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miércoles, octubre 16, 2013

Inés del alma mía, ISABEL ALLENDE ((6))





Inés del alma mía[Document Transcript]... Mi madre me regaló una estatuilla tallada en madera de Nuestra Señora del Socorro, muy milagrosa, para que bendijera mi vientre, pero la Virgen seguramente tenía otros asuntos más importantes entre manos, porque desatendió mis súplicas. Hacía un par de años que no usaba la esponja con vinagre, pero de hijos, nada. La pasión que compartía con Juan fue transformándose en disgusto para ambas partes. En la medida en que yo le exigía más y le perdonaba menos, se fue alejando. Al final, casi no le hablaba, y él lo hacía sólo a gritos, pero no se atrevía a golpearme, porque en la única ocasión en que me levantó el puño le di con una sartén de hierro en la cabeza, tal como había hecho mi abuela con mi abuelo y después mi madre con mi padre. Dicen que por ese sartenazo mi padre se fue de nuestro lado y nunca más le vimos. Al menos en este respecto mi familia era diferente: los hombres no pegaban a sus mujeres, sólo a los hijos. A Juan le propiné apenas un papirotazo de nada, pero el hierro estaba caliente y le dejó una marca en la frente. Para un hombre tan presumido como él, esa insignificante quemadura resultó una tragedia, pero sirvió para que me respetara. El sartenazo puso término a sus amenazas, pero admito que no contribuyó a mejorar nuestra relación; cada vez que se palpaba la cicatriz, un brillo criminal aparecía en sus pupilas. Me castigó negándome el placer que antes me daba con magnanimidad. Mi vida cambió, las semanas y los meses se arrastraban como una condena a las galeras, puro trabajo y más trabajo, siempre afligida por mi esterilidad y la pobreza. Los caprichos y las deudas de mi marido se convirtieron en una carga pesada que yo asumía para evitar la vergüenza de enfrentar a sus acreedores. Se nos terminaron las noches largas de besos y las mañanas perezosas en el lecho; nuestros abrazos se distanciaron y se volvieron breves y brutales, como violaciones. Los soporté sólo por la esperanza de un hijo. Ahora, cuando puedo observar mi vida completa desde la serenidad de la vejez, comprendo que la verdadera bendición de la Virgen fue negarme la maternidad y así permitirme cumplir un destino excepcional. Con hijos habría estado atada, como
siempre lo están las hembras; con hijos habría quedado abandonada por Juan de Málaga, cosiendo y haciendo empanadas; con hijos no habría conquistado este Reino de Chile.
Mi marido seguía ataviado como un chulo y gastando como un hidalgo, seguro de que yo acometería lo imposible por pagar sus deudas. Bebía demasiado y visitaba la calle de las meretrices, donde solía perderse por varios días, hasta que yo pagaba a unos gañanes para que fuesen a buscarlo. Me lo traían cubierto de piojos y lleno de vergüenza; yo le quitaba los piojos y le alimentaba la vergüenza. Dejé de admirar su torso y su perfil de estatua y empecé a envidiar a mi hermana Asunción, casada con un hombre con aspecto de jabalí pero trabajador y buen padre de sus hijos. Juan se aburría y yo desesperaba, por eso no intenté detenerlo cuando al fin decidió partir a las Indias en busca de El Dorado, una ciudad de oro puro, donde los niños jugaban con topacios y esmeraldas. Pocas semanas más tarde partió sin despedirse, entre gallos y medianoche, con un atado de ropa y mis últimos maravedíes, que sustrajo del escondite detrás del fogón.
Juan había logrado contagiarme sus sueños, a pesar de que nunca me tocó ver de cerca a ningún aventurero que volviese de las Indias enriquecido; regresaban, por el contrario, miserables, enfermos y locos. Los que hacían fortuna, la perdían, y los dueños de inmensas haciendas, como se contaba que allá las había, no podían llevárselas consigo. Sin embargo, estas y otras razones se esfumaban ante la pujante atracción del Nuevo Mundo. ¿Acaso no pasaban por las calles de Madrid carromatos llenos de barras del oro indiano? Yo no creía, como Juan, en la existencia de una ciudad de oro, de aguas encantadas que otorgaban la eterna juventud, o de amazonas que holgaban con los hombres y luego los despedían cargados de joyas, pero sospechaba que allá había algo aún más valioso: libertad. En las Indias cada uno era su propio amo, no había que inclinarse ante nadie, se podían cometer errores y comenzar de nuevo, ser otra persona, vivir otra vida. Allá nadie cargaba con el deshonor por mucho tiempo y hasta el más humilde podía encumbrarse. «Por encima de mi cabeza, sólo mi gorra emplumada», decía Juan. ¿Cómo podía reprochar a mi marido esa aventura, si yo misma, de ser hombre, la hubiese emprendido? [6]



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Hermoso saber que existen personas que lean este proyecto. Gracias por su honorable visita. Les saluda y le doy la bienvenida a leer: Luna Cielo Azul. ©Siervadelmesías.

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