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viernes, febrero 19, 2016
sábado, agosto 29, 2015
Orgullo y Prejuicio, Jane Austen ((Capítulo LXI)
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Orgullo y Prejuicio[Document Transcript]...
CAPÍTULO LXI
El día en que la señora Bennet se separó de sus dos mejores hijas, fue de gran bienaventuranza
para todos sus sentimientos maternales. Puede suponerse con qué delicioso orgullo visitó después a la
señora Bingley y habló de la señora Darcy. Querría poder decir, en atención a su familia, que el
cumplimiento de sus más vivos anhelos al ver colocadas a tantas de sus hijas, surtió el feliz efecto de
convertirla en una mujer sensata, amable y juiciosa para toda su vida; pero quizá fue una suerte para su
marido (que no habría podido gozar de la dicha del hogar en forma tan desusada) que siguiese
ocasionalmente nerviosa e invariablemente mentecata.
El señor Bennet echó mucho de menos a su Elizabeth; su afecto por ella le sacó de casa con una
frecuencia que no habría logrado ninguna otra cosa. Le deleitaba ir a Pemberley, especialmente cuando
menos le esperaban.
Bingley y Jane sólo estuvieron un año en Netherfield. La proximidad de su madre y de los
parientes de Meryton no era deseable ni aun contando con el fácil carácter de Bingley y con el cariñoso
corazón de Jane. Entonces se realizó el sueño dorado de las hermanas de Bingley; éste compró una
posesión en un condado cercano a Derbyshire, y Jane y Elizabeth, para colmo de su felicidad, no estuvieron
más que a treinta millas de distancia.
Catherine, sólo por su interés material, se pasaba la mayor parte del tiempo con sus dos hermanas
mayores; y frecuentando una sociedad tan superior a la que siempre había conocido, progresó
notablemente. Su temperamento no era tan indomable como el de Lydia, y lejos del influjo de ésta, llegó,
gracias a una atención y dirección conveniente, a ser menos irritable, menos ignorante y menos insípida.
Como era natural, la apartaron cuidadosamente de las anteriores desventajas de la compañía de Lydia, y
aunque la señora Wickham la invitó muchas veces a ir a su casa, con la promesa de bailes y galanes, su
padre nunca consintió que fuese.
Mary fue la única que se quedó en la casa y se vio obligada a no despegarse de las faldas de la
señora Bennet, que no sabía estar sola. Con tal motivo tuvo que mezclarse más con el mundo, pero pudo
todavía moralizar acerca de todas las visitas de las mañanas, y como ahora no la mortificaban las
comparaciones entre su belleza y la de sus hermanas, su padre sospechó que había aceptado el cambio sin
disgusto.
En cuanto a Wickham y Lydia, las bodas de sus hermanas les dejaron tal como estaban. Él
aceptaba filosóficamente la convicción de que Elizabeth sabría ahora todas sus falsedades y toda su
ingratitud que antes había ignorado; pero, no obstante, alimentaba aún la esperanza de que Darcy influiría
para labrar su suerte. La carta de felicitación por su matrimonio que Elizabeth recibió de Lydia daba a
entender que tal esperanza era acariciada, si no por él mismo, por lo menos por su mujer. Decía
textualmente así:
«Mi querida Lizzy: Te deseo la mayor felicidad. Si quieres al señor Darcy la mitad de lo que yo
quiero a mi adorado Wickham, serás muy dichosa. Es un gran consuelo pensar que eres tan rica; y cuando
no tengas nada más que hacer, acuérdate de nosotros. Estoy segura de que a Wickham le gustaría muchísimo un destino de la corte, y nunca tendremos bastante dinero para vivir allí sin alguna ayuda. Me
refiero a una plaza de trescientas o cuatrocientas libras anuales aproximadamente; pero, de todos modos, no
le hables a Darcy de eso si no lo crees conveniente.»
Y como daba la casualidad de que Elizabeth lo creía muy inconveniente, en su contestación trató
de poner fin a todo ruego y sueño de esa índole. Pero con frecuencia le mandaba todas las ayudas que le
permitía su práctica de lo que ella llamaba economía en sus gastos privados. Siempre se vio que los
ingresos administrados por personas tan manirrotas como ellos dos y tan descuidados por el porvenir,
habían de ser insuficientes para mantenerse. Cada vez que se mudaban, o Jane o ella recibían alguna súplica
de auxilio para pagar sus cuentas. Su vida, incluso después de que la paz les confinó a un hogar, era
extremadamente agitada. Siempre andaban cambiándose de un lado para otro en busca de una casa más
barata y siempre gastando más de lo que podían. El afecto de Wickham por Lydia no tardó en convertirse
en indiferencia; el de Lydia duró un poco más, y a pesar de su juventud y de su aire, conservó todos los
derechos a la reputación que su matrimonio le había dado.
Aunque Darcy nunca recibió a Wickham en Pemberley, le ayudó a progresar en su carrera por
consideración a Elizabeth. Lydia les hizo alguna que otra visita cuando su marido iba a divertirse a Londres
o iba a tomar baños. A menudo pasaban temporadas con los Bingley, hasta tan punto que lograron acabar
con el buen humor de Bingley y llegó a insinuarles que se largasen.
La señorita Bingley quedó muy resentida con el matrimonio de Darcy, pero en cuanto se creyó con
derecho a visitar Pemberley, se le pasó el resentimiento: estuvo más loca que nunca por Georgiana, casi tan
atenta con Darcy como en otro tiempo y tan cortés con Elizabeth que le pagó sus atrasos de urbanidad.
Georgiana se quedó entonces a vivir en Pemberley y se encariñó con su hermana tanto como
Darcy había previsto. Las dos se querían tiernamente.
Georgiana tenía el más alto concepto de Elizabeth,
aunque al principio se asombrase y casi se asustase al ver lo juguetona que era con su hermano; veía a
aquel hombre que siempre le había inspirado un respeto que casi sobrepasaba al cariño, convertido en
objeto de francas bromas. Su entendimiento recibió unas luces con las que nunca se había tropezado.
Ilustrada por Elizabeth, empezó a comprender que una mujer puede tomarse con su marido unas libertades
que un hermano nunca puede tolerar a una hermana diez años menor que él.
Lady Catherine se puso como una fiera con la boda de su sobrino, y como abrió la esclusa a toda
su genuina franqueza al contestar a la carta en la que él le informaba de su compromiso, usó un lenguaje tan
inmoderado, especialmente al referirse a Elizabeth, que sus relaciones quedaron interrumpidas por algún tiempo. Pero, al final, convencido por Elizabeth, Darcy accedió a perdonar la ofensa y buscó la reconciliación. Su tía resistió todavía un poquito, pero cedió o a su cariño por él o a su curiosidad por ver
cómo se comportaba su esposa, de modo que se dignó visitarles en Pemberley, a pesar de la profanación
que habían sufrido sus bosques no sólo por la presencia de semejante dueña, sino también por las visitas de
sus tíos de Londres.
Con los Gardiner estuvieron siempre los Darcy en las más íntima relación. Darcy, lo mismo que
Elizabeth, les quería de veras; ambos sentían la más ardiente gratitud por las personas que, al llevar a
Elizabeth a Derbyshire, habían sido las causantes de su unión. [61]
ThE End
¨¨HAY TANTAS PALABRAS.¨¨
...
...
...
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Hay tantas palabras
Que deberían quedar
Selladas dentro
Sin poder salir
Así al no decirlas
Evitar llegar a dañar
O a destruir el alma
Que tan sensible es
Hay tantas posibilidades
En una vida de bendecir
Si solo aprendiéramos
Amar y a perdonar
Mirando hacia otros
Con esos ojos que están
Dispuestos a amar
Y a valorar.
Hay tantas cosas
Que se quedan sin decir
Tantas palabras hermosas
Que se quedan dentro
Y que si se dijeran
Podrían cambiar
Tal vez alguna vida
Podrían incluso
Llegar abrir los ojos
De aquellos que viendo
No ven A despertar los mas
Profundos sentimientos
Incluso llegar hacerse valorar
Aquel que se desprecia
domingo, agosto 16, 2015
Orgullo y Prejuicio, Jane Austen ((Capítulo LX)
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Orgullo y Prejuicio[Document Transcript]...
CAPÍTULO LX
Elizabeth no tardó en recobrar su alegría, y quiso que Darcy le contara cómo se había enamorado
de ella:
––¿Cómo empezó todo? ––le dijo––. Comprendo que una vez en el camino siguieras adelante,
pero ¿cuál fue el primer momento en el que te gusté?
––No puedo concretar la hora, ni el sitio, ni la mirada, ni las palabras que pusieron los cimientos
de mi amor. Hace bastante tiempo. Estaba ya medio enamorado de ti antes de saber que te quería.
––Pues mi belleza bien poco te conmovió. Y en lo que se refiere a mis modales contigo, lindaban
con la grosería. Nunca te hablaba más que para molestarte. Sé franco: ¿me admiraste por mi impertinencia?
––Por tu vigor y por tu inteligencia.
––Puedes llamarlo impertinencia, pues era poco menos que eso. Lo cierto es que estabas harto de
cortesías, de deferencias, de atenciones. Te fastidiaban las mujeres que hablaban sólo para atraerte. Yo te
irrité y te interesé porque no me parecía a ellas. Por eso, si no hubieses sido en realidad tan afable, me
habrías odiado; pero a pesar del trabajo que te tomabas en disimular, tus sentimientos eran nobles y justos,
y desde el fondo de tu corazón despreciabas por completo a las personas que tan asiduamente te cortejaban.
Mira cómo te he ahorrado la molestia de explicármelo. Y, la verdad, al fin y al cabo, empiezo a creer que es
perfectamente razonable. Estoy segura de que ahora no me encuentras ningún mérito, pero nadie repara en
eso cuando se enamora.
––¿No había ningún mérito en tu cariñosa conducta con Jane cuando cayó enferma en Netherfield?
––¡Mi querida Jane! Cualquiera habría hecho lo mismo por ella. Pero interprétalo como virtud, si
quieres. Mis buenas cualidades te pertenecen ahora, y puedes exagerarlas cuanto se te antoje. En cambio a
mí me corresponde el encontrar ocasiones de contrariarte y de discutir contigo tan a menudo como pueda.
Así es que voy a empezar ahora mismo. ¿Por qué tardaste tanto en volverme a hablar de tu cariño? ¿Por qué
estabas tan tímido cuando viniste la primera vez y luego cuando comiste con nosotros? ¿Por qué,
especialmente, mientras estabas en casa, te comportabas como si yo no te importase nada?
––Porque te veía seria y silenciosa y no me animabas.
––Estaba muy violenta.
––Y yo también.
––Podías haberme hablado más cuando venías a comer.
––Si hubiese estado menos conmovido, lo habría hecho.
––¡Qué lástima que siempre tengas una contestación razonable, y que yo sea también tan
razonable que la admita! Pero si tú hubieses tenido que decidirte, todavía estaríamos esperando. ¿Cuándo
me habrías dicho algo, si no soy yo la que empieza? Mi decisión de darte las gracias por lo que hiciste por
Lydia surtió buen efecto; demasiado: estoy asustada; porque ¿cómo queda la moral si nuestra felicidad
brotó de la infracción de una promesa? Yo no debí haber hablado de aquello, no volveré a hacerlo.
––No te atormentes. La moral quedará a salvo por completo. El incalificable proceder de lady
Catherine para separarnos fue lo que disipó todas mis dudas. No debo mi dicha actual a tu vehemente deseo
de expresarme tu gratitud. No necesitaba que tú me dijeras nada. La narración de mi tía me había dado
esperanzas y estaba decidido a saberlo todo de una vez.
––Lady Catherine nos ha sido, pues, infinitamente útil, cosa que debería extasiarla a ella que tanto
le gusta ser útil a todo el mundo. Pero dime, ¿por qué volviste a Netherfield? ¿Fue sólo para venir a
Longbourn a azorarte, o pensaste en obtener un resultado más serio?
––Mi verdadero propósito era verte y comprobar si podía abrigar aún esperanzas de que me
amases. Lo que confesaba o me confesaba a mí mismo era ver si tu hermana quería todavía a Bingley, y, de
ser así, reiterarle la confesión que ya otra vez le había hecho.
––¿Tendrás valor de anunciarle a lady Catherine lo que le espera?
––Puede que más bien me falte tiempo que valor. Vamos a ello ahora mismo. Si me das un pliego
de papel, lo hago inmediatamente.
––Y si yo no tuviese que escribir otra carta, podría sentarme a tu lado y admirar la uniformidad de
tu letra, como hacía cierta señorita en otra ocasión. Pero yo tengo una tía a la que no quiero dejar olvidada
por más tiempo.
Por no querer confesar que habían exagerado su intimidad con Darcy, Elizabeth no había
contestado aún a la larga carta de la señora Gardiner. Pero ahora, al poder anunciarles lo que tan bien
recibido sería, casi se avergonzaba de que sus tíos se hubieran perdido tres días de disfrutar de aquella
noticia. Su carta fue como sigue:
«Querida tía: te habría dado antes, como era mi deber, las gracias por tu extensa, amable y
satisfactoria descripción del hecho que tú sabes; pero sabrás que estaba demasiado afligida para hacerlo.
Tus suposiciones iban más allá de la realidad. Pero ahora ya puedes suponer lo que te plazca, puedes dar
rienda suelta a tu fantasía, puedes permitir a tu imaginación que vuele libremente, y no errarás más que si te
figuras que ya estoy casada. Tienes que escribirme pronto y alabar a Darcy mucho más de lo que le
alababas en tu última carta. Doy gracias a Dios una y mil veces por no haber ido a los Lagos. ¡Qué necedad
la mía al desearlo! Tu idea de las jacas es magnífica; todos los días recorreremos la finca. Soy la criatura
más dichosa del mundo. Tal vez otros lo hayan dicho antes, pero nadie con tanta justicia. Soy todavía más
feliz que Jane. Ella sólo sonríe. Yo me río del todo. Darcy te envía todo el cariño de que pueda privarme.
Vendréis todos a Pemberley para las Navidades.»
La misiva de Darcy a lady Catherine fue diferente. Y todavía más diferente fue la que el señor
Bennet le mandó al señor Collins en contestación a su última:
«Querido señor: tengo que molestarle una vez más con la cuestión de las enhorabuenas: Elizabeth
será pronto la esposa del señor Darcy. Consuele a lady Catherine lo mejor que pueda; pero yo que usted me
quedaría con el sobrino. Tiene más que ofrecer. Le saludo atentamente.»
Los parabienes de la señorita Bingley a su hermano con ocasión de su próxima boda fueron muy
cariñosos, pero no sinceros. Escribió también a Jane para expresarle su alegría y repetirle sus antiguas
manifestaciones de afecto. Jane no se engañó, pero se sintió conmovida, y aunque no le inspiraba ninguna
confianza, no pudo menos que remitirle una contestación mucho más amable de lo que pensaba que
merecía. La alegría que le causó a la señorita Darcy la noticia fue tan verdadera como la de su hermano al comunicársela. Mandó una carta de cuatro páginas que todavía le pareció insuficiente para expresar toda su
satisfacción y su vivo deseo de obtener el cariño de su hermana.
Antes de que llegara ninguna respuesta de Collins ni felicitación de su esposa a Elizabeth, la
familia de Longbourn se enteró de que los Collins iban a venir a casa de los Lucas. Pronto se supo la razón
de tan repentino traslado. Lady Catherine se había puesto tan furiosa al recibir la carta de su sobrino, que
Charlotte, que de veras se alegraba de la boda, quiso marcharse hasta que la tempestad amainase. La
llegada de su amiga en aquellos momentos fue un gran placer para Elizabeth; aunque durante sus
encuentros este placer se le venía abajo al ver a Darcy expuesto a la ampulosa cortesía de Collins. Pero
Darcy lo soportó todo con admirable serenidad. Incluso atendió a sir William Lucas cuando fue a
cumplimentarle por llevarse la más brillante joya del condado y le expresó sus esperanzas de que se
encontrasen todos en St. James. Darcy se encogió de hombros, pero cuando ya sir William no podía verle.
La vulgaridad de la señora Philips fue otra y quizá la mayor de las contribuciones impuestas a su
paciencia, pues aunque dicha señora, lo mismo que su hermana, le tenía demasiado respeto para hablarle
con la familiaridad a que se prestaba el buen humor de Bingley, no podía abrir la boca sin decir una
vulgaridad. Ni siquiera aquel respeto que la reportaba un poco consiguió darle alguna elegancia. Elizabeth
hacía todo lo que podía para protegerle de todos y siempre procuraba tenerle junto a ella o junto a las
personas de su familia cuya conversación no le mortificaba. Las molestias que acarreó todo esto quitaron al
noviazgo buena parte de sus placeres, pero añadieron mayores esperanzas al futuro. Elizabeth pensaba con
delicia en el porvenir, cuando estuvieran alejados de aquella sociedad tan ingrata para ambos y disfrutando
de la comodidad y la elegancia de su tertulia familiar de Pemberley. [60]
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