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domingo, enero 05, 2014
Inés del alma mía, ISABEL ALLENDE ((36))
Inés del alma mía[Document Transcript]... No hubo juicio ni explicaciones. Pedro de Valdivia simplemente llamó a don Benito y le ordenó que ahorcase al soldado Escobar a la mañana del día siguiente, después de misa, delante del campamento formado. Don Benito se llevó al tembloroso muchacho de un brazo y lo dejó en una de las tiendas, vigilado pero sin cadenas. Escobar estaba hecho un guiñapo, pero no por el miedo a morir, sino por el dolor de su corazón destrozado. Pedro de Valdivia se fue a la tienda de Francisco de Aguirre,
donde se quedó jugando a los naipes con otros capitanes, y no regresó hasta el amanecer. No me permitió hablar con él, y, creo que por una vez, si lo hubiese hecho, yo no habría encontrado la forma de hacerle cambiar de parecer. Estaba endemoniado de celos.
Entretanto, el capellán González de Marmolejo intentaba consolarme diciendo que lo ocurrido no era mi culpa, sino de Escobar, por desear a la mujer del prójimo, o alguna sandez por el estilo.
-Supongo que no os quedaréis de brazos cruzados, padre. Debéis convencer a Pedro de que está cometiendo una grave injusticia -le exigí.
-El capitán general debe mantener orden entre su propia gente, hija, no puede permitir este tipo de agravio.
-Pedro puede permitir que sus hombres violen y golpeen a las mujeres de otros hombres, pero ¡ay si le tocan a la suya! -Ya no puede retractarse. Una orden es una orden.
-¡Claro que puede retractarse! La falta de ese joven no merece la horca, lo sabéis tan bien como yo. ¡Id a hablar con él!
-Iré, doña Inés, pero os adelanto que no cambiará de opinión.
-Podéis amenazarlo con la excomunión...
-¡Esa amenaza no puede hacerse a la ligera! -exclamó el fraile, horrorizado.
-En cambio, Pedro sí puede echarse un muerto en la conciencia a la ligera, ¿verdad? -repliqué.
-Doña Inés, os falta humildad. Esto no está en vuestras manos, está en manos de Dios.
González de Marmolejo se fue a hablar con Valdivia. Lo hizo ante los capitanes que jugaban a las cartas con él porque pensó que éstos lo ayudarían a convencerlo de que perdonara a Escobar. Se equivocó de medio a medio. Valdivia no podía dar su brazo a torcer frente a testigos, y además sus compinches le dieron la razón; ellos habrían hecho lo mismo en su lugar.
Entonces me fui a la tienda de Juan Gómez y Cecilia, con la excusa de ver al recién nacido. La princesa inca estaba más bella que nunca, echada sobre un mullido colchón, descansando, rodeada de sus siervas. Una india le sobaba los pies, otra le peinaba el cabello retinto, otra estrujaba leche de llama de un trapo en la boca del crío. Juan Gómez, embelesado, observaba la escena como si estuviera ante el pesebre del Niño Jesús. Sentí un retortijón de envidia: habría dado media vida por estar en el lugar de Cecilia. Después de felicitar a la joven madre y besar al chiquito, cogí de un brazo al padre y me lo llevé afuera. Le conté lo que había ocurrido y le pedí ayuda.
-Vos sois el alguacil, don Juan, haced algo, por favor -le rogué.
-No puedo contravenir una orden de don Pedro de Valdivia -me contestó, con los ojos desorbitados.
-Me da vergüenza recordároslo, don Juan, pero me debéis un favor...
-Señora, ¿me estáis pidiendo esto porque tenéis un interés particular en el soldado Escobar? -me preguntó.
-¿Cómo se os ocurre? Os lo pediría por cualquier hombre de este campamento. No puedo permitir que don Pedro cometa este pecado. Y no me digáis que se trata de una cuestión de disciplina militar, los dos sabemos que son puros celos.
-¿Qué proponéis?
-Esto está en manos de Dios, como dice el capellán. ¿Qué os parece si ayudamos un poco a la mano divina?
Al día siguiente, después de la misa, don Benito convocó a la gente en la plaza central del campamento, donde todavía se alzaba la horca que había servido para el desafortunado Ruiz, con la cuerda preparada. Yo asistí por primera vez, porque hasta entonces me las había arreglado para no presenciar suplicios ni ejecuciones; bastante tenía con la violencia de las batallas y el sufrimiento de los heridos y enfermos que me tocaba sanar. Llevé a Nuestra Señora del Socorro en los brazos, para que todos pudieran verla. Los capitanes se pusieron en primera fila formando un cuadrilátero, les seguían los soldados y, más atrás, los capataces y la multitud de yanaconas, indias de servicio y mancebas. El capellán había pasado la noche en vela rezando, después de haber fracasado en su gestión con Valdivia. Tenía la piel verdosa y ojeras moradas, como solía ocurrirle cuando se flagelaba, aunque sus azotes eran para la risa, según las indias, que sabían muy bien lo que es un látigo en serio.
Un pregonero y un redoble de tambores anunciaron la ejecución. Juan Gómez, en su calidad de alguacil, dijo que el soldado Escobar había cometido un grave acto de indisciplina, había penetrado en la tienda del capitán general con aviesos propósitos y atentado contra su honor. No se necesitaban más explicaciones, a nadie le cupo duda de que el muchacho pagaría con la vida su amor de cachorro. Los dos negros encargados de las ejecuciones escoltaron al reo hasta la plaza. Escobar iba sin cadenas, derecho como una lanza, tranquilo, la mirada fija adelante, como si marchara en sueños. Había pedido que le permitieran lavarse, afeitarse y ponerse ropa limpia. Se puso de rodillas y el capellán le dio la extremaunción, lo bendijo y le pasó la Santa Cruz para que la besara. Los negros lo condujeron al patíbulo, le ataron las manos a la espalda y le ligaron los tobillos, luego pasaron la cuerda en torno a su cuello. Escobar no permitió que le colocaran una capucha, creo que quería morir mirándome, para desafiar a Pedro de Valdivia. Le sostuve la mirada, tratando de darle consuelo.
Al segundo redoble de tambores, los negros quitaron el soporte bajo los pies del reo y éste quedó colgado en el aire. Un silencio de tumba reinaba en el campamento entre la gente, sólo se oían los tambores. Durante un tiempo que me pareció eterno, el cuerpo de Escobar se balanceó de la horca, mientras yo rezaba y rezaba, desesperada, apretando la estatua de la Virgen contra mi pecho. Y entonces sucedió el milagro: la cuerda se cortó de súbito y el muchacho cayó desplomado al suelo, donde quedó tendido, como muerto. Un largo grito de sorpresa escapó de muchas bocas. Pedro de Valdivia dio tres pasos adelante, pálido como un cirio, sin00 poder creer lo que había ocurrido. Antes de que alcanzara a dar una orden a los verdugos, el capellán se adelantó con la Santa Cruz en alto, tan perplejo como los demás.
-¡Es el juicio de Dios! ¡El juicio de Dios! -gritaba.00 Como una ola sentí primero el murmullo y luego la frenética algarabía de los indios, una ola que se estrelló contra la rigidez de los soldados españoles, hasta que uno se persignó y puso una rodilla en tierra. De inmediato otro siguió su ejemplo, y otro más, hasta que todos, menos Pedro de Valdivia, estuvimos arrodillados. El juicio de Dios...
El alguacil Juan Gómez hizo a un lado a los verdugos y él mismo quitó el lazo del cuello a Escobar, le cortó las amarras de las muñecas y los tobillos y le ayudó a ponerse de pie. Sólo yo noté que entregó la cuerda del patíbulo a un indio y éste se la llevó de inmediato, antes de que a alguien se le ocurriera examinarla de cerca. Juan Gómez ya no me debía ningún favor.
Escobar no fue puesto en libertad. Su sentencia fue conmutada por el destierro, tendría que volver al Perú, deshonrado, con un yanacona por única compañía y a pie. En caso de que lograra evadir a los indios hostiles del valle, perecería de sed en el desierto, y su cuerpo, disecado como las momias, quedaría sin sepultura. Es decir, más misericordioso hubiese sido ahorcarlo. Una hora más tarde abandonó el campamento con la misma calmada dignidad con que caminó hacia el patíbulo. Los soldados que antes se burlaron de él hasta enloquecerlo, formaron dos filas respetuosas y él pasó por el medio, lentamente, despidiéndose con los ojos, sin una palabra. Muchos tenían lágrimas, arrepentidos y avergonzados. Uno le entregó su espada, otro un hacha corta, un tercero llegó halando una llama cargada con unos bultos y odres de agua. Yo observaba la escena desde lejos, luchando contra la animosidad que sentía contra Valdivia, tan fuerte que me ahogaba. Cuando el muchacho ya salía del campamento, le di alcance, desmonté y le entregué mi único tesoro, el caballo. Nos quedamos siete semanas en el valle, donde se nos sumaron veinte españoles más, entre ellos dos frailes y un tal Chinchilla, sedicioso y vil, quien desde el comienzo conspiró con Sancho de la Hoz para asesinar a Valdivia. A De la Hoz le habían quitado los grillos y circulaba libre por el campamento, acicalado y fragante, dispuesto a vengarse del capitán general, pero bien vigilado por Juan Gómez. De los ciento cincuenta hombres que ahora formaban la expedición, todos menos nueve eran hidalgos, hijos de la nobleza rural o empobrecida, pero tan hidalgos como el mejor. Según Valdivia, eso nada significa, porque sobran hidalgos en España, pero yo creo que estos fundadores legaron sus ínfulas al Reino de Chile. A la sangre altiva de los españoles se sumó la sangre indómita de la raza mapuche, y de la mezcla ha resultado un pueblo de un orgullo demencial.
Después de la expulsión del muchacho Escobar, el campamento tardó unos días en recuperar la normalidad. La gente andaba enojada, se podía sentir la ira en el aire. A los ojos de los soldados, la culpa fue mía: yo tenté al inocente muchacho, lo seduje, lo saqué de quicio y lo llevé a la muerte. Yo, la impúdica concubina. Pedro de Valdivia sólo cumplió con el deber de defender su honor. Durante mucho tiempo sentí el rencor de esos hombres como una quemadura en la piel, tal como antes había sentido su lascivia. Catalina me aconsejó que permaneciera en mi tienda hasta que se calmaran los ánimos, pero había mucho trabajo con los preparativos del viaje y no me quedó otra alternativa que enfrentarme a la maledicencia.
Pedro estaba ocupado con la incorporación de los nuevos soldados y con los rumores de traición que circulaban, pero tuvo tiempo de saciar su ira en mí. Si comprendió que se había propasado en su afán de vengarse de Escobar, nunca lo admitió. La culpa y los celos le encendieron el deseo, quería poseerme a cada rato, incluso en la mitad del día. Interrumpía sus deberes o sus conferencias con otros capitanes para arrastrarme a la tienda, a ojos vista del campamento entero, de modo que no quedó nadie que no se diese cuenta de lo que estaba ocurriendo. A Valdivia no le importaba, lo hacía adrede para establecer su autoridad, humillarme y desafiar a los chismosos. Nunca habíamos hecho el amor con esa violencia, me dejaba magullada y pretendía que me gustara. Quiso que gimiera de dolor, en vista de que ya no gemía de placer. Ése fue mi castigo, sufrir la suerte de una ramera, tal como el de Escobar fue perecer en el desierto. Aguanté el maltrato hasta donde me fue posible, pensando que en algún momento a Pedro tendría que enfriársele la soberbia, pero a la semana se me acabó la paciencia y, en vez de obedecerle cuando quiso hacer conmigo como los perros, le di una sonora bofetada en la cara. No supe cómo sucedió, la mano se me fue sola. La sorpresa nos dejó a los dos paralizados por un largo momento y enseguida se rompió el maleficio en que estábamos atrapados. Pedro me estrechó, arrepentido, y yo me eché a temblar, tan contrita como él.
-¡Qué he hecho! ¿Adónde hemos llegado, amor? Perdóname, Inés, olvidemos esto, por favor... -murmuró.
Nos quedamos abrazados, con el alma en un hilo, mascullando explicaciones, perdonándonos, y al final nos dormimos agotados, sin holgar. A partir de ese momento empezamos a recuperar el amor perdido. Pedro volvió a cortejarme con la pasión y la ternura de los primeros tiempos. Dábamos cortos paseos, siempre con guardias, porque en cualquier momento podían caernos encima indios hostiles. Comíamos solos en la tienda, me leía por las noches, pasaba horas acariciándome para darme el placer que poco antes me había negado. Estaba tan ansioso por un hijo como yo, pero no quedé preñada, a pesar de los rosarios a la Virgen y los jarabes que preparaba Catalina. Soy estéril, no pude tener hijos con ninguno de los hombres a los que amé, Juan, Pedro y Rodrigo, ni con los que gocé de encuentros breves y secretos; pero creo que Pedro también lo era, porque no los tuvo con Marina ni con otras mujeres. «Dejar fama y memoria de mí», fue su razón para conquistar Chile. Tal vez así reemplazó a la dinastía
que no pudo fundar. Dejó su apellido en la Historia, ya que no pudo legarlo a sus descendientes. [36]
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Hermoso saber que existen personas que lean este proyecto. Gracias por su honorable visita. Les saluda y le doy la bienvenida a leer: Luna Cielo Azul. ©Siervadelmesías.