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sábado, enero 12, 2013

LOS CUENTOS DE EVA LUNA ISABEL ALLENDE ((24))




Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 24 ofrecerle a los peones. Pablo era un hombre enjuto, de huesos de pollo y manos de infante, cuyo aspecto físico se contradecía con la tremenda tenacidad de su temperamento. Al lado de la opulenta y jovial Hermelinda, él parecía un mequetrefe enfurruñado, pero aquellos que al verlo llegar pensaron que podían reírse un rato a su costa, se llevaron una sorpresa desagradable. El pequeño forastero reaccionó como una víbora a la primera provocación, dispuesto a batirse con quien se le pusiera por delante, pero la trifulca se agotó antes de comenzar, porque la primera regla de Hermelinda era que bajo su techo no se peleaba. Una vez establecida su dignidad, Pablo se sosegó. Tenía una expresión decidida y algo fúnebre, hablaba poco y cuando lo hacía quedaba en evidencia su acento de España. Había salido de su patria escapando de la policía y vivía del contrabando a través de los desfiladeros de los Andes. Hasta entonces había sido un ermitaño hosco y pendenciero, que se burlaba del clima, las ovejas y los ingleses. No pertenecía en ningún lado y no reconocía amores ni deberes, pero ya no era tan joven y la soledad se le estaba instalando en los huesos. A veces despertaba al amanecer sobre el suelo helado, envuelto en su negra manta de Castilla y con la montura por almohada, sintiendo que todo el cuerpo le dolía. No era un dolor de músculos entumecidos, sino de tristezas acumuladas y de abandono. Estaba harto de deambular como un lobo, pero tampoco estaba hecho para la mansedumbre doméstica. Llegó hasta esas tierras porque oyó el rumor de que al final del mundo había una mujer capaz de torcer la dirección del viento, y quiso verla con sus propios ojos. La enorme distancia y los riesgos del camino no lograron hacerlo desistir y cuando por fin se encontró en la bodega y tuvo a Hermelinda al alcance de la mano, vio que ella estaba fabricada de su mismo recio metal y decidió que después de un viaje tan largo no valía la pena seguir viviendo sin ella. Se instaló en un rincón del cuarto a observarla con cuidado y a calcular sus posibilidades. El asturiano poseía tripas de acero y pudo ingerir varios vasos del licor de Hermelinda sin que se le aguaran los ojos. No aceptó quitarse la ropa para La Ronda de San Miguel, para el Mandandirun–dirun–dán ni para otras competencias que le parecieron francamente infantiles, pero al final de la noche, cuando llegó el momento culminante del Sapo, se sacudió los resabios del alcohol y se incorporó al coro de hombres en torno del círculo de tiza. Hermelinda le pareció hermosa y salvaje como una leona de las montañas. Sintió alborotársele el instinto de cazador y el vago dolor del desamparo, que le había atormentado los huesos durante todo el viaje, se le convirtió en gozosa anticipación. Vio los pies calzados con botas cortas, las medias tejidas sujetas con elásticos bajo las rodillas, los huesos largos y los músculos tensos de esas piernas de oro entre los vuelos de las enaguas amarillas y supo que tenía una sola oportunidad de conquistarla. Tomó posición, afirmando los pies en el suelo y balanceando el tronco hasta encontrar el eje mismo de su existencia, y con una mirada de cuchillo paralizó a la mujer en su sitio y la obligó a renunciar a sus trucos de contorsionista. O tal vez las cosas no sucedieron así, sino que fue ella quien lo escogió entre los demás para agasajarlo con el regalo de su compañía. Pablo aguzó la vista, exhaló todo el aire del pecho y después de unos segundos de concentración absoluta, lanzó la moneda. Todos la vieron hacer un arco perfecto y entrar limpiamente en el lugar preciso. Una salva de aplausos y silbidos envidiosos celebró la hazaña. Impasible, el contrabandista se acomodó el cinturón, dio tres pasos largos al frente, cogió a la mujer de la mano y la puso de pie, dispuesto a probarle en dos horas justas que ella tampoco podría ya prescindir de él. Salió casi arrastrándola y los demás se quedaron mirando sus relojes y bebiendo, hasta que pasó el tiempo del premio, pero ni Hermelinda ni el extranjero aparecieron. Transcurrieron tres horas, cuatro, toda la noche, amaneció y sonaron las campanas de la gerencia llamando al trabajo, sin que se abriera la puerta. Al mediodía los amantes salieron del cuarto. Pablo no cruzó ni una mirada con nadie, partió a ensillar su caballo, otro para Hermelinda y una mula para cargar el equipaje. La mujer vestía pantalón y chaqueta de viaje y llevaba una bolsa de lona repleta de monedas atada a la cintura. Había una nueva expresión en sus ojos y un bamboleo satisfecho en su trasero memorable. Ambos acomodaron con parsimonia los bártulos en el lomo de los animales, se 24 Librodot




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Hermoso saber que existen personas que lean este proyecto. Gracias por su honorable visita. Les saluda y le doy la bienvenida a leer: Luna Cielo Azul. ©Siervadelmesías.

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