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sábado, agosto 17, 2013

LOS CUENTOS DE EVA LUNA ISABEL ALLENDE ((60))






Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 60 la piel erizada desde los talones hasta la nuca, cuando escuchó un silbido insistente y al dar media vuelta descubrió dos pisos más abajo una silueta alumbrada por la luna, haciéndole señas. Bajó las escalerillas en trance, se aproximó al hombre moreno que la llamaba, sumisa se dejó quitar los velos y los ropones de luto y lo acompañó detrás de un rollo de cuerdas. Vapuleada por un impacto similar al del tren, aprendió en menos de tres minutos la diferencia entre un marido anciano, acabado por el temor a Dios, y un insaciable marinero griego ardiendo por la penuria de varias semanas de castidad oceánica. Deslumbrada, la mujer descubrió sus propias posibilidades, se secó el llanto y le pidió más. Pasaron parte de la noche conociéndose y sólo se separaron cuando oyeron la sirena de emergencia, un terrible bramido de naufragio que alteró el silencio de los peces. Pensando que la inconsolable madre se había arrojado al mar, la sirvienta había dado la voz de alarma y toda la tripulación, menos el griego, la buscaba. María se reunió con su amante detrás de las cuerdas cada noche, hasta que el buque se aproximó a las costas del Caribe y el perfume dulzón de flores y frutos que arrastraba la brisa acabó de perturbarle los sentidos. Aceptó entonces la proposición de su compañero de abandonar la nave, donde penaba el fantasma del niño muerto y donde había tantos ojos espiándolos, se metió el dinero del viaje en los refajos y se despidió de su pasado de señora respetable. Descolgaron un bote y desaparecieron al amanecer, dejando a bordo a la sirvienta, los perritos, la vaca y el baúl asesino. El hombre remó con sus gruesos brazos de navegante hacia un puerto estupendo, que surgió ante sus ojos a la luz del alba como una aparición de otro mundo, con sus ranchos, sus palmeras y sus pájaros variopintos. Allí se instalaron los dos fugitivos mientras les duró la reserva de dinero. El marinero resultó pendenciero y bebedor. Hablaba una jerizonga incomprensible para María y para los habitantes de ese lugar, pero conseguía comunicarse con morisquetas y sonrisas. Ella sólo se despabilaba cuando él aparecía para practicar con ella las maromas aprendidas en todos los lupanares desde Singapur hasta Valparaíso, y el resto del tiempo permanecía atontada por una languidez mortal. Bañada por los sudores del clima, la mujer inventó el amor sin compañero, aventurándose sola en territorios alucinantes, con la audacia de quien no conoce los riesgos. El griego carecía de intuición para adivinar que había abierto una compuerta, que él mismo no era sino el instrumento de una revelación, y fue incapaz de valorar el regalo ofrecido por esa mujer. Tenía a su lado a una criatura preservada en el limbo de una inocencia invulnerable, decidida a explorar sus propios sentidos con la juguetona disposición de un cachorro, pero él no supo seguirla. Hasta entonces ella no había conocido el desenfado del placer, ni siquiera lo había imaginado, aunque siempre estuvo en su sangre como el germen de una fiebre calcinante. Al descubrirlo supuso que se trataba de la dicha celestial que las monjas del colegio le prometían a las niñas buenas en el Más Allá. Sabía muy poco del mundo y era incapaz de mirar un mapa para ubicarse en el planeta, pero al ver los hibiscus y los loros creyó encontrarse en el paraíso y se dispuso a gozarlo. Allí nadie la conocía, estaba a sus anchas por primera vez, lejos de su casa, de la tutela inexorable de sus padres y hermanos, de las presiones sociales y de los velos de misa, libre al fin para saborear el torrente de emociones que nacía en su piel y penetraba por cada filamento hasta sus cavernas más profundas, donde se volcaba en cataratas, dejándola exhausta y feliz. La falta de malicia de María, su impermeabilidad al pecado o la humillación, acabaron por aterrorizar al marinero. Las pausas entre cada abrazo se hicieron más largas, las ausencias del hombre más frecuentes, creció el silencio entre los dos. El griego trató de escapar de esa mujer con rostro de niña que lo llamaba sin cesar, húmeda, turgente, abrasada, convencido de que la viuda a quien sedujo en alta mar se había transformado en una perversa araña dispuesta a devorarlo como a una mosca en el tumulto de la cama. En vano buscó alivio para su virilidad apabullada retozando con las prostitutas, batiéndose a cuchillo y puñetazos con los chulos y apostando en peleas de gallos el sobrante de sus juergas. Cuando se encontró con los bolsillo vacíos, se aferró a esa excusa para desaparecer del todo. María lo esperó con paciencia durante varias semanas. Por la radio se enteraba a veces de que algún marinero f 60 Librodot





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Hermoso saber que existen personas que lean este proyecto. Gracias por su honorable visita. Les saluda y le doy la bienvenida a leer: Luna Cielo Azul. ©Siervadelmesías.

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