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miércoles, abril 09, 2014

Inés del alma mía, ISABEL ALLENDE ((70))




Inés del alma mía[Document Transcript]... En Chile se recibían numerosos refuerzos militares por tierra y por mar, pero siempre eran insuficientes para ocupar ese vasto territorio de costa, bosque y montaña. Para congraciarse con sus soldados, el gobernador distribuía tierras e indios con su habitual generosidad, pero eran regalos de palabra, intenciones poéticas, ya que las tierras eran vírgenes y los nativos indómitos. Sólo mediante la fuerza bruta se podía obligar a los mapuche a trabajar. Su pierna había sanado, aunque siempre le dolía, pero ya podía montar a caballo. Recorría sin descanso la inmensidad del sur con su pequeño ejército, adentrándose en los bosques húmedos y sombríos, bajo la alta cúpula verde tejida por los árboles más nobles y coronada por la soberbia araucaria, que se perfilaba contra el cielo con su dura geometría. Las patas de los caballos pisaban un colchón fragante de humus, mientras los jinetes se abrían camino con las espadas en la espesura, a ratos impenetrable, de los helechos. Cruzaban arroyos de aguas frías, donde los pájaros solían quedar congelados en las orillas, las mismas aguas donde las madres mapuche sumergían a los recién nacidos. Los lagos eran prístinos espejos del azul intenso del cielo, tan quietos, podían contarse las piedrecillas en el fondo. Las arañas tejían sus encajes, perlados de rocío, entre las ramas de robles, arrayanes y avellanos. Las aves del bosque cantaban reunidas, diuca, chincol, jilguero, torcaza, tordo, zorzal, y hasta el pájaro carpintero, marcando el ritmo con su infatigable tac-tac-tac. Al paso de los caballeros se levantaban nubes de mariposas y los venados, curiosos, se acercaban a saludar. La luz se filtraba entre las hojas y dibujaba sombras en el paisaje; la niebla subía del suelo tibio y envolvía el mundo en un hálito de misterio. Lluvia y más lluvia, ríos, lagos, cascadas de aguas blancas y espumosas, un universo líquido. Y al fondo, siempre, las montañas nevadas, los volcanes humeantes, las nubes viajeras. En otoño el paisaje era de oro y sangre, enjoyado, magnífico. A Pedro de Valdivia se le escapaba el alma y se le quedaba enredada entre los esbeltos troncos vestidos de musgo, fino terciopelo. El Jardín del Edén, la tierra prometida, el paraíso. Mudo, mojado de lágrimas, el conquistador conquistado iba descubriendo el lugar donde acaba la tierra, Chile.
En una ocasión, iba con sus soldados por un boosque de avellanos, cuando cayeron trozos de oro de las copas de los árboles. Incrédulos ante aquel prodigio, los soldados desmontaron deprisa y se abalanzaron sobre los amarillos peñascos, mientras Valdivia, tan asombrado como sus hombres, intentaba impartir orden. Estaban disputándose el oro, cuando los rodearon cien flecheros mapuche. Lautaro les había enseñado a apuntar a los sitios vulnerables del cuerpo, donde los españoles no contaban con la protección del hierro. En menos de diez minutos quedó el bosque sembrado de muertos y heridos. Antes de que los sobrevivientes pudieran reaccionar, los indígenas desaparecieron con el mismo sigilo con que habían surgido momentos antes. Después se comprobó que el señuelo eran piedras del río cubiertas por una delgada lámina de oro.
Unas semanas más tarde, otro destacamento de españoles, que recorría la región, oyó voces femeninas. Se adelantaron al trote, apartaron los helechos y se encontraron ante una escena encantadora: un grupo de muchachas remojándose en el río, coronadas de flores, con sus largas cabelleras negras por única vestidura. Las míticas ondinas continuaron su baño sin dar muestras de temor cuando los soldados espolearon sus caballos y se lanzaron a cruzar el agua profiriendo gritos de anticipación. No llegaron lejos los lujuriosos barbudos, porque el lecho del río era un pantano donde se sumergieron los caballos hasta los ijares. Los hombres desmontaron con la intención de tirar a los animales hacia tierra firme, pero estaban presos en las pesadas armaduras y también comenzaron a hundirse en el fango. En eso aparecieron otra vez los implacables flecheros de Lautaro, que los acribillaron, mientras las desnudas beldades mapuche celebraban la carnicería desde la otra ribera [70]






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Hermoso saber que existen personas que lean este proyecto. Gracias por su honorable visita. Les saluda y le doy la bienvenida a leer: Luna Cielo Azul. ©Siervadelmesías.

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