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sábado, julio 20, 2013

LOS CUENTOS DE EVA LUNA ISABEL ALLENDE ((39))




Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 39 propósitos de su vida, y decidió con toda seriedad arrebatarle esa mujer al joyero para amarla de la mejor manera posible. Colocó su silla de medio lado y haciendo caso omiso de sus invitados se dedicó a medir la distancia que le separaba de ella, mientras Patricia Zimmerman se preguntaba si ese desconocido estaría examinando sus joyas con algún designio torcido. Esa misma noche llegó a la residencia de los Zimmerman un ramo descomunal de orquídeas. Patricia miró la tarjeta, un rectángulo color sepia con un nombre de novela escrito en arabescos dorados. De pésimo gusto, masculló, adivinando al punto que se trataba del tipo engominado del restaurante y ordenó poner el regalo en la calle en la esperanza de que el remitente anduviera rondando la casa y se enterara del paradero de sus flores. Al día siguiente trajeron una caja de cristal con una sola rosa perfecta, sin tarjeta. El mayordomo también la colocó en la basura. El resto de la semana despacharon ramos diversos: un canasto con flores silvestres en un lecho de lavanda, una pirámide de claveles blancos en copa de plata, una docena de tulipanes negros importados de Holanda y otras variedades imposibles de encontrar en esta tierra caliente. Todos tuvieron el mismo destino del primero, pero eso no desanimó al galán, cuyo acecho se tornó tan insoportable que Patricia Zimmerman no se atrevía a responder al teléfono por temor a escuchar su voz susurrándole indecencias, como le ocurrió el mismo martes a las dos de la madrugada. Devolvía sus cartas cerradas. Dejó de salir porque encontraba a Fortunato en lugares inesperados: observándola desde el palco vecino en la ópera, en la calle dispuesto a abrirle la puerta del coche antes de que su chófer alcanzara a esbozar el gesto, materializándose como una ilusión en un ascensor o en alguna escalera. Estaba prisionera en su casa, asustada. Ya se le pasará, ya se le pasará, se repetía, pero Fortunato no se disipó como un mal sueño, seguía allí, al otro lado de las paredes, resoplando. La mujer pensó llamar a la policía o recurrir a su marido, pero su horror al escándalo se lo impidió. Una mañana estaba atendiendo su correspondencia, cuando el mayordomo le anunció la visita del presidente de la empresa Fortunato e Hijos. –¿En mi propia casa, cómo se atreve? –murmuró Patricia con el corazón al galope. Necesitó echar mano de la implacable disciplina adquirida en tantos años de actuar en salones, para disimular el temblor de sus manos y su voz. Por un instante tuvo la tentación de enfrentarse con ese demente de una vez para siempre, pero comprendió que le fallarían las fuerzas, se sentía derrotada antes de verlo. –Dígale que no estoy. Muéstrele la puerta y avísele a los empleados que ese caballero no es bienvenido en esta casa –ordenó. Al día siguiente no hubo flores exóticas al desayuno y Patricia pensó, con un suspiro de alivio o de despecho, que el hombre había entendido por fin su mensaje. Esa mañana se sintió libre por primera vez en la semana y partió a jugar tenis y al salón de belleza. Regresó a las dos de la tarde con un nuevo corte de pelo y un fuerte dolor de cabeza. Al entrar vio sobre la mesa del vestíbulo un estuche de terciopelo morado con la marca de Zimmerman impresa en letras de oro. Lo abrió algo distraída, imaginando que su marido lo había dejado allí, y encontró un collar de esmeraldas acompañado de una de esas rebuscadas tarjetas de color sepia, que había aprendido a conocer y a detestar. El dolor de cabeza se le transformó en pánico. Ese aventurero parecía dispuesto a arruinarle la existencia, no sólo le compraba a su propio marido una joya imposible de disimular, sino que además se la enviaba con todo desparpajo a su casa. Esta vez no era posible echar el regalo a la basura como las rumas de flores recibidas hasta entonces. Con el estuche apretado contra el pecho se encerró en su escritorio. Media hora más tarde llamó al chófer y lo mandó a entregar un paquete a la misma dirección donde había devuelto varias cartas. Al desprenderse de la joya no sintió alivio alguno, por el contrario, tenía la impresión de hundirse en un pantano. Pero para esa fecha también Horacio Fortunato caminaba por un lodazal, sin avanzar ni un paso, dando vueltas a tientas. Nunca había necesitado tanto tiempo y dinero para cortejar a una mujer, aunque también era cierto, admitía, que hasta entonces todas eran diferentes a ésta. Se sentía ridículo por primera vez en su vida de saltimbanqui, no podía continuar así por 39 Librodot




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Hermoso saber que existen personas que lean este proyecto. Gracias por su honorable visita. Les saluda y le doy la bienvenida a leer: Luna Cielo Azul. ©Siervadelmesías.

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