Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 30 hasta con cierto desprendimiento elegante, porque ni él, con todo el peso de su poder, se hubiera levantado de la mesa sin pagar. Tomás Vargas pasó dos días alardeando de su triunfo, hasta que el Teniente le avisó que lo esperaba el sábado para la revancha. Esta vez la apuesta sería de mil pesos, le anunció con un tono tan perentorio que el otro se acordó de los planazos recibidos en el trasero y no se atrevió a negarse. La tarde del sábado la taberna estaba repleta de gente. En la apretura y el calor se acabó el aire y hubo que sacar la mesa a la calle para que todos pudieran ser testigos del juego. Nunca se había apostado tanto dinero en Agua Santa y para asegurar la limpieza del procedimiento designaron a Riad Halabí. Éste empezó por exigir que el público se mantuviera a dos pasos de distancia, para impedir cualquier trampa, y que el Teniente y los demás policías dejaran sus armas en el retén. –Antes de comenzar ambos jugadores deben poner su dinero sobre la mesa –dijo el árbitro. –Mi palabra basta, turco –replicó el Teniente. –En ese caso mi palabra basta también – agregó Tomás Vargas. –¿Cómo pagarán si pierden? –quiso saber Riad Halabí. –Tengo una casa en la capital, si pierdo Vargas tendrá los títulos mañana mismo. –Está bien. ¿Y tú? –Yo pago con el oro que tengo enterrado. El juego fue lo más emocionante ocurrido en el pueblo en muchos años. Toda Agua Santa, hasta los ancianos y los niños se juntaron en la calle. Las únicas ausentes fueron Antonia Sierra y Concha Díaz. Ni el Teniente ni Tomás Vargas inspiraban simpatía alguna, así es que daba lo mismo quien ganara; la diversión consistía en adivinar las angustias de los dos jugadores y de quienes habían apostado a uno u otro. A Tomás Vargas lo beneficiaba el hecho de que hasta entonces había sido afortunado con los naipes, pero el Teniente tenía la ventaja de su sangre fría y su prestigio de matón. A las siete de la tarde terminó la partida y, de acuerdo con las normas establecidas, Riad Halabí declaró ganador al Teniente. En el triunfo el policía mantuvo la misma calma que demostró la semana anterior en la derrota, ni una sonrisa burlona, ni una palabra desmedida, se quedó simplemente sentado en su silla escarbándose los dientes con la uña del dedo meñique. –Bueno, Vargas, ha llegado la hora de desenterrar tu tesoro –dijo, cuando se calló el vocerío de los mirones. La piel de Tomás Vargas se había vuelto cenicienta, tenía la camisa empapada de sudor y parecía que el aire no le entraba en el cuerpo, se le quedaba atorado en la boca. Dos veces intentó ponerse de pie y le fallaron las rodillas. Riad Halabí tuvo que sostenerlo. Por fin reunió la fuerza para echar a andar en dirección a la carretera, seguido por el Teniente, los policías, el árabe, la Maestra Inés y más atrás todo el pueblo en ruidosa procesión. Anduvieron un par de millas y luego Vargas torció a la derecha, metiéndose en el tumulto de la vegetación glotona que rodeaba a Agua Santa. No había sendero, pero él se abrió paso sin grandes vacilaciones entre los árboles gigantescos y los helechos, hasta llegar al borde de un barranco apenas visible, porque la selva era un biombo impenetrable. Allí se detuvo la multitud, mientras él bajaba con el Teniente. Hacía un calor húmedo y agobiante, a pesar de que faltaba poco para la puesta del sol. Tomás Vargas hizo señas de que lo dejaran solo, se puso a gatas y arrastrándose desapareció bajo unos filodendros de grandes hojas carnudas. Pasó un minuto largo antes que se escuchara su alarido. El Teniente se metió en el follaje, lo cogió por los tobillos y lo sacó a tirones. –¡Qué pasa! –¡No está, no está! –¡Cómo que no está! –¡Lo juro, mi Teniente, yo no sé nada, se lo robaron, me robaron el tesoro! –Y se echó a llorar como una viuda, tan desesperado que ni cuenta se dio de las patadas que le propinó el Teniente. 30 Librodot
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Hermoso saber que existen personas que lean este proyecto. Gracias por su honorable visita. Les saluda y le doy la bienvenida a leer: Luna Cielo Azul. ©Siervadelmesías.