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miércoles, abril 09, 2014
Inés del alma mía, ISABEL ALLENDE ((69))
Inés del alma mía[Document Transcript]... Según las noticias que llegaron a Santiago, Valdivia tomó alrededor de trescientos prisioneros -aunque él, ante el rey, admitió sólo doscientos- y mandó darles castigo: les cortaron la mano derecha de un hachazo y la nariz a cuchillo. Mientras unos soldados forzaban a los prisioneros a colocar el brazo sobre un tronco, para que los verdugos negros descargaran el filo del hacha, otros cauterizaban los muñones sumergiéndolos en sebo hirviente, así las víctimas no se desangraban y podían llevar el escarmiento a su tribu. Más allá, unos terceros mutilaban las caras de los infelices mapuche. Se llenaron canastos de manos y narices y la sangre empapaba la tierra. En su carta al rey, dijo Valdivia que, una vez se había hecho justicia, juntó a los cautivos y les habló, porque había entre ellos algunos caciques e indios principales. Declaró que «hacía aquello porque les había enviado a llamar muchas veces con requerimientos de paz y ellos no cumplieron». De modo que los torturados debieron soportar además una arenga en castellano. Los que aún eran capaces de tenerse en pie se alejaron trastabillando hacia el bosque para ir a enseñar sus muñones a sus compañeros. Muchos amputados caían desmayados, pero luego volvían a levantarse y se iban también, llenos de odio, sin dar a sus victimarios el placer de verlos suplicar o gemir de dolor. Cuando los verdugos ya no pudieron levantar las hachas y los cuchillos de cansancio y náusea, los soldados debieron reemplazarlos. Tiraron al río los canastos de manos y narices, que se fueron flotando hacia el mar, llevados por la corriente ensangrentada.
Cuando supeCuando supe de lo ocurrido le pregunté a Rodrigo cuál había sido el propósito de aquella carnicería, que a mi juicio traería horribles consecuencias, porque después de un hecho así no podíamos esperar misericordia de los mapuche, sino la peor venganza. Rodrigo me explicó que a veces estas acciones son necesarias para atemorizar al enemigo.
-¿También tú habrías hecho algo semejante? -quise saber.
-Creo que no, Inés, pero yo no estaba allí y no puedo juzgar las decisiones del capitán general.
-Estuve con Pedro en las buenas y en las malas durante diez años, Rodrigo, y esto no calza con la persona que conozco. Pedro ha cambiado mucho y, déjame decirte, me alegro de que ya no esté en mi vida.
-La guerra es la guerra. Ruego a Dios que termine pronto y podamos fundar esta nación en paz.
-Si la guerra es la guerra, también podemos justificar las matanzas de Francisco de Aguirre en el norte -le dije.
Después del salvaje escarmiento, Valdivia hizo recoger la comida y los animales que pudo confiscar de los indios y los llevó al fuerte. Envió mensajeros a las ciudades anunciando que en menos de cuatro meses, con ayuda del apóstol Santiago y Nuestra Señora, se había dado maña para imponer paz en esa tierra. Me pareció que se apresuraba en cantar victoria.
En los tres años que le quedaban de vida, vi a Pedro de Valdivia muy poco, sólo tuve noticias suyas por terceros. Mientras Rodrigo y yo prosperábamos casi sin darnos cuenta, porque donde poníamos el ojo crecía el ganado, se multiplicaban las siembras y surgía oro de las piedras, el gobernador se dedicó a construir fuertes y fundar ciudades en el sur. Primero plantaban la cruz y el estandarte, si había cura oficiaban misa, luego erguía el árbol de justicia, o patíbulo, y empezaban a cortar árboles para construir la muralla de defensa y las viviendas. Lo más arduo era conseguir pobladores, pero poco a poco iban llegando soldados y familias. Así surgieron, entre otras, Concepción, La Imperial y Villarrica, esta última cerca de las minas de oro que se descubrieron en un afluente del Bío-Bío. Tanto produjeron esas minas, que no corría en el comercio sino oro en polvo para adquirir pan, carne, frutas, hortalizas y lo demás; no había otra moneda sino oro. Mercaderes, taberneros y vendedores andaban cargados de pesas y balanzas para vender y comprar. Así se cumplió el sueño de los conquistadores y ya nadie se atrevió a llamar a Chile «país de rotosos» ni «sepultura de españoles». También se fundó la ciudad de Valdivia, llamada así por insistencia de los capitanes, no por vanidad del gobernador. Su escudo la describe: «Un río y una ciudad de plata». Los soldados contaban que en los vericuetos de la cordillera existía la afamada Ciudad de los Césares, entera de oro y piedras preciosas, defendida por bellas amazonas, es decir, el mismo mito de El Dorado, pero Pedro de Valdivia, hombre práctico, no perdió tiempo ni gente buscándola. [69]
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Hermoso saber que existen personas que lean este proyecto. Gracias por su honorable visita. Les saluda y le doy la bienvenida a leer: Luna Cielo Azul. ©Siervadelmesías.