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jueves, septiembre 26, 2013

LOS CUENTOS DE EVA LUNA ISABEL ALLENDE ((115))




Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 115 húmedo y los mosquitos como si no los sintiera, atenta a esa naturaleza que parecía envolverla en un abrazo. Tuvo la impresión de que había estado allí antesi tal vez en sueños o en otra existencia, que pertenecía a ese lugar, que hasta entonces había sido una extranjera en el mundo y que todos los pasos dados, incluyendo el de dejar la casa de su marido por seguir a un anciano tembleque, habían sido señalados por su instinto con el único propósito de conducirla hasta allí. Antes de ver el Palacío de Verano ya sabía que ésa sería su última residencia. Cuando el edificio apareció finalmente entre el follaje, bordeado de palmeras y refulgiendo al sol, Marcia suspiró aliviada, como un náufrago al ver otra vez su puerto de origen. A pesar de los frenéticos preparativos para recibirlos, la mansión tenía un aire de encantamiento. Su arquitectura romana, ideada como centro de un parque geométrico y grandiosas avenidas, estaba sumergida en el desorden de una vegetación glotona. El clima tórrido había alterado el color de los materiales, cubriéndolos con una pátina prematura, de la piscina y de los jardines no quedaba nada visible. Los galgos de caza habían roto sus correas mucho tiempo atrás y vagaban por los límites de la propiedad, una jauría hambrienta y feroz que acogió a los recién llegados con un coro de ladridos. Las aves habían anidado en los capiteles y cubierto de excrementos los relieves. Por todos lados había signos de desorden. El Palacio de Verano se había transformado en una criatura viviente, abierta a la verde invasión de. la selva que lo había envuelto y penetrado. Marcia saltó del automóvil y corrió hacia las grandes puertas, donde esperaba la escolta agobiada por la canícula. Recorrió una a una todas las habitaciones, los grandes salones decorados con lámparas de cristal que colgaban de los techos como racimos de estrellas y muebles franceses en cuyos tapices anidaban las lagartijas, los dormitorios con sus lechos de baldaquino desteñidos por la intensidad de la luz, los baños donde el musgo se insinuaba en las junturas de los mármoles. Iba sonriendo, con la actitud de quien recupera algo que le ha sido arrebatado. Durante los días siguientes El Benefactor vio a Marcia tan complacida, que algo de vigor volvió a calentar sus gastados huesos y pudo abrazarla como en los primeros encuentros. Ella lo aceptó distraída. La semana que pensaban pasar allí se prolongó a dos, porque el hombre se sentía muy a gusto. Desapareció el cansancio acumulado en sus años de sátrapa y se atenuaron varías de sus dolencias de viejo. Paseó con Marcia por los alrededores, señalándoles las múltiples variedades de orquídeas que trepaban por los troncos o colgaban como uvas de las ramas más altas, las nubes de mariposas blancas que cubrían el suelo y los pájaros de plumas iridiscentes que llenaban el aire con sus voces. Jugó con ella como un joven amante, le dio de comer en la boca la pulpa deliciosa de los mangos silvestres, la bañó con sus propias manos en infusiones de yerbas y la hizo reír con una serenata bajo su ventana. Hacía años que no se alejaba de la capital, salvo breves viajes en una avioneta a las provincias donde su presencia era requerida para sofocar algún brote de insurrección y devolver al pueblo la certeza de que su autoridad era incuestionable. Esas inesperadas vacacíones lo pusieron de muy buen ánimo, la vida le pareció de pronto más amable y tuvo la fantasía de que junto a esa hermosa mujer podría seguir gobernando eternamente. Una noche lo sorprendió el sueño en los brazos de ella. Despertó en la madrugada aterrado, con la sensación de haberse traicionado a sí mismo. Se levantó sudando, con el corazón al galope, y la observó sobre la cama, blanca odalisca en reposo, con el cabello de cobre cubriéndole la cara. Salió a dar órdenes a su escolta para el regreso a la ciudad. No le sorprendió que Marcia no diera indicios de acompañarlo. Tal vez en el fondo lo prefirió así, porque comprendió que ella representaba su más peligrosa flaqueza, la única que podría hacerle olvidar el poder. El Benefactor partió a la capital sin Marcia. Le dejó media docena de soldados para vigilar la propiedad y algunos empleados para su servicio, y le prometió que mantendría el camino en buenas condiciones, para que ella recibiera sus regalos, las provisiones, el correo y algunos periódicos. Aseguró que la visitaría a menudo, tanto como sus obligaciones de Jefe de Estado se lo permitieran, pero al despedirse ambos sabían que no volverían a encontrarse. La caravana del Benefactor se perdió tras los helechos y por un momento el silencio rodeó al 115 Librodot





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Hermoso saber que existen personas que lean este proyecto. Gracias por su honorable visita. Les saluda y le doy la bienvenida a leer: Luna Cielo Azul. ©Siervadelmesías.

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