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jueves, diciembre 12, 2013
Inés del alma mía, ISABEL ALLENDE ((21))
Inés del alma mía[Document Transcript]... Pedro de Valdivia llegó a la Ciudad de los Reyes en aquellos días y se puso a las órdenes de quien le había convocado, Francisco Pizarro. Respetuoso de la legalidad, no cuestionó la autoridad ni las intenciones del gobernador; éste era el representante de Carlos V, y eso le bastó. Sin embargo, lo último que Valdivia deseaba era participar en una guerra civil. Había viajado hasta allí para combatir a indios insurrectos, y nunca se puso en el caso de tener que hacerlo contra otros españoles. Trató de servir de intermediario entre Pizarro y Almagro para llegar a una solución pacífica, y en un momento creyó estar a punto de lograrla. No conocía a Pizarro, quien decía una cosa, pero en la sombra planeaba otra. Mientras el gobernador se daba tiempo con discursos de amistad, preparaba su plan para acabar con Almagro, siempre con la idea fija de gobernar solo y apropiarse del Cuzco. Envidiaba los méritos de Almagro, su eterno optimismo y, sobre todo, la lealtad que provocaba en sus soldados, porque él se sabía detestado.
Después de más de un año de escaramuzas, convenios violados y traiciones, las fuerzas de ambos rivales se enfrentaron en Las Salinas, cerca del Cuzco. Francisco Pizarro no encabezó su ejército, sino que lo colocó bajo el mando de Pedro de Valdivia, cuyos méritos militares eran conocidos de todos. Lo nombró maestre de campo, porque había luchado bajo las órdenes del marqués de Pescara en Italia y tenía experiencia en batirse contra europeos, ya que una cosa era enfrentarse con indios mal armados y anárquicos y otra era hacerlo contra disciplinados soldados españoles. En su representación asistió a la batalla su hermano, Hernando Pizarro, odiado por su crueldad y arrogancia. Deseo que esto quede muy claro, para que no se culpe a Pedro de Valdivia de las atrocidades cometidas en esos días, de las cuales tuve pruebas contundentes porque me tocó atender a los infelices cuyas llagas no sanaban aun meses después de la batalla. Los pizarristas contaban con cañones y doscientos hombres más que Almagro; estaban muy bien armados, llevaban arcabuces nuevos y unas balas mortíferas, como pelotas de hierro que al abrirse desplegaban varias cuchillas afiladas. Tenían la moral alta y se hallaban bien descansados, mientras que sus contrarios venían de pasar grandes penurias en Chile y en la tarea de sofocar la sublevación de los indios del Perú. Diego de Almagro estaba muy enfermo y tampoco participó en la batalla.
Los dos ejércitos se dieron cita en el valle de Las Salinas, en un rosado amanecer, mientras millares de indios quechuas observaban desde las colinas el divertido espectáculo de los viracochas matándose unos a otros como fieras rabiosas. No entendían las ceremonias ni las razones de esos barbudos guerreros. Primero formaban en filas ordenadas, luciendo sus bruñidas armaduras y gallardos caballos, luego ponían una rodilla en tierra, mientras otros viracochas, vestidos de negro, hacían magia con cruces y copones. Comían un pedacito de pan, se santiguaban, recibían bendiciones, se saludaban de lejos, y al fin, cuando ya habían transcurrido casi dos horas de esta danza, se aprestaban para asesinarse mutuamente. Lo hacían
con método y ensañamiento. Durante horas y más horas peleaban cuerpo a cuerpo gritando lo mismo: «¡Viva el Rey y España!» «¡Santiago y a ellos!». En la confusión y el polvo que levantaban las patas de las bestias y las botas de los hombres, no se sabía quién era quién, porque los uniformes se habían vuelto todos color arcilla. Entretanto, los indios aplaudían, cruzaban apuestas, saboreaban su merienda de maíz asado y carne salada, mascaban coca, bebían chicha, se acaloraban y se cansaban, porque la reñida batalla duraba demasiado.
Al final del día los pizarristas salieron vencedores gracias a la pericia militar del maestre de campo, Pedro de Valdivia, héroe de la jornada, pero fue Hernando Pizarro quien dio la última orden: «¡A degüello!». Sus soldados, animados por un odio nuevo, que después ellos mismos no se explicaban y los cronistas no podrían enderezar, se encarnizaron en un baño de sangre contra cientos de sus compatriotas, muchos de los cuales habían sido sus hermanos en la aventura de descubrir y conquistar el Perú. Remataron a los heridos del ejército almagrista y entraron a hierro y pólvora al Cuzco, donde violaron a las mujeres, tanto españolas como indias y negras, y robaron y destrozaron hasta saciarse. Acometieron contra los vencidos con tanto salvajismo como los incas, lo que es mucho decir, porque éstos nunca fueron considerados, basta recordar que entre los tormentos habituales estaba el de colgar a los condenados por los pies con las tripas enrolladas al cuello, o el de desollarlos y, mientras aún estaban vivos, hacer tambores con la piel. No llegaron a tanto los españoles en esa ocasión, porque andaban apurados, según me contaron algunos sobrevivientes. Varios soldados de Almagro que no perecieron de inmediato a manos de sus compatriotas fueron aniquilados por los indios, que descendieron de los cerros al final de la batalla, dando alaridos de contento, porque por una vez las víctimas no eran ellos. Celebraron vejando los cadáveres; los hicieron picadillo a cuchilladas y golpes de piedra. Para Valdivia, quien había luchado desde los veinte años en muchos frentes y contra diversos enemigos, ése fue uno de los más vergonzosos momentos de su oficio de militar. A menudo despertó gritando en mis brazos, atormentado por pesadillas en que se le aparecían los compañeros degollados, tal como después del saqueo de Roma se le aparecían madres que se suicidaban con sus hijos para escapar de la soldadesca.
Diego de Almagro, de sesenta y un años y muy debilitado por su enfermedad y la campaña de Chile, fue hecho prisionero, humillado y sometido aun juicio que duró dos meses, en el que no tuvo oportunidad de defenderse. Cuando supo que había sido sentenciado a muerte, pidió que el maestre de campo enemigo, Pedro de Valdivia, fuese testigo de sus últimas disposiciones; no encontró otro más digno de su confianza. Diego de Almagro era todavía un hombre de buena estampa, a pesar de los estragos de la sífilis y de tantas batallas. Llevaba un parche negro en el ojo que había perdido en un encuentro con salvajes antes de descubrir el Perú.
En esa ocasión, él mismo se arrancó de un tirón la flecha, con el ojo ensartado en ella, y continuó peleando. Un hacha de piedra filuda le rebanó tres dedos de la mano derecha, entonces empuñó la espada con la izquierda y así, ciego y cubierto de sangre, se batió hasta que fue socorrido por sus compañeros. Después le cauterizaron la herida con un hierro al rojo y aceite hirviendo, lo que le deformó la cara pero no destruyó el atractivo de su risa franca y su expresión amable.
-¡Que le den tormento en la plaza, delante de toda la población! ¡Merece ejemplar castigo! -ordenó Hernando Pizarro. -No seré partícipe de eso, excelencia. Los soldados no lo aceptarán. Ha sido duro batirse entre hermanos, no echemos sal en la herida. Podría haber una revuelta en la tropa -le aconsejó Valdivia.
-Almagro nació villano, que muera como un villano -replicó Hernando Pizarro. Pedro de Valdivia se abstuvo de recordarle que los Pizarro no eran de mejor
cuna que Diego de Almagro. También Francisco Pizarro era hijo ilegítimo, no recibió educación y había sido abandonado por su madre. Los dos eran pobres de solemnidad antes de que un afortunado revés del destino los colocara en el Perú y los hiciera más ricos que el rey Salomón.
-Don Diego de Almagro ostenta los títulos de adelantado y gobernador de Nueva Toledo. ¿Qué explicación se le dará a nuestro emperador? -insistió Valdivia-. Os repito, con todo respeto, excelencia, que no conviene provocar a los soldados, cuyos ánimos ya están bastante exaltados. Diego de Almagro es un militar sin tacha.
-¡Volvió de Chile derrotado por una banda de salvajes desnudos! -exclamóHerrando Pizarro.
-No, excelencia. Regresó de Chile para socorrer al hermano de vuestra merced, el señor marqués gobernador.
Hernando Pizarro comprendió que el maestre de campo tenía razón, pero no estaba en su carácter retractarse y menos perdonar al enemigo. Ordenó que Almagro fuese degollado en la plaza del Cuzco. En los días previos a la ejecución, Valdivia estuvo a menudo a solas con Almagro en la celda lóbrega e inmunda que fue la última morada del adelantado. Lo admiraba por sus hazañas de soldado y su fama de generoso, aunque conocía algunos de sus errores y flaquezas. En cautiverio, Almagro le contó lo que vivió en Chile durante los dieciocho meses de su peregrinaje, plantando en la imaginación de Valdivia el proyecto de la conquista que él no pudo llevar a cabo. Le describió el espantoso viaje por las altas sierras, vigilados por los cóndores, que volaban en lentos círculos sobre sus cabezas a la espera de nuevos caídos para limpiarles los huesos. El frío mató a más de dos mil indios auxiliares -los llamados yanaconas-, doscientos negros, cerca de cincuenta españoles e incontables caballos y perros. Hasta los piojos desaparecían, y las pulgas caían de las ropas como semillitas. Nada crecía allí, ni un liquen, todo era roca, viento, hielo y soledad.
-Era tanta la consternación, don Pedro, que masticábamos la carne cruda de los animales congelados y bebíamos la orina de los caballos. De día marchábamos a paso forzado, para evitar que nos cubriera la nieve y nos paralizara el miedo. De noche dormíamos abrazados con las bestias. Cada amanecer contábamos a los indios muertos y mascullábamos deprisa un padrenuestro por sus almas, pues no había tiempo para más. Los cuerpos quedaron donde cayeron, como monolitos de hielo señalando el camino para los extraviados viajeros del futuro. [21]
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Hermoso saber que existen personas que lean este proyecto. Gracias por su honorable visita. Les saluda y le doy la bienvenida a leer: Luna Cielo Azul. ©Siervadelmesías.