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jueves, diciembre 12, 2013

Inés del alma mía, ISABEL ALLENDE ((22))





Inés del alma mía[Document Transcript]... Agregó que las armaduras de los castellanos se congelaban, aprisionándolos, y que al quitarse las botas o los guantes se desprendían los dedos sin dolor. Ni un demente hubiese emprendido el regreso por la misma ruta, le explicó, por eso prefirió enfrentarse al desierto; no imaginaba que también sería terrible. ¡Cuánto esfuerzo y padecimiento cuesta el cristiano deber de conquistar!, pensaba Valdivia.
-Durante el día el calor del desierto es como una hoguera y la luz es tan intensa que enloquece a hombres y caballos por igual, induciéndoles a ver visiones de árboles y remansos de agua dulce -contó el adelantado-. Apenas se oculta el sol, baja de súbito la temperatura y cae la camanchaca, un rocío tan helado como las nieves profundas que nos atormentaron en las cumbres de la sierra. Llevábamos abundante agua en barriles y en odres de cuero, pero pronto se nos hizo escasa. La sed mató a muchos indios y envileció a los españoles.
-En verdad parece un viaje al infierno, don Diego -comentó Valdivia.
-Lo fue, don Pedro, pero os aseguro que si me alcanzara la vida volvería a intentarlo.
-¿Por qué, si son tan espantosos los obstáculos y tan pobre la recompensa?-Porque una vez vencida la cordillera y el desierto que separan a Chile del resto
de la tierra conocida, se encuentran colinas suaves, bosques fragantes, fértiles valles, ríos copiosos y un clima tan amable como no lo hay en España ni en ninguna otra parte. Chile es un paraíso, don Pedro. Es allí donde debemos fundar nuestras ciudades y prosperar.
-¿Y qué opinión tiene vuestra merced de los indios de Chile? -preguntó Valdivia. -Alprincipio encontramos salvajes amistosos, unos que llaman promaucaes y son de raza similar a la mapuche, pero de otras tribus. Luego éstos se volvieron contra
nosotros. Están mezclados con indios del Perú y el Ecuador, son súbditos del incanato, cuyo dominio llegó sólo al río Bío-Bío. Nos entendimos con algunos curacas o jefes incas, pero no pudimos continuar hacia el sur, porque allí están esos mapuche, que son muy aguerridos. Con deciros, don Pedro, que en ninguna de mis arriesgadas expediciones y batallas encontré enemigos tan formidables como aquellos bárbaros armados de palos y piedras.
-Deben de serlo, adelantado, si pudieron deteneros a vos y a vuestros soldados, de tanta fama...
-Los mapuche sólo saben de guerra y libertad. No tienen rey ni entienden de jerarquías, sólo obedecen a sus toquis durante el lapso de la batalla. Libertad,
libertad, sólo libertad. Es lo más importante para ellos, por eso no pudimos someterlos, tal como no lo lograron los incas. Las mujeres realizan todo el trabajo, mientras que los hombres no hacen otra cosa que prepararse para pelear. La condena de Diego de Almagro se cumplió una mañana de pleno invierno en 1538. A última hora Pizarro cambió la sentencia, por temor a la reacción de los soldados si lo degollaban en público, como había ordenado. Lo ejecutaron en su celda. El verdugo le aplicó el tormento del garrote vil, estrangulándolo lentamente con una cuerda, y luego su cuerpo fue llevado a la plaza del Cuzco, donde lo decapitaron, aunque tampoco se atrevieron a exponer la cabeza en un gancho de carnicero, como estaba planeado. Para entonces Hernando Pizarro comenzaba a darse cuenta de la magnitud de lo que había hecho y a preguntarse cuál sería la reacción del emperador Carlos V. Decidió dar a Diego de Almagro un entierro digno, y él mismo, vestido de luto riguroso, encabezó el cortejo fúnebre. Años más tarde todos los hermanos Pizarro pagaron sus crímenes, pero ésa es otra historia.
He debido alargarme en la narración de estos episodios porque explican la determinación de Pedro de Valdivia de alejarse del Perú, que estaba desgarrado por la insidia y la corrupción, y conquistar el territorio aún inocente de Chile, empresa que compartió conmigo.
La batalla de Las Salinas y la muerte de Diego de Almagro ocurrieron unos meses antes de mi viaje al Cuzco. A la sazón, yo me hallaba en Panamá, donde varias personas me dijeron que habían visto a Juan de Málaga, aguardando noticias de mi marido. En el puerto se daban cita quienes iban o venían de España. Muchos viajeros pasaban por allí-soldados, empleados de la Corona, cronistas, frailes, científicos, aventureros ybandidos-, todos cocinándose en el mismo vaho de los trópicos. Con ellos yo enviaba mensajes hacia los cuatro puntos cardinales, pero el tiempo se arrastraba sin una respuesta de mi marido. Entretanto, me gané la vida con los oficios que conozco: coser, cocinar, componer huesos y curar heridas. Nada podía hacer por ayudar a quienes sufrían de peste, fiebres que convierten la sangre en melaza, mal francés y picaduras de bichos ponzoñosos, que allí abundan y no tienen remedio. Como mi madre y mi abuela, tengo salud de roble y pude vivir en los trópicos sin enfermarme. Más tarde, en Chile, sobreviví sin problemas en el desierto, caliente como una hoguera, en diluvios invernales, que mataban de gripe a los hombres más robustos, y durante las epidemias de tifus y viruela, en las que me tocó cuidar y enterrar a víctimas pestilentes.
Un día, hablando con la tripulación de una goleta atracada en el puerto, me enteré de que Juan se había embarcado rumbo al Perú hacía ya un buen tiempo, como lo hicieron otros españoles al oír de las riquezas descubiertas por Pizarro y Almagro. Junté mis pertenencias, eché mano de mis ahorros y conseguí embarcarme hacia el sur con un grupo de frailes dominicos, porque no obtuve permiso para hacerlo sola.
Imagino que esos curas eran de la Inquisición, pero nunca se lo pregunté, porque la sola palabra me aterrorizaba entonces y me aterroriza todavía. Jamás olvidaré una quema de herejes que hubo en Plasencia cuando yo tenía unos ocho o nueve años. Volví a usar mis vestidos negros y asumí el papel de esposa desconsolada para que me ayudaran a llegar al Perú. Los frailes se maravillaban de mi fidelidad conyugal, que me conducía por el mundo persiguiendo a un marido que no me había convocado a su lado y cuyo paradero desconocía. Mi motivo no era la fidelidad, sino el deseo de salir del estado de incertidumbre en que Juan me había dejado. Hacía muchos años que no lo amaba, apenas recordaba su rostro y temía que cuando lo viera no lo reconocería. Tampoco pretendía quedarme en Panamá, expuesta a los apetitos de la soldadesca de paso y al clima insalubre.
La travesía en barco demoró más o menos siete semanas, zigzagueando en el océano de acuerdo con el capricho de los vientos. Para entonces, decenas de barcos españoles recorrían la ruta de ida y vuelta al Perú, pero las valiosas cartas de navegación eran todavía un secreto de Estado. Como no estaban completas, en cada viaje los pilotos tenían el deber de anotar sus observaciones, desde el color del agua y las nubes, hasta la menor novedad en el contorno de la costa cuando ésta se hallaba a la vista, así podían ajustar las cartas, que después servirían a otros viajeros. Nos tocó mar agitado, neblina, tormentas, rencillas entre los tripulantes y otros inconvenientes que me abstendré de relatar aquí para no alargarme demasiado. Baste decir que los frailes decían misa cada mañana y nos hacían rezar el rosario por la tarde para aplacar el océano y los ánimos pendencieros de los hombres. Todos los viajes son peligrosos. Me horroriza ir a merced del agua inmensa en una frágil embarcación, desafiando a Dios y a la Naturaleza, lejos del humano socorro. Prefiero verme sitiada por indios salvajes, como lo he estado tantas veces, que subirme de nuevo a un barco, por eso nunca se me ocurrió regresar a España, ni siquiera en los tiempos en que la amenaza de los indígenas nos obligó a evacuar las ciudades y a escapar como ratones. Supe siempre que mis huesos acabarían en tierra de Indias. [22]




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Hermoso saber que existen personas que lean este proyecto. Gracias por su honorable visita. Les saluda y le doy la bienvenida a leer: Luna Cielo Azul. ©Siervadelmesías.

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