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sábado, octubre 19, 2013

Inés del alma mía, ISABEL ALLENDE ((9))




Inés del alma mía[Document Transcript]... Entre los tercios de España iba otro atrevido hidalgo, Francisco de Aguirre, quien se convirtió de inmediato en el mejor amigo de Pedro. Tan fanfarrón y bullicioso era Francisco, como serio era Pedro, aunque ambos gozaban de igual fama de valientes. La familia Aguirre era vasca de origen, pero asentada en Talavera de la Reina, cerca de Toledo. Desde el principio el joven dio muestras de una audacia suicida; buscaba el peligro porque se creía protegido por la cruz de oro de su madre que llevaba al cuello. De la misma cadenilla colgaba un relicario con una mecha de cabello castaño, perteneciente a la hermosa joven que amaba desde niño con un amor prohibido, pues eran primos hermanos. Francisco había jurado permanecer célibe, ya que no podía casarse con su prima, pero eso no le impedía buscar los favores de cuanta
hembra se pusiera al alcance de su fogoso temperamento. Alto, guapo, con risa franca y una sonora voz de tenor, perfecta para animar tabernas y enamorar mujeres, no había quien se le resistiera. Pedro le advertía que se cuidara, porque el mal francés no perdona a moros, judíos ni cristianos, pero él confiaba en la cruz de su madre, que si había resultado ser infalible protección en la guerra, debía serlo también contra las consecuencias de la lujuria. Aguirre, amable y galante en sociedad, se transformaba en una fiera en la batalla, al contrario de Valdivia, quien se mostraba sereno y caballeroso aun ante los más álgidos peligros. Ambos jóvenes sabían leer y escribir, habían estudiado y poseían más cultura que la mayoría de los hidalgos. Pedro había recibido esmerada educación de un sacerdote, tío de su madre, con quien él convivió en la juventud y de quien se murmuraba en voz baja que era en realidad su padre, pero él jamás se atrevió a preguntárselo. Habría sido un insulto a su madre. Además, Aguirre y Valdivia tenían en común que vinieron al mundo en 1500, el mismo año del nacimiento del sacro emperador Carlos V, monarca de España, Alemania, Austria, Flandes, las Indias Occidentales, parte de África y más y más mundo. Los jóvenes no eran supersticiosos, pero se jactaban de estar unidos al rey bajo la misma estrella y, por lo tanto, destinados a similares hazañas militares. Creían que no había mejor propósito en esta vida que ser soldados bajo tan gallardo jefe; admiraban la estatura de titán del rey, su valor indomable, su habilidad de jinete y espadachín, su talento de estratega en la guerra y de hombre estudioso en la paz. Pedro y Francisco agradecían la suerte de ser católicos, garantía de salvación del alma, y españoles, es decir, superiores al resto de los mortales. Eran hidalgos de España, soberana del mundo, larga y ancha, más poderosa que el antiguo Imperio romano, señalada por Dios para descubrir, conquistar, cristianizar, fundar y poblar los más remotos rincones de la Tierra. Contaban con veinte años cuando partieron a combatir en Flandes y luego en las campañas de Italia, donde aprendieron que en la guerra la crueldad es una virtud y, dado que la muerte es una constante compañera, más vale tener el alma preparada.
Los dos oficiales servían bajo las órdenes de un extraordinario soldado, el marqués de Pescara, cuya apariencia algo afeminada podía ser engañosa, ya que bajo la armadura de oro y los atavíos de seda bordados de perlas, con que se presentaba al campo de batalla, había un raro genio militar, como demostró una y mil veces. En 1524, en medio de la guerra entre Francia y España, que se disputaban el control de Italia, el marqués y dos mil de los mejores soldados españoles desaparecieron de manera misteriosa, tragados por la bruma invernal. Se corrió la voz de que habían desertado, y circulaban coplas burlonas que los acusaban de traidores y cobardes, mientras ellos, ocultos en un castillo, se preparaban con el mayor sigilo. Estaban en noviembre y el frío congelaba el alma de los desventurados soldados acampados en el patio. No comprendían por qué los tenían allí, entumecidos y ansiosos, en vez de llevarlos a luchar contra los franceses. El marqués de Pescara no se daba prisa, esperaba el momento adecuado con la paciencia de un avezado cazador. Por fin, cuando ya habían pasado varias semanas, dio la señal a sus oficiales de aprontarse para la acción. Pedro
de Valdivia ordenó a los hombres de su batallón que se colocaran las armaduras sobre sus refajos de lana, tarea difícil, porque al tocar el gélido metal los dedos se pegaban en él, y luego les entregó sábanas para que se cubrieran. Así, como blancos espectros, marcharon en total silencio, tiritando de frío, durante la noche entera, hasta que al alba llegaron a las proximidades de la fortaleza enemiga. Los vigías en las almenas percibieron cierto movimiento sobre la nieve, pero creyeron que se trataba de las sombras de los árboles mecidos por el viento. No vieron a los españoles arrastrándose en blancas oleadas sobre el suelo blanco hasta el último instante, cuando éstos se lanzaron al ataque y los fulminaron por sorpresa. Esa victoria aplastante convirtió al marqués de Pescara en el militar más célebre de su tiempo. [9]



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Hermoso saber que existen personas que lean este proyecto. Gracias por su honorable visita. Les saluda y le doy la bienvenida a leer: Luna Cielo Azul. ©Siervadelmesías.

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