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sábado, julio 13, 2013

LOS CUENTOS DE EVA LUNA ISABEL ALLENDE ((37))




Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 37 REGALO PARA UNA NOVIA Horacio Fortunato había alcanzado los cuarenta y seis años cuando entró en su vida la judía escuálida que estuvo a punto de cambiarle sus hábitos de truhán y destrozarle la fanfarronería. Era de raza de gente de circo, de esos que nacen con huesos de goma y una habilidad natural para dar saltos mortales y a la edad en que otras criaturas se arrastran como gusanos, ellos se cuelgan del trapecio cabeza abajo y le cepillan la dentadura al león. Antes de que su padre lo convirtiera en una empresa seria, en vez de la humorada que hasta entonces había sido, el Circo Fortunato pasó por más penas que glorias. En algunas épocas de catástrofe o desorden, la compañía se reducía a dos o tres miembros del clan deambulando por los caminos en un destartalado carromato, con una carpa rotosa que levantaban en pueblos de lástima. El abuelo de Horacio cargó solo con el peso de todo el espectáculo durante años; caminaba en la cuerda floja, hacía malabarismos con antorchas encendidas, tragaba sables toledanos, extraía tanto naranjas como serpientes de un sombrero de copa y bailaba gracioso minué con su única compañera, una mona ataviada de miriñaque y sombrero emplumado. Pero el abuelo logró sobreponerse al infortunio y mientras muchos otros circos sucumbieron vencidos por otras diversiones modernas, él salvó el suyo y al final de su vida pudo retirarse al sur del continente a cultivar un huerto de espárragos y fresas, dejándole una empresa sin deudas a su hijo Fortunato. Este hombre carecía de la humildad de su padre y no era proclive a los equilibrios en la cuerda o a las piruetas con un chimpancé, pero en cambio estaba dotado de una firme prudencia de comerciante. Bajo su dirección el circo creció en tamaño y prestigio, hasta convertirse en el más grande del país. Tres carpas monumentales pintadas a rayas reemplazaban el modesto tenderete de los malos tiempos, jaulas diversas albergaban un zoológico ambulante de fieras amaestradas, y otros vehículos de fantasía transportaban a los artistas, incluyendo al único enano hermafrodita y ventrílocuo de la historia. Una réplica exacta de la carabela de Cristóbal Colón transportada sobre ruedas, completaba el Gran Circo Internacional Fortunato. Esta enorme caravana ya no navegaba a la deriva, como antes lo hiciera con el abuelo, sino que iba en línea recta por las carreteras principales desde el Río Grande hasta el Estrecho de Magallanes, deteniéndose sólo en las grandes ciudades, donde entraba con tal escándalo de tambores, elefantes y payasos, con la carabela a la cabeza como un prodigioso recuerdo de la Conquista, que nadie se quedaba sin saber que el circo había llegado. Fortunato II se casó con una trapecista y con ella tuvo un hijo a quien llamaron Horacio. La mujer se quedó en un lugar de paso, decidida a independizarse del marido y mantenerse mediante su incierto oficio, dejando al niño con su padre. De ella prevaleció un recuerdo difuso en la mente de su hijo, quien no lograba separar la imagen de su madre de las numerosas acróbatas que conoció en su vida. Cuando él tenía diez años, su padre se casó con otra artista del circo, esta vez con una equitadora capaz de equilibrarse de cabeza sobre un animal al galope o saltar de una grupa a otra con los ojos vendados. Era muy bella. Por mucha agua, jabón y perfumes que usara, no podía quitarse un rastro de olor a caballo, un seco aroma de sudor y esfuerzo. En su regazo magnífico el pequeño Horacio, envuelto en ese olor único, encontraba consuelo por la ausencia de su madre. Pero con el tiempo la equitadora también partió sin despedirse. En la madurez Fortunato se casó en terceras nupcias con una suiza que andaba conociendo América en un bus de turistas. Estaba cansado de su existencia de beduino y se sentía viejo para nuevos sobresaltos, de modo que cuando ella se lo pidió no tuvo ni el menor inconveniente en cambiar el circo por un destino sedentario y acabó instalado en una finca de los Alpes, entre cerros y bosques bucólicos. Su hijo Horacio, que ya tenía veintitantos años, quedó a cargo de la empresa. Horacio se había criado en la incertidumbre de cambiar de lugar cada día, dormir siempre sobre ruedas y vivir bajo una carpa, pero se sentía muy a gusto con su suerte. No envidiaba en 37 Librodot




:::::::>La princesa del guisante<:::::::

 
 
 
Érase una vez un príncipe que quería casarse con una princesa, pero que fuese una princesa de verdad. En su busca recorrió todo el mundo, mas siempre había algún pero. Princesas había muchas, mas nunca lograba asegurarse de que lo fueran de veras; cada vez encontraba algo que le parecía sospechoso. Así regresó a su casa muy triste, pues estaba empeñado en encontrar a una princesa auténtica.
 
 
 
Una tarde estalló una terrible tempestad; sucedíanse sin interrupción los rayos y los truenos, y llovía a cántaros; era un tiempo espantoso. En éstas llamaron a la puerta de la ciudad, y el anciano Rey acudió a abrir.0
 
 
 
Una princesa estaba en la puerta; pero ¡santo Dios, cómo la habían puesto la lluvia y el mal tiempo! El agua le chorreaba por el cabello y los vestidos, se le metía por las cañas de los zapatos y le salía por los tacones; pero ella afirmaba que era una princesa verdadera.
 
 
 
"Pronto lo sabremos," pensó la vieja Reina, y, sin decir palabra, se fue al dormitorio, levantó la cama y puso un guisante sobre la tela metálica; luego amontonó encima veinte colchones, y encima de éstos, otros tantos edredones.
 
 
En esta cama debía dormir la princesa.
 
 
 
Por la mañana le preguntaron qué tal había descansado.
 
 
"¡Oh, muy mal!" exclamó. "No he pegado un ojo en toda la noche. ¡Sabe Dios lo que habría en la cama! ¡Era algo tan duro, que tengo el cuerpo lleno de cardenales! ¡Horrible!"
 
 
 
Entonces vieron que era una princesa de verdad, puesto que, a pesar de los veinte colchones y los veinte edredones, había sentido el guisante. Nadie, sino una verdadera princesa, podía ser tan sensible.
 
 
 
El príncipe la tomó por esposa, pues se había convencido de que se casaba con una princesa hecha y derecha; y el guisante pasó al museo, donde puede verse todavía, si nadie se lo ha llevado. Esto sí que es una historia, ¿verdad?
 
 
 
* * * FIN * * *
 
 
Hans Christian Andersen
 
 
 

LOS CUENTOS DE EVA LUNA ISABEL ALLENDE ((36))



Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 36 rodeó a la prisionera, se convirtió en pocas horas en pasión por vengarla y socorrerla. Los vecinos improvisaron piquetes para linchar a Amadeo Peralta, atacaron su casa, lo sacaron a rastras y si la Guardia no llega a tiempo para quitárselo de las manos, lo habrían despedazado en la plaza. Para callar la culpa de haberla ignorado durante tanto tiempo, todo el mundo quiso ocuparse de Hortensia. Se reunió dinero Para darle una pensión, se juntaron toneladas de ropa y medicamentos que ella no necesitaba y varias organizaciones de beneficencia se dieron a la tarea de rasparle la mugre, cortarle el cabello y vestirla de pies a cabeza, hasta convertirla en una anciana común. Las monjas le prestaron una cama en el asilo de indigentes y durante meses la tuvieron amarrada para que no se escapara de vuelta al sótano, hasta que por fin se acostumbró a la luz del día y se resignó a vivir con otros seres humanos. Aprovechando el furor público atizado por la prensa, los numerosos enemigos de Amadeo Peralta reunieron por fin el valor para lanzarse en picada en su contra. Las autoridades, que durante años ampararon sus abusos, le cayeron encima con el garrote de la ley. La noticia ocupó la atención de todos durante el tiempo suficiente para conducir al viejo caudillo a la cárcel y luego se fue esfumando hasta desaparecer del todo. Rechazado por sus familiares y amigos, convertido en símbolo de todo lo abominable y abyecto, hostilizado por los guardianes y por sus compañeros de infortunio, estuvo en prisión hasta que lo alcanzó la muerte. Permanecía en su celda, sin salir nunca al patio con los otros reclusos. Desde allí podía oír’ los ruidos de la calle. Cada día, a las diez de la mañana, Hortensia caminaba con su vacilante paso de loca hasta el penal y le entregaba al vigilante de la puerta una marmita caliente para el preso. –Él casi nunca me dejó con hambre –le decía al portero en tono de excusa. Después se sentaba en la calle a tocar el salterio, arrancándole unos gemidos de agonía imposibles de soportar. En la esperanza de distraerla y hacerla callar, algunos pasantes le daban una moneda. Encogido al otro lado de los muros, Amadeo Peralta escuchaba ese sonido que parecía provenir del fondo de la tierra y que le atravesaba los nervios. Ese reproche cotidiano debía significar algo, pero no podía recordar. A veces sentía unos ramalazos de culpa, pero enseguida le fallaba la memoria y las imágenes del pasado desaparecían en una niebla densa. No sabía por qué estaba en esa tumba y poco a poco olvidó también el mundo de la luz, abandonándose a la desdicha. 36 Librodot



:::::::>Colás el Chico y Colás el Grande<:::::::

 
 
Vivían en un pueblo dos hombres que se llamaban igual: Colás, pero el uno tenía cuatro caballos, y el otro, solamente uno. Para distinguirlos llamaban Colás el Grande al de los cuatro caballos, y Colás el Chico al otro, dueño de uno solo. Vamos a ver ahora lo que les pasó a los dos, pues es una historia verdadera.
Durante toda la semana, Colás el Chico tenía que arar para el Grande, y prestarle su único caballo; luego Colás el Grande prestaba al otro sus cuatro caballos, pero sólo una vez a la semana: el domingo.
¡Había que ver a Colás el Chico haciendo restallar el látigo sobre los cinco animales! Los miraba como suyos, pero sólo por un día. Brillaba el sol, y las campanas de la iglesia llamaban a misa; la gente, endomingada, pasaba con el devocionario bajo el brazo para escuchar al predicador, y veía a Colás el Chico labrando con sus cinco caballos; y al hombre le daba tanto gusto que lo vieran así, que, pegando un nuevo latigazo, gritaba: "¡Oho! ¡Mis caballos!" - No debes decir esto -reprendióle Colás el Grande-. Sólo uno de los caballos es tuyo.
Pero en cuanto volvía a pasar gente, Colás el Chico, olvidándose de que no debía decirlo, volvía a gritar: "¡Oho! ¡Mis caballos!."
- Te lo advierto por última vez
-dijo Colás el Grande-. Como lo repitas, le arreo un trastazo a tu caballo que lo dejo seco, y todo eso te habrás ganado.
- Te prometo que no volveré a decirlo
-respondió Colás el Chico. Pero pasó más gente que lo saludó con un gesto de la cabeza y nuestro hombre, muy orondo, pensando que era realmente de buen ver el que tuviese cinco caballos para arar su campo, volvió a restallar el látigo, exclamando: "¡Oho! ¡Mis caballos!." - ¡Ya te daré yo tus caballos!
-gritó el otro, y, agarrando un mazo, diole en la cabeza al de Colás el Chico, y lo mató.
- ¡Ay! ¡Me he quedado sin caballo!
-se lamentó el pobre Colás, echándose a llorar. Luego lo despellejó, puso la piel a secar al viento, metióla en un saco, que se cargó a la espalda, y emprendió el camino de la ciudad para ver si la vendía. La distancia era muy larga; tuvo que atravesar un gran bosque oscuro, y como el tiempo era muy malo, se extravió, y no volvió a dar con el camino hasta que anochecía; ya era tarde para regresar a su casa o llegar a la ciudad antes de que cerrase la noche. A muy poca distancia del camino había una gran casa de campo.
Aunque los postigos de las ventanas estaban cerrados, por las rendijas se filtraba luz. "Esa gente me permitirá pasar la noche aquí," pensó Colás el Chico, y llamó a la puerta. Abrió la dueña de la granja, pero al oír lo que pedía el forastero le dijo que siguiese su camino, pues su marido estaba ausente y no podía admitir a desconocidos.
- Bueno, no tendré más remedio que pasar la noche fuera ­dijo Colás, mientras la mujer le cerraba la puerta en las narices. Había muy cerca un gran montón de heno, y entre él y la casa, un pequeño cobertizo con tejado de paja.
- Puedo dormir allá arriba -dijo Colás el Chico, al ver el tejadillo-; será una buena cama. No creo que a la cigüeña se le ocurra bajar a picarme las piernas -pues en el tejado había hecho su nido una auténtica cigüeña.
Subióse nuestro hombre al cobertizo y se tumbó, volviéndose ora de un lado ora del otro, en busca de una posición cómoda. Pero he aquí que los postigos no llegaban hasta lo alto de la ventana, y por ellos podía verse el interior.
En el centro de la habitación había puesta una gran mesa, con vino, carne asada y un pescado de apetitoso aspecto. Sentados a la mesa estaban la aldeana y el sacristán, ella le servía, y a él se le iban los ojos tras el pescado, que era su plato favorito.
"¡Quién estuviera con ellos!," pensó Colás el Chico, alargando la cabeza hacia la ventana. Y entonces vio que habla además un soberbio pastel. ¡Qué banquete, santo Dios!
Oyó entonces en la carretera el trote de un caballo que se dirigía a la casa; era el marido de la campesina, que regresaba.
El marido era un hombre excelente, y todo el mundo lo apreciaba; sólo tenía un defecto: no podía ver a los sacristanes; en cuanto se le ponía uno ante los ojos, entrábale una rabia loca. Por eso el sacristán de la aldea había esperado a que el marido saliera de viaje para visitar a su mujer, y ella le había obsequiado con lo mejor que tenía. Al oír al hombre que volvía asustáronse los dos, y ella pidió al sacristán que se ocultase en un gran arcón vacío, pues sabía muy bien la inquina de su esposo por los sacristanes. Apresuróse a esconder en el horno las sabrosas viandas y el vino, no fuera que el marido lo observara y le pidiera cuentas.
- ¡Qué pena! -suspiró Colás desde el tejado del cobertizo, al ver que desaparecía el banquete.
- ¿Quién anda por ahí?
-preguntó el campesino mirando a Colás-. ¿Qué haces en la paja? Entra, que estarás mejor. Entonces Colás le contó que se había extraviado, y le rogó que le permitiese pasar allí la noche.
- No faltaba más -respondióle el labrador-, pero antes haremos algo por la vida. La mujer recibió a los dos amablemente, puso la mesa y les sirvió una sopera de papillas. El campesino venía hambriento y comía con buen apetito, pero Nicolás no hacía sino pensar en aquel suculento asado, el pescado y el pastel escondidos en el horno.'
Debajo de la mesa había dejado el saco con la piel de caballo; ya sabemos que iba a la ciudad para venderla. Como las papillas se le atragantaban, oprimió el saco con el pie, y la piel seca produjo un chasquido.
- ¡Chit! -dijo Colás al saco, al mismo tiempo que volvía a pisarlo y producía un chasquido más ruidoso que el primero.
- ¡Oye! ¿Qué llevas en el saco?
-preguntó el dueño de la casa.
- Nada, es un brujo -respondió el otro-. Dice que no tenemos por qué comer papillas, con la carne asada, el pescado y el pastel que hay en el horno.
- ¿Qué dices? -exclamó el campesino, corriendo a abrir el horno, donde aparecieron todas las apetitosas viandas que la mujer había ocultado, pero que él supuso que estaban allí por obra del brujo. La mujer no se atrevió a abrir la boca; trajo los manjares a la mesa, y los dos hombres se regalaron con el pescado, el asado, y el dulce. Entonces Colás volvió a oprimir el saco, y la piel crujió de nuevo.
- ¿Qué dice ahora? -preguntó el campesino.
- Dice -respondió el muy pícaro- que también ha hecho salir tres botellas de vino para nosotros; y que están en aquel rincón, al lado del horno.
La mujer no tuvo más remedio que sacar el vino que había escondido, y el labrador bebió y se puso alegre. ¡Qué no hubiera dado, por tener un brujo como el que Colás guardaba en su saco!
- ¿Es capaz de hacer salir al diablo?
-preguntó-.
Me gustaría verlo, ahora que estoy alegre.
- ¡Claro que sí! -replicó Colás-. Mi brujo hace cuanto le pido. ¿Verdad, tú? -preguntó pisando el saco y produciendo otro crujido-. ¿Oyes? Ha dicho que sí. Pero el diablo es muy feo; será mejor que no lo veas.
- No le tengo miedo. ¿Cómo crees que es?
- Pues se parece mucho a un sacristán.
- ¡Uf! -exclamó el campesino-. ¡Sí que es feo! ¿Sabes?, una cosa que no puedo sufrir es ver a un sacristán. Pero no importa. Sabiendo que es el diablo, lo podré tolerar por una vez. Hoy me siento con ánimos; con tal que no se me acerque demasiado...
- Como quieras, se lo pediré al brujo -, dijo Colás, y, pisando el saco, aplicó contra él la oreja. - ¿Qué dice?
- Dice que abras aquella arca y verás al diablo; está dentro acurrucado. Pero no sueltes la tapa, que podría escaparse.
- Ayúdame a sostenerla
-pidióle el campesino, dirigiéndose hacia el arca en que la mujer había metido al sacristán de carne y hueso, el cual se moría de miedo en su escondrijo. El campesino levantó un poco la tapa con precaución y miró al interior.
- ¡Uy! -exclamó, pegando un salto atrás-. Ya lo he visto. ¡Igual que un sacristán! ¡Espantoso! Lo celebraron con unas copas y se pasaron buena parte de la noche empinando el codo.
- Tienes que venderme el brujo -dijo el campesino-. Pide lo que quieras; te daré aunque sea una fanega de dinero.
- No, no puedo
-replicó Colás-. Piensa en los beneficios que puedo sacar de este brujo.
-¡Me he encaprichado con él! ¡Véndemelo!
-insistió el otro, y siguió suplicando.
- Bueno
-avínose al fin Colás-. Lo haré porque has sido bueno y me has dado asilo esta noche. Te cederé el brujo por una fanega de dinero; pero ha de ser una fanega rebosante.
- La tendrás -respondió el labriego-. Pero vas a llevarte también el arca; no la quiero en casa ni un minuto más. ¡Quién sabe si el diablo está aún en ella!.
Colás el Chico dio al campesino el saco con la piel seca, y recibió a cambio una fanega de dinero bien colmada. El campesino le regaló todavía un carretón para transportar el dinero y el arca.
- ¡Adiós! -dijo Colás, alejándose con las monedas y el arca que contenía al sacristán. Por el borde opuesto del bosque fluía un río caudaloso y muy profundo; el agua corría con tanta furia, que era imposible nadar a contra corriente.
No hacía mucho que habían tendido sobre él un gran puente, y cuando Colás estuvo en la mitad dijo en voz alta, para que lo oyera el sacristán:
- ¿Qué hago con esta caja tan incómoda? Pesa como si estuviese llena de piedras. Ya me voy cansando de arrastrarla; la echaré al río, Si va flotando hasta mi casa bien, y si no, no importa. Y la levantó un poco con una mano, como para arrojarla al río.
- ¡Detente, no lo hagas!
-gritó el sacristán desde dentro. Déjame salir primero.
- ¡Dios me valga!
-exclamó Colás, simulando espanto-. ¡Todavía está aquí! ¡Echémoslo al río sin perder tiempo, que se ahogue!
- ¡Oh, no, no! -suplicó el sacristán-. Si me sueltas te daré una fanega de dinero.
- Bueno, esto ya es distinto
-aceptó Colás, abriendo el arca. El sacristán se apresuró a salir de ella, arrojó el arca al agua y se fue a su casa, donde Colás recibió el dinero prometido. Con el que le había entregado el campesino tenía ahora el carretón lleno.
"Me he cobrado bien el caballo," se dijo cuando de vuelta a su casa, desparramó el dinero en medio de la habitación."
¡La rabia que tendrá Colás el Grande cuando vea que me he hecho rico con mi único caballo!; pero no se lo diré."
Y envió a un muchacho a casa de su compadre a pedirle que le prestara una medida de fanega.
"¿Para qué la querrá?," preguntóse Colás el Grande; y untó el fondo con alquitrán para que quedase pegado algo de lo que quería medir. Y así sucedió, pues cuando le devolvieron la fanega había pegadas en el fondo tres relucientes monedas de plata de ocho chelines.
"¿Qué significa esto?," exclamó, y corrió a casa de Colás el Chico.
- ¿De dónde sacaste ese dinero?
-preguntó.
- De la piel de mi caballo. La vendí ayer tarde.
- ¡Pues si que te la pagaron bien! - dijo el otro, y, sin perder tiempo, volvió a su casa, mató a hachazos sus cuatro caballos y, después de desollarlos, marchóse con las pieles a la ciudad.
- ¡Pieles, pieles! ¿Quién compra pieles?
- iba por las calles, gritando. Acudieron los zapateros y curtidores, preguntándole el precio.
- Una fanega de dinero por piel
- respondió Colás.
- ¿Estás loco? -gritaron todo -. ¿Crees que tenemos el dinero a fanegas?
- ¡Pieles, pieles! ¿Quién compra pieles?
-repitió a voz en grito; y a todos los que le preguntaban el precio respondíales:
- Una fanega de dinero por piel.
- Este quiere burlarse de nosotros
-decían todos, y, empuñando los zapateros sus trabas y los curtidores sus mandiles, pusiéronse a aporrear a Colás.
- ¡Pieles, pieles! -gritaban, persiguiéndolo-. ¡Ya verás cómo adobamos la tuya, que parecerá un estropajo! ¡Echadle de la ciudad!-. Y Colás no tuvo más remedio que poner los pies en polvorosa. Nunca le habían zurrado tan lindamente.
"¡Ahora es la mía!," dijo al llegar a casa. "¡Ésta me la paga Colás el Chico! ¡Le partiré la cabeza!."
Sucedió que aquel día, en casa del otro Colás, había fallecido la abuela, y aunque la vieja había sido siempre muy dura y regañona, el nieto lo sintió, y acostó a la difunta en una cama bien calentita, para ver si lograba volverla a la vida. Allí se pasó ella la noche, mientras Colás dormía en una silla, en un rincón. No era la primera vez.
Estando ya a oscuras, se abrió la puerta y entró Colás el Grande, armado de un hacha. Sabiendo bien dónde estaba la cama, avanzó directamente hasta ella y asentó un hachazo en la cabeza de la abuela, persuadido de que era el nieto.
- ¡Para que no vuelvas a burlarte de mí! -dijo, y se volvió a su casa. "¡Es un mal hombre!," pensó Colás el Chico. "Quiso matarme! Suerte que la abuela ya estaba muerta; de otro modo, esto no lo cuenta."
Vistió luego el cadáver con las ropas del domingo, pidió prestado un caballo a un vecino y, después de engancharlo a su carro, puso el cadáver de la abuela, sentado, en el asiento trasero, de modo que no pudiera caerse con el movimiento del vehículo, y partió bosque a través. Al salir el sol llegó a una gran posada, y Colás el Chico paró en ella para desayunarse.
El posadero era hombre muy rico. Bueno en el fondo, pero tenía un genio, pronto e irascible, como si hubiese en su cuerpo pimienta y tabaco.
- ¡Buenos días! -dijo a Colás-. ¿Tan temprano y ya endomingado?
- Sí, respondió el otro -. Voy a la ciudad con la abuela. La llevo en el carro, pero no puede bajar. ¿Queréis llevarle un vaso de aguamiel? Pero tendréis que hablarle en voz alta, pues es dura de oído.
- No faltaba más -respondió el ventero, y, llenando un vaso de aguamiel, salió a servirlo a la abuela, que aparecía sentada, rígida, en el carro.
- Os traigo un vaso de aguamiel de parte de vuestro hijo -le dijo el posadero. Pero la mujer, como es natural, permaneció inmóvil y callada.
- ¿No me oís? -gritó el hombre con toda la fuerza de sus pulmones-. ¡Os traigo un vaso de aguamiel de parte de vuestro hijo!
Y como lo repitiera dos veces más, sin que la vieja hiciese el menor movimiento, el hombre perdió los estribos y le tiró el vaso a la cara, de modo que el liquido se le derramó por la nariz y por la espalda.
- ¡Santo Dios! -exclamó Colás el Chico, saliendo de un brinco y agarrando al posadero por el pecho-. ¡Has matado a mi abuela! ¡Mira qué agujero le has hecho en la frente!
- ¡Oh, qué desgracia! -gritó el posadero llevándose las manos a la cabeza-. ¡Todo por la culpa de mi genio! Colás, amigo mío, te daré una fanega de monedas y enterraré a tu abuela como si fuese la mía propia; pero no digas nada, pues me costaría la vida y sería una lástima.
Así, Colás el Chico cobró otra buena fanega de dinero, y el posadero dio sepultura a la vieja como si hubiese sido su propia abuela.
Al regresar nuestro hombre con todo el dinero, envió un muchacho a casa de Colás el Grande a pedir prestada la fanega. "¿Qué significa esto?," pensó el otro. "Pues, ¿no lo maté? Voy a verlo yo mismo." Y, cargando con la medida, se dirigió a casa de Colás el Chico.
- ¿De dónde sacaste tanto dinero?
-preguntó, abriendo unos ojos como naranjas al ver toda aquella riqueza.
- No me mataste a mí, sino a mi abuela -replicó Colás el Chico-. He vendido el cadáver y me han dado por él una fanega de dinero.
- ¡Qué bien te lo han pagado!
-exclamó el otro, y, corriendo a su casa, cogió el hacha, mató a su abuela y, cargándola en el carro, la condujo a la ciudad donde residía el boticario, al cual preguntó si le compraría un muerto.
- ¿Quién es y de dónde lo has sacado?
-preguntó el boticario.
- Es mi abuela -respondió Colás-. La maté para sacar de ella una fanega de dinero.
- ¡Dios nos ampare! -exclamó el boticario- ¡Qué disparate! No digas eso, que pueden cortarte la cabeza -. Y le hizo ver cuán perversa había sido su acción, diciéndole que era un hombre malo y que merecía un castigo. Asustóse tanto Colás que, montando en el carro de un brinco y fustigando los caballos, emprendió la vuelta a casa sin detenerse. El boticario y los demás presentes, creyéndole loco, le dejaron marchar libremente.
"¡Me la vas a pagar!," dijo Colás cuando estuvo en la carretera. "Ésta no te la paso, compadre." Y en cuanto hubo llegado a su casa cogió el saco más grande que encontró, fue al encuentro de Colás el Chico y le dijo:
- Por dos veces me has engañado; la primera maté los caballos, y la segunda a mi abuela. Tú tienes la culpa de todo, pero no volverás a burlarte de mí -. Y agarrando a Colás el Chico, lo metió en el saco y, cargándoselo a la espalda le dijo:
- ¡Ahora voy a ahogarte!
El trecho hasta el río era largo, y Colás el Chico pesaba lo suyo. El camino pasaba muy cerca de la iglesia, desde la cual llegaban los sones del órgano y los cantos de los fieles. Colás depositó el saco junto a la puerta, pensando que no estaría de más entrar a oír un salmo antes de seguir adelante. El prisionero no podría escapar, y toda la gente estaba en el templo; y así entró en él.
- ¡Dios mío, Dios mío! -suspiraba Colás el Chico dentro del saco, retorciéndose y volviéndose, sin lograr soltarse. Mas he aquí que acertó a pasar un pastor muy viejo, de cabello blanco y que caminaba apoyándose en un bastón. Conducía una manada de vacas y bueyes, que al pasar, volcaron el saco que encerraba a Colás el Chico.
- ¡Dios mío!-continuaba suspirando el prisionero-. ¡Tan joven y tener que ir al cielo!00
- En cambio, yo, pobre de mí -replicó el pastor-, no puedo ir, a pesar de ser tan viejo.
- Abre el saco -gritó Colás-, métete en él en mi lugar, y dentro de poco estarás en el Paraíso.
- ¡De mil amores!
-respondió el pastor, desatando la cuerda. Colás el Chico salió de un brinco de su prisión.
- ¿Querrás cuidar de mi ganado? -preguntóle el viejo, metiéndose a su vez en el saco. Colás lo ató fuertemente, y luego se alejó con la manada.
A poco, Colás el Grande salió de la iglesia, y se cargó el saco a la espalda. Al levantarlo parecióle que pesaba menos que antes, pues el viejo pastor era mucho más desmirriado que Colás el Chico. "¡Qué ligero se ha vuelto!," pensó. "Esto es el premio de haber oído un salmo." Y llegándose al río, que era profundo y caudaloso, echó al agua el saco con el viejo pastor, mientras gritaba, creído de que era su rival:
- ¡No volverás a burlarte de mí! Y emprendió el regreso a su casa; pero al llegar al cruce de dos caminos topóse de nuevo con Colás el Chico, que conducía su ganado. - ¿Qué es esto? -exclamó asombrado-. ¿Pero no te ahogué? - Sí -respondió el otro-. Hace cosa de media hora que me arrojaste al río.
- ¿Y de dónde has sacado este rebaño?
-preguntó Colás el Grande.
- Son animales de agua -respondió el Chico-. Voy a contarte la historia y a darte las gracias por haberme ahogado, pues ahora sí soy rico de veras. Tuve mucho miedo cuando estaba en el saco, y el viento me zumbó en los oídos al arrojarme tú desde el puente, y el agua estaba muy fría. Enseguida me fui al fondo, pero no me lastimé, pues está cubierto de la más mullida hierba que puedas imaginar. Tan pronto como caí se abrió el saco y se me presentó una muchacha hermosísima, con un vestido blanco como la nieve y una diadema verde en torno del húmedo cabello. Me tomó la mano y me dijo: "¿Eres tú, Colás el Chico?. De momento ahí tienes unas cuantas reses; una milla más lejos, te aguarda toda una manada; te la regalo." Entonces vi que el río era como una gran carretera para la gente de mar. Por el fondo hay un gran tránsito de carruajes y peatones que vienen del mar, tierra adentro, hasta donde empieza el río. Había flores hermosísimas y la hierba más verde que he visto jamás. Los peces pasaban nadando junto a mis orejas, exactamente como los pájaros en el aire. ¡Y qué gente más simpática, y qué ganado más gordo, paciendo por las hondonadas y los ribazos!
- ¿Y por qué has vuelto a la tierra?
-preguntó Colás el Grande. Yo no lo habría hecho, si tan bien se estaba allá abajo.
- Sí -respondió el otro-, pero se me ocurrió una gran idea. Ya has oído lo que te dije: la doncella me reveló que una milla camino abajo
- y por camino entendía el río, pues ellos no pueden salir a otro sitio
- me aguardaba toda una manada de vacas. Pero yo sé muy bien que el río describe muchas curvas, ora aquí, ora allá; es el cuento de nunca acabar. En cambio, yendo por tierra se puede acertar el camino; me ahorro así casi media milla, y llego mucho antes al lugar donde está el ganado.
- ¡Qué suerte tienes!
-exclamó Colás el Grande-. ¿Piensas que me darían también ganado, si bajase al fondo del río?
- Seguro -respondió Colás el Chico-, pero yo no puedo llevarte en el saco hasta el puente, pesas demasiado. Si te conformas, con ir allí a pie y luego meterte en el saco, te arrojare al río con mucho gusto.
- Muchas gracias -asintió el otro-. Pero si cuando esté abajo no me dan nada, te zurraré de lo lindo; y no creas que hablo en broma.
- ¡Bah! ¡No te lo tomes tan a pecho!
- y se encaminaron los dos al río. Cuando el ganado, que andaba sediento, vio el agua, echó a correr hacia ella para calmar la sed.
- ¡Fíjate cómo se precipitan!
-observó Colás el Chico-. Bien se ve que quieren volver al fondo.
- Sí, ayúdame -dijo el tonto-; de lo contrario vas a llevar palo -. Y se metió en un gran saco que venía atravesado sobre el dorso de uno de los bueyes.
- Ponle dentro una piedra, no fuera caso que quedase flotando -añadió.
- Perfectamente -dijo el Chico, e introduciendo en el saco una voluminosa piedra, lo ató fuertemente y, ¡pum!, Colás el Grande salió volando por los aires, y en un instante se hundió en el río. "Me temo que no encuentres el ganado," dijo el otro Colás, emprendiendo el camino de casa con su manada.
 
 
* * * FIN * * *
 
 
 
 
Hans Christian Andersen
 

LOS CUENTOS DE EVA LUNA ISABEL ALLENDE ((35))





Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 35 agazapado en su interior y cualquiera que se le aproximara lo suficiente podía vislumbrarla bajo su aspecto externo de enano prehistórico. Entretanto Amadeo Peralta, rico y temido, extendía por toda la región la red de su poder. Los domingos se sentaba a la cabecera de una larga mesa, con sus hijos y nietos varones, sus secuaces y cómplices, y con algunos invitados especiales, políticos y jefes militares a quienes trataba con una cordialidad ruidosa, no exenta de la altanería necesaria para que recordaran quién era el amo. A sus espaldas se rumoreaba de sus víctimas, de cuántos dejó en la ruina o hizo desaparecer, de los sobornos a las autoridades, de que la mitad de su fortuna provenía del contrabando; pero nadie estaba dispuesto a buscar pruebas. Decían también que Peralta mantenía a una mujer prisionera en un sótano. Esta parte de su leyenda negra se repetía con mayor certeza que la de sus negocios ¡legítimos, en verdad muchos lo sabían y con el tiempo se convirtió en un secreto a voces. Una tarde de mucho calor, tres niños se escaparon de la escuela para bañarse en el río. Pasaron un par de horas chapoteando en el lodo de la orilla y luego se fueron a vagar cerca del antiguo ingenio de azúcar de los Peralta, cerrado desde hacía dos generaciones, cuando la caña dejó de ser rentable. El lugar tenía fama de hechizado, decían que se escuchaban ruidos de demonios y muchos habían visto por allí a una bruja desgreñada invocando a las ánimas de los esclavos muertos. Exaltados por la aventura, los muchachos se metieron en la propiedad y se acercaron al edificio de la fábrica. Pronto se atrevieron a entrar en las ruinas, recorrieron los amplios cuartos de anchas paredes de adobe y vigas roídas por el comején, sortearon la maleza crecida del suelo, los cerros de basura y mierda de perro, las tejas podridas y los nidos de culebras. Dándose valor a fuerza de bromas, empujándose, llegaron hasta la sala de molienda, una habitación enorme abierta al cielo, con restos de máquinas despedazadas, donde la lluvia y el sol habían creado un jardín imposible y donde creyeron percibir un rastro penetrante de azúcar y sudor. Cuando empezaba a quitárseles el susto, oyeron con toda claridad un canto monstruoso. Temblando, trataron de retroceder, pero la atracción del horror pudo más que el miedo y se quedaron agazapados escuchando hasta que la última nota se les clavó en la frente. Poco a poco lograron vencer la inmovilidad, se sacudieron el espanto y empezaron a buscar el origen de esos extraños sonidos, tan diferentes a cualquier música conocida, y así dieron con una pequeña trampa a ras del suelo, cerrada con un candado que no pudieron abrir. Sacudieron la plancha de madera que cerraba la entrada y un indescriptible olor a fiera enjaulada les golpeó la cara. Llamaron, pero nadie respondió, sólo oyeron al otro lado un sordo jadeo. Entonces partieron corriendo a avisar a gritos que habían descubierto la puerta del infierno. El barullo de los niños no pudo ser acallado y así los vecinos comprobaron finalmente lo que sospechaban desde hacía décadas. Primero llegaron las madres detrás de sus hijos a atisbar por las ranuras de la trampa, y ellas también escucharon las notas terribles del salterio, muy diferentes a la melodía banal que atrajo a Amadeo Peralta al detenerse en una callejuela de Agua Santa para secarse el sudor de la frente. Detrás de ellas acudió un tropel de curiosos y por último, cuando ya se había juntado una muchedumbre, aparecieron los policías y los bomberos, que hicieron saltar la puerta a hachazos y se metieron al hoyo con sus lámparas y sus bártulos de incendio. En la cueva encontraron a una criatura desnuda, con la piel fláccida colgando en pálidos plieges, que arrastraba unos mechones grises por el suelo y gemía aterrorizada por el ruido y la luz. Era Hortensia, brillando con fosforescencia de madreperla bajo las linternas implacables de los bomberos, casi ciega, con los dientes gastados y las piernas tan débiles que casi no podía tenerse de pie. La única señal de su origen humano, era un viejo salterio apretado contra su regazo. La noticia produjo indignación en todo el país. En las pantallas de televisión y en los periódicos apareció la mujer rescatada del agujero donde pasó la vida, mal cubierta por una manta que alguien le puso sobre los hombros. La indiferencia que durante casi medio siglo 35 Librodot



:::::::>El yesquero<:::::::






Por la carretera marchaba un soldado marcando el paso. ¡Un, dos, un, dos! Llevaba la mochila al hombro y un sable al costado, pues venía de la guerra, y ahora iba a su pueblo. Mas he aquí que se encontró en el camino con una vieja bruja. ¡Uf!, ¡qué espantajo!, con aquel labio inferior que le colgaba hasta el pecho. "¡Buenas tardes, soldado!" le dijo. "¡Hermoso sable llevas, y qué mochila tan grande! Eres un soldado hecho y derecho. Voy a enseñarte la manera de tener todo el dinero que desees."
 
 
 
"¡Gracias, vieja bruja!" respondió el soldado.
 
 
 
"¿Ves aquel árbol tan corpulento?" prosiguió la vieja, señalando uno que crecía a poca distancia. "Por dentro está completamente hueco. Pues bien, tienes que trepar a la copa y verás un agujero; te deslizarás por él hasta que llegues muy abajo del tronco. Te ataré una cuerda alrededor de la cintura para volverte a subir cuando llames."
 
 
 
"¿Y qué voy a hacer dentro del árbol?" preguntó el soldado.
 
 
 
"¡Sacar dinero!" exclamó la bruja. "Mira; cuando estés al pie del tronco te encontrarás en un gran corredor muy claro, pues lo alumbran más de cien lámparas. Verás tres puertas; podrás abrirlas, ya que tienen la llave en la cerradura. Al entrar en la primera habitación encontrarás en el centro una gran caja, con un perro sentado encima de ella. El animal tiene ojos tan grandes como tazas de café; pero no te apures. Te daré mi delantal azul; lo extiendes en el suelo, coges rápidamente al perro, lo depositas sobre el delantal y te embolsas todo el dinero que quieras; son monedas de cobre. Si prefieres plata, deberás entrar en el otro aposento; en él hay un perro con ojos tan grandes como ruedas de molino; pero esto no debe preocuparse. Lo pones sobre el delantal y coges dinero de la caja. Ahora bien, si te interesa más el oro, puedes también obtenerlo, tanto como quieras; para ello debes entrar en el tercer aposento. Mas el perro que hay en él tiene los ojos tan grandes como la Torre Redonda. ¡A esto llamo yo un perro de verdad! Pero nada de asustarte. Lo colocas sobre mi delantal, y no te hará ningún daño, y podrás sacar de la caja todo el oro que te venga en gana."
 


"¡No está mal!" exclamó el soldado. "Pero, ¿qué habré de darte, vieja bruja? Pues supongo que algo querrás para ti."
 
 
 
"No," contestó la mujer, "ni un céntimo. Para mí sacarás un viejo yesquero, que mi abuela se olvidó ahí dentro, cuando estuvo en el árbol la última vez."
 


"Bueno, pues átame ya la cuerda a la cintura," convino el soldado.
 
 
"Ahí tienes," respondió la bruja, "y toma también mi delantal azul."
 
 
Subióse el soldado a la copa del árbol, se deslizó por el agujero y, tal como le dijera la bruja, se encontró muy pronto en el espacioso corredor en el que ardían las lámparas.
 
 
Y abrió la primera puerta. ¡Uf! Allí estaba el perro de ojos como tazas de café, mirándolo fijamente.
 
 
"¡Buen muchacho!" dijo el soldado, cogiendo al animal y depositándolo sobre el delantal de la bruja. Llenóse luego los bolsillos de monedas de cobre, cerró la caja, volvió a colocar al perro encima y pasó a la habitación siguiente. En efecto, allí estaba el perro de ojos como ruedas de molino.
 
 
 
"Mejor harías no mirándome así," le dijo. "Te va a doler la vista." Y sentó al perro sobre el delantal. Al ver en la caja tanta plata, tiró todas las monedas de cobre que llevaba encima y se llenó los bolsillos y la mochila de las del blanco metal. Pasó entonces al tercer aposento. Aquello presentaba mal cariz; el perro tenía, en efecto, los ojos tan grandes como la Torre Redonda, y los movía como sí fuesen ruedas de molino.
 
 
"¡Buenas noches!" dijo el soldado llevándose la mano a la gorra, pues perro como aquel no lo había visto en su vida. Una vez lo hubo observado bien, pensó: "Bueno, ya está visto," cogió al perro, lo puso en el suelo y abrió la caja. ¡Señor, y qué montones de oro! Habría como para comprar la ciudad de Copenhague entera, con todos los cerditos de mazapán de las pastelerías y todos los soldaditos de plomo, látigos y caballos de madera de balancín del mundo entero. ¡Allí sí que había oro, palabra! Tiró todas las monedas de plata que llevaba encima, las reemplazó por otras de oro, y se llenó los bolsillos, la mochila, la gorra y las botas de tal modo que apenas podía moverse. ¡No era poco rico, ahora! Volvió a poner al perro sobre la caja, cerró la puerta y, por el hueco del tronco, gritó: "¡Súbeme ya, vieja bruja!"
 
 
"¿Tienes el yesquero?" preguntó la mujer.
 
 
"¡Caramba!" exclamó el soldado, "¡pues lo había olvidado!" Y fue a buscar la bolsita, con la yesca y el pedernal dentro. La vieja lo sacó del árbol, y nuestro hombre se encontró de nuevo en el camino, con los bolsillos, las botas, la mochila y la gorra repletos de oro.
 
 
"¿Para qué quieres el yesquero?" preguntó el soldado.
 
 
 
"¡Eso no te importa!" replicó la bruja. "Ya tienes tu dinero; ahora dame la bolsita."
 
 
"¿Conque sí, eh?" exclamó el mozo. "¡Me dices enseguida para qué quieres el yesquero, o desenvaino el sable y te corto la cabeza!"
 
 
"¡No!" insistió la mujer.
 
 
Y el soldado le cercenó la cabeza y dejó en el suelo el cadáver de la bruja. Puso todo el dinero en su delantal, colgóselo de la espalda como un hato, guardó también el yesquero y se encaminó directamente a la ciudad.
 
 
 
Era una población magnífica, y nuestro hombre entró en la mejor de sus posadas y pidió la mejor habitación y sus platos preferidos, pues ya era rico con tanto dinero.
 
 
 
Al criado que recibió orden de limpiarle las botas ocurriósele que eran muy viejas para tan rico caballero; pero es que no se había comprado aún unas nuevas. Al día siguiente adquirió unas botas como Dios manda y vestidos elegantes. Y ahí tenéis al soldado convertido en un gran señor. Le contaron todas las magnificencias que contenía la ciudad, y le hablaron del Rey y de lo preciosa que era la princesa, su hija.
 
 
 
"¿Dónde se puede ver?" preguntó el soldado.
 
 
 
"No hay medio de verla," le respondieron. "Vive en un gran palacio de cobre, rodeado de muchas murallas y torres. Nadie, excepto el Rey, puede entrar y salir, pues existe la profecía de que la princesa se casará con un simple soldado, y el Monarca no quiere pasar por ello."
 
 
 
"Me gustaría verla," pensó el soldado; pero no había modo de obtener una autorización.
 
 
 
El hombre llevaba una gran vida: iba al teatro, paseaba en coche por el parque y daba mucho dinero a los pobres, lo cual decía mucho en su favor. Se acordaba muy bien de lo duro que es no tener una perra gorda. Ahora era rico, vestía hermosos trajes e hizo muchos amigos, que lo consideraban como persona excelente, un auténtico caballero, lo cual gustaba al soldado. Pero como cada día gastaba dinero y nunca ingresaba un céntimo, al final le quedaron sólo dos ochavos. Tuvo que abandonar las lujosas habitaciones a que se había acostumbrado y alojarse en la buhardilla, en un cuartucho sórdido bajo el tejado, limpiarse él mismo las botas y coserlas con una aguja saquera. Y sus amigos dejaron de visitarlo; ¡había que subir tantas escaleras!
 
 
 
Un día, ya oscurecido, se encontró con que no podía comprarse ni una vela, y entonces se acordó de un cacho de yesca que había en la bolsita sacada del árbol de la bruja. Buscó la bolsa y sacó el trocito de yesca; y he aquí que al percutirla con el pedernal y saltar las chispas, se abrió súbitamente la puerta y se presentó el perro de ojos como tazas de café que había encontrado en el árbol, diciendo: "¿Qué manda mi señor?"
 
 
 
"¿Qué significa esto?" inquirió el soldado. "¡Vaya yesquero gracioso, si con él puedo obtener lo que quiera! Tráeme un poco de dinero," ordenó al perro; éste se retiró, y estuvo de vuelta en un santiamén con un gran bolso de dinero en la boca.
 
 
 
Entonces se enteró el soldado de la maravillosa virtud de su yesquero. Si golpeaba una vez, comparecía el perro de la caja de las monedas de cobre; si dos veces, se presentaba el de la plata, y si tres, acudía el del oro. Nuestro soldado volvió a sus lujosas habitaciones del primer piso, vistióse de nuevo con ricas prendas, y sus amigos volvieron a ponerlo por las nubes.
 
 
 
Un día le vino un pensamiento: "¡Es bien extraño que no haya modo de ver a la princesa!. Debe de ser muy hermosa, pero ¿de qué le sirve, si se ha de pasar la vida en el palacio de cobre rodeado de murallas y torres? ¿No habría modo de verla? ¿Dónde está el yesquero?" y, al encender la yesca, se presentó el perro de ojos grandes como tazas de café.
 
 
 
"Ya sé que estamos a altas horas de la noche," dijo el soldado, "pero me gustaría mucho ver a la princesa, aunque fuera sólo un momento."
 
 
 
El perro se retiró enseguida, y antes de que el soldado tuviera tiempo de pensarlo, volvió a entrar con la doncella, la cual venía sentada en su espalda, dormida, y era tan hermosa, que a la legua se veía que se trataba de una princesa. El soldado no pudo resistir y la besó; por algo era un soldado hecho y derecho.
 
 
 
Marchóse entonces el perro con la doncella; pero cuando, a la mañana, acudieron el Rey y la Reina, su hija les contó que había tenido un extraño sueño, de un perro y un soldado. Ella iba montada en un perro, y el soldado la había besado.
 
 
 
"¡Pues vaya historia!" exclamó la Reina.
 
 
 
Y dispusieron que a la noche siguiente una vieja dama de honor se quedase de guardia junto a la cama de la princesa, para cerciorarse de si se trataba o no de un sueño.
 
 
 
Al soldado le entraron unos deseos locos de volver a ver a la hija del Rey, y por la noche llamó al perro, el cual acudió a toda prisa a su habitación con la muchacha a cuestas; pero la vieja dama corrió tanto como él, y al observar que su ama desaparecía en una casa, pensó: "Ahora ya sé dónde está," y con un pedazo de tiza trazó una gran cruz en la puerta. Regresó luego a palacio y se acostó; mas el perro, al darse cuenta de la cruz marcada en la puerta, trazó otras iguales en todas las demás de la ciudad. Fue una gran idea, pues la dama no podría distinguir la puerta, ya que todas tenían una cruz.
 
 
 
Al amanecer, el Rey, la Reina, la dama de honor y todos los oficiales salieron para descubrir dónde había estado la princesa.
 
 
 
"¡Es aquí!" exclamó el Rey al ver la primera puerta con una cruz dibujada.
 
 
 
"¡No, es allí, cariño!" dijo la Reina, viendo una segunda puerta con el mismo dibujo.
 
 
 
"¡Pero si las hay en todas partes!" observaron los demás, pues dondequiera que mirasen veían cruces en las puertas. Entonces comprendieron que era inútil seguir buscando.
 
 
 
Pero la Reina era una dama muy ladina, cuya ciencia no se agotaba en saber pasear en coche. Tomando sus grandes tijeras de oro, cortó una tela de seda y confeccionó una linda bolsita. La llenó luego de sémola de alforfón y la ató a la espalda de la princesa, abriendo un agujerito en ella, con objeto de que durante el camino se fuese saliendo la sémola.
 
 
 
Por la noche se presentó de nuevo el perro, montó a la princesa en su lomo y la condujo a la ventana del soldado, trepando por la pared hasta su habitación.
 
 
 
A la mañana siguiente el Rey y la Reina descubrieron el lugar donde habla sido llevada su hija, y, mandando prender al soldado, lo encerraron en la cárcel.
 
 
 
Sí señor, a la cárcel fue a parar. ¡Qué oscura y fea era la celda! ¡Y si todo parara en eso! "Mañana serás ahorcado," le dijeron. La perspectiva no era muy alegre, que digamos; para colmo, se había dejado el yesquero en casa. Por la mañana pudo ver, por la estrecha reja de la prisión, cómo toda la gente llegaba presurosa de la ciudad para asistir a la ejecución; oyó los tambores y presenció el desfile de las tropas. Todo el mundo corría; entre la multitud iba un aprendiz de zapatero, en mandil y zapatillas, galopando con tanta prisa, que una de las babuchas le salió disparada y fue a dar contra la pared en que estaba la reja por donde miraba el soldado.
 
 
 
"¡Hola, zapatero, no corras tanto!" le gritó éste, "no harán nada sin mí. Pero si quieres ir a mi casa y traerme mí yesquero, te daré cuatro perras gordas. ¡Pero tienes que ir ligero!" El aprendiz, contento ante la perspectiva de ganarse unas perras, echó a correr hacia la posada y no tardó en estar de vuelta con la bolsita, que entregó al soldado. ¡Y ahora viene lo bueno!
 
 
 
En las afueras de la ciudad habían levantado una horca, y a su alrededor formaba la tropa y se apiñaba la multitud: millares de personas. El Rey y la Reina ocupaban un trono magnífico, frente al tribunal y al consejo en pleno.
 
 
 
El soldado estaba ya en lo alto de la escalera, pero cuando quisieron ajustarle la cuerda al cuello, rogó que, antes de cumplirse el castigo, se le permitiera, pobre pecador, satisfacer un inocente deseo: fumarse una pipa, la última que disfrutaría en este mundo.
 
 
 
El Rey no quiso negarle tan modesta petición, y el soldado, sacando la yesca y el pedernal, los golpeó una, dos, tres veces. Inmediatamente se presentaron los tres perros: el de los ojos como tazas de café, el que los tenía como ruedas de molino, y el de los del tamaño de la Torre Redonda.
 
 
 
"Ayudadme a impedir que me ahorquen," dijo el soldado. Y los canes se arrojaron sobre los jueces y sobre todo el consejo, cogiendo a los unos por las piernas y a los otros por la nariz y lanzándolos al aire, tan alto, que al caer se hicieron todos pedazos.
 
 
 
"¡A mí no, a mí no!" gritaba el Rey; pero el mayor de los perros arremetió contra él y la Reina, y los arrojó adonde estaban los demás. Al verlo, los soldados se asustaron, y todo el pueblo gritó: "¡Buen soldado, serás nuestro Rey y te casarás con la bella princesa!"
 
 
 
Y a continuación sentaron al soldado en la carroza real, los tres canes abrieron la marcha, danzando y gritando "¡hurra!," mientras los muchachos silbaban con los dedos, y las tropas presentaban armas. La princesa salió del palacio de cobre y fue Reina. ¡Y bien que le supo! La boda duró ocho días, y los perros, sentados junto a la mesa, asistieron a ella con sus ojazos bien abiertos.
 
 
 
* * * FIN * * *
 
 
 
 

Hans Christian Andersen


 
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