sainete, que fue lo mejor de la velada. ¡Cómo se animó todo! No era ya el "Juicio de Salomón" lo que se representaba, sino el "Juicio final." Y el agente Fabs tuvo la frescura de pretender que la tía se tragase aquello; ésas fueron las gracias por haberle procurado una entrada gratis. Lo que contó el agente tenía su gracia, pero enturbiada por un fondo de malicia y de burla.
- Desde arriba todo se veía oscuro - dijo el agente -. Pero luego empezó el hechizo, la gran representación: "El Juicio final en escena." Los acomodadores se presentaron en las puertas, y todos los espectadores hubieron de exhibir su certificado de conducta, a la vista del cual se decidía si entrarían con las manos libres o atadas, con mordaza o sin ella. Los caballeros y damas que llegaban una vez empezada la función, así como los jóvenes que nunca sabían ser puntuales, fueron atados fuera de la sala y se les pusieron zapatillas de fieltro; con ellas y con una mordaza se les permitiría entrar antes de que comenzase el siguiente acto. Y entonces se representa el Juicio final.
- ¡Pura bellaquería! - dijo la tía -. Que Dios no se la tome en cuenta.
El pintor, si quería subir al cielo, tenía que subir por una escalera pintada por él mismo y en la que no se sostenía un pie humano. Era un pecado contra la perspectiva. Todos los edificios y plantas que el tramoyista había situado con gran sudor y esfuerzo en países que no les correspondían, hubo de trasladarlos el pobre hombre a los lugares debidos, y eso antes de que cantara el gallo, si quería entrar en el cielo. Mejor haría el señor Fabs en preocuparse de que lo dejaran entrar a él, en lugar de contar tantos chismes de los personajes de la tragedia y de la comedia, del canto y del baile. No era digno de ir al telar, y la tía no repetiría nunca sus palabras. Fabs decía que lo había anotado todo, pero que no lo imprimirían hasta que estuviese muerto y enterrado, pues no quería que lo desollaran vivo.
Una sola vez pasó la tía un gran miedo y angustia en su templo de la bienaventuranza. Fue un día de invierno, uno de esos días en que no hay más que dos horas de luz bajo el cielo gris. El frío era horrible, con una ventisca atroz; pero la tía no pudo faltar a la función. Representaban "Hermann von Unna," con una breve ópera y un "ballet"; un prólogo y un epílogo; la cosa terminaría tarde. La tía pidió prestados a su patrona unos zapatos de piel: piel por fuera y por dentro, que le subían hasta las pantorrillas.
Llegó a la sala, entró en su palco; los zapatos eran calientes, y no se los quitó. De pronto se oyó la voz de "¡fuego!." Salía humo de uno de los bastidores y bajaba del telar. Originóse una alarma espantosa; la gente se echó a correr hacia las puertas, y la tía se quedó la última en el palco.
- Segunda fila izquierda, desde allí es de donde mejor se ven las decoraciones - decía -; las colocan de manera que produzcan el mejor efecto vistas desde el palco real.
La tía quiso salir, pero los que la precedían, en su miedo y atolondramiento habían dejado cerrarse la puerta. Y allí quedó la mujer sin poder ir hacia fuera ni hacia dentro, es decir, que tampoco podía pasar al palco vecino, pues la mampara intermedia era demasiado alta. Gritó, pero no la oyeron; miró a la fila inferior de palcos; estaba desierta, era baja, y la separaba de ella muy poca distancia. El terror la volvió joven y ágil; se dispuso a saltar, puso una pierna encima de la barandilla, la otra sobre el banco y allí se quedó a horcajadas, con el vestido de flores y una pierna tambaleándose, calzada con el enorme zapato de piel. ¡Un espectáculo digno de ver! Al final la vieron y la oyeron, y se salvó del fuego, que, por lo demás, no pasó a mayores.
Aquella noche fue la más memorable de su vida; y estaba contenta de no haberse visto a sí misma, pues se habría muerto de vergüenza.
Su protector, el señor Sivertsen, acudía a su casa con toda regularidad los domingos. Pero de domingo a domingo van muchos días, y se estableció la costumbre de que a mitad de semana una niña iba "para los restos," o sea, para comer lo que había sobrado de la comida del domingo. Era una muchacha del "ballet," que pasaba bastante hambre y actuaba de duendecillo o de paje. Su papel más difícil era el de pata trasera del león en la "Flauta encantada"; poco a poco fue ascendiendo hasta el de pata delantera, por lo que cobraba no más de tres marcos, mientras que por las traseras pagaban un escudo, pero en cambio el actor tenía que andar encorvado y no respiraba aire puro. Saber todo eso resultaba muy interesante, en opinión de la tía.
Valía la pena vivir mientras existiese el teatro, pero no le fue concedido este privilegio. Ni tampoco el de morir en el teatro, sino que cerró los ojos digna y decentemente en su propio lecho. Sin embargo, sus últimas palabras fueron muy significativas, pues preguntó:
- ¿Qué representan mañana?
A su muerte dejó unos quinientos escudos; lo deducimos de los intereses, que se elevaban a veinte escudos. La tía los había dejado en herencia a una respetable solterona sin familia, a condición de invertirlos en el abono anual a una butaca de la segunda fila izquierda y en funciones de sábado noche, que era cuando se daban las mejores obras. Una sola obligación se estipulaba para la heredera: que cada sábado por la noche recordase a la tía que reposaba en la sepultura.
Tal era la religión de mi tía. 




 * * * FIN * * * 




 Hans Christian Andersen 




lunes, diciembre 23, 2013

Inés del alma mía, ISABEL ALLENDE ((33))




Inés del alma mía[Document Transcript]... ¡Qué largo y arduo el camino del desierto! ¡Qué lento y fatigoso el paso! ¡Qué caliente la soledad! Transcurrían los días largos, iguales, en una sequedad infinita, un paisaje yermo de tierra áspera y piedra dura, oloroso a polvo quemado y ceniza de espino, pintado de colores encendidos por la mano de Dios. Según don Benito, esos colores eran minerales escondidos y, por lo mismo, resultaba una burla diabólica que ninguno fuese oro o plata. Pedro y yo avanzábamos a pie horas y horas, conduciendo a nuestros caballos por las bridas, para no cansarlos. Hablábamos poco, porque teníamos la garganta ardiente y los labios resecos, pero estábamos juntos y cada paso nos unía más, nos conducía tierra adentro, al sueño que habíamos soñado juntos y que tantos sacrificios costaba: Chile. Yo me protegía con un sombrero de ala ancha, un trapo sobre la cara, con dos huecos para los ojos, y otros trapos amarrados en las manos, porque no disponía de guantes y el sol me las desollaba. Los soldados no aguantaban las
armaduras calientes, que llevaban a la rastra. La larga hilera de indios avanzaba despacio, en silencio, mal vigilada por los negros cabizbajos, tan desanimados que no alzaban los látigos. Para los cargadores el camino era mil veces peor que para nosotros; estaban acostumbrados a pasar trabajos y comer poco, a trotar cerro arriba y cerro abajo, impulsados por la energía misteriosa de las hojas de coca, pero no soportaban la sed. Nuestra desesperación aumentaba a medida que pasaban los días sin dar con un pozo sano, los únicos que encontramos habían sido contaminados con cadáveres de animales por los sigilosos indios chilenos. Algunos yanaconas bebieron el agua putrefacta y murieron retorciéndose, con las tripas al fuego.
Cuando creímos que habíamos alcanzado el límite de nuestras fuerzas, el color de las montañas y del suelo cambió. El aire se detuvo, el cielo se volvió blanco y desapareció toda forma de vida, desde los abrojos hasta las aves solitarias que antes solían verse: habíamos entrado al temible Despoblado. Apenas surgía la primera luz del alba nos poníamos en marcha, porque más tarde el sol no permitía avanzar. Pedro había decidido que cuanto más rápido fuese el viaje, menos vidas perderíamos, aunque el esfuerzo de dar cada paso era desmedido. Descansábamos en las horas más calientes, tirados sobre ese mar de arena calcinada, con un sol de plomo derretido sobre nosotros, en un ámbito muerto. Volvíamos a andar a eso de las cinco de la tarde, hasta que caía la noche y no se podía seguir en la densa oscuridad. Era un paisaje áspero, de inmensa crueldad. Carecíamos de ánimo para armar las tiendas y organizar los campamentos sólo por unas horas. No había peligro de ser atacados por enemigos, nadie vivía ni se aventuraba en esas soledades. En la noche, la temperatura cambiaba bruscamente, del calor insoportable del día pasábamos a un frío glacial. Cada uno se echaba donde podía, tiritando, sin hacer caso de las instrucciones de don Benito, el único que insistía en la disciplina. Pedro y yo, abrazados entre nuestros caballos, procurábamos infundirnos calor. Estábamos muy fatigados. No nos acordamos de hacer el amor en las semanas que duró esa parte del viaje. La abstinencia nos dio oportunidad de conocer a fondo nuestras flaquezas y cultivar una ternura que antes yacía sofocada por la pasión. Lo más admirable de ese hombre es que jamás dudó de su misión: poblar Chile con castellanos y evangelizar a los indios. Nunca creyó que moriríamos asados en el desierto, como decían los demás; no le tembló la voluntad
A pesar del severo racionamiento impuesto por don Benito, llegó un día en que el agua se terminó. Para entonces estábamos enfermos de sed, teníamos la garganta desollada por la arena, la lengua hinchada, los labios llagados. De pronto nos parecía escuchar el sonido de una cascada y ver una laguna cristalina rodeada de helechos. Los capitanes debían retener a la fuerza a los hombres para que no perecieran arrastrándose en la arena tras un espejismo. Algunos soldados bebían la propia orina y la de los caballos, que era muy poca y muy oscura; otros, enloquecidos, se abalanzaban sobre los yanaconas para arrebatarles las últimas gotas que les quedaban en sus odres de patas. Si Valdivia no impone orden con castigos ejemplares, creo que los hubieran matado para chuparles la sangre. Esa noche vino de nuevo a visitarme Juan de Málaga,
alumbrado por la clara luna. Se lo señalé a Pedro, pero no pudo verlo y creyó que yo alucinaba. Mi marido lucía muy mal, sus andrajos estaban encostrados de sangre seca y polvo sideral, tenía una expresión desesperada, como si también sus pobres huesos padecieran de sed.
Al día siguiente, cuando ya nos dábamos por perdidos sin remedio, un extraño reptil pasó corriendo entre mis pies. En muchos días no habíamos visto otra forma de vida que la nuestra, ni siquiera los abrojos que abundaban en otros trechos del desierto. Tal vez se trataba de una salamandra, ese lagarto que vive en el fuego. Concluí que por muy diabólico que fuese el animalejo, de vez en cuando necesitaría un sorbo de agua. «Ahora nos toca a nosotras, Virgencita», le advertí entonces a Nuestra Señora del Socorro. Saqué la varilla de árbol que llevaba en mi equipaje y me puse a rezar. Era la hora del mediodía, cuando la multitud de gente y animales sedientos descansaba. Llamé a Catalina, para que me acompañara, y las dos echamos a andar despacio, protegidas por una sombrilla, yo con un avemaría en los labios y ella con sus invocaciones en quechua. Caminamos un buen rato, tal vez una hora, en círculos cada vez más grandes, cubriendo más y más terreno. Don Benito creyó que la sed me había hecho perder el juicio y, agotado como estaba, le pidió a uno más joven y fuerte, a Rodrigo de Quiroga, que fuera a buscarme.
-¡Por el amor de Dios, señora! -me suplicó el oficial con la poca voz que lequedaba-. Venid a descansar. Os haremos sombra con una tela...
-Capitán, id a decirle a don Benito que me mande gente con picos y palas -lointerrumpí.
-¿Picos y palas? -repitió, atónito.
-Y decidle, por favor, que me traiga también unas tinajas y varios soldados armados.
Rodrigo de Quiroga partió a avisar a don Benito de que yo estaba mucho peor de lo que suponían, pero Valdivia lo oyó y, lleno de esperanza, le ordenó al maestre de campo que me facilitara lo que pedía. Poco después había seis indios cavando un hoyo. Los indios resisten la sed menos que nosotros y estaban tan secos por dentro que apenas podían con las palas y los picos, pero el terreno era blando y lograron cavar un hueco de vara y media de profundidad. Al fondo la arena estaba oscura. De repente, uno de los indios profirió un grito ronco y vimos que empezaba a juntarse agua, primero sólo una leve humedad, como sudor de la tierra, pero al cabo de dos o tres minutos ya había una pequeña charca. Pedro, que no se había movido de mi lado, mandó a los soldados defender el hoyo con sus vidas, porque temió, y con razón, el fiero asalto de mil hombres desesperados por unas gotas del líquido. Le aseguré que habría para todos, siempre que bebiéramos en orden. Así fue. Don Benito pasó el resto del día distribuyendo una taza de agua por cabeza, luego Rodrigo de Quiroga pasó la noche con varios soldados dando de beber a los animales y llenando los barriles y los odres de los indios. El agua surgía con ímpetu; era turbia y tenía un sabor metálico, pero a nosotros nos pareció tan fresca como la de las fuentes de Sevilla. La gente lo
atribuyó a un milagro y llamaron al pozo Manantial de la Virgen, en honor a Nuestra Señora del Socorro. Montamos el campamento y nos quedamos en ese lugar tres días, saciando la sed, y cuando continuamos la marcha todavía corría un tenue arroyo sobre la calcinada superficie del desierto.
-Este milagro no es de la Virgen, sino tuyo, Inés -me dijo Pedro, muyimpresionado-. Gracias a ti atravesaremos este infierno sanos y salvos.
-Sólo puedo encontrar agua donde la hay, Pedro, no puedo hacerla brotar. No sé si habrá otra fuente más adelante, y, en cualquier caso, no será tan abundante.
Valdivia ordenó que me adelantara media jornada, para ir tanteando el terreno en busca de agua, protegida por un destacamento de soldados, con cuarenta indios auxiliares y veinte llamas para cargar las tinajas. El resto de la gente seguiría en grupos, separados por varias horas, para que no se abalanzaran en tropel a beber en caso de que ubicáramos pozos. Don Benito designó a Rodrigo de Quiroga jefe del grupo que me acompañaba, porque en poco tiempo el joven capitán se había ganado su absoluta confianza. Además, era quien tenía mejor vista; sus grandes ojos castaños podían ver hasta lo que no existía. Si hubiese habido peligro en el alucinante horizonte del desierto, él lo habría descubierto antes que nadie, pero no lo hubo. Hallé varias fuentes de agua, ninguna tan abundante como la primera, pero suficientes para sobrevivir durante la travesía del Despoblado. Un día cambió de nuevo el color del suelo y pasaron dos aves volando. Cuando terminamos de atravesar el desierto saqué la cuenta de que habíamos viajado casi cinco meses desde la salida del Cuzco. Valdivia decidió acampar y esperar, porque tenía noticias de que su amigo del alma, Francisco de Aguirre, podría juntarse con él en esa región. Nos espiaban indios hostiles en la distancia, sin acercarse. Una vez más pude instalarme en la elegante tienda que nos dio Pizarro. Cubrí el suelo de mantas peruanas y cojines, saqué la vajilla de loza de los baúles, para no seguir comiendo en escudillas de madera, y mandé construir un horno de barro para cocinar como es debido, ya que llevábamos dos meses comiendo cereales y carne seca. En la habitación grande de la tienda, que Valdivia usaba de cuartel general y sala de audiencia y justicia, coloqué su sillón y unos taburetes de suela para los visitantes, que llegaban a horas imprevistas. Catalina pasaba el día recorriendo el campamento, como una sombra sigilosa, para traerme noticias. Nada sucedía entre españoles o yanaconas que yo no supiera. A menudo venían los capitanes a cenar y solían llevarse la desagradable sorpresa de que Valdivia me invitaba a sentarme con ellos a la mesa. Es posible que ninguno hubiese comido con una mujer en su vida, eso no se usa en España, pero aquí las costumbres son más relajadas. Nos alumbrábamos con bujías y lámparas de aceite y nos calentábamos con dos grandes braseros peruanos, porque hacía frío en las noches. González de Marmolejo, que además de fraile era bachiller, nos explicó por qué las estaciones están cambiadas y cuando es invierno en España es verano en
Chile y a la inversa, pero nadie lo entendió y seguimos pensando que en el Nuevo Mundo las leyes de la Naturaleza están desquiciadas. En la otra pieza de la tienda Pedro y yo teníamos la cama, un escritorio, mi altar, nuestros baúles y la batea para el baño, que no se había usado en mucho tiempo. A Pedro le había disminuido el temor al baño y de vez en cuando aceptaba meterse en la batea y que yo lo enjabonara, pero siempre prefería lavarse a medias con un trapo mojado. Fueron días muy buenos, en los que volvimos a ser los enamorados que fuimos en el Cuzco. Antes de hacer el amor le gustaba leerme sus libros favoritos en voz alta. Él no sabía, porque yo deseaba darle una sorpresa, que el clérigo González de Marmolejo me estaba enseñando a leer y escribir.
Unos días después Pedro partió con algunos de sus hombres a recorrer la región en busca de Francisco de Aguirre y a ver si podía parlamentar con los indios. Era el único que creía posible entenderse con ellos. Aproveché su ausencia para darme un baño y lavarme el cabello con quillay, una corteza de árbol chileno que mata los piojos y mantiene el pelo sedoso y sin canas hasta la tumba. Conmigo no dio ese resultado, porque lo he usado siempre y tengo la cabeza blanca; bueno, por lo menos no estoy medio calva, como tantas otras personas de mi edad. De tanto caminar y cabalgar, me dolía la espalda, y una de mis indias me dio una friega con un bálsamo de peumo, preparado por Catalina. Me acosté muy aliviada, con Baltasar a los pies. El perro tenía diez meses y todavía era muy juguetón, pero había alcanzado buen tamaño y se podía adivinar su temple de guardián. Por una vez no me atormentó el insomnio y me dormí pronto.
Pasada la medianoche me despertaron los sordos gruñidos de Baltasar. Me senté en la cama, tanteando en la oscuridad con una mano en busca de un chal para cubrirme y sujetando con la otra al perro. Entonces sentí un ruido ahogado en la otra sala y no tuve duda de que había alguien allí. Primero pensé que Pedro había vuelto, porque los centinelas de la puerta no habrían dejado entrar a nadie mas, pero la actitud del perro me puso sobre alerta. No había tiempo de encender una lámpara.
-¿Quién va? -grité, asustada.
Hubo una pausa tensa y enseguida alguien llamó en la oscuridad a Pedro de Valdivia.
-No se encuentra aquí. ¿Quién lo busca? -pregunté, ahora con voz airada.-Disculpad, señora, soy Sancho de la Hoz, leal servidor del capitán general. Me
ha tomado mucho tiempo llegar hasta aquí y deseo saludarlo.
-¿Sancho de la Hoz? ¿Cómo os atrevéis, caballero, a entrar en mi tienda en mitad de la noche? -exclamé.
Para entonces Baltasar ladraba a rabiar, lo que alertó a los guardias. En cosa de minutos acudieron don Benito, 
Quiroga, Juan Gómez y otros, con luces y sables desenvainados, para hallar en mi habitación no sólo al insolente De la Hoz, sino a otros cuatro hombres que lo acompañaban. La primera reacción de los míos fue arrestarlos de inmediato, pero los convencí de que se trataba de un malentendido. Les rogué que
se retiraran y ordené a Catalina que improvisara algo de comer para los recién llegados, mientras me vestía deprisa. De mi propia mano les escancié vino y les serví la cena con la debida hospitalidad, muy atenta a lo que quisieron contarme de las penurias de su viaje. [33]



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