Inés del alma mía[Document Transcript]...
Y los diez tenaces españoles, seguidos de los yanaconas que quedaban en pie, se
lanzaron a luchar y morir de frente, las espadas en alto y el apóstol Santiago en los
labios. En pocos minutos, ocho soldados fueron arrancados de sus cabalgaduras con
boleadoras y lazos, arrastrados por el suelo y aniquilados por centenares de mapuche.
Sólo Pedro de Valdivia, un fraile y un fiel yanacona pudieron romper el cerco y huir
por la única vía abierta ante ellos, las demás estaban bloqueadas por el enemigo.
Escondido en el fuerte había otro yanacona que soportó la humareda del incendio
debajo de un montón de escombros y logró escapar con vida dos días más tarde,
cuando ya los mapuche se habían retirado. El sendero abierto ante Valdivia había sido
hábilmente dispuesto por Lautaro. Era un callejón sin salida, que conducía por el
bosque oscuro a una ciénaga, donde las patas de los caballos se empantanaron, tal
como Lautaro había calculado. Los fugitivos no podían retroceder porque tenían al
enemigo a sus espaldas. En la luz de la tarde vieron salir de los matorrales a cientos
de indígenas, mientras ellos se hundían irremisiblemente en aquel lodo podrido, del
que se desprendía un hálito sulfuroso de infierno. Antes de que el pantano se los
tragara, los mapuche los rescataron, porque no era así como planeaban darles fin.
Al verse perdido, Valdivia quiso negociar su libertad con el enemigo,
prometiendo que abandonaría las ciudades fundadas en el sur, los españoles se irían
de la Araucanía para siempre y además les daría ovejas y otros bienes. El yanacona
debió traducir, pero antes de que alcanzara a terminar los indios se le fueron encima
y lo mataron. Habían aprendido a despreciar las promesas de los huincas. Al fraile,
quien había formado una cruz con dos palos y pretendía dar la extremaunción al
yanacona, como antes se la había dado al gobernador, le destrozaron el cráneo de un mazazo. Y entonces comenzó el martirio de Pedro de Valdivia, el más odiado enemigo,
la encarnación de todos los abusos y crueldades infligidas al pueblo mapuche. No
habían olvidado los miles de muertos, los hombres quemados, las mujeres violadas, los
niños reventados, los centenares de manos que se llevó el río, los pies y las narices
cercenados, los látigos, las cadenas y los perros.
Obligaron al cautivo a presenciar el suplicio de los yanaconas sobrevivientes de
Tucapel y la profanación de los cadáveres de los españoles. Lo arrastraron del cabello,
desnudo, hacia el rancherío donde aguardaba Lautaro. En el trayecto, las piedras y
ramas filudas del bosque le rompieron la piel, y cuando lo depositaron a los pies del
ñidoltoqui era un guiñapo cubierto de barro y sangre. Lautaro ordenó que le dieran de
beber, para que despertara del desmayo, y lo ataran a un poste. Como simbólica burla,
quebró en dos la espada toledana, inseparable compañera de Pedro de Valdivia, y la
plantó en tierra a los pies del prisionero. Una vez que éste se repuso lo suficiente
para abrir los ojos y darse cuenta de dónde estaba, se encontró frente a frente con
su antiguo criado.
-¡Felipe! -exclamó, esperanzado, porque al menos era una cara conocida y podría
hablarle en castellano.
Lautaro le clavó los ojos, con infinito desprecio.
-¿No me reconoces, Felipe? Soy el Taita -insistió el cautivo.
Lautaro lo escupió en el rostro. Había esperado ese momento durante veintidós
años.
A una orden del ñidoltoqui los mapuche, enardecidos, desfilaron ante Pedro de
Valdivia con afiladas conchas de almeja, sacándole bocados del cuerpo. Hicieron un
fuego y con las mismas conchas le arrancaron los músculos de los brazos y las piernas,
los asaron y se los comieron delante de él. Esta macabra orgía duró tres noches y dos
días, sin que la madre Muerte socorriese al infeliz cautivo. Por fin, al amanecer del
tercer día, al ver Lautaro que Valdivia se moría, le vertió oro derretido en la boca,
para que se hartase del metal que tanto le gustaba y tanto sufrimiento causaba a los
indios en las minas.
¡Ay, qué dolor, qué dolor! Estos recuerdos son un lanzazo aquí, en medio del
pecho. ¿Qué hora es, hija? ¿Por qué se fue la luz? Las horas han retrocedido, debe de
ser de nuevo el alba. Creo que será el amanecer para siempre...
Nunca se encontraron los restos de Pedro de Valdivia. Dicen que los mapuche
devoraron su cuerpo en un rito improvisado, que hicieron flautas con sus huesos y que
su cráneo sirve hasta hoy como recipiente para el muday de los toquis. Me preguntas,
hija, por qué me aferro a la terrible versión de la criada de Cecilia, en vez de la otra,
más misericordiosa, de que Valdivia fue ejecutado de un garrotazo en la cabeza, como
escribió el poeta y como era la costumbre entre los indios del sur. Te lo diré. Durante
esos tres días aciagos de diciembre de 1553 estuve muy enferma. Fue como si mi alma
supiera lo que mi mente aún ignoraba. Imágenes horrendas pasaban ante mis ojos,
como en una pesadilla de la que no lograba despertar. Me parecía ver dentro de mi casa los cestos llenos de manos y narices amputadas, en mi patio a los indios cargados
de cadenas y aquellos que fueron empalados; el aire olía a carne humana chamuscada y
la brisa de la noche me traía chasquidos de latigazos. Esta conquista ha costado
inmensos padecimientos... Nadie puede perdonar tanta crueldad, y menos los mapuche,
que jamás olvidan las ofensas, tal como no olvidan los favores recibidos. Me
atormentaban los recuerdos, estaba como poseída por un demonio. Ya sabes, Isabel,
que salvo algunos sobresaltos del corazón he sido siempre sana, con el favor de Dios,
así es que no tengo otra explicación para la enfermedad que me aquejó en esos días.
Mientras Pedro soportaba su horrendo fin, a la distancia mi alma lo acompañaba y
lloraba por él y por todas las víctimas de esos años. Caí postrada, con vómitos tan
intensos y fiebres tan ardientes, que temieron por mi vida. En mi delirio oía con
claridad los alaridos de Pedro de Valdivia y su voz despidiéndose de mí por última vez:
«Adiós, Inés del alma mía...».
[82][The End]
...
...
Como vaso de cristal fino
fácil de romper en mil pedazos
así ve Jesús nuestras almas
delicadas como el paño mas fino
como la mas pura seda
tan fácil de dañar en un momento
una palabra dicha sin amor
como, vasos de cristal fino
somos tu y yo
Pilar Remón
...
,,,
Inés del alma mía[Document Transcript]...
Por primera vez desde la muerte de Rodrigo, anoche pude descansar durante
varias horas. En la duermevela del amanecer sentí una opresión en el pecho que me
aplastaba el corazón y me dificultaba respirar, pero no sentí angustia, sino gran
sosiego y dicha, porque comprendí que era el brazo de Rodrigo, que dormía a mi lado,
como en los mejores tiempos. Permanecí inmóvil, con los ojos cerrados, agradecida de
ese dulce peso. Deseaba preguntarle a mi marido si había venido por fin a buscarme,
decirle que me hizo muy feliz durante los treinta años que compartimos y que sólo
lamenté sus largas ausencias de guerrero. Pero temí que al hablarle desapareciera; en
estos meses de soledad he comprobado cuán tímidos son los espíritus. Con la primera
luz de la mañana, que se coló por las ranuras de los postigos, Rodrigo se retiró de mi
lado, dejando la huella de su brazo sobre mí y su olor en la almohada. Cuando llegaron
las criadas ya no había rastro de él en la habitación. A pesar de la dicha que esa
inesperada noche de amor me dio, parece que amanecí con mal semblante, porque las
mujeres fueron a llamarte, Isabel. No estoy enferma, hija, nada me duele, me siento
mejor que nunca, así es que no me mires con esa cara de funeral; pero me quedaré
acostada un rato más, porque tengo frío. Si no te importa, me gustaría aprovechar
para dictarte.
Como sabes, Juan Gómez salió con vida de aquella prueba, aunque demoró meses
en reponerse de las heridas infectadas. Abandonó la idea del oro, regresó a Santiago
y todavía vive con su espléndida mujer, quien ya debe de tener unos sesenta años,
pero está igual que a los treinta, sin arrugas ni canas, no sé si por milagro o
hechicería. Ese diciembre fatídico fue el comienzo de la insurrección de los mapuche,
una guerra sin cuartel que no ha cesado en cuarenta años y no tiene para cuándo
terminar; mientras quede un solo indio y un solo español vivos, correrá sangre. Debería
odiarlos, Isabel, pero no puedo. Son mis enemigos, pero los admiro; si yo estuviese en
su lugar, moriría luchando por mi tierra, como mueren ellos.
Llevo varios días evitando el momento de relatar el fin de Pedro de Valdivia.
Durante veintisiete años he procurado no pensar en eso, pero supongo que ha llegado
la hora de hacerlo. Quisiera creer la versión menos cruel, que Pedro se batió hasta
ser derribado de un mazazo en la cabeza, pero Cecilia me ayudó a descubrir la verdad.
Sólo un yanacona logró escapar al desastre de Tucapel para contar lo ocurrido ese día
de Navidad, pero él nada sabía de la suerte del gobernador. Dos meses más tarde,
Cecilia vino a verme y me dijo que una muchacha mapuche, recién llegada de la
Araucanía, estaba sirviendo en su casa. Cecilia estaba enterada de que la india, quien
no hablaba ni una palabra de castellano, había sido encontrada cerca de Tucapel. Una vez más, el mapudungu aprendido de Felipe -ahora Lautaro- me fue útil. Cecilia me la
trajo y pude hablar con ella. Era una joven de unos dieciocho años, baja, delicada de
facciones, fuerte de espaldas. Como no entendía nuestro idioma, parecía lerda, pero
cuando le hablé en mapudungu comprendí que era habilísima. Esto es lo que pude
averiguar por el yanacona que sobrevivió en Tucapel y lo que esa mapuche, quien
estuvo presente en la ejecución de Pedro de Valdivia, me contó.
El gobernador se hallaba en las ruinas del fuerte, luchando a la desesperada con
un puñado de valientes contra miles de mapuche, que se renovaban en frescos
escuadrones, mientras ellos no podían dar descanso a las espadas. Transcurrió el día
entero lidiando. Al atardecer, Valdivia perdió la esperanza de que Juan Gómez
acudiera con refuerzos. Su gente estaba extenuada, los caballos sangraban tanto
como los hombres y por las colinas ascendían obstinadamente nuevos destacamentos
enemigos.
-Señores, ¿qué hacemos? -preguntó Valdivia a los nueve hombres que quedaban
en pie.
-¿Qué quiere vuestra merced que hagamos, sino que luchemos y muramos? -
replicó uno de los soldados.
-¡Entonces, hagámoslo con honra, señores![81]
...
...
Quiero caminar contigo
a través de las montanas mas altas
de los valles mas profundos
por los senderos que van marcando la vida
Quiero conversar contigo
contarte todas mis cosas
abrir para Ti mi alma
que no haya ningún secreto
que yo te pueda ocultar
Caminaremos unidos
hablaremos sin cesar
y con el paso de los años
mi amor por Ti ira creciendo
y aprenderé a descansar.
Pilar Remón