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viernes, diciembre 13, 2013

Inés del alma mía, ISABEL ALLENDE ((23))




Inés del alma mía[Document Transcript]... En alta mar volví a padecer el acoso de los hombres, a pesar de la vigilancia permanente de los frailes. Los sentía acechándome como una jauría de perros. ¿Emanaba yo el olor de una hembra en celo? En la intimidad de mi camarote, me lavaba con agua de mar, asustada de ese poder que no deseaba, porque podía volverse contra mí. Soñaba con lobos jadeantes, las lenguas colgando, los colmillos ensangrentados, dispuestos a saltarme encima, todos a la vez. A veces los lobos tenían el rostro de Sebastián Romero. Pasaba las noches en vela, encerrada en mi cabina, cosiendo, rezando, sin atreverme a salir al aire fresco de la noche, para calmar los nervios, por temor a la constante presencia masculina en la oscuridad. Temía esa amenaza, es cierto, pero también me atraía y fascinaba. El deseo era un abismo terrible que se abría a mis pies y me invitaba a dar un salto y perderme en sus profundidades. Conocía la fiesta y el tormento de la pasión porque los había vivido con Juan de Málaga en los primeros años de nuestra unión. Muchos defectos tenía mi marido, pero no puedo
negar que era un amante incansable y divertido, por eso lo perdoné una y otra vez. Cuando ya nada me quedaba del amor o del respeto por él, seguía deseándolo. Para protegerme de la tentación del amor, me decía que nunca encontraría a otro capaz de darme tanto gozo como Juan. Sabía que debía cuidarme de las enfermedades que contagian los hombres; había visto sus efectos y, por muy sana que fuese, las temía como al Diablo, ya que basta el menor contacto con el mal francés para infectarse. Además, podía quedar preñada, porque las esponjas con vinagre no son remedio seguro, y tanto había rogado a la Virgen por un hijo, que ésta podía hacerme el favor a destiempo. Los milagros suelen ser inoportunos. Esas buenas razones me sirvieron durante años de forzada castidad, en los que mi corazón aprendió a vivir sofocado pero mi cuerpo nunca dejó de reclamar. En este Nuevo Mundo el aire es caliente, propicio a la sensualidad, todo es más intenso, el color, los aromas, los sabores; incluso las flores, con sus terribles fragancias, y las frutas, tibias y pegajosas, incitan a la lascivia. En Cartagena y luego en Panamá dudaba de los principios que me sostenían en España. Se me iba la juventud, se me gastaba la vida... ¿A quién le interesaba mi virtud? ¿Quién me juzgaba? Concluí que Dios debía de ser más complaciente en las Indias que en Extremadura. Si perdonaba los agravios cometidos en su nombre contra millares de indígenas, ciertamente perdonaría las debilidades de una pobre mujer.
Tuve gran alegría cuando llegamos sanos y salvos al puerto del Callao y pude abandonar el barco, donde empezaba a perder la razón. No hay nada tan opresivo como el confinamiento de una nave en la inmensidad de las aguas negras del océano, sin fondo y sin límite. «Puerto» resulta una palabra demasiado ambiciosa para el Callao de esos años. Dicen que ahora es el puerto más importante del Pacífico, de donde salen incalculables tesoros hacia España, pero entonces era un muelle mísero. Del Callao fui con los frailes a la Ciudad de los Reyes, que ahora llaman Lima, nombre menos gracioso. Como prefiero el primero, así seguiré llamándola. La ciudad, recién fundada por Francisco Pizarro en un gran valle, me pareció eternamente nublada; la luz del sol, al filtrarse en el aire húmedo, le daba un aspecto etéreo, como los borrosos dibujos de Daniel Belalcázar. Allí hice las indagaciones necesarias y a los pocos días encontré a un soldado que conocía a Juan de Málaga.
-Habéis llegado tarde, señora -me dijo-. Vuestro marido pereció en la batalla de Las Salinas.
-Juan no era soldado -le aclaré.
-Aquí no hay otro oficio, hasta los frailes empuñan la espada.
El hombre tenía mala catadura, una barba montaraz que le cubría la mitad del pecho, la ropa en hilachas e inmunda, la boca sin dientes y la conducta de un ebrio. Me juró que había sido amigo de mi marido, pero no lo creí, porque primero me contó que Juan era soldado de infantería, endeudado por el juego y debilitado por el vicio de las
mujeres y el vino, y luego empezó a divagar sobre un penacho de plumas y una capa de brocado. Para terminar de espantarme, se me fue encima con la intención de abrazarme, y cuando lo rechacé, ofreció comprar mis favores con monedas de oro.
Ya que había llegado tan lejos -de Extremadura a los antiguos dominios deAtahualpa-, decidí que bien podía hacer un último esfuerzo y me sumé a una caravana que transportaba bastimentos y una manada de llamas y alpacas al Cuzco. Nos custodiaba un grupo de soldados al mando de un tal alférez Núñez, soltero, guapo, jactancioso y, por lo visto, acostumbrado a satisfacer sus caprichos. En la caravana iban dos frailes, un escribano, un auditor y un médico alemán, además de los soldados, todos a caballo, en mula o transportados en litera por los indios. Yo era la única española, pero algunas indias quechuas con sus niños acompañaban a la interminable hilera de cargadores llevando vituallas para sus maridos. Las ropas de lana de colores brillantes les daban un aire alegre, pero en verdad tenían la expresión hosca y rencorosa de la gente sometida. Eran de corta estatura, pómulos altos, ojos pequeños y alargados, y dientes negros por las hojas de coca que masticaban para darse ánimo. Los niños me parecieron encantadores, y algunas mujeres atrayentes, aunque nunca sonreían. Nos siguieron por varias leguas, hasta que recibieron de Núñez la orden de regresar a sus casas; entonces se fueron una a una, conduciendo a sus hijos de la mano. Los hombres que llevaban el equipaje a la espalda eran muy fuertes y, a pesar de ir descalzos y cargados como bestias, resistían los caprichos del clima y las fatigas del viaje mejor que nosotros, que íbamos montados. Podían marchar horas y horas sin perder el ritmo de su trotecito, callados y ausentes, como si anduvieran en sueños. Hablaban un castellano mínimo, quejumbroso, cantado y siempre en tono de pregunta. Sólo se alteraban con los ladridos de los perros del alférez Núñez, dos fieros mastines entrenados para matar.
Núñez empezó a acosarme el primer día de marcha y ya no me dejó en paz. Procuré mantenerlo a raya con prudencia, recordándole mi condición de casada, porque no me convenía enemistarme con él, pero a medida que avanzábamos su atrevimiento aumentaba. Hacía alarde de su condición de hidalgo, lo que me costaba creer dada su conducta. Había hecho algo de fortuna y mantenía a treinta concubinas indias repartidas entre la Ciudad de los Reyes y el Cuzco, «todas muy complacientes», según las describía. En su pueblo de España eso habría sido un escándalo, pero en el Nuevo Mundo, donde los españoles toman a las indias y negras a su antojo, es la norma. Los mas las abandonan después de forzarlas, pero algunos las mantienen a su servicio, aunque rara vez se ocupan de los críos que nacen de esas madres sometidas. Así van poblando estas tierras de mestizos resentidos. Núñez me ofreció desprenderse de sus mancebas cuando yo aceptara su propuesta, pues no le cabía duda de que lo haría apenas comprobara la muerte de mi marido que, según él, era segura. Este orondo alférez se parecía demasiado a Juan de Málaga en sus defectos y no tenía ninguna de sus virtudes como para que yo pudiera amarlo. No soy de las personas que tropiezan dos veces con la misma piedra. [23]



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Hermoso saber que existen personas que lean este proyecto. Gracias por su honorable visita. Les saluda y le doy la bienvenida a leer: Luna Cielo Azul. ©Siervadelmesías.

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